Sofía Cavalletti
17 marzo 1997
Traducción del italiano: Nora Mª. Bonilla
El material
Se lee en el testamento de Francisco, escrito un poco antes de morir: “Y yo trabajaba con mis manos y quiero trabajar, y todos los otros frailes quiero que trabajen en trabajo como conviene a la honestidad. . .”. Cada uno debe hacerlo según sus propias capacidades, porque algunos eran hermanos sastres, herreros, artesanos, etc. Y quien no tenía un oficio debía aprenderlo. El “no lo sé hacer” no es razón suficiente para no hacer; se puede aprender.
Lo que quería que hicieran los hermanos, Francisco era el primero en hacerlo él mismo. Para entender con el que lo hacía, es importante el siguiente episodio: él se había hecho muy hábil en fabricar canastos y vasijas, y en una ocasión ocurrió que había logrado hacer un canasto especialmente muy bien –y ¡él lo quemó! La satisfacción que le había dado –narra él mismo- lo había hecho distraer durante la oración y por tanto lo quiso eliminar. “Es una vergüenza –dice- dejarse distraer de fantasías y de inútiles tonterías”.
También entre los catequistas del buen Pastor hay quien copia a mano los textos, quien dibuja o modela figuras, hay quien trabaja como carpintero (a), quien hace maquetas y así sucesivamente. Todos somos artesanos –salvo algunas excepciones- artesanos improvisados, y los resultados de nuestros esfuerzos no son siempre de primera categoría. Entonces, ¿no sería mejor dirigirse a profesionales, que por supuesto, harían el trabajo más rápidamente, con mejores resultados y con frecuencia podrían también estar dispuestos a trabajar por un modesto pago o hasta lo harían gratis?
Para responder, quisiera antes que nada hacer algunas consideraciones sobre nuestro material en general, a la luz del episodio de San Francisco, citado arriba.
En general, se recomienda, que el material sea atrayente y debemos reconocer que el nuestro no siempre lo es. Pero preguntémonos que es lo que debe ser atrayente: ¿el material por sí mismo o el mensaje que transmite?
Como san Francisco se había dejado distraer en la oración por un canasto demasiado bien logrado, ¿no podría suceder que materiales demasiado refinados y perfectos distraigan la meditación del niño, aquella meditación a la que en cambio los materiales deberían ayudar? … ¿Quizás no hay el riesgo de que un material demasiado bello atraiga hacia él mismo la atención de los niños, colocando un poco a la sombra el contenido? Si yo recibo una joya en una caja de cartón, se concentrará toda mi atención en la joya; pero si se me ofrece en un estuche de oro, ciertamente me detendría también en el estuche.
Naturalmente, esto no significa que nuestro material deba ser descuidado; al hacerlo, debemos poner todo nuestro amor y el máximo de nuestras capacidades, por respeto al contenido y al niño que lo usará. . .
Creo sin embargo que por experiencia, cada uno de nosotros hemos visto a los niños trabajar y regresar a trabajar con gran seriedad y concentración, sobre materiales muy pobres, pero de gran contenido. El primero de todos, el del buen Pastor. Se ha visto clarísimamente que adornos inventados con el objeto de hacerlo más atrayente (flores, riachuelos, etc.) distraen del mensaje presentado. Tengamos presente la capacidad que tiene el niño de observar y de detenerse sobre detalles aún muy pequeños.
Las principales características del material deben ser –según mi punto de vista-, la simplicidad, la pobreza y la esencialidad, aspectos que se llaman el uno al otro, y que son fundamentales en nuestro trabajo.
De simplicidad y de esencialidad hemos tenido ocasión de hablar algunas veces. Detengámonos hoy en especial sobre la pobreza: la pobreza del catequista. La pobreza es el “opuesto” de la riqueza del mensaje que se nos ha confiado y del trabajo al cual hemos sido llamados.
La pobreza del catequista es una pobreza que vive en medio de una inmensa riqueza; el catequista es pobre y rico al mismo tiempo, porque ve pasar por sus manos inmensos tesoros y sabe que no le pertenecen, porque ve la desmesurada desproporción que existe entre lo que hace y el resultado. Frente a este hecho, cualquier deseo de decir: “Es mío”, cualquier tendencia a la apropiación, sería un empobrecimiento. Aquello que vivimos en la Catequesis asumiría más o menos nuestras dimensiones, y se convertiría en un hecho que se pone a nuestro nivel, y perdería su infinita apertura de alas.
Es de la pobreza del catequista que brota la necesidad de que también el material sea también simple, esencial, pobre. También el material debe ser pobre, para que también él sea el “opuesto” al contenido. Cada añadido superfluo, cada adorno, cada invento nuestro sería un arbitrio, una intromisión indebida en un bien que no es nuestro; añadiría también que un cierto lujo podría ser negativo.
Es en su ser “desnudo”, escabroso, que el material logra plenamente su objetivo: de ser un instrumento que señala una riqueza –riqueza que aparecerá- tanto más grande cuanto menos ostentoso sea el instrumento, cuanto más sea discreto y ocupe el lugar secundario que le compete.
Desde mi punto de vista, hay una receta segura para conocer el material bueno de aquel que no lo es: bueno es el material que está más estrechamente apegado al contenido, de tal modo que no nos lleve a decir: " ! Qué bella idea he tenido !", haciendo así converger la atención sobre nuestra persona. Es bueno aquel material que nos hace quitar la mirada de su forma exterior y de la habilidad y más aún de quien lo ha hecho, para hacerlo converger únicamente sobre el contenido; bueno es el material frente al cual nace el asombro porque nos hace constatar que con medios tan pobres se pueden decir cosas tan grandes.
Tenemos dentro de nosotros un precioso “termómetro” para medir el valor del material: si suscita in nosotros satisfacción (palabra que viene del latín satis, suficiente, y que expresa un sentido de saciedad y por lo tanto de limitación), o si en cambio suscita en nosotros alegría y admiración; solo en este segundo caso es bueno.
El material "bueno" no solamente es la ayuda justa a la meditación del niño, sino que educa al catequista a no complacerse de cuanto sus manos han podido hacer, haciéndolo abrir los ojos con asombro creciente frente a la grandeza de los contenidos. El material "bueno" educa al catequista en aquel “desprendimiento” del cual habla la Exhortación Apostólica "Catechesi Tradendae", en aquella pobreza que es un factor esencial en la transmisión del mensaje cristiano.
Genelda Woggon ha sintetizado en dos palabras la función del trabajo manual: “es una disciplina y una devoción" (una disciplina y un acto de culto).
Lejos de ser una austeridad demasiado grande, la pobreza del catequista es fuente de la más grande alegría, porque lo guía en la toma de conciencia de cuán grande es el “tesoro” que –a pesar de todo- es medio en sus manos vacías; y más se da cuenta de que cuánto más vacías estén sus manos, más grande es la alegría de ver en ellas el "tesoro".
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De una carta de Domagoia, Dakovo, 2 febrero 1997: "No te puedo expresar cuánta alegría hay dentro de mí mientras hago el material. El ritmo lento se requiere para el material, me ayuda mucho. Siento que me lleva a la paciencia, al recogimiento, al contenido de la Palabra”.
Testamento de San Francesco en: Fonti Francescane, Ed. Messaggero 1996, p 132.
17 marzo 1997
Traducción del italiano: Nora Mª. Bonilla
El material
Se lee en el testamento de Francisco, escrito un poco antes de morir: “Y yo trabajaba con mis manos y quiero trabajar, y todos los otros frailes quiero que trabajen en trabajo como conviene a la honestidad. . .”. Cada uno debe hacerlo según sus propias capacidades, porque algunos eran hermanos sastres, herreros, artesanos, etc. Y quien no tenía un oficio debía aprenderlo. El “no lo sé hacer” no es razón suficiente para no hacer; se puede aprender.
Lo que quería que hicieran los hermanos, Francisco era el primero en hacerlo él mismo. Para entender con el que lo hacía, es importante el siguiente episodio: él se había hecho muy hábil en fabricar canastos y vasijas, y en una ocasión ocurrió que había logrado hacer un canasto especialmente muy bien –y ¡él lo quemó! La satisfacción que le había dado –narra él mismo- lo había hecho distraer durante la oración y por tanto lo quiso eliminar. “Es una vergüenza –dice- dejarse distraer de fantasías y de inútiles tonterías”.
También entre los catequistas del buen Pastor hay quien copia a mano los textos, quien dibuja o modela figuras, hay quien trabaja como carpintero (a), quien hace maquetas y así sucesivamente. Todos somos artesanos –salvo algunas excepciones- artesanos improvisados, y los resultados de nuestros esfuerzos no son siempre de primera categoría. Entonces, ¿no sería mejor dirigirse a profesionales, que por supuesto, harían el trabajo más rápidamente, con mejores resultados y con frecuencia podrían también estar dispuestos a trabajar por un modesto pago o hasta lo harían gratis?
Para responder, quisiera antes que nada hacer algunas consideraciones sobre nuestro material en general, a la luz del episodio de San Francisco, citado arriba.
En general, se recomienda, que el material sea atrayente y debemos reconocer que el nuestro no siempre lo es. Pero preguntémonos que es lo que debe ser atrayente: ¿el material por sí mismo o el mensaje que transmite?
Como san Francisco se había dejado distraer en la oración por un canasto demasiado bien logrado, ¿no podría suceder que materiales demasiado refinados y perfectos distraigan la meditación del niño, aquella meditación a la que en cambio los materiales deberían ayudar? … ¿Quizás no hay el riesgo de que un material demasiado bello atraiga hacia él mismo la atención de los niños, colocando un poco a la sombra el contenido? Si yo recibo una joya en una caja de cartón, se concentrará toda mi atención en la joya; pero si se me ofrece en un estuche de oro, ciertamente me detendría también en el estuche.
Naturalmente, esto no significa que nuestro material deba ser descuidado; al hacerlo, debemos poner todo nuestro amor y el máximo de nuestras capacidades, por respeto al contenido y al niño que lo usará. . .
Creo sin embargo que por experiencia, cada uno de nosotros hemos visto a los niños trabajar y regresar a trabajar con gran seriedad y concentración, sobre materiales muy pobres, pero de gran contenido. El primero de todos, el del buen Pastor. Se ha visto clarísimamente que adornos inventados con el objeto de hacerlo más atrayente (flores, riachuelos, etc.) distraen del mensaje presentado. Tengamos presente la capacidad que tiene el niño de observar y de detenerse sobre detalles aún muy pequeños.
Las principales características del material deben ser –según mi punto de vista-, la simplicidad, la pobreza y la esencialidad, aspectos que se llaman el uno al otro, y que son fundamentales en nuestro trabajo.
De simplicidad y de esencialidad hemos tenido ocasión de hablar algunas veces. Detengámonos hoy en especial sobre la pobreza: la pobreza del catequista. La pobreza es el “opuesto” de la riqueza del mensaje que se nos ha confiado y del trabajo al cual hemos sido llamados.
La pobreza del catequista es una pobreza que vive en medio de una inmensa riqueza; el catequista es pobre y rico al mismo tiempo, porque ve pasar por sus manos inmensos tesoros y sabe que no le pertenecen, porque ve la desmesurada desproporción que existe entre lo que hace y el resultado. Frente a este hecho, cualquier deseo de decir: “Es mío”, cualquier tendencia a la apropiación, sería un empobrecimiento. Aquello que vivimos en la Catequesis asumiría más o menos nuestras dimensiones, y se convertiría en un hecho que se pone a nuestro nivel, y perdería su infinita apertura de alas.
Es de la pobreza del catequista que brota la necesidad de que también el material sea también simple, esencial, pobre. También el material debe ser pobre, para que también él sea el “opuesto” al contenido. Cada añadido superfluo, cada adorno, cada invento nuestro sería un arbitrio, una intromisión indebida en un bien que no es nuestro; añadiría también que un cierto lujo podría ser negativo.
Es en su ser “desnudo”, escabroso, que el material logra plenamente su objetivo: de ser un instrumento que señala una riqueza –riqueza que aparecerá- tanto más grande cuanto menos ostentoso sea el instrumento, cuanto más sea discreto y ocupe el lugar secundario que le compete.
Desde mi punto de vista, hay una receta segura para conocer el material bueno de aquel que no lo es: bueno es el material que está más estrechamente apegado al contenido, de tal modo que no nos lleve a decir: " ! Qué bella idea he tenido !", haciendo así converger la atención sobre nuestra persona. Es bueno aquel material que nos hace quitar la mirada de su forma exterior y de la habilidad y más aún de quien lo ha hecho, para hacerlo converger únicamente sobre el contenido; bueno es el material frente al cual nace el asombro porque nos hace constatar que con medios tan pobres se pueden decir cosas tan grandes.
Tenemos dentro de nosotros un precioso “termómetro” para medir el valor del material: si suscita in nosotros satisfacción (palabra que viene del latín satis, suficiente, y que expresa un sentido de saciedad y por lo tanto de limitación), o si en cambio suscita en nosotros alegría y admiración; solo en este segundo caso es bueno.
El material "bueno" no solamente es la ayuda justa a la meditación del niño, sino que educa al catequista a no complacerse de cuanto sus manos han podido hacer, haciéndolo abrir los ojos con asombro creciente frente a la grandeza de los contenidos. El material "bueno" educa al catequista en aquel “desprendimiento” del cual habla la Exhortación Apostólica "Catechesi Tradendae", en aquella pobreza que es un factor esencial en la transmisión del mensaje cristiano.
Genelda Woggon ha sintetizado en dos palabras la función del trabajo manual: “es una disciplina y una devoción" (una disciplina y un acto de culto).
Lejos de ser una austeridad demasiado grande, la pobreza del catequista es fuente de la más grande alegría, porque lo guía en la toma de conciencia de cuán grande es el “tesoro” que –a pesar de todo- es medio en sus manos vacías; y más se da cuenta de que cuánto más vacías estén sus manos, más grande es la alegría de ver en ellas el "tesoro".
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De una carta de Domagoia, Dakovo, 2 febrero 1997: "No te puedo expresar cuánta alegría hay dentro de mí mientras hago el material. El ritmo lento se requiere para el material, me ayuda mucho. Siento que me lleva a la paciencia, al recogimiento, al contenido de la Palabra”.
Testamento de San Francesco en: Fonti Francescane, Ed. Messaggero 1996, p 132.
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