MEDITACIÓN.
1. Amar a Dios
El hombre es un peregrino; viajero que no conoce el inmovilismo. Aunque
las apariencias le den la sensación de reposo o quietud, jamás respira el mismo
aire. Camina por el desierto buscando siempre, aun cuando encuentre, como si
avanzara de espejismo en espejismo hacia una meta que no sabe si está dentro o
fuera de sí mismo. Pero, ¿qué busca?... O mejor: ¿qué buscamos?
Se lo preguntó un letrado a Jesús: ¿Cómo conseguir la vida, simplemente
la vida llena y total, eso que día y noche estoy buscando?
Preguntó para ponerlo a prueba, porque quien sepa responder es un sabio
y profeta; de lo contrario de nada sirve su filosofía o su religión. Sin darse
cuenta, aquel hombre había puesto el dedo en la llaga. Vivía inmerso en una
aparatosa estructura religiosa, tenía toda la experiencia y sabiduría de la ley
de los profetas, pero, ¿servía eso para vivir?
En efecto, ¿de qué nos sirve todo lo que tenemos y somos, si en ese todo
no está incluida la vida, una vida con sentido, una vida que trascienda el
espejismo de hoy y el de mañana?
Por extraño que parezca, pocas veces la teología cristiana ha hecho una
pregunta tan concreta. Y si recordamos los años de nuestra formación religiosa,
comenzando ya desde el primer catecismo, qué poco se nos dijo de la vida y cuán
pocas veces se enfocaron los problemas desde la perspectiva de esto tan urgente
y tan universal: vivir.
A menudo las personas que nos llamamos religiosas estamos ocupadas en
cumplir una variedad infinita de normas, organizamos esto y lo otro, nos
reunimos y discutimos, rezamos y meditamos..., pero ¿todo eso nos hace vivir?
¿Y cuándo se puede decir que una persona realmente vive y no solamente vegeta,
o sufre vivir o se resigna a vivir?
En realidad, todo lo que el hombre hace tiene la secreta intención de
ser un elemento de vida, y de alguna manera lo es. Pero importa saber si esa
vida es -como decía el letrado- "eterna", es decir, plena, auténtica,
completa.
Hablamos de un vivir como ser más, recreando permanentemente nuestra
existencia desde dentro de nosotros. El que no se recrea a sí mismo no vive;
«es vivido» por otros. Y eso se llama dependencia y alienación. El que vive
recrea desde su libertad su todo: su yo y su mundo. Eso se llama
«autenticidad»: ser uno mismo...
Jesús, como auténtico sabio, no dio una respuesta nueva ni original.
Simplemente apeló a la vieja sabiduría humana, a esa corriente vital que
recorre a menudo subterráneamente la historia, que a veces desborda y otras se
sumerge, permitiendo una y otra vez encontrar sentido al largo caminar. Por eso
le preguntó: ¿Qué hay escrito por allí? ¿Qué dice la experiencia de tu pueblo?
La originalidad de Jesús no está en la respuesta que dio al letrado,
sino en la conclusión final: «Anda, haz tú lo mismo.» Como si le dijera: Nadie
puede hacerte vivir, ni siquiera la religión o la Biblia. Si quieres vivir,
camina, construye, recrea. Sé tú mismo. Lo demás son palabras. Y eso lo explicó
mejor después con una parábola.
Jesús no le dijo nada «nuevo», sino que cumpliera aquello del amor. Que
ame a Dios y que ame al prójimo. Eso es vida. Lo demás es muerte, aunque
parezca vida. Lo original no era la idea; ya estaba escrita en la Ley.
Pero sí que amara a Dios con todo su ser. Que amara efectivamente; que
redujera todo su aparato religioso a una sola cosa: amar. Eso era más difícil.
Hay cosas en la vida que parecen perogrulladas y, por eso mismo, nadie
las cumple. Una de ellas es que lo primero y esencial en la religión es amar a
Dios con todo el ser. No es ninguna novedad, y sin embargo...
¿Vivimos el cristianismo como una forma de amor a Dios?
El cristianismo que surge del Evangelio no reconoce otra forma de
relación con Dios más que el amor. Sólo el amor. No el miedo al castigo o el
deseo de un premio.
No la ley que me obliga bajo pena de pecado mortal, ni la tradición de
la familia o del país en el que vivo.
Se nos ha enseñado la
ley y los profetas, se nos ha atiborrado de nociones, definiciones, dogmas y
normas morales, pero ¿se nos enseñó a amar a Dios? ¿Se nos preparó para una
vivencia serena de la fe, para un saber descubrirnos sin temor ante Dios, para
darle una respuesta muy «nuestra», salida desde el fondo de nuestra conciencia,
amasada de libertad y de convicción personal?
La ley del amor libera interiormente; no ata ni esclaviza. Por eso
produce paz y alegría, porque es un amor maduro que sabe recibir y sabe dar.
2. Amar al prójimo
La parábola popularmente conocida como «del buen samaritano» nos dice
que el amor al Dios que no vemos debe hacerse realidad en el prójimo a quien
vemos. Hoy diríamos que es una parábola de «denuncia» porque pone al
descubierto la falsedad de una religión que se contenta con adorar a Dios en el
templo, rezar y ofrecerle lo que la ley manda.
En efecto, la ley judía no inculcaba el amor entre
judíos y samaritanos; al contrario, preconizaba el desprecio de los heréticos y
odiados hermanastros de raza y fe. Pero para amar hace falta hacerse prójimo
del otro, sin mirarle la cara, sin preguntarle por sus opiniones. Y esto es más
duro que amar a Dios. Por eso aquel letrado tuvo que escudarse en la pregunta:
«¿Y quién es mi prójimo?»
En efecto, la ley prescribía amar al prójimo como a uno mismo, de tal
manera que el otro se hace carne de nuestra carne, es decir, hermano. Por eso,
quien no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie. Amarse a sí mismo es descubrirse
y sentirse como persona. El que ha sabido encontrarse consigo mismo, el que ha
roto las dependencias ajenas, el que ha sabido hacer su opción, el que ha
sufrido en esa lucha por ser «alguien», podrá amar al otro de la misma manera:
como alguien, como persona, deshaciéndose tanto de la indiferencia -como el
levita y el sacerdote- como del odio o de la opresión.
A menudo los cristianos no amamos a los demás
porque no se nos ha enseñado a amarnos a nosotros. Me refiero a esa ascética
religiosa mezcla de dureza y de masoquismo con uno mismo. Después nos volvemos
duros con los demás. Y a eso lo llamamos "virtud", como si la ternura
no fuese más virtud que la dureza.
Si nos odiamos a nosotros, si vivimos una fe sombría y triste, si no
descubrimos la alegría de vivir cuidando nuestro cuerpo y nuestra psique, si
reprimimos en nosotros los impulsos del amor y de la ternura, ¡pobre del
prójimo a quien amemos de la misma forma!
Por lo tanto, hay dos maneras de no amar al prójimo: una,
la de los que no saben amarse a si mismos; o sea: la de los que no han
descubierto aún su libertad interior y el gozo sereno de estar en el mundo. El
masoquismo siempre se une al sadismo, y cuando nos odiamos a nosotros,
terminamos odiando al prójimo. Dicho simplemente: cuando vivimos «amargados»,
terminamos amargando a todo el mundo que nos rodea, pues nadie puede dar lo que
no tiene.
Y está la segunda manera de evitar el amor al
prójimo: a eso se refiere la parábola. Se trata de los que están dispuestos a
amar a todo el mundo, pero nunca encuentran a nadie a quien amar. Son los que
preguntan: ¿Dónde está mi prójimo?
Cada uno de nosotros tiene en algún rincón de su corazón a aquel letrado
de la ley que, queriendo justificarse, preguntó: ¿Y quién es mi prójimo?
Cuando llega el momento del compromiso, siempre
encontramos la excusa salvadora, la pregunta inteligente.
Siempre hay un motivo para prolongar las discusiones, los diálogos, las
mesas redondas, los congresos y las reflexiones... y acabar diciendo: «Es un
gran problema... Hay que pensarlo bien... No podemos improvisar... Uno nunca
sabe lo que puede pasar...» O bien: "Hay que unirse a los demás, pero sin
fiarse demasiado... Es cierto que los pobres sufren, pero poco les gusta el
trabajo... Se podría hacer mucho por los niños, pero antes hay que reformar a
sus padres..." Y así sucesivamente. Es increíble cómo se nos agudiza la
inteligencia cuando hay que pasar de las palabras a las obras.
La palabra de Jesús
de hoy nos desenmascara y deshace nuestra trampa. Pocas parábolas tan
claras como ésta: Alguien está tirado en el camino. No importa su nombre, país,
sexo o edad. Bástenos saber que es un hombre que necesita de otro hombre para
vivir.
Podemos pasar con alma de levita o sacerdote del templo: con los ojos
bajos y cara de piadosos, pensando lo contento que estará Dios por lo bien que
cumplimos con el acto litúrgico. Cumplimos hasta el último ritual, incluida la
moneda en la alcancía. Pero el ritual no nos dice qué hacer con un hombre
necesitado. Lo mejor será «seguir de largo dando un rodeo».
Podemos llegar también con alma de samaritano y descubrir que ese hombre
tirado en medio del camino no pertenece a nuestro país, raza, credo o condición
social. Y precisamente por eso nos acercamos y, no contentos con prestarle los
primeros auxilios, hacemos que otros hagan lo que resta para que ningún detalle
sea descuidado. La parábola relata cuidadosamente hasta la cuantiosa suma que
el samaritano dejó al dueño de la posada...
Y la misteriosa pregunta de Jesús: «¿Quién de los
tres fue prójimo del hombre caído?» Hubiéramos esperado más bien la otra
pregunta: ¿Quién amó más a ese prójimo?, porque el prójimo es el otro.
No. «Prójimo» no es
alguien que está cerca de nosotros y con el que inevitablemente debemos
relacionarnos.
Lo importante es
sentirse prójimo del otro; o sea, cercano a uno mismo; tan cercano que se lo
ama como a uno mismo. Los tres vieron a aquel hombre caído; pero uno solo se
sintió identificado con él; uno solo lo cuidó como se hubiera cuidado a sí
mismo.
Con esto, Jesús nos
indica claramente que el amor al prójimo es mucho más que la simple simpatía
hacia un amigo, la camaradería o la defensa de los que pertenecen a nuestra
familia o nación. Es un amor, fruto de una renuncia y del olvido de uno mismo
para hacernos «uno-mismo-con-el-otro». Si el amor a Dios es sin límite alguno,
tampoco puede haber límite en el amor a los que no-son-yo pero que debo amar
como si fueran yo...
La conclusión final
es decisiva: Si queremos vivir de veras y no hacer de esta vida un infierno o
algo parecido, cumplamos al pie de la letra este evangelio.
La parábola puede ser escrita hoy con otros nombres y personajes: países
desarrollados y subdesarrollados, norte y sur, este y oeste, cristianos y no
cristianos, blancos y negros...
Larga es la lista de los anti-prójimos que devuelven actualidad a esta
vieja página evangélica. No se trata de
amar al que nos ama: eso lo hace cualquiera; no se trata de fraternizar con los
que están en nuestra acera. Quien quiere vivir con total intensidad, quien ha
roto sus dependencias internas, debe también romper tantos convencionalismos
como separan a los hombres, sea por egoísmo, sea por afán de dominio o,
simplemente, por la relativa circunstancia de que hemos nacido en este lugar y
otros han nacido algunos kilómetros más allá...
Está bien la patria, el hogar y la pequeña comunidad de cada uno; pero
eso es una simple circunstancia intrascendente. Lo que trasciende y lo que hace
avanzar la conciencia de la humanidad es lograr un poco más de «proximidad» los
unos con los otros.
El cristiano debiera
tomar la iniciativa también en esto: hacerse prójimo del otro; crear proximidad
afectiva allí donde no la hay.
Al fin y al cabo, cualquiera
ama al prójimo. Eso lo cumplen hasta los paganos, decía Jesús. El cristiano es
invitado a crear proximidad, a romper barreras, a destruir el odio y la
indiferencia.
Es el camino de la
vida. Lo demás es muerte...
(Aporte de SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 109 ss.)
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 109 ss.)
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