4 mar 2016

San Leopoldo Mandic


Sección: Santos recientes


Padre… ¿Me puede confesar? 
San Leopoldo Mandic Un "fracasado", no podía hablar bien, frágil como un pajarito, "solo" sabía hacer algo bien: Dedicar horas y horas a confesar para llevar a miles la misericordia y el perdón de Dios

Hay santos que desconciertan. Será que esperamos encontrar en el catálogo de los canonizados a super-hombres, lumbreras o seres extraor­dinarios: autores de obras teológicas y místicas, fundadores de Ordenes famosas, hombres en frecuentes estados de éxtasis o haciendo tres milagros promedio por semana y, cuando no, aclamados por multitudes. Lo admirable es compro­bar que eso es más bien lo excepcional, y que muchos de ellos no sólo están lejos de esa falsa imagen sino que han sido, según los pobres criterios humanos, “poca cosa”, personas de "poca valía".
Un hombre "fracasado"
Basta para ello asomarnos a la vida de este sacerdote por ahora casi desconocido, canonizado hace pocos años. No dejó obras literarias ni fundó obras sociales que lleven su nombre, ni deslumbró por su aspecto o cultura, sino por una cualidad que le hizo lucirse, sin darse casi cuenta, de modo excepcional.
Leopoldo Mandic, el penúltimo de una familia de doce hijos, había nacido en 1866 en Castelnovo o Hérzeg (Croacia, Yugoslavia), una ciudad frente al Mar Adriático, lugar de suave clima y estupendas playas. A los 16 años entró al noviciado capuchino de Udine (Italia). Al ver­le llegar, sus compañeros no pudieron contener cuchicheos y sonrisitas ante aquél joven­cito desgarbado, tímido, torpe en el hablar y en el andar, que movía a compasión y ternura mientras caminaba arrastrando sus pies con unas mal acomodadas sandalias. Se preguntaban los maestros cuántos meses podría soportar su cuerpecito los rigores y austeridades del convento. Pero Leopoldo los sorprendió a todos: era estudioso, listo, disciplinado, piadoso. Nueve años más tarde, en 1890 terminó los estudios y recibió la ordenación sacerdotal. Ahora sí…, pensaría, ya llegó el momento de empezar a poner en práctica tantos sueños alimentados desde niño para el sacerdocio. Pero su vida tenía pocas emociones. No pasaba nada, ni figuraron grandes acontecimientos; algún traslado de un convento a otro como es habitual en la vida de los frailes, y nada más. Como en su tierra natal había diversidad de cris­tianos separados de la Iglesia Católica, Leopoldo ansiaba dedicar su vida a las misiones y, decidido, aprendió bien los idiomas eslo­veno, serbio y griego para volver allí y trabajar por la unión de las Iglesias. Pero tampoco. Es hombre enfermizo y de débil complexión física que le impiden aquella aventura. Entonces me dedicaré —pensaría— a predicar incan­sablemente… Pero ni eso. Un defecto de pronunciación o cierta dislexia le hacía muy difícil hacerse entender y sus sermones no eran comprendidos casi por na­die.
Todas sus ilusiones se vinieran abajo, una por una…. Es que, francamente, el padre Leopoldo no podía ha­cer muchas cosas…. Aunque era un gigante por dentro, medía poco más de metro y medio de estatura y sufrió un ca­tálogo completo de enfermedades: veía mal, la artritis le amenazó todos sus miembros; hubo de someterse más tarde a que le extrajeran todos los dientes. El estómago le causaba tales dolores que no le dejaban reposo. Comía poquísimo y tenía digestiones difíciles. La fiebre no le dejaba casi nunca y en sus últimos años un cáncer acabó con su estómago. En realidad para el padre Leopoldo todo eran penalidades. Con trabajos pudo aprender bien el italiano viviendo en Italia; pero —eso así— aprendió otro lenguaje que sólo enseña Dios, una sabiduría preciadísima: conocía el idioma de las almas para hablarles al fondo del corazón.
"Al que nace para tamal, del Cielo le caen las hojas"
El dicho popular es mexicano: quien tiene vocación para algo, acaba teniendo las dotes necesarias. Leopoldo era muy listo. Entendía bien que detrás de esos aparentes fracasos humanos, Dios le tenía preparados otros éxitos, le quería sobre todo para la ardua tarea del con­fesonario, especialmente en Padua donde vivió gran parte de su vida. La gente no salía de su asombro: ¿qué tiene este hombrecillo que atrae como un imán a todas las gentes, si apenas sabe hablar y sin embargo transforma a los que le oyen? Le buscan por su candor y su paciencia, está entregado por completo a Dios, lleno de comprensión, dando esperanza a todos los que se le acercan. A base de esfuerzo y correspondencia a las gracias que Dios le daba, mejoró sus modos, y le creció enorme el corazón. Leopoldo se convirtió en el "apóstol de la Confesión", en el sacerdote dedicado, paciente y feliz, a esta valiosísima tarea —para la que hay tan pocos— de ofrecer el perdón de Dios, en el Sacramento de la Reconciliación, a decenas de miles de personas. Lo único que le impidió trabajar sin parar hasta el día anterior a su muerte, fue un ataque cere­bral que le sorprendió antes de celebrar la Santa Misa y que marcó el final de 52 años de su vida transcurridos en el oscuro silencio de un confesonario estrecho, de sillón duro y, por cierto, bastante incómodo.
Era hombre acomedido y paciente, que atiende a quien le busca en cualquier momento, también cuando está a comenzando a desayunar o está a punto de acostarse. Miles y miles de veces se habría dado este sencillo diálogo:
—Oiga padre…, ¿me puede confesar?
—Por supuesto, hijo.
Y don Leopoldo, viejecito, cada año con más canas y más encorvado, tomaba su bastón y se dirigía paso a pasito al confesonario o a su cel­da para oír a sus penitentes. No era padresito regañón, que frunce las cejas cuando no oye la voz tan bajita y apenada del pecador —que a veces está colorado de vergüenza—; ni tiene prisa por acabar y despacharlo antes de que termine de hablar. A las señoras…. —¡Dios mío…, cuánto se tardan!— hay que darles también su tiempo, lo mismo que a aquél otro señor que siempre me dice lo mismo y debo explicarle por sexta vez cómo confesarse mejor…. Es que Don Leopoldo no sólo es juez: es médico de las almas, maestro, pero, sobre todo, pa­dre: el padre que mira a los penitentes con ojos muy vivos —llenos de verdadero interés, que dan confianza— y sonríe de tal modo que facilita la acusación de los pecados, sean chicos, grandes o gordotes. Ya no le asusta oír barbaridad y media. Tiene el don de infun­dir esperanza ante las situaciones de sufrimiento y problemas que le plan­tean. Y por si fuera poco, qué ganas dan de volver con él otro día, porque, con todo, deja unas penitencias sencillas y fáciles de cumplir. Uno de tantos que se confesó con él declaraba: Le conocí por primera y única vez en 1936. Agobiado por múltiples problemas y, habiendo oído que era un verdadero santo, acudí a sus pies. No estuve con él más de diez minutos, pero salí de allí tan confortado y con una fe tan inconmovible que aún conservo hasta el día de hoy .
"En verdad, soy una calamidad…"
Se cumplieron de nuevo en su vida las palabras y el ejemplo de Jesu­cristo: Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas… (Juan X, 11). El padre Leopoldo siempre estaba allí dando la suya, disponible, prudente, modesto; era maestro respetuoso, conse­jero espiritual y comprensivo. En una palabra, era "el confesor", como le conocían sus penitentes y hermanos. Solo sabía confesar. Y no es poco. Es en la Iglesia Católica una de las tareas más importantes y también más necesarias en nuestro tiempo: mostrar continuamente el amor y la misericordia de Dios que perdona y devuelve la vida a los que están muertos por el pecado, que es la raíz última de todos los problemas que anidan en el corazón del hombre y, por tanto, también de todos los males que aquejan al mundo entero.
Y justamente aquí reside la grandeza del padre Leopoldo: saber desaparecer para ceder el puesto a Dios, al verdadero pastor de las almas. Su grandeza consistió no en algo externo o brillante sino en inmolarse y entregarse día a día, sin pausa. Y si alguien, asombrado de cómo podía resistir una vida así, le decía: —Padre, se está usted excediendo en su trabajo, descanse un poco… —¡¡El confesonario es mi vida!!, respondía. Seré misionero aquí en la obediencia y en el ejercicio de mi ministerio
¿De dónde sacaba fuerzas para sostenerse? Apenas comía y dormía. De­cía de sí mismo, en broma, que era tan pequeño su cuerpo que le bastaba lo que a los pájaros para alimentarse y descansar… Es que estaba en continua oración, hablando siempre con Dios, en una atmósfera sobrenatural pero también tocando tierra, haciendo un incalculable bien. Y, además, se tomaba poco en serio a sí mismo por sus limitaciones, convencido de que no valía gran cosa. No le importaba lo más mínimo: —En verdad, soy una calamidad. Soy una figura verdaderamente ridícula… Sobre esta pobreza de vida sin ninguna importancia exterior, Dios alumbró una nueva grandeza, muchas veces desconocida o despreciada: la fidelidad heroica a Cristo, en silencio, sin moverse mucho, pero amando como nadie, desvivido por los demás sin pensar en sus derechos. San Leo­poldo entendió muy bien que el mundo no puede existir sin el amor de Dios y que la reconciliación y la penitencia son fruto de ese amor que procede de Dios.
Ser paño de lágrimas para los demás
Estamos acostumbrados a oír que los valores más importante de la vida son el éxito, la autorrealización, el ganar dinero o prestigio, tener relumbrón, salir en el periódico o que hablen bien de nosotros. Con ese criterio, entonces la vida de Leopoldo es una pérdida de tiempo. ¿A quién y para qué sirvió su vida? Habría que responder que, por su trabajo y sacrificada dedicación, se donó a miles y miles de hermanos y hermanas que habían per­dido a Dios, o el amor o la esperanza; pobres seres humanos necesitados de algo más, y que acudieron un día a él pidiendo perdón, consuelo, paz y serenidad. A estos pobres dio la vida San Leopoldo, porque no son sólo pobres los que viven sin recursos económicos: también los son —y abundan más— los que se han sepa­rado del Creador, de su esposa, de sus hijos y de sus hermanos por sus yerros y faltas.
San Leopoldo no es un santo anticuado de otras épo­cas o a lo sumo para principios de este siglo. Fue canonizado el 16 de octubre de 1983, y ese día el Papa se refería a él diciendo: La Iglesia al ponernos hoy ante los ojos la figura de su humilde siervo San Leopoldo que fue guía para muchas almas quiere señalarnos las manos que se levantan (…) en la oración y se levantan en el acto de la absolución de los pecados, absolu­ción que llega siempre al amor que es Dios… ¿Qué nos dicen las manos de San Leopoldo siervo humilde del confesonario? Nos dicen que jamás puede cansarse la Iglesia de dar testimonio de Dios, que es amor. También sobre nuestra difícil época en que el hombre aparece amenazado no sólo por la au­todestrucción y la muerte nuclear, sino además por la muerte espiritual.
Hay que estar en un escalón más arriba
Recuerdo haber oído alguna vez este sabio refrán: Si el sacerdote es santo, su pueblo será fervoroso; si es fervoroso, su pueblo será piadoso; si es piadoso, su pueblo será honrado; si es honrado, su pueblo será impío.
El sacerdote es hombre como todos, pero debe esforzarse por ser más virtuoso y sacrificado. Si ha de ser servidor de una comunidad, ha de estar en un escalón más arriba, pero no en honores sino en abnegación gustosa para dedicarse también —aunque tenga mil ocupaciones— a este ministerio del Sacramento la Reconciliación que tiene un lugar primordial, y que se descuida cada vez más. Si atiende mejor a los fieles que se lo pidan, irá comprobando cómo ellos se transforman poco a poco.
Bien lo decía un anciano y ex­perimentado sacerdote: cuando en la parroquia aumentan las personas que se confie­san, disminuyen los asaltos en las calles aledañas, hay menos borrachitos, disminuyen los abortos, los divorcios, el consumo de drogas, los jóvenes desorientados, los hijos abandonados y todos los vicios, sobre todo la corrupción. Y con el tiempo comienzan a verse matrimonios más unidos y hombres más responsables que trabajan todos los días, que no se toman el San Lunes ni se gastan el salario con los amigotes. Sus hijos hacen las tareas, se van haciendo más obedien­tes y no se pegan a la televisión toda la tarde. Los ciudadanos pagan a tiempo sus impuestos y votan el día de las elecciones. Y más tarde, se va renovando el entorno, se llevan mejor los noviazgos y duran más los matrimonios …. y da hasta para que surjan muchas vocaciones para el sacerdocio y la vida religiosa. Es que la razón de todo es siempre la misma. El mal que vemos a nuestro alrededor, tantas penas y sufrimientos, no son más que reflejo del mal que anida en lo más profundo de cada quien, sólo que multiplicado por los más de 90 millones de habitantes de este país.
Pero al que quiera azul celeste, que le cueste. Dedicarse a confesar de modo habitual, es cansando, no es tarea fácil. Hay que tener buena espalda y aprender a oír mucho y hablar sólo lo necesario. Habría que preguntárselo a San Leopoldo…. Juan Pablo II decía una vez a los sacerdotes: Sí, conozco vuestra dificultades; tenéis que cumplir muchas tareas pastorales y os falta siempre tiempo. Pero cada cris­tiano tiene un derecho, sí, un derecho al encuentro personal con Cristo crucificado que perdona (…) Por todo esto os suplico: considerad siempre este ministerio de reconciliación en el sacramento de la penitencia como una de vuestras tareas más importantes[1]. Y en otra ocasión señalaba: oyendo las confesiones y perdonando los pecados estáis eficazmente edificando la Iglesia, derramando sobre ella el bálsamo que cura las heri­das del pecado. Si ha de realizarse en la Iglesia una renovación del Sa­cramento de la Penitencia, será necesario que el sacerdote se dedique con gozo a este ministerio[2].
San Leopoldo —orgullo de su tierra natal, Croacia, de Italia y del mundo entero— lo vivió y entendió muy bien muchos años antes, porque lo tocó en carne propia. Acostumbraba definir su misión así: Ocul­temos todo, aun lo que pueda parecer don de Dios; no sea que se mani­pule ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si fuera posible, deberíamos pasar por la tierra como sombra que no deja rastro de sí .
San Leopoldo Mandic ha sido llamado El Santo de la Confesión del siglo XX.

[1] Alocución a sacerdotes en Zaire, 4 de mayo de 1980.
[2] Alocución a sacerdotes en España, 6 de noviembre de 1982

3 mar 2016

De noche iremos. Canto de Taizé

                                             De noche iremmos solo la fe nos alumbra !!

2 mar 2016

Parábola del hijo prodigo -Actividades interactivas para niños

Título del Sermón: "¡Él me ama!" y "Perdido y encontrado"

Escritura: Lucas 15:11-32
IDEAS AL CONTAR LA HISTORIA: Cuente la historia llevando a cabo varias "acciones" mientras la cuenta. Indíquele a los niños que alcen un dedo de cada mano cuando la historia diga que un hombre tenía dos hijos. Ponga dinero de jugar en la mesa cuando el hijo le pide al padre su parte de la herencia. Cuando la historia indique que el padre está triste y angustiado por su hijo, pídales que demuestren tristeza en sus caras. Quite el dinero de la mesa cuando la historia indique que no pasó mucho tiempo antes que el dinero fuera malgastado y se le hubiese acabado. Gruña (haga el sonido) como los cerditos cuando se hable del hijo alimentando a los cerdos. Pinchen la nariz y haga el gesto que usted hace cuando algo apesta, cuando se indica que el hijo estaba rodeado de cerdos apestosos. Cuando la historia indica que el hijo decidió mirar a su alrededor y ver su situación, viren la cabeza de lado a lado. Los niños se divertirán haciendo estas acciones al escuchar nuevamente la historia ya sea por la maestra u otro niño. Ellos no se olvidarán de las acciones hechas y posiblemente podrán contársela a sus familiares y amigos haciendo los gestos adecuados.
UTILERÍA PARA USAR EN LA HISTORIA: Entréguele un objeto a cada niño y deje que ellos indiquen la relación del objeto con la historia. Los objetos pueden ser dinero de jugar, sandalias, comida, cerdito plástico, un becerrito o vaca plástica, una invitación a una fiesta, globos, una sortija y algunos binoculares. (Si no tiene los objetos puede tener algún dibujo o fotografía de ellos.)
CORTA PRESENTACIÓN SACADA DE UNA BOLSA DE PAPEL: Antes de la actividad ponga en dos bolsas de papel una sortija, ropa de época de la historia, sandalias, una bandeja (para ser usada como mesa para la fiesta), tela para ponerla sobre "la mesa" y flores para dar un efecto festivo, y unos cuantos alimentos para la fiesta como galletas, jugos, paquetes pequeños de dulces, etc los cuales serán utilizados como la merienda de la clase. Divida la clase en dos equipos y pídale a ambos equipos que saquen lo que hay en la bolsa y representen una escena de la lección de hoy que refleje cuando el hijo llegó a la casa y la fiesta llevada a cabo. Ellos ya han escuchado la historia por parte suya y podrán entender lo de la fiesta hecha al regresar el hijo perdido. Discuta cómo se habrá sentido el padre al ver a su hijo regresar. También cómo se habrá sentido el hijo al llegar a su hogar. ¿Se habrán sentido contentos de estar en su casa? ¿Estará arrepentido del hijo de haber malgastado el dinero que su papá le dio? ¿Estará el hijo sorprendido por la forma en que se le recibió a pesar de todo lo que hizo? Piense en otras situaciones y compártalas.
GASTANDO DINERO EN LA SUBASTA: La maestra debe tener algunos objetos pequeños que los niños puedan comprar. Dele dinero de jugar a los niños (monedas y billetes) y permita que ellos traten de conseguir el objeto indicando y cuánto están dispuestos a dar. Puede ser que otros niños deseen dar más. Permítalo y véndaselo al mejor postor. Cuando todo el dinero de los niños haya sido gastado, saque un objeto grande que ellos deseen, pero que no puedan comprar, para ilustrar cómo debe haberse sentido el hijo pródigo al acabársele el dinero. Recuérdeles que no tenía ni aún para comprar alimentos. Discuta esta situación de la historia con ellos.
BANDERÍN "SOY ENCONTRADO": (Maestros, hagan esta actividad en sus casas antes de llevárselas a los niños para asegurarse que les queda bien.) Imprima las palabras del himno JESÚS ES LA LUZ DEL MUNDO y recorte alrededor del himno con tijeras de diseños. Resalte las palabras ''"yo ciego fui más ya puedo ver" con marcador amarillo. Pídale a los niños que peguen el himno en un cartón fino para recordarles del amor de Dios y su perdón. Si desea puede cubrir con la pega blanca de Elmer's, la que se usa para manualidades ("crafts") y déjela secar para que se vea brillosa y bonita.
AFICHE DE CELEBRACIÓN: En una cartulina escriba la oración "Yo ciego fui, mas ya puedo ver, gracias a Jesús" o "¡Jesús me encontró!". Pídale a los niños que escriban la palabra ¡CELEBRA! en distintos colores en diversas formas y muchas veces por toda la cartulina. Añádale otros diseños o etiquetas engomadas. Compartan sus ideas sobre la celebración habida cuando el padre se encontró con el hijo. Para los niños más pequeños pueden hacer la palabra CELEBRA para que ellos la tracen y luego decoren su dibujo con etiquetas engomadas y rayitas ondeadas y figuras geométricas a colores.
PERDIDO Y ENCONTRADO: Deje que los niños jueguen al esconder buscando un objeto pequeño escondido por la maestra. Tan pronto el niño encuentre el objeto se sugerirá otro objeto a buscar y los niños tratarán de encontrarlo. Continúe jugando, mientras tengan tiempo, buscando varios objetos que hayan sido escondidos por la maestra .
EXPLOTANDO GLOBOS: Escriba pecados cometidos por el hijo pródigo en un papelito y póngalo dentro de diferentes globos. Llene los globos antes de la clase y póngalos en un área denominada como "corral de los cerditos". Permítale a los niños tomar un globo y explotarlo para leer el pecado del hijo pródigo que se encuentra dentro del mismo. Pregúnteles que debió hacer el hijo pródigo en lugar de ese pecado.
CIRCULO DE GRUÑIR COMO LOS CERDITOS: Forme un círculo con los niños. Pídale a un niño que gruña una sola vez al niño que tiene a su derecha. Éste a su vez gruñirá una sola vez al niño que tiene a su derecha. Seguirán haciendo esto hasta que den la ronda. La regla es que el niño que está gruñiendo y el que recibe el gruñido no pueden reírse. De hacerlo tendrán que dejar el círculo. Todos los demás pueden reírse. Al dejar el círculo tendrá que irse al corral de los cerditos hasta que termine el juego. HACIENDO UN TÍTERE DE CERDO DE UNA BOLSA DE PAPEL: La maestra, antes de reunirse con los niños, dibujará 4 pezuñas, 2 orejas, 2 ojos y una nariz para que los niños coloreen y recorten y tendrá limpiadores de pipas para hacer el rabito encaracolado del cerdito. Dele una bolsa marrón a cada niño para hacer una títere con forma de cerdo pegando las partes indicadas en la bolsa. Permítale al que desee compartir esa parte de la historia con los demás.
CORRAL DE CERDOS: Utilizando las paletas de madera para las manualidades y pega permítale a a los niños crear un corral para los cerditos en forma cuadrada. Consiga fotos pequeñas de cerditos y péguelas en cartón y hágale una base para ponerlas en el corral. En la parte de atrás de cada cerdito puede escribir o pegar un pecado hecho por el hijo pródigo.
ABRAZO GRUPAL: Hagan como el padre y el hijo y dense un abrazo grupal comentando que esta es la clase de amor que Dios tiene para con sus hijos. Cuando uno de sus hijos se extravía, se pierde, o se va, Él siempre está listo para recibirlo en su hogar con brazos abiertos. Dios nos ama aún cuando no lo merecemos. Oren en esta posición para terminar la clase.