11 sept 2013

MEDITACION PARA LUCAS 15,1-32-DOMINGO 24, T .O -CICLO C

1. La misericordia.
Posiblemente sean muchos los caminos por los que podemos descubrir a Dios, pero  entre todos ellos uno es mejor que los demás: el de la misericordia. Dios ha colocado en el  centro de su interés al hombre. Se ha volcado de tal manera sobre nosotros que se ha  olvidado de sí mismo. La fe en Dios no es independiente de nuestro proyecto de ser  hombres en el mundo. La revelación de Dios es también revelación del hombre y del  mundo, de forma que el hombre y el mundo somos ininteligibles sin Dios y Dios es  ininteligible sin el hombre y sin el mundo. Cuando los hombres creemos en Dios  vivencialmente, nos reencontramos con nosotros mismos y con toda la creación.
Muchos cristianos piensan que la fe consiste en optar exclusivamente en favor de Dios,  por eso lo único que les interesa es que les hablen de Dios y de las cosas de Dios. Colocan  a Dios en el centro no por entrega o compromiso, sino como una evasión, como un medio  para declinar toda responsabilidad personal en los acontecimientos sociales.
La fe nos empuja a hacernos hombres verdaderos y solidarios con toda la humanidad; no  se conforma con creer en Dios y conocerlo: quiere que en él nos conozcamos a nosotros  mismos y trabajemos por implantar su reino de justicia entre los hombres.
Lucas dedica todo el capítulo 15 de su evangelio a la misericordia divina, y lo hace con  tres parábolas que son una auténtica obra maestra del Nuevo Testamento y de la literatura  cristiana -sobre todo la tercera-. Con ellas responde a las criticas de los "buenos", que  acusaban a Jesús de comer con los "malos". ¿No es la misericordia de Dios más fuerte que  todas las rupturas que protagonizamos los hombres? 
Las parábolas de la oveja y de la moneda perdidas resaltan más la acción y la iniciativa  de Dios, su alegría por el encuentro. La del hijo pródigo es un profundo análisis del proceso  de conversión del hombre y la representación más viva del amor del Padre Dios a los  hombres de toda la revelación cristiana.
2. El riesgo de la libertad 
La parábola del hijo pródigo, la más famosa de los evangelios, es la tercera de la  misericordia que Jesús dedica a los fariseos y a los letrados que murmuraban de él por  comer con publicanos y pecadores.
Es una descripción psicológica y teológica incomparable sobre el corazón del hombre y el  corazón de Dios, sobre la realidad del pecado y de la gracia. Narra de un modo  extraordinario el proceso de conversión del hombre a Dios. Lo describe con gran fuerza y  plasticidad.
Son tres los personajes principales de la parábola: un padre y dos hijos. Un padre que  sólo piensa en sus hijos y unos hijos que sólo piensan en sí mismos. Habla más del hijo  menor que del padre y del hijo mayor, pero lo que más resalta es la figura del padre y la  relación que mantiene con sus dos hijos.
Nos presenta a una típica familia de campo: todos trabajan para la casa, los bienes son  patrimonio familiar, por lo que pretender dividirlos es grave.
El hijo menor reclama la parte de su herencia, tiene pretensiones, se declara incapaz de  vivir en la familia, busca la independencia y la libertad. Quiere hacer su vida. El modo como debían repartirse las herencias entre los hijos estaba legislado: las tierras,  al ser bienes inmuebles, debían recaer en el hermano mayor, que recibía también las dos  terceras partes de los bienes muebles. En la narración el hijo menor pide, por tanto, la  tercera parte de los bienes muebles.
El padre quiere vivir en comunidad con sus hijos, pero respeta su libertad y su proceso de  madurez. Para él lo más importante era la relación con sus hijos, a los que conoce a fondo.  Sabe de sus debilidades, pero también de sus posibilidades. Sabe que tienen que hacerse  hombres en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus bienes a cambio de la  madurez del hijo menor. Sabe esperar y callar. Accede ante la petición del menor. Sabe que  su hijo ya no es un niño, que quiere vivir independiente. Y el padre comprende, no sin gran  dolor. Su testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para el regreso del  hijo que ahora se quiere ir.
No quiere retenerlo por la fuerza. Lo trata como persona adulta y  acepta la decisión que ha tomado, aunque le parezca incorrecta. No dice ni una palabra; su  silencio es fruto de su amor, respetuoso con la decisión del hijo. Acepta el riesgo de la  libertad que pide, porque sabe que sin libertad no hay amor. Por nada del mundo debe  suplantar la decisión del hijo. La verdadera paternidad es discreción, es aceptar el riesgo de  la libertad; nunca se confunde con el paternalismo, que, en su afán de proteger, sofoca el  crecimiento del individuo y lo bloquea en un estado infantil. El padre verdadero sólo puede  ayudar siendo un modelo.
Así ve Jesús a Dios. No impone sus criterios ni mendiga el amor de sus hijos. Nos creó  libres y acepta el riesgo de la libertad sin resentimientos. Es un Dios que cree que el amor  es más fuerte que todo lo demás y que es lo único que puede transformar de verdad el  corazón humano. Por eso espera siempre en el hijo. El suyo es un amor que se adelanta a  todo gesto de arrepentimiento y que por eso hace vivir al pecador. Es un Dios que no tiene  más ley que el amor ni más justicia que el perdón, que no tiene más que casa que quiere  llenar con la alegría de sus hijos. No quiere tribunales: bastante tribunal tiene ya cada uno  con su conciencia; no quiere cárceles: bastante cárcel es la vida de cada día, con sus  heridas y limitaciones; tampoco quiere viole
ncias: las muchas guerras que han existido y  existen son prueba evidente de su fracaso. Es un Dios que no castiga ni aplasta, sino que  espera en silencio el proceso de liberación interior de cada hombre.
3. El hijo menor se marcha 
"El hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano". Rompe la unidad familiar,  le da la espalda al padre y al hermano. Prefirió las realidades tangibles del dinero, de la  buena vida y del placer a las alegrías un tanto monótonas de la familia. Es el problema que  suele comenzar a plantearse en la vida del adolescente. La convivencia en la casa paterna,  con sus reglamentos y obligaciones, ha llegado a ser una carga para el hijo, que aspira a la  autonomía y quiere vivir a su arbitrio. Se fue a buscar la alegría fuera de casa.
Palestina no podía por aquellos tiempos alimentar a sus habitantes. El que quería  prosperar tenía que abandonar el país. En la diáspora vivían unos cuatro millones de judíos,  mientras que en la patria eran medio millón aproximadamente. El extranjero prometía una  libertad y una independencia seductoras.
¿Habrá ayudado a su marcha algo que vaya mal en la casa del padre? Quizá se sentía  aplastado por la mezquindad, por la estrechez de miras de los que vivían en ella, con  excepción del padre.
Cuando el ideal cristiano encarna una realidad tan desilusionante no hemos de  extrañarnos que muchos sientan verdadera necesidad de aire libre. Urge una  transformación de las estructuras de la Iglesia para no seguir fabricando alejados: ventanas  cerradas, cortinas echadas, aire que huele a viciado, a cerrado.  Carteles por todas partes: no tocar, prohibido hacer esto, conversaciones aburridas,  alianzas vergonzosas, siempre los mismos temas. Nostalgias del pasado y miedos al  presente; postura de superioridad y desprecio de los de fuera. Una congénita incapacidad  para entender al que no quiere caminar al paso cansino de sus dirigentes. Todo rígidamente  establecido; un ceremonial exacto que observar. Falta la atmósfera que podría proporcionar  la alegría de vivir.
Debería ser una casa con todas las ventanas y las puertas abiertas -como quería el buen  Papa Juan XXIII-; sin caras largas para guardarla. Una casa en la que los pobres se  encontraran a gusto, en la que se pudiera reír y vivir, pensar y hablar.
¿Qué ha hecho el hermano mayor para impedir la partida del menor? Es fácil que lanzara  un suspiro de satisfacción, porque con su marcha se quedaba la casa tranquila. 
Posiblemente le había llenado la cabeza de lo que tenía que hacer, sin hablarle nunca de lo que era. Hemos fabricado muchas leyes y hemos perdido de vista al hombre que las tenía  que cumplir. Para el mayor la vida consistía en cumplir con unas leyes y normas, obedecer  unas orientaciones; nunca salir en busca de su hermano. Seguirá encerrado en sus  pequeños problemas, jamás descubrirá su falta de amor al padre y al hermano; está  incapacitado para comprender algo, al creerse mejor que los demás.
Mientras tanto, el padre se ha ido con el hijo de una manera oculta, interior, que  desembocará en la nostalgia. Parece como si hubiera quedado en la casa únicamente para  esperar al hijo, para escrutar el horizonte. En realidad, desde el momento en que el hijo  marchó, ya no existe la casa paterna. Esta se halla en el corazón del padre y, ahora, el  corazón del padre ha marchado lejos.
El amor verdadero nunca se resigna a la separación, toma siempre la iniciativa, no se  encierra en una espera enojada y rencorosa. El que es padre de verdad nunca deja de  amar a sus hijos, aunque se hayan alejado de él; siempre los considera como hijos queridos,  dispuesto a recibirlos cuando decidan regresar a casa.
4. Lo pierde todo 
En el extranjero acaba pronto por gastarse el capital en una vida de libertinaje y  despilfarro. Lo pierde todo: el tener y el ser; el patrimonio y la dignidad. Quiso hacer su vida,  a lo que tenía pleno derecho. Pero se equivocó de camino. Acostumbrado al amor protector  del padre, creyó que la vida era cosa fácil. No reparó en el sacrificio y el tiempo que le había  costado al padre levantar la casa y la hacienda. Por eso no le dio importancia y se había ido  y lo había gastado todo. Es muy fácil derrochar lo que no nos ha costado esfuerzo  construir.
Es la narración plástica de nuestra propia historia, un juicio a nuestra vida: derrochar  amor y libertad, vivir perdidos, tener hambre y necesidad de todo lo que nos podría edificar  como personas auténticas... y no hacer el esfuerzo requerido para saciarla.
Al principio había mantenido la ilusión de libertad y felicidad; después, la cruel y cruda  realidad lo vuelve en sí. Está solo; tremendamente solo, vacío, desnudo, hambriento. Es el  último eslabón del egoísmo: sólo yo. Y, por primera vez en su vida, comprende que ha  perdido su dignidad de hombre y de hijo. Y siente envidia de los cerdos.
El pecado nos prostituye, y esa prostitución es su peor castigo. Es la sensación que  todos, alguna vez, hemos sentido: esa mezcla de amargura, desazón, vergüenza y lástima  de nosotros mismos; esos momentos en los que tocamos con nuestras propias manos  nuestro límite, para acabar reconociendo que nos habíamos equivocado. Esa amarga  experiencia puede ser el punto de partida del camino de retorno, del camino de la  construcción de la vida. Nunca es tan grande la debilidad ni tan ciego el egoísmo, que nos  incapacite para convertirnos. En el fondo del corazón humano -fondo misterioso e  insondable- hay una fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga, una fuerza  sobrehumana que siempre puede hacer posible lo que parecía imposible. Descubrir que en  ese fondo está Dios esperándonos pacientemente para iniciar el retorno es, posiblemente,  la experiencia más rica y densa del ser humano. Lentamente vamos comprendiendo que el  ser humano se construye sobre el vaciamiento de nuestro instinto egoísta que nos lleva a la  muerte; que el "yo" se construye sobre el "no-yo". Y surge la vida del "nosotros"; palabra  difícil que la humanidad parece que aún no aprendió a pronunciar.
A la luz de la parábola, el pecado aparece como una decisión personal. Más que un acto  malo, es una actitud por la que el hombre pretende encontrarse consigo mismo,  prescindiendo de todos los demás, lo que es un espejismo. Es un negarnos a construirnos  en ese proceso lento y duro de la vida de cada día, en comunión con los demás. Es la  tentación permanente del hombre, ser en constante construcción de sí mismo; porque la  vida no está hecha ni acabada, sino en camino. Pero la pereza se filtra dentro de nosotros  para que no trabajemos en nuestra edificación personal, familiar y comunitaria.
5. Reflexiona 
Cuando llega hasta el fondo de su despilfarro, el pródigo hace el inventario de todo lo que  ha perdido en su camino hacia el alejamiento. Se encuentra en una soledad y un vacío  interior totales. No ha encontrado más que desengaños, miserias... y nostalgias. Cuando lo  ha perdido todo, se da cuenta de lo que verdaderamente le falta, se da cuenta de que no  puede seguir viviendo sin lo único necesario: el padre. Se da cuenta y reconoce que, desde  que se alejó del padre, no ha sido feliz ni persona, sino que se ha encontrado vacío de todo.  Los placeres, el hambre, la soledad... han sido espinas que han penetrado  profundamente en su carne y le han hecho sentir la nostalgia de la casa paterna.
Al reflexionar, descubre la falta de proporción que lleva dentro: entre lo que es y lo que  debería ser, entre su deseo de felicidad y lo que le ha ofrecido la vida. Descubre que ha  sido creado para vivir de otra manera, que las cosas le han fallado. Descubre que está falto  de padre, de libertad, de verdad, de dignidad, de amor..., de todo. E intenta llenar el vacío  que lleva dentro. En la dramática comprobación de un hambre atroz, de una miseria total, es  donde comienza la trayectoria del retorno. Experimenta que es un pobre hombre y tiene el  coraje de confesar su propia miseria constitucional.
Ha realizado hasta el fondo la experiencia del mal, de la soledad, del vacío... El que ha  tocado el fondo del abismo de la degradación puede elevarse hacia la santidad, puede  nacer de nuevo, porque todavía no ha nacido a la vida de Dios. Del pecador que se  convierte puede brotar el santo: son de la misma especie.
El mediocre, el que siempre fue "bueno", carece de esa posibilidad; se quedará sentado,  satisfecho, en la poltrona de la propia mezquindad y suficiencia, gastando la vida en admirar  sus cualidades y sus generosidades.
La conversión es fruto del recuerdo del amor del padre y de la experiencia desoladora de  la nada que el mundo llama "todo". No quiere regresar por afecto familiar ni porque estuviese arrepentido de verdad. Quiere  regresar porque se creía definitivamente fracasado, porque había perdido la partida y lo  único que deseaba era comer como los criados de su padre. Como él no amaba, tampoco  podía imaginarse o admitir que era amado, ya no creía posible volver a ser hijo.
Las etapas del arrepentimiento del hijo pródigo se corresponden con las partes de la  confesión sacramental: examen de conciencia, "recapacitando"; propósito de la enmienda,  "me pondré en camino"; confesión de boca, "padre, he pecado..."; contrición de corazón, "no  merezco llamarme hijo tuyo", y satisfacción de obra, "trátame como a uno de tus  jornaleros".
Lo primero, pensar y reflexionar. Cada día cometemos errores y nos desviamos del  camino. Forma parte de nuestra condición de hombres. Si queremos ser personas  auténticas, debemos enfrentarnos con los acontecimientos, juzgar nuestra propia conducta y  avanzar. Mirar nuestro pasado y reconocer nuestros pecados supone sinceridad y valentía,  y confianza en nosotros mismos y en la ayuda de Dios. Sin fe en uno mismo no es posible la  conversión, porque su falta nos hace esclavos de la vieja situación que juzgamos  irreparable. En el mismo momento en que desaprobamos nuestra conducta, unos brazos  misericordiosos nos acogen, un Dios amigo nos abraza y nos infunde una confianza sin  límites.
6. El regreso 
Llega el momento más crítico: "Se puso en camino a donde estaba su padre". Corregir el  rumbo es duro, reconocer los propios errores y rectificarlos raya en lo heroico. El hijo vuelve  a casa, desanda el camino anterior, vuelve a la comunidad familiar; nace de nuevo a otro  estilo de existencia, sepulta su vieja y absurda vida.
Es un paso inevitable: lo destruido hay que volver a construirlo; si se rompió con la  comunidad, hay que volver a ella. Sin esto, la conversión es una palabra vacía. El punto de partida para el regreso es siempre la pobreza: solamente aceptándonos como  pobres nos convertimos en hombres verdaderos, fraternales. En el camino del retorno debe  evitar la compañía de "hermanos mayores", de los mediocres, porque son los únicos que  pueden quitarle la nostalgia de la casa paterna y entonar un canto a la libertad.
Todos somos necesitados; pero sólo la conciencia de esta necesidad nos llevará a  afrontar las consecuencias de un retorno, al final del cual estará Dios esperándonos con los  brazos abiertos. ¡Dichosos los que tengan hambre de Dios! 
Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los  pecados, reduciendo ambos a un acto individual, externo, frío y sin consecuencias para la  vida posterior. Y por eso mismo hemos hecho de la confesión sacramental un rito hueco,  rutinario, en el que repetimos una y otra vez la misma historia. No debe extrañarnos que su  práctica haya descendido tan verticalmente.
7. El padre 
"Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió". Intuye que el hijo ha  comprendido el amor que le tiene. El perdón paterno va a superar los pasos dados en la  ruptura. Dios no se resigna a perder a ninguno de sus hijos.
El padre le sale al encuentro, corriendo, y lo abraza. No le reprocha nada ni le pregunta  los motivos de su vuelta. Sabe simplemente que regresa, conoce sus sufrimientos y  miserias, las dudas que habrá tenido que vencer para volver, y le ofrece su amor y su casa,  sin más. ¿No nos resulta dura la conducta del padre?, ¿su amor no supera los límites de lo  razonable? 
La parábola no dice que el padre perdonó al hijo; supera ese concepto. El que ama de  verdad a otro no tiene que perdonar, porque nunca se ha sentido ofendido personalmente.  El perdón no es algo que se da o que se recibe, sino algo que se construye, porque es la  vuelta a un amor cada vez más profundo. El perdón es la síntesis de dos amores: un amor  que había muerto y ahora resucita y un amor que se había mantenido fiel y que ahora  recibe. El pródigo descubre en el recibimiento del padre la dimensión del verdadero amor.  Ya puede vivir como hijo verdadero, porque ya sabe cómo es su padre. Ha tenido que  marchar lejos para descubrirlo.
El padre ya no tiene bienes que ofrecerle; ya antes se los había dado todos. Ahora le  restituye lo principal: su dignidad de hijo. Del perdón nace el hombre nuevo. Sólo un padre verdadero sabe que los hijos tienen necesidad de algo más importante que  el perdón: tienen necesidad de amor, de nuevos ánimos, incluso de poder perdonar al que  les perdona. Tienen necesidad de reconstruir todo lo que su pecado había destruido. Y esto  es un trabajo de Dios.
Sólo Dios puede y sabe perdonar los pecados. Saber perdonar es tan importante como  poder perdonar. Los que perdonan necesitan un tacto infinito, una humildad contagiosa, un  cariño desbordante, para no herir a los que son perdonados y hacer posible el encuentro. Vemos cómo en la parábola el padre se excusa, se humilla para que le acepten el perdón,  para que el amor que tiene a su hijo conquiste su corazón y vuelva a sentirse hijo al verse  inundado por el cariño del padre. Sólo entonces vuelve el hijo de verdad: ha encontrado en  el padre todo lo que necesitaba para encontrarse a sí mismo, para sentirse hijo y estar  dispuesto a vivir como tal.
Todos necesitamos el perdón, la misericordia. ¡Todos! Lo necesitamos en las relaciones  humanas sinceras y hondas, en la amistad y en las diversas formas de amor, porque nadie  merece a nadie. ¿Quién no falla alguna vez al día a sus semejantes?, ¿quién no está  fallando continuamente a Dios? 
La alegría cristiana brota de saberse perdonado, de saber que Dios es mucho mejor que  nosotros, que el Dios de Jesús no tiene nada que ver con ese ídolo negativo y vengativo  que nos han presentado como sucedáneo de Dios Padre. ¿Cómo no sentirse hijos de un  padre así? 
El pródigo representa a gran parte de la humanidad: lejanía del Todo, encuentro con la  nada y retorno. Sus caminos son nuestros caminos, caminos de miles de experiencias no  agotadas, hasta sentir el hambre del Único, del Padre que siempre espera.
8. El hermano mayor 
Para el padre el pasado queda olvidado. Lo importante es que el hijo ha vuelto. Manda  que le pongan el mejor traje, un anillo y unas sandalias, y que maten el ternero cebado para  celebrarlo. Todo recomienza, todo se ve con ojos de alegría.
En el Nuevo Testamento las conversiones acaban con alegres banquetes. Lo que  realmente quiere Dios es el banquete, la fiesta, no el sacrificio y la lucha. Quiere lucha, pero  como camino para la fiesta.
La familia se ha reencontrado. Pero la alegría no será completa: a la cita faltará el hermano mayor, fiel representante de los letrados y de los fariseos de ayer y de siempre. Se  cree justo por haber vivido siempre "dentro" de la casa cumpliendo con sus obligaciones.  Nunca fue consciente de que le faltaba lo fundamental: descubrir el amor que le tenía el  padre y responder a él.
El hijo mayor siempre fue bueno, siempre ha estado junto a su padre, es un monumento  irreprensible, un insoportable poseedor de derechos, un personaje incapaz de conversión.  No duda de su bondad y de sus razones para quejarse, enjaulado en la ley y en la  observancia. Vive sin amor, su justicia y su bondad lo han avinagrado. Busca la seguridad  en el inmovilismo, en las prácticas externas. Es abismal la diferencia entre su mentalidad y la  del padre.
El hijo mayor nunca ha sido joven, ha dejado que se le pudran dentro los sueños más  audaces, ha recortado con cuidado todos los horizontes demasiado elevados, se ha creado  un mundo a la medida de su mediocridad y mezquindad, se ha convertido en un hombre de  orden, ha envejecido precozmente. Su fría honradez legalista ha influido probablemente en  su hermano menor para marcharse. A las muchas barreras que hay en el mundo -de raza,  de nación, de clases, de color, de religión, de sexo...- ha añadido la barrera de la gente  honrada.
El pródigo se ha dejado reconciliar con facilidad. El caso del hermano mayor es más  complicado. ¡Es un justo! Para mí su conversión puede ser comparable a la de un cristiano  "de toda la vida". Reza el confiteor al revés: "En tantos años que te sirvo..." Pertenece a la  misma raza del fariseo de la parábola (Lc 18,11- 12). Este hijo mayor, este trabajador  infatigable, este hombre de orden, este buen cristiano, ha cometido la equivocación de  convertir al padre en una especie de contable, encargado de llevar la contabilidad de sus  buenas obras, de sus méritos. Hasta ahora las cuentas iban saliendo bien. Ahora ya no. 
Aparece el sinvergüenza de su hermano, y el padre lo desbarata todo con el amor de su  corazón. Y las cifras saltan, la contabilidad no cuadra, un lío tremendo. Se informa, se queja,  murmura, protesta. No es justo. Es demasiado. ¿Dónde vamos a parar por este camino? Y el  mayor entra en crisis. Cree que su hermano ha llevado la mejor parte, envidia a los  pecadores, a los que no tiene el coraje de imitar; quizá sienta no haber cometido él los  pecados de su hermano, o quizá los hubiera cometido si no hubiera sido por el miedo al  castigo -al infierno-. Parece que padece un complejo de inferioridad ante el pecado y que  está convencido de que su hermano se lo ha pasado en grande mientras que él ha vivido  esclavo del reglamento. No entiende que el corazón del hombre no se puede llenar con las  cosas, que tiene necesidad de algo más. No entiende que los alimentos terrenos no bastan,  que hacen morir de hambre. No sabe que el mal lleva en sí mismo la pena. Duda que el bien  produzca mucha más alegría que el pecado. Claro que es explicable: lo suyo no es bien,  sino mediocridad y fariseísmo.
El hermano mayor se escandaliza del evangelio porque echa por tierra su contabilidad. Descubre, con estupor y despecho, que el centro  de la casa no es el reglamento ni las prácticas, sino el corazón del padre. Y no se resigna a  las actitudes imprevisibles de aquel corazón, a los atrevimientos de ese amor. Nunca ha roto  con el padre, pero no ha aprendido a amar como él. Por eso tampoco se alegra.
Al mayor le indigna la fiesta; es el colmo: ¡ya no hay religión! Y es verdad: no hay religión  sin amor. Es difícil convencerse que el puesto de la casa no se puede "conservar", sino sólo  "reencontrar" cada día. No lo entendió Israel, no sé si lo entiende la Iglesia. ¿Lo entendemos  nosotros? 
El hijo mayor es figura de Israel. A los justos de Israel les duele que Dios acoja a los  perdidos y les ofrezca un banquete. Piensan que la casa es para ellos y que pueden  organizar a su capricho las leyes de lo bueno y de lo malo. Ahora descubren que la ley del  padre es diferente y se sienten postergados, contrariados, molestos. También personifica  las posturas de autosuficiencia de quienes no perdonan ni se creen necesitados de  perdón.
Los peores enemigos de la religión no son los que la combaten abiertamente. Son esos  hijos mayores que la empobrecen, la deforman, la reducen a unas prácticas y a unos ritos  muertos, a la vez que condenan a todos los que no piensan como ellos o no siguen sus  mandatos. ¡Extraña religión esta que conduce a negar el amor y a matar a Jesucristo!  ¡Curioso servicio al padre este que impulsa a rechazar al hermano!: "Ese hijo tuyo". Son  todos esos que nunca se han planteado la pregunta: ¿Quién está más lejos de casa: el  insensato que la ha abandonado o el que se ha quedado en ella sin amor? Su presunción  les impide sospechar que quizá sean ellos -¿nosotros?-, y no sólo los hermanos menores,  los que estén -estemos- en un país lejano al faltarles lo único necesario para vivir en la  casa: el conocimiento del amor del padre.
Según la parábola hay una forma de acercarse a Dios que aleja de él, una manera de vivir  como hijo que es la propia de un extraño. Y hay una forma de alejarse de Dios que puede  terminar en encuentro gozoso con él, una manera de vivir como extraño que despierta los  sentimientos de un auténtico hijo. Están representados por el hijo mayor y el menor,  respectivamente.
Podríamos esperar que el padre se indignara con el hijo mayor. Pero no: el padre sabe  cómo quitarle el veneno a aquel corazón enfermo. Le dirige las palabras más dulces y  afectuosas: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". Y hasta se excusa  delante de él: "Deberías alegrarte..." El padre vence con la debilidad, con la humildad. La  parábola termina sin darnos la respuesta del mayor. Queda el interrogante para la Iglesia,  para cada comunidad y para cada cristiano.
Los cristianos de hoy debemos prestar mucha atención al hermano mayor: puede estar  agazapado en nuestro corazón. Es un personaje frecuente entre nosotros: nadie le podrá  acusar de grandes pecados, pero vive cerrado a la vida, al amor. Es un justo que no  necesita conversión, porque lo hace todo bien. Es un fósil, que se niega a ser criatura y que  no conocerá jamás la grandeza de la misericordia de Dios. Tienen complejo de inferioridad  en relación con el pecado, no están convencidos de que, si por una absurda hipótesis no  existiera el paraíso, compensa vivir con amor.
En la casa del Padre hay sitio para todos, menos para los que se excluyen a sí mismos al  no aceptar su amor. 
(Aporte de FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ, ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET – 2. PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 281-301)
 

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