28 sept 2013

MEDITACION para Lc 16,19-31

Cuestra fe se redujera a un conjunto de pensamientos y dichos piadosos o unos ejercicios privados de culto tendría bien poco valor: algo así como papel mojado. Creer en Dios salvador es una actitud que anida en las decisiones y actividades todas de la vida (extraordinarias o cotidianas) que discurre bajo la atenta mirada de aquel que juzga y ama. Por eso, de la misma manera que Amós grita con claridad a su pueblo. "Se acabó la orgía de los disolutos", así la palabra de Jesús sobre Lázaro y el rico se convierte a nuestros oídos en una chispa que prende una inmensa hoguera.

El ejemplo que propone comienza casi como un cuento, para después denunciar públicamente y de manera radical la relación de los hombres entre sí. Jesús no entra, ahí, en cuestiones sociales, como podría parecer a primera vista, ni ofrece doctrina alguna sobre cómo es la vida después de la muerte. Se trata únicamente de presentar a nuestros ojos de manera plástica cómo son o debieran ser las cosas en el aquí y ahora de nuestra vida.

También tenemos que precavernos de un error: quien pretende ver precipitadamente que en el más allá tiene lugar un cambio de roles, de modo que el rico se sitúa debajo del pobre, ése es sospechoso de la clásica ideología según la cual la revolución de la injusticia en este mundo es imposible, puesto que la justicia es un asunto exclusivo del cielo.

Precisamente por este error fue denunciado el cristianismo como adormidera del pueblo. Quien explica así el Evangelio, le da la vuelta como a una manga, pues nada hay más extraño al sentir de Jesús que justificar la injusticia terrena mediante una posterior justicia divina. El Evangelio no conoce orden divino alguno que sancione las necesidades del mundo.

Un tema que una y otra vez aparece en la Biblia es el abismo existente entre los hombres: entre ricos y pobres, entre libres y esclavos, entre los dominadores y los "pobres diablos" de siempre, que jamás alcanzan la cara soleada de la vida. Esto contradice sin más el orden de Dios. Dios, Padre eterno, ha establecido entre sus hijos una familia de semejantes con igualdad de derechos. Al cristiano tiene, pues, que asaltarle el dolor y la indignación a la vista de las distancias y separaciones.

Jesús describe el fin de tales despropósitos. ¿Orden social? No habla de eso, sino de sensibilidad profundamente humana de cara al hermano que vive en la misma Tierra. Eso es lo que describe con drásticas imágenes.

¿Quién es el rico? No se dice su nombre. Es cualquiera. Siempre se trata de aquel cuya vida guarda para sí. El rico es aquel que sólo tiene ojos para atender a lo que sucede con relación a él mismo. La cuestión de sus cuentas bancarias no le produce problemas. Se trata en este tipo de personas que tienen una enfermedad de los ojos (ceguera), la cual se le ha extendido hasta el corazón. De ahí que no pueda soportar que alguien de su especie se le presente a la puerta. Pero esto, naturalmente, tiene fatales consecuencias: "Quien no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo puede amar a Dios, al que no ve?(1 Jn 4,20).

El pecado del rico no consiste en ser rico, sino en que tiene a su hermano por demás. Lo mira, pero prescinde de él. En un crítico autoexamen tal vez podríamos descubrirnos muchos de nosotros en ese modelo, en los que no quieren que sus prójimos les molesten o inquieten. Indiferencia frente a las personas es lo más parecido que existe a "lejanía de Dios". Frialdad para con las personas puede ser signo de vaciedad o muerte interna: así es el sepulcro blanqueado.

Y ¿quién es Lázaro? Ahí se presenta el pobre, el desasistido que nos necesita. En cualquier caso, siempre se tata del miserable, de aquel que es tan malo como yo mismo. Cuando se abren nuestros ojos y despierta nuestra sensibilidad, descubrimos ante nuestra puerta más personas de las que creemos: amargados, acobardados, intimidados, empobrecidos. Muchas veces, el asunto que presentan nada tiene que ver con dinero o ayudas materiales (muchas veces sí, y de manera constante), sino con calor humano, acogida y dedicación de tiempo. Sin detenerse a pensar, ocurre con mucha frecuencia que tanto creyentes como increyentes o indiferentes nos excusamos para no atender a una situación: "yo no sabía...", o, como afirmó un escolar en una ocasión (seguramente aprendido de un adulto), "Dios no me lo había encomendado".

¿De verdad que no? Dios nos sale al encuentro mediante formas muy distintas y sorprendentes. Donde no se le puede buscar es entre los ángeles: con demasiada frecuencia, el justificante de nuestra consciente inhibición frente a los demás son argumentos refinadamente razonados, que nos los presentamos a nosotros mismos con todos los visos de afianzarse en la verdad. Porque el otro, por ejemplo, está lleno de defectos que debería corregir..., tiene mala voluntad..., miente... o está así porque quiere ("yo no doy veinte pesos para que ése, con pinta de borracho, se los gaste en vino"). ¿No es cierto que, aun así, Dios se presenta realmente a nuestra puerta? Son los ojos y el corazón los que precisan de una mirada sensible, para que no tropecemos con Dios y creamos que no es más que una piedra en el camino.

(Aporte de EUCARISTÍA 1992/45)

 

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