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30 ene 2018

LECTIO DIVINA DEL 5° DOMINGO DEL TIEMPO DURANTE EL AÑO CICLO B.
Domingo 4 de febrero de 2018.
Job 7,1-4.6-7; 1° Corintios 9,16-19.22-23; San Marcos 1,29-39.


“¿Quién está más enfermo, el que se siente molesto con su enfermedad y llama al médico, o el que prefiere ignorar su enfermedad y no se toma la molestia de llamarlo?”
(San Agustín, Sermón 175,2,2)

Oración inicial:
“Señor Jesús, no curan las heridas y males del alma, una hierba o un bálsamo, sino tu Palabra, que todo lo crea y sostiene. Acércate a nosotros y extiende tu mano fuerte, para que asidos a ella, podamos dejarnos levantar, podamos resucitar y comenzar a ser tus discípulos. Jesús, tú eres la puerta de las ovejas, la puerta abierta en el cielo: a ti nos acogemos, con todo lo que somos y llevamos en el corazón. Llévanos contigo, en el silencio, en el desierto florido de tu compañía y allí enséñanos a orar, con tu voz, con tu Palabra para que lleguemos a ser anunciadores de tu Reino. Envíanos tu Espíritu con abundancia, para que te escuchemos con todo el corazón y con   toda el alma”. Amén.

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Job 7,1-4.6-7; 1° Corintios 9,16-19.22-23; San Marcos 1,29-39.

Claves de lectura:

1. "Para eso he venido" (Evangelio).
Este evangelio nos muestra que el trabajo que Jesús hizo sobre la tierra era una exigencia totalmente desmesurada. Debía buscar a las «ovejas descarriadas de Israel», una tarea que, dada la situación espiritual y religiosa del país, era imposible de llevar a cabo y a la que no obstante él se entrega con todas sus fuerzas. Cuando cura a la suegra de Pedro, «la población entera se agolpa a la puerta» de la casa; entonces cura a muchos enfermos y expulsa muchos demonios. Jesús se levanta de madrugada para poder por fin orar a solas. Pero sus discípulos le siguen y cuando le encuentran le dicen: «Todo el mundo te busca». Le buscaban los mismos de la noche anterior. Jesús no se excusa diciendo que ahora quiere rezar, sino que evita encontrarse de nuevo con la multitud alegando otro trabajo: en «las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido». Y las aldeas son sólo el comienzo: «Así recorrió toda Galilea». El auténtico apóstol cristiano puede tomar ejemplo del celo incansable de Jesús: aunque la tarea que tenga ante sí le parezca irrealizable desde el punto de vista humano, trabajará tanto como le permitan sus fuerzas; el resto será completado por su sufrimiento o al menos por su obediencia interior. Pero esta interioridad nunca puede ser una excusa para no hacer todo lo que pueda.

2. "Esclavo de todos" (2° Lectura).
Pablo, en la segunda lectura, sigue el ejemplo del Señor en la medida de lo posible. Ha recibido de Dios la tarea de anunciar el evangelio, y esto es para él un deber, no lo hace por su propio gusto. Pablo puede, para mostrar a Dios su libre obediencia, renunciar a una paga, pero nada le exime del deber estricto de comprometerse plenamente en la tarea que le ha sido confiada. No se presenta como el gran señor que está en posesión de la verdad, sino como el esclavo que está al servicio de todos. El apóstol dice (en los versículos que se han omitido en la lectura) que se hace esclavo de los judíos (se introduce en la mentalidad judía para hablar a los judíos del Mesías), esclavo de los paganos (para anunciarles al Redentor del mundo) y finalmente (aquí prosigue la lectura) esclavo de los débiles (aunque él se considera fuerte) para ganar también para Cristo, en la medida de lo posible, a los poco inteligentes, a los inseguros, indecisos y versátiles. No se olvida de nadie: «Me he hecho todo a todos», y esto no con la seguridad del que es ya partícipe de la promesa del evangelio, sino con la esperanza del que participa también él en lo que anuncia a los demás.

3. (1° Lectura).
Como "servicio" (militar): así define el pobre Job, en la primera lectura, la vida del hombre sobre la tierra. El hombre no es un señor, sino une esclavo que «suspira por la sombra»; no es un amo (el amo es Dios), sino un «jornalero». Se trata de una característica general de la efímera vida del hombre. Cristo y su apóstol no contradicen esta descripción de la vida humana. Sólo que la inquietud, la desazón de que habla Job, se ha convertido en la Nueva Alianza en el celo indomeñable de trabajar por Dios y su reino, ya se realice esto mediante una actividad exterior o mediante la oración. Porque también la oración es un compromiso del cristiano por el mundo, y ciertamente tan fecundo o incluso más fecundo que la actividad externa.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 137 s.)
MEDITACIÓN.

“Curó a muchos enfermos”.
El pasaje evangélico de este domingo nos ofrece el informe fiel de una “jornada tipo” de Jesús. Cuando salió de la sinagoga, Jesús se acercó primero a casa de Pedro, donde curó a la suegra, quien estaba en cama con fiebre; al llegar la tarde le llevaron a todos los enfermos y curó a muchos, afectados de diversas enfermedades; por la mañana, se levantó cuando aún estaba oscuro y se retiró a un lugar solitario a orar; después partió a predicar el Reino a otros pueblos. De este relato deducimos que la jornada de Jesús consistía en un trenzado de curar a los enfermos, oración y predicación del Reino. Dediquemos nuestra reflexión al amor de Jesús por los enfermos, también porque en pocos días, en la memoria de la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero, se celebra la Jornada mundial del enfermo.
Las transformaciones sociales de nuestro siglo han cambiado profundamente las condiciones del enfermo. En muchas situaciones la ciencia da una esperanza razonable de curación, o al menos prolonga en mucho los tiempos de evolución del mal, en caso de enfermedades incurables. Pero la enfermedad, como la muerte, no está aún, y jamás lo estará, del todo derrotada. Forma parte de la condición humana. La fe cristiana puede aliviar esta condición y darle también un sentido y un valor.
Es necesario expresar dos planteamientos: uno para los enfermos mismos, otro para quien debe atenderles. Antes de Cristo, la enfermedad estaba considerada como estrechamente ligada al pecado. En otras palabras, se estaba convencido de que la enfermedad era siempre consecuencia de algún pecado personal que había que expiar.
Con Jesús cambió algo al respecto. Él «tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras debilidades» (Mateo 8, 17). En la cruz dio un sentido nuevo al dolor humano, incluida la enfermedad: ya no de castigo, sino de redención. La enfermedad une a él, santifica, afina el alma, prepara el día en que Dios enjugará toda lágrima y ya no habrá enfermedad ni llanto ni dolor.
Después de la larga hospitalización que siguió al atentado en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II escribió una carta sobre el dolor, en la que, entre otras cosas, decía: «Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» (Cf. «Salvifici doloris», n. 23. Ndt). La enfermedad y el sufrimiento abren entre nosotros y Jesús en la cruz un canal de comunicación del todo especial. Los enfermos no son miembros pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más preciosos. A los ojos de Dios, una hora del sufrimiento de aquéllos, soportado con paciencia en unión con Jesús, puede valer más que todas las actividades del mundo.
Ahora una palabra para los que deben atender a los enfermos, en el hogar o en estructuras sanitarias. El enfermo tiene ciertamente necesidad de cuidados, de competencia científica, pero tiene aún más necesidad de esperanza. Ninguna medicina alivia al enfermo tanto como oír decir al médico: «Tengo buenas esperanzas para ti». Cuando es posible hacerlo sin engañar, hay que dar esperanza. La esperanza es la mejor «tienda de oxígeno» para un enfermo. No hay que dejar al enfermo en soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos, y Jesús nos advirtió de que uno de los puntos del juicio final caerá precisamente sobre esto: «Estaba enfermo y me visitaste... Estaba enfermo y no me visitaste.» (Mateo 25, 36. 43).
Algo que podemos hacer todos por los enfermos es orar. Casi todos los enfermos del Evangelio fueron curados porque alguien se los presentó a Jesús y le rogó por ellos. La oración más sencilla, y que todos podemos hacer nuestra, es la que las hermanas Marta y María dirigieron a Jesús, en la circunstancia de la enfermedad de su hermano Lázaro: «¡Señor, aquél a quien amas está enfermo!» (Juan 11,3. Ndt).

(Aporte del P. Rainiero Cantalamessa,  ofm cap. Comentario a las lecturas de 5°Domingo del Tiempo  durante el año, ciclo B, 3 febrero 2006)

Para la reflexión personal y grupal:
¿De qué enfermedad el Señor tiene que sanarme?
¿Qué medicina, que gestos, que maneras tiene Jesús ante la enfermedad?
¿Cuál es mi experiencia de acompañamiento a enfermos?

ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

Jesús no se ha dejado destruir por el activismo. No se ha "vaciado" en la actividad agotadora de cada jornada. Rodeado de gentes que se agolpan sobre él, incluso, después de anochecer, sabe encontrar tiempo para reavivar su espíritu.
Según la información de Marcos, Jesús tenía esta costumbre: se levantaba de madrugada, se retiraba a un lugar solitario y, allí, se entregaba a la oración.
Cuando, al amanecer, los discípulos lo llaman de nuevo, Jesús se levanta con nuevas fuerzas, dispuesto a continuar su servicio generoso e incondicional a las gentes de Galilea. El cansancio es algo con lo que tiene que contar todo hombre o mujer que se esfuerza por cumplir su tarea diaria con entrega y responsabilidad.
Un día las fuerzas se desgastan y el agobio se apodera de nosotros. Quedan atrás la euforia y vitalidad de otros tiempos. Ahora sólo sentimos la falta de aliento, la impotencia, el hastío.
Las raíces del cansancio pueden ser muy diversas. Las ocupaciones nos dispersan, la actividad constante nos desgasta, la mediocridad misma de nuestra vida y nuestro trabajo nos aburre.
Perdemos energías en las mil contrariedades y roces de cada día y no sabemos cómo ni dónde reparar nuestras fuerzas. Nos vaciamos quizás generosamente a lo largo del día, pero no cuidamos el alimento de nuestro espíritu.
¿Qué hacer cuando la alegría interior se nos escapa y sentimos el alma cansada y sin aliento?
Quizás, lo primero sea aceptar con paciencia el cansancio como «compañero de nuestro camino». Pero, al mismo tiempo, recordar que la soledad y el silencio pueden sanar de nuevo nuestras raíces.
Hay una oración callada, humilde y confiada que puede devolvernos el aliento y la vida en las horas bajas del cansancio y el agobio.
Todos necesitamos, de alguna manera, saber retirarnos a "un lugar solitario" para enraizar de nuevo nuestra vida en lo esencial.
Necesitamos más silencio y soledad para reconocer con paz «las pequeñas cosas» que hemos agrandado indebidamente hasta agobiarnos, y para recordar las cosas realmente grandes e importantes que hemos descuidado día tras día.
Esa oración no es huida cobarde de los problemas. Es renacimiento, reencuentro y renovación del espíritu. Es sentirse vivo de nuevo y dispuesto para el servicio.

(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 189 s.)
Oración final:
“Padre creador, que escuchas y atiendes los clamores de la humanidad, y que en Jesús nos mostraste el proyecto de bondad y libertad para tus hijos. Haz de nosotros creyentes audaces, que libres de todo afán de dominio o ganancia sepamos ser servidores de todos, especialmente de tus hijos solos y abandonados. Que seamos constructores de un mundo sin exclusiones en el que todos quepamos con igual dignidad e iguales oportunidades, para que la humanidad que sufre pueda también un día levantarse y tomar su lugar en el mundo”. Amén.




Hno. Javier

26 ene 2018

LECTIO DIVINA 4° DOMINGO DEL TIEMPO DURANTE EL AÑO
CICLO B.
28 de enero de 2018.
Deuteronomio 18,15-20; 1° Corintios 7,32-35; San Marcos 1,21-28.


“El profeta es un hombre que, salvando el abismo entre las palabras y las obras, se incorpora a sí mismo al mensaje que anuncia. Es un hombre que tiene como misión la de revelar el presente, dotado como está de una mirada penetrante que le hace conocer de una manera extraña el presente y no el futuro como ordinariamente se cree. Es, finalmente, un contestatario encargado de desenmascarar y amonestar. Jesús realizó el oficio de profeta de manera admirable”.  (A. Manaranche).

Oración inicial:
“Señor Jesús, envía tu Espíritu, para que nos ayude a comprender la Palabra. Crea en nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que sufren. Que tu Palabra, pronunciada en nuestros corazones nos haga testigos de tu Reino”. Amén.


LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Deuteronomio 18,15-20; 1° Corintios 7,32-35; San Marcos 1,21-28.

Claves de lectura:

1.   (Evangelio)
En el evangelio, con motivo de la expulsión de un demonio, se reconoce que la enseñanza de Jesús es una enseñanza totalmente «nueva», un «enseñar con autoridad» ante el que todos los circunstantes se quedan «estupefactos». Estos ven la prueba de esta novedad en la expulsión del espíritu inmundo, pero ésta es a lo sumo la confirmación de su autoridad, no su enseñanza. Lo auténticamente decisivo aparece al principio del evangelio: Jesús enseña en la sinagoga, y los presentes ase quedaron asombrados de su enseñanza».
En su misma enseñanza se percibe ya la «autoridad divina» que la distingue de la enseñanza de los «letrados». Lo que la nueva enseñanza exige es un radicalismo en la obediencia a Dios totalmente distinto del rigorismo en el cumplimiento de la ley exigido por los letrados. Este radicalismo no exige en absoluto una huida del mundo, tal y como la practicaban por ejemplo los miembros de la secta de Qumrán, sino, en medio del mundo, de su trabajo y de sus penalidades, una vida indivisa para Dios y conforme a su mandamiento.
Este mandamiento que Jesús explica a los hombres es a la vez infinitamente simple e infinitamente exigente; posteriormente Jesús lo repetirá constantemente: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Eso significan la Ley y los Profetas (Mt 7,12). Esta es la perfección que el hombre puede alcanzar y en la que puede y debe parecerse al Padre celeste (cfr. Mt 5,48). Aquí sólo hay totalidad, no hay lugar para la división.

2.   (2° Lectura)
Pablo, en la segunda lectura, tiende al mismo radicalismo. Aunque aparentemente distingue dos categorías de hombres: los célibes, que se preocupan de los «asuntos del Señor», y los casados, que se preocupan de los «asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer», ciertamente no quiere (como muestran sus textos parenéticos sobre la vida doméstica) proscribir el matrimonio o las profesiones del siglo, sino a lo sumo mostrar lo que se observa habitualmente en la gente de mundo. Puede conceder al celibato una cierta preeminencia («a todos les desearía que vivieran como yo»: 1 Co 7,7), mas inmediatamente añade: «Pero cada cual tiene el don particular que Dios le ha dado», gracias al cual es perfectamente posible, incluso dentro del mundo y en la vida matrimonial, servir a Dios y amar al prójimo indivisiblemente. Ciertamente en muchos casos cabe preguntarse si esto es más fácil en el estado de los consejos evangélicos que en un matrimonio cristiano correctamente vivido. Las cartas pastorales se oponen a los que «prohíben el matrimonio» (1 Tm 4,3); no: "Todo lo que Dios ha creado es bueno".

3. (1° Lectura)
A esta doctrina definitiva de Jesús, en la que se resume todo con perfecta simplicidad, se refiere ya Moisés anticipadamente cuando habla, en la primera lectura, del profeta que ha de venir, del que Dios dice: «Suscitaré un profeta... Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande». El Señor lo suscitará como cumplimiento de todo lo iniciado en la Antigua Alianza. A él será, por tanto, al que haya que escuchar en todo.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 136 s.)

MEDITACIÓN.

El evangelio de Marcos no está agrupado por temas como el de Mateo; va poniendo los episodios uno tras otro, sin ningún orden al parecer.
Pero el desorden en realidad es sólo aparente; un análisis atento hace descubrir en muchas páginas una lógica muy hábil. Por ahora nos contentaremos sólo con una observación: esta primera serie de episodios (que llega hasta 3, 6) tiene como motivo de organización una indicación geográfica: Cafarnaúm y su lago.
De esta forma, la primera parte (1, 21-34) constituye una "jornada" de Jesús, una verdadera y auténtica unidad de tiempo y de lugar. Y se trata de un día de sábado, como se dice al principio y como se deja comprender al final (la gente espera que se ponga el sol, o sea, el final del descanso sabático, para llevar los enfermos a Jesús).
Tendremos por tanto que leer esta página de Marcos de un modo al mismo tiempo analítico y sintético. El análisis es indispensable y cada una de las unidades necesita su propio estudio, pero este análisis no tiene que hacernos olvidar la perspectiva de fondo, el interrogante central.
Hemos de advertir además que la verdadera y única finalidad de Marcos es la de iluminar la figura de Cristo. Nos presenta en esta página la misión de Jesús en su doble aspecto de palabra y de acción, enseñanzas y obras de salvación. No le interesa a Marcos todavía decirnos qué era lo que enseñaba Jesús; le interesa decirnos que Jesús enseñaba y actuaba. Presentándose de esta manera, Jesús se convierte en un problema para los presentes: ¿quién es éste? He aquí el interrogante central.
Sabemos que en la Palestina de aquella época había sinagogas o "Casas de oración" no sólo en los grandes centros, sino incluso en los pueblos y en las aldeas. Los israelitas acudían allí para la oración y para la lectura y la explicación de la ley. No sólo los escribas y los ancianos, sino cualquiera de los participantes podían ser invitados por el presidente a dirigir la palabra a los demás. Por otra parte, cualquier israelita podía pedir la palabra para intervenir. Es precisamente en una sinagoga, en la de Cafarnaúm, donde Jesús toma la palabra para enseñar. Y es también en la sinagoga donde Jesús libera a un hombre poseído del espíritu inmundo (1, 21-28). No es fácil para nosotros reconstruir la realidad de lo que sucedió.
En tiempos de Jesús estaba extendida la opinión de que los demonios estaban en el origen de cualquier enfermedad, especialmente de las diversas enfermedades mentales, cuyas manifestaciones hacían pensar que el enfermo no era ya dueño de sí mismo. No es extraño entonces que los evangelios hablen según la mentalidad de su tiempo y que el mismo Jesús, en su parte, se haya querido acomodar a ella. No debemos pretender de estas narraciones un diagnóstico médico ni una declaración especulativa sobre la naturaleza de los demonios. Reflejan más bien la lectura "teológica" que un hombre de la época -ante ciertos casos especialmente preocupantes- hacía de los hechos, llegando a la raíz de la situación, allí donde se descubre la huella del enemigo de Dios y del destructor del hombre. Es una lectura teológica que nace de un convencimiento que el evangelio parece imponer: el mal no viene solamente del hombre; detrás de sus diversas manifestaciones está el enemigo por excelencia, el destructor de la creación. El hombre bíblico es de la opinión que las cuentas sobre el mundo y sobre la historia no salen bien si sumamos solamente las fuerzas de la naturaleza, las del hombre y las de Dios; está además la fuerza del maligno.
A la luz de estas observaciones preliminares tenemos que leer nuestro episodio y otros similares. La narración no quiere presentar un caso curioso y aislado, sino más bien -a través de un caso especialmente claro- nuestra situación común de hombres caídos, sometidos a las fuerzas del mal e incapaces de entrar en comunión con Dios.
Todo lo dicho resulta todavía demasiado general. Examinemos más de cerca la narración de Marcos, señalando algunos detalles que parecen más significativos. Primer detalle: se trata de un hombre que perturba el servicio litúrgico; Jesús le manda callar secamente: "¡Cállate y sal de este hombre!"; el espíritu se ve obligado a obedecer y el hombre, libre del espíritu agitador, vuelve a su sano juicio. Los exorcismos estaban de moda y la literatura rabínica habla de ellos con frecuencia. Pero eran exorcismos largos, extraños y complicados, llenos de fórmulas y de gestos mágicos. Jesús, sin embargo, no recurre a palabras mágicas ni a ritos misteriosos, sino que se impone al espíritu impuro simplemente con una orden. De eso es de lo que se admira la gente.
Segundo detalle: hay una clara diferencia entre el modo como Jesús considera la enfermedad y cura a un enfermo y el modo como se porta Jesús con un hombre poseído por el demonio. En nuestro relato (como en todos los exorcismos del evangelio de Marcos) se respira la atmósfera de una lucha; el mismo Jesús, más adelante (3, 27), usará la imagen del hombre fuerte atado y saqueado. El endemoniado se dirige a Jesús en una actitud defensiva (se da cuenta de que ha llegado el que lo va a derrotar) e intenta, si es posible, pasar al ataque; pero luego tiene que ceder al más fuerte, aunque sea con la última manifestación de rabia y de despecho ("hizo revolcarse al hombre en el suelo, lanzando un grito tremendo, y luego salió"). Nuestro episodio (y otros parecidos que vendrán luego) son la continuación de la lucha entre el "fuerte" y el "más fuerte" que había comenzado ya en la tentación.
Y el último detalle: el diálogo entre Satanás y Jesús es probablemente un recurso de Marcos. El evangelista se aprovecha del espíritu maligno para revelarnos quién es Jesús. "Los demonios contemplan lo invisible y revelan a los lectores de Marcos la trascendencia de la personalidad de Jesús. A través del Jesús terreno ellos ven la gloria del Resucitado. ¡Se convierten así en los teólogos de Marcos!" (Cf. LEÓN ·DUFOUR-LEON, ESTUDIOS DE EVANGELIO, Edic. CRISTIANDAD, Madrid 1982).

(Aporte de BRUNO MAGGIONI, EL RELATO DE MARCOS,
EDIC. PAULINAS/MADRID 1981.Pág. 39 ss., ENSEÑAR CON AUTORIDAD.)
No podemos aguantar la voz de Dios en directo; nos faltan oídos. Como tampoco tenemos ojos para soportar su luz, ni mente para encajar su verdad. Falta adecuación: Dios es demasiado grande para caber en nuestros limitados espacios. ¿Qué hacer entonces? Él quiere comunicarse, porque tiene cosas importantes que decirnos. ¿Cómo hacerlo? Normalmente, se vale de mediadores. Para que la luz nos llegue tamizada; para que tanta verdad nos llegue dosificada, traducida, adaptada a nuestras cortas entendederas. Necesitamos profetas que nos transmitan, en lenguaje asequible, lo que Dios les vaya encomendando. 'Suscitaré un profeta de entre sus hermanos... Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande'. Pero hay un problema, todavía: ¿Cómo saber si el que habla es un profeta de Dios? ¿Cómo discernir si esa palabra que nos llega responde a la verdad que ha salido de Dios? ¿Cómo estar seguros de que no se ha quedado en el filtro?
Algo semejante ocurría con Jesús. ¿Cómo convencer a los oyentes de que esa palabra suya, luminosa y esperanzadora, liberadora de tantas servidumbres, era la Palabra misma del Señor? En su caso había un signo, que hacía a la gente levantar la cabeza y escuchar con especial atención lo que decía. No un signo espectacular que, a modo de aldabonazo, golpeara los ojos, o la mente de quienes lo escuchaban (ni los propios milagros tenían esa finalidad). Era, más bien, el resultado de una suma de datos: el tono de su voz, su manera de mirar y de acoger, sus puntos de insistencia al hablar, su actitud ante las personas -poderosos, pecadores, mendigos- y, sobre todo, la coherencia total entre lo que decía y lo que hacía.
Todo ello, captado por la gente, hacía que fuese corriendo de boca en boca la noticia: ha llegado alguien distinto de los letrados que enseñan, sábado tras sábado, en las sinagogas; alguien que no se limita a recitar lecciones aprendidas, sino que habla desde él mismo; alguien que dice cosas nuevas, verdades que no provocan miedo sino esperanza, que no oprimen sino que liberan; alguien tan sencillo que hasta los más pequeños lo entienden, y tan libre que planta cara a los sabios y a los poderosos; alguien que no engaña, que va subrayando cada palabra con pedazos de su propia vida. A esto la gente le ha puesto un nombre: 'Enseñar con autoridad'. Y esa gente sencilla se va echando, con confianza, en los brazos de ese nuevo Maestro, que es capaz de alejar de sus corazones el dolor y la tristeza, y ponerlos en pie de esperanza.
Hoy, igual. Para que la Palabra llegue desde el corazón de Dios hasta la gente, hacen falta profetas que la lleven. Pero que la lleven, sobre todo, con sus vidas. Que no lleguen canturreando sermones olvidados de puro sabidos. Que no vengan oprimiendo: ya la vida se encarga de hacerlo. Que no traigan más problemas, sino salidas a los eternos problemas que nos angustian. Que no tengan la arrogancia de decir en nombre de Dios palabras inventadas por ellos, ni carguen sobre hombros ajenos cargas que ellos no son capaces de soportar. Hacen falta profetas honrados, humildes, abnegados. Sin ellos, ¿cómo va a llegar la Palabra salvadora del Padre hasta el último rincón de la tierra? Sin cristianos que vivan, y transmitan, la Buena Noticia, ¿cómo va a amanecer sobre el mundo la luz de la esperanza?

(Aporte de JORGE GUILLEN GARCIA, AL HILO DE LA PALABRA,
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B GRANADA 1993.Pág. 94 s.)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Qué autoridad tiene Jesús en nuestra vida?
¿Qué nombres tienen estos "espíritus inmundos", estas fuerzas, que muchas veces nos dominan?

ORACIÓN – CONTEMPLACIÓN.

EL ELOCUENTE ORADOR SAGRADO.
Me entusiasman los hombres que hablan bien, Señor. Siempre he admirado a quienes manejan el lenguaje con belleza, precisando las palabras, empleando bien los giros, utilizando argumentos apropiados, sorprendiendo con la originalidad de sus imágenes. Me interesaba el «Ars dicendi» en mis años de estudiante. Y disfruto actualmente con la agudeza de los oradores preparados.
Pero está claro que el evangelista Marcos, cuando nos dice que «hablabas con autoridad» y que, «en la sinagoga, todos se quedaron admirados con tu enseñanza», no se refiere a tu «buena oratoria». Se está refiriendo a «la verdad» de tu mensaje, a «tus palabras hechas carne». Y vida.
Tengo que comprender muy bien esto, Señor. La fuerza y la garra de mi predicación no pueden basarse en la perfección de una pieza oratoria, en la galanura de un lenguaje académico, sino en el «aliento del Espíritu» que mueva mis palabras y me lleve al testimonio: « No os preocupéis de lo que vayáis a decir -afirmaste-, porque el Espíritu pondrá palabras en vuestra boca».
Tú, Jesús, no hablabas desde la sabiduría «que tenías», sino desde el profeta que «eras». Aunque «eras la Palabra», no pronunciabas «palabras de orador», sino de profeta. Y el profeta no es alguien que repite palabras más o menos sabidas, tradiciones más o menos heredadas, siempre inmóviles, paralizadas. El profeta es alguien que ayuda a iluminar los sucesos actuales con palabras que le llegan desde «muy lejos». No es alguien que se limita a repetir el dogma de los libros, la moral de los libros; la literalidad de la Ley. Ni se contenta con tener bien alineados muchos libros en los anaqueles de su biblioteca. Eso harán los letrados. El profeta es más bien una luz irresistible que trata de hacer ver las «huellas de Dios» en todos los sucesos de nuestro entorno. Eso hacías Tú. Y ésa era «tu autoridad».
Cada domingo he de predicar. Cada día he de hablar. Somos «embajadores de Dios», como dirá Pablo, y «hemos sido elegidos por El para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto dure». «No podemos menos, por otra parte, que repetir lo que hemos visto y oído». Pero si nuestra predicación -y no me refiero sólo al sacerdote, sino también a los padres, catequistas, educadores, cristianos comprometidos- sólo se basa en la autoridad literaria de la oratoria, y no en la «palabra encarnada» del profetismo, terminaremos siendo «una campana que suene al viento», como decía Pablo. O peor todavía. Seremos «un mar de palabras en un desierto de ideas», como se decía de un determinado orador parlamentario.
No estamos llamados a la «palabrería», sino a la palabra. Nuestro ministerio no es la «logomaquia» sino el «servicio al Logos», «servidores de la palabra», tratando siempre de que «el Espíritu gima en nosotros con sonidos inefables». Se nos pide que «purifiquemos nuestros labios y nuestro corazón con un carbón encendido, si fuera preciso, como el profeta Isaías, para poder anunciar digna y competentemente el Evangelio».
Me gustan, Señor, los hombres que hablan bien. Pero sé también que «Tú escondes, a veces, ciertas luces, a la gente sabia e importante y la manifiestas a la gente sencilla». Por eso, más que un «elocuente orador sagrado», quisiera ser un «mensajero» de Ti, «que tienes palabras de vida eterna».
(Aporte de Joan Carles ELVIRA, monje benedictino. Abadía de Monserrat, España)

Oración final:
“Te bendecimos, Padre, porque Cristo Jesús, tu Hijo, basó su autoridad en el carisma y no en la fuerza del poder, en el servicio liberador y no en la opresión de los demás. En Él nos mostraste que es posible ser hombres y mujeres libres, desposeídos del pecado, señores de nuestro destino, hermanos de los demás y solidarios de todo el que sufre. Ayúdanos a continuar su misión liberadora del hombre actual, dominado por los demonios del tener, acaparar y consumir, del egoísmo y la soberbia, la insolidaridad y el desamor. Así el anuncio de tu reino llenará de luz nuestro mundo y viviremos en plenitud, libertad y esperanza cierta.” Amén.
(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993, p. 317)


Hno. Javier.

21 jun 2017

12º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A.

LECTIO DIVINA DEL 12º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A.
25 de junio de 2017.
Jeremías 20, 10-13; Romanos 5,12-15; San Mateo  10, 26-33.

“Ninguno de ustedes piense en la muerte sino en la inmortalidad;
no en el sufrimiento pasajero, sino en la gloria sin fin”
(San Cipriano)

Oración inicial:
“Fortalece nuestra fe de discípulos siempre atentos a tu voz de Buen Pastor. Envíanos como tus alegres misioneros, para que nuestros pueblos, en ti adoren al Padre, por el Espíritu Santo”
(De la oración de la Misión Continental pedida por Aparecida)

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Jeremías 20, 10-13; Romanos 5,12-15; San Mateo  10, 26-33.

Claves de lectura:

1. (Evangelio) “No tengan miedo”.
Tres veces aparece en el evangelio de hoy el «No tengan miedo», y una vez se añade aquello de lo que realmente hay que tener miedo. No hay que tener miedo de todo lo que acontece en el espíritu de la misión de Jesús. En primer lugar los apóstoles no han de tener miedo a pregonar abiertamente desde las «azoteas» lo que el Señor les ha «dicho al oído», porque eso está destinado a ser conocido por el mundo entero y nada ni nadie impedirá que se conozca. Naturalmente el predicador se pone con ello en peligro; es como oveja en medio de lobos, tiene que contar con el martirio a causa de su predicación. Pero tampoco en ese caso debe tener miedo, pues sus enemigos no pueden matar su alma. En realidad sólo habría que temer al que puede destruir con fuego alma y cuerpo; pero esto no sucederá si el discípulo permanece fiel a su misión. Y en tercer lugar el apóstol cristiano no debe tener miedo porque en las manos del Padre está mucho más seguro de lo que él cree: el Padre, que se ocupa hasta de los animales más pequeños y del cabello más insignificante, se preocupa infinitamente más de sus hijos. Jesús habla aquí de «su Padre». Pero el contexto indica claramente que el hombre está seguro en tanto en cuanto cumple su misión cristiana, aunque externamente pueda parecer un tanto temerario.

2. (1ª Lectura) La amenaza.
Jeremías expresa en la primera lectura la medida de la amenaza. Se delibera con cuchicheos cómo se le podría denunciar. La peor venganza sería que el profeta se dejará seducir por una palabra imprudente, y entonces se le podría detener. Sus amigos más íntimos están entre sus adversarios, aunque en realidad hay «pavor por todas partes». Esta situación puede llegar a ser también la del cristiano, en cuyo caso éste tendrá que recordar el triple «No tengáis miedo» de Jesús. El profeta sabe que está seguro en medio del terror: el Señor está con él «como fuerte soldado»; «le ha encomendado su causa», y esto le basta para estar seguro de que él, el «pobre», el indefenso, escapará de las manos de los impíos. Su seguridad se expresa negativamente, con fórmulas típicamente veterotestamentarias: sus enemigos «tropezarán», «no podrán con él», «se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno». Pero en la Nueva Alianza el terror llega hasta la cruz; el canto de victoria, que Jeremías entona al final, es ahora Pascua y la Ascensión.

3. (2ª Lectura) La confianza.
De ahí saca Pablo, en la segunda lectura, su confianza inaudita. Por un lado no sólo hay algunos enemigos personales, sino que está el mundo entero, sometido todo él al pecado y con ello a la muerte lejos de Dios. Correlativamente, su canto de victoria adquiere dimensiones cósmicas. Por la acción redentora de Jesús, la gracia ha conseguido definitivamente la supremacía sobre el pecado y sus consecuencias, y con ello también la esperanza ha conseguido su victoria sobre el temor. También Pablo experimentará más de una vez el mismo sentimiento de abandono que experimentó Jeremías (2 Co 1,8-9; 2 Tm 4,9-16). Pero, como el profeta, añade: «El Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas... Me librará de toda acción malvada» (2 Tm 4,17-18). Y sabe aún más: que sus sufrimientos son incorporados a los del Redentor y reciben en ellos una significación salvífica para su comunidad.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 84 s.)

MEDITACIÓN.

En Pentecostés, el primero de los frutos del Espíritu, fue la fortaleza: los apóstoles, hombres atemorizados después de «lo que sucedió», osan salir a la calle y proclamar la salvación. No obstante, la persecución se hará presente enseguida. El Espíritu, según la promesa de Jesús, les dará palabras y coraje ante los enemigos.
La valentía es parte integrante del testimonio cristiano. El único temor que cabe es el de perder a Dios, no el ser privado de la vida de este mundo. El don de la gracia de Cristo es abundante y capacita para dar frutos de santidad.

Valentía.
Jeremías, un profeta de espíritu muy delicado, conoció una época tan turbulenta que vivió interiormente crucificado. El cuchicheo fue duro y las acechanzas constantes. No obstante, pudo poner contrapeso a favor de la ecuanimidad interna. El Señor estaba con él, se sentía acompañado de un poderoso guardaespaldas. El tropiezo y el sonrojo son para los que pretenden destrozarle y relegarle. El vidente encomienda la suerte de su vida a Dios; este Abogado es quien lleva su causa y quien gana todos los pleitos.
Jesús exhorta a sus apóstoles a no temer a los hombres. Deben ser pregoneros de su evangelio en pleno día. El temor lo infunde ya la idea de pensar que uno puede perder a Dios y, por tanto, llegar a la máxima frustración. El cristiano no está moviéndose encima de una cuerda sin red debajo, sino que tiene la máxima seguridad en sus movimientos. Porque Dios cuida íntimamente de él. Es Padre que se ocupa de todo lo que precisan sus hijos. Si tiene un cuidado especial de los gorriones, ¿cómo dejará sin atención a unos que han sido hechos por Él mismo a su imagen y semejanza? Cristo será nuestro valedor a la hora del juicio si ahora sabemos serlo de Él.
Examine cada uno sus temores en relación con el testimonio cristiano. Considere qué le mueve en su obrar ¿la prudencia de la carne o la prudencia de quien ha edificado sobre la roca? ¿Importa más el quedar bien que la afirmación del Evangelio? ¿Cede incluso uno a criterios de mayorías intraeclesiales simplemente para demostrar que se es abierto según los criterios en boga? ¿Penetra mucho la mundanidad en la motivación de mi actuar?

Desproporción.
El cristianismo quiere afirmar, por encima de todo, la gracia de Cristo. Como revelación histórica no puede prescindir del hecho del pecado arraigado en el hombre desde el inicio de su existencia. Pero está claro que lo que de verdad pesa es la gracia de Cristo. Nunca, nunca, el pecado será más fuerte que el don salvador de Jesús. Por Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordan sobre todos. Los fieles debemos dar gracias por ello y tener un sentido realista de una historia en la que el bien, en Cristo, es contraste suficiente para equilibrar la marcha del mundo y para que los hombres puedan descubrir el valor de la opción por el bien evangélico. Esta gracia de Cristo es la valentía de todo cristiano.

Una plegaria.
Decirle a Dios que uno confía plenamente en EI - Pedir perdón por todos los miedos y cobardías en lo tocante a la fe - Suplicar el don de una infinita confianza en la providencia divina - Pedir la valentía para un testimonio abierto y gozoso de Cristo.

(Aporte de J. GUITERAS, ORACIÓN DE LAS HORAS, 1993/05.Pág. 235 s.)


¡No tengan miedo!
¡Este domingo el tema dominante del Evangelio es que Cristo nos libera del miedo! Como las enfermedades, los miedos pueden ser agudos o crónicos. Los miedos agudos son determinados por una situación de peligro extraordinario. Si estoy a punto de ser atropellado por un coche, o empiezo a notar que la tierra se mueve bajo mis pies por un terremoto, se trata de temores agudos. Como surgen de improviso y sin preaviso, así desaparecen con el cese del peligro, dejando si acaso sólo un mal recuerdo. No dependen de nosotros y son naturales. Más peligrosos son los miedos crónicos, los que viven con nosotros, que llevamos desde el nacimiento o de la infancia, que se convierten en parte de nuestro ser y a los cuales acabamos a veces hasta encariñándonos.
El miedo no es un mal en sí mismo. Frecuentemente es la ocasión para revelar un valor y una fuerza insospechados. Sólo quien conoce el temor sabe qué es el valor. Se transforma verdaderamente en un mal que consume y no deja vivir cuando, en vez de estímulo para reaccionar y resorte para la acción, pasa a ser excusa para la inacción, algo que paraliza. Cuando se transforma en ansia: Jesús dio un nombre a las ansias más comunes del hombre: «¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?» (Mt 6,31). El ansia se ha convertido en la enfermedad del siglo y es una de las causas principales de la multiplicación de los infartos.
Vivimos en el ansia, ¡y así es como no vivimos! La ansiedad es el miedo irracional de un objeto desconocido. Temer siempre, de todo, esperarse sistemáticamente lo peor y vivir siempre en una palpitación. Si el peligro no existe, el ansia lo inventa; si existe lo agiganta. La persona ansiosa sufre siempre los males dos veces: primero en la previsión y después en la realidad. Lo que Jesús en el Evangelio condena no es tanto el simple temor o la justa solicitud por el mañana, sino precisamente este ansia y esta inquietud. «No se preocupen», dice, «del mañana. Cada día tiene bastante con su propio mal».
Pero dejemos de describir nuestros miedos de distinto tipo e intentemos en cambio ver cuál es el remedio que el Evangelio nos ofrece para vencer nuestros temores. El remedio se resume en una palabra: confianza en Dios, creer en la providencia y en el amor del Padre celeste. La verdadera raíz de todos los temores es el de encontrarse solo. Ese continuo miedo del niño a ser abandonado. Y Jesús nos asegura justamente esto: que no seremos abandonados. «Si mi madre y mi padre me abandonan, el Señor me acogerá», dice un Salmo (27,10). Aunque todos nos abandonaran, él no. Su amor es más fuerte que todo.
No podemos sin embargo dejar el tema del miedo en este punto. Resultaría poco próximo a la realidad. Jesús quiere liberarnos de los temores y nos libera siempre. Pero Él no tiene un solo modo para hacerlo; tiene dos: o nos quita el miedo del corazón o nos ayuda a vivirlo de manera nueva, más libremente, haciendo de ello una ocasión de gracia para nosotros y para los demás. Él mismo quiso hacer esa experiencia. En el Huerto de los Olivos está escrito que «comenzó a experimentar tristeza y angustia». El texto original sugiere hasta la idea de un terror solitario, como de quien se siente aislado del consorcio humano, en una soledad inmensa. Y la quiso experimentar precisamente para redimir también este aspecto de la condición humana. Desde aquel día, vivido en unión con Él, el miedo, especialmente el de la muerte, tienen el poder de levantarnos en vez de deprimirnos, de hacernos más atentos a los demás, más comprensivos; en una palabra, más humanos.

(Comentario del P. Rainiero Cantalamessa ofm cap,
a las lecturas del 12ª domingo del tiempo ordinario ciclo A; Revista Familia Cristiana)


Para la reflexión personal y grupal:
¿Cómo reacciono cuando tengo conflictos?
¿Qué hay en mí que no me permite confesar abiertamente mi fe en Jesús?
¿Cómo se manifiestan mis miedos? ¿Ante quién, por qué motivo? 6.3. En el pasaje de hoy: ¿En qué puntos concretos el Señor me pide ser profeta hoy?


ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

NUESTROS MIEDOS.
Cuando nuestro corazón no está habitado por un amor fuerte o una fe firme, fácilmente queda nuestra vida a merced de diferentes miedos.
Muchas veces, el miedo a perder prestigio, seguridad, comodidad o bienestar, nos detiene al tomar nuestras decisiones. No nos atrevemos a arriesgar nuestra posición social, nuestro dinero o nuestra pequeña felicidad.
Otras veces, nos paraliza el miedo a no ser acogidos. Nos aterroriza la posibilidad de quedarnos solos, sin la amistad o el amor de las personas. Tener que enfrentarnos a la vida diaria sin la compañía cercana de nadie.
Con frecuencia, vivimos preocupados sólo de quedar bien. Nos da miedo hacer el ridículo, confesar nuestras verdaderas convicciones, dar testimonio de nuestra fe. Tememos las críticas, los comentarios y el rechazo de los demás. No queremos ser clasificados.
A veces nos invade el temor al futuro. No vemos claro nuestro porvenir. No tenemos seguridad en nada. No confiamos quizás en nadie. Nos da miedo enfrentarnos al mañana.
Siempre ha sido una tentación para los creyentes buscar en la religión un refugio seguro que los libere de sus miedos, incertidumbres y temores. Pero sería una equivocación ver en la fe el agarradero fácil de los pusilánimes, los cobardes y asustadizos.
La fe confiada en Dios, cuando es bien entendida, no conduce al creyente a eludir su propia responsabilidad ante los problemas. No le lleva a huir de los conflictos para encerrarse cómodamente en el aislamiento.
Al contrario, es la fe en Dios la que llena su corazón de fuerza para vivir con más generosidad y de manera más arriesgada. Es la confianza viva en el Padre la que le ayuda a superar cobardías y miedos para defender con más audacia y libertad a los que son injustamente maltratados en esta sociedad.
La fe no crea hombres cobardes sino personas más resueltas y audaces. No encierra a los creyentes en sí mismos sino que los abre más a la vida problemática y conflictiva de cada día. No los envuelve en la pereza y la comodidad sino que los anima para el compromiso.
Cuando un creyente escucha de verdad en su corazón las palabras de Jesús: "No tengas miedo", no se siente invitado a eludir sus compromisos sino penetrado por la fuerza de Dios para enfrentarse a ellos.
(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 85 s.)

Oración final:
“¡Hazme testigo de tu Evangelio, Señor! Dame ánimo para no negar que te conozco cuando se burlen de ti hablando como de un mito y de tus seguidores como de gente alienada. Dame fuerza para no acobardarme cuando me percato de que ser coherente con tu enseñanza puede significar pérdidas y obstáculos en la sociedad. Dame la alegría de saber que estoy contigo cuando dejo a los amigos que consideran una pérdida de tiempo la oración y la eucaristía. Dame el valor de superar los respetos humanos y no avergonzarme del Evangelio cuando ser fiel comporta sentirme “diferente” de la gente que crea opinión y costumbre. ¡Hazme testigo de tu amor Señor!”. Amén.