Profundicemos despacio en cada línea esta catequesis sobre la oración
que nos ofrece Jesús en el evangelio de Lucas.
1.
El texto y su contexto.
La conexión con el pasaje anterior la vemos en la temática de la
“justicia”. Mientras la parábola anterior enfatizó que Dios “hará
justicia” (18,7.8), esta otra presenta la comparación entre un fariseo
que “confiaba en su propia justicia” (se tenía por “justo”;
18,9.11) y un cobrador de impuestos que salió del Templo “justificado”,
es decir, que buscaba la justicia de Dios (18,14). La relación con Dios vuelve
a colocarse sobre el primer plano. La última frase de Jesús en el pasaje
anterior fue la pregunta: “Cuándo venga el Hijo del hombre, ¿encontrará
la fe sobre la tierra?” (18,8). Esta la leímos como un llamado de
atención sobre la actitud que debe corresponder a la justicia inminente de
Dios. Dios obra, es verdad, pero es muy importante cómo nos presentamos ante
él. El pasaje de hoy trata de la actitud
correcta que hay que tomar ante Dios, la que se ajusta a “la fe”. Por ser
parábola esta no es una “historia verdadera” sino una “historia que dice algo
verdadero”. Para ayudarnos a comprender cuál es la actitud “justa” del hombre
con Dios, Jesús propone dos ejemplos contradictorios: el del un fariseo y el de
un cobrador de impuestos. El pasaje sigue una estructura a la que ya nos vamos
familiarizando cada vez que leemos parábolas lucanas: (1) La introducción
(18,9). (2) La parábola del fariseo y el publicano (18,10-13). (3) La aplicación
de la parábola (18,14).
2.
La introducción (18,9)
Comienza el pasaje con la anotación: “(Jesús) dijo también a
algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola”
(18,9). Esta introducción anticipa el objetivo primario de la parábola:
expresar un juicio sobre aquellos que se presentan ante el Señor con la
equivocada convicción de que son “justos”, o sea, de que están perfectamente
sintonizados con la voluntad de Dios por el simple hecho de poner en práctica
las normas legales y cultuales, al mismo tiempo que desprecian a los demás. En
el presentarse como “justos” y al mismo tiempo “despreciar a los demás” hay una
contradicción interna. El Dios de la misericordia predicado por Jesús “es
bueno con los ingratos y perversos” (Lc 6,35). ¿Cómo era este desprecio
de los demás? La parábola que sigue lo va a ilustrar. Pero anticipemos un buen
ejemplo de “desprecio por los demás” en la declaración altiva de un grupo de
fariseos en Juan 7,49: “Esa gente que no conoce la Ley son unos malditos”.
La línea que demarcaba una clara división entre los fariseos y los demás
era el conocimiento de la Ley. Su actitud orgullosa se basaba en el poder que
les daba el conocimiento: “Yo conozco; tú eres un ignorante”, “Yo soy justo; tú
eres pecador”, “Yo tengo valor ante Dios y los demás; tú eres un pobre tonto”.
¿Cuál era la realidad que había por detrás de esta mentalidad? Por el
mundo-ambiente de los tiempos de Jesús, sabemos que el conocimiento “perfecto”
de la Ley estaba reservado para la clase privilegiada de los escribas,
particularmente los del grupo de los fariseos, quienes eran los más
meticulosos. No era fácil conocer la Ley como la conocían estas personas
piadosas, por eso era complicado conseguir ponerse al nivel de ellos. Para
conocerla bien había que estudiar mucho tiempo, preferiblemente desde niños. El
hecho es que, puesto que la Ley era la expresión de la voluntad de Dios,
solamente quienes la conocían a fondo estaban en condiciones de cumplirla y
presentarse como “justos”. Los demás, quienes transgredían
continuamente muchos de sus pormenores, fuera por ignorancia o por falta de una
disciplina espiritual estricta, automáticamente eran clasificados entre los “pecadores”.
3.
La parábola del fariseo y el publicano (18,10-13)
A aquellos que “se tenían por justos y despreciaban a los demás”
Jesús les propone una parábola que pone en el escenario, en el Templo (ante la
presencia de Dios, que es quien determina quién tiene valor ante él y quién
no), a dos personajes que representan las posturas extremas en torno al
conocimiento y cumplimiento de las normas divinas: un fariseo y un publicano.
3.1.
El contexto de la oración en el Templo (18,10ª)
La primera línea de la parábola levanta el telón del escenario y
presenta de manera increíblemente sintética el lugar, los personajes y la
acción: “Dos hombres subieron al templo a orar” (18,10ª). Jesús
se refiere al Templo de Jerusalén, el que conoció en su forma monumental con
las reformas arquitecturales queridas por el rey Herodes el Grande, y que en
este tiempo todavía tiene algunas partes en “obra negra”. Para la mentalidad
bíblica, el Templo de Jerusalén, era considerado como el lugar donde el Dios de
Israel moraba de un modo especial; era un signo de la presencia del Dios de la
Alianza que, sin perder su trascendencia, habita con su pueblo. El Templo era
lugar de oración comunitaria y también personal. En tiempos de Jesús, muchos
judíos iban al Templo con motivo de las grandes fiestas y, para los que
habitaban más cerca, el lugar preferido para recitar las oraciones cotidianas
sobre todo la de los sábados.
Había una convicción profunda de que éste era el lugar más propicio para
ser escuchado por Dios. Así se lo había pedido Salomón –el primer constructor
del Templo- a Dios el día de la consagración del edificio: “Oye pues la
plegaria de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Escucha
tú desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona” (1ª
Reyes 8,30). Hasta el Templo “suben a orar” (lo cual concuerda
bien con el “bajar” al final; 18,14b) sugiere un acto formal y
quizás peregrinación. Se dejan ver enseguida dos personajes que el pueblo
identifica con facilidad por sus comportamientos públicos: el típico santo (el
fariseo) y el típico pecador (el cobrador de impuestos). ¿Qué sucede al interior
de la oración de cada uno de ellos?
3.2.
La oración del fariseo (18,11-12)
La sola denominación “fariseo” ya es diciente, significa
“separado”:
Así se diferenciaban de los otros grupos judíos de su época: los
saduceos, zelotas, esenios.
Se caracterizaban por una estricta disciplina espiritual que los llevaba
a tomar distancia de los otros que no seguían las normas al pie de la letra.
Consideraban estar a una buena distancia física y espiritual de los
“pecadores” y de todo aquello que pudiera “contaminarlos”.
Para cumplir la voluntad de Dios en sus detalles mínimos los fariseos le
daban mucha atención a las obras externas. Éstas eran tantas que terminaban
descuidando la actitud interna que debía acompañarlas. Terminaban poniendo su
confianza, como dirá Pablo, en las “obras de la Ley”, logrando así una
“justicia” –la actitud correcta que una persona debe adoptar ante Dios- por las
obras, es decir, por mérito propio. La rigidez externa que descuida la actitud
interna será duramente combatida en diversos pasajes de los evangelios y es una
de los motivos por los cuales el movimiento fariseo no parece ser muy
apreciado. Sin embargo, no hay que generalizar: no todos los fariseos
eran así, en los mismos evangelios encontramos fariseos dignos de grata
recordación como Nicodemo, José de Arimatea; en los Hechos se presenta al gran
Gamaliel y uno de sus discípulos más famosos, Pablo, quien –ya siendo
cristiano- se vanagloriaba delante del Sanedrín por haber “vivido como
fariseo conforme a la secta más estricta de nuestra religión” (Hch
26,5). Los fariseos no eran los únicos a quienes se les podía aplicar el perfil
de orante que aparece enseguida; pero puesto que en general el movimiento
fariseo era más reconocido por su piedad externa estricta –la cual debía
notarse más en ellos que en las otras personas- se ganaron el cliché que se
refleja en esta parábola (una caricaturización).
¿Cómo ora el fariseo?
La oración del fariseo de la parábola es descrita con todos los detalles
de un perfil: (1) Ora “de pie” Es la posición normal de la
oración en el mundo hebreo. Sólo antes o después de la oración era que se
adoptaban las otras posturas de reverencia: la inclinación profunda de cabeza y
pecho, arrodillarse o postrarse completamente en el suelo. Entonces el fariseo
se presenta con una postura formalmente correcta: una oración normal. (2) Ora “en
su interior” Esto ya no es común en una oración en el Templo. Lo
habitual es recitar las oraciones establecidas en voz alta o al menos
susurrándolas. Esto tiene su interés: cuando se ora en voz alta (pensemos por
ejemplo en el rezo comunitario del rosario o del breviario) la mente puede
distraerse fugazmente y aún así seguir orando. Si aquí se deja entender que ora
con la boca cerrada (“diciendo en su interior”) es que hay un
buen nivel de concentración, lo cual –ahora que se vea el contenido- indica que
sabe muy bien lo que está cavilando. Su oración es una murmuración. (3) Ora “diciendo…”
Después de invocar a Dios (¡Oh Dios!) entona una acción de
gracias (en hebreo “agradecer” quiere decir también “alabar”) que se apoya en
un doble listado: lo que no hace (18,11c) y lo que sí hace (18,12). La frase “no
soy como los demás hombres” aparece como el núcleo de la alabanza, de
allí proviene su “hacer” distintivo:
- Lo que “no” hace: (a) Robar, (b) Cometer injusticias, (c) Cometer
adulterios.
- Lo que “sí” hace: (a) Ayunar dos veces por semana, (b) Pagar el diezmo
de todas las ganancias.
Hacer oración declarando la propia inocencia no es extraño para quien
conoce el mundo de los Salmos, por ejemplo: “Odio la asamblea de los
malhechores / y al lado de los impíos no me siento. / Mis manos lavo en la
inocencia / y ando en torno a tu altar, Yahvé” (Salmo 26,5-6). Este
estilo de oración encaja bien para un piadoso ilustrado, ya que un estudioso de
la Ley evita el contacto con la gente mala: “ni en la senda de los
pecadores se detiene, / ni en el bando de los burlones se sienta”
(Salmo 1,1).
Llama la atención que el fariseo que se autoconsidera diferente de todo
el mundo, al final enfatice: “Ni tampoco como este publicano”.
Así el catálogo de vicios que son extraños a su vida se corona con algo peor de
lo que se ha librado: ser “publicano”. Si ya es reprochable orar agradeciendo “no
ser cómo los demás hombres”, mucho más lo es el agradecer comparándose
directamente con quien tiene a su lado. Aquí se le va la mano al fariseo puesto
que los Salmos no oran así. Su “piedad” cae en la vanidad que desprecia.
También en el catálogo de virtudes –la propaganda de sus buenas obras- se la va
la mano al fariseo; éste cumple la Ley y todavía un poquito más:
El ayuno es obligatorio una vez al año, en la fiesta de la “Expiación”
(el “Yom-Kippur”), y quizás también en el aniversario de la “Dedicación” del
Templo. Existía también el ayuno voluntario, opcional, dos veces a la semana
(los lunes y jueves). El fariseo practica también éste último, esto indica que
con frecuencia se le debía ver con la cabeza cubierta de ceniza y los vestidos
rotos, esperando que Dios se apiadara de su miserable condición.
El diezmo –el 10% de todo lo que se adquiriera- debía ser pagado a los
sacerdotes. El fariseo dice “de todas mis ganancias”.
El ayuno y el diezmo son actos externos que no necesariamente prueban
las disposiciones íntimas del corazón. Ya en un pasaje anterior, Jesús había
censurado esto: “Pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda
hortaliza, y dejáis de lado la justicia y el amor de Dios” (11,42);
entonces la “justicia” de este hombre se presenta como “justo” no
necesariamente es “justicia”. El fariseo aparece aquí como la típica persona
que pregona a los cuatro vientos lo que hace, esperando el reconocimiento y la
felicitación. Él se considera una persona superior a todos los pecadores y su
oración consiste en presentarle a Dios la factura de sus obras, como una especie
de orden de cobro de la recompensa. Al fariseo no se le ocurre pensar que es un
pobre pecador que tiene necesidad de la misericordia de Dios.
3.3.
La oración del publicano (18,13)
También aquí cuando decimos “publicano”, tenemos que hacer una
precisión: no es el típico de su grupo. Aquí no es el típico “pecador” sino el
“típico” convertido que vuelve a la casa del Padre (ver Lc 15,1-2). Su mención
es familiar para los que venimos leyendo el evangelio de Lucas. Se trata de
personas consideradas despreciables por su empleo al servicio del dominador
romano. La manera de ganarse el cargo suponía procedimientos oscuros: era un
puesto que se compraba. Por eso se veían obligados a compensar su inversión
exigiendo más de lo establecido. De ahí que se ganaran correctamente el título
de “pecadores” (contrarios al querer del Dios de la Alianza y la fraternidad:
lejos de Dios y de sus hermanos) (ver lo que ya se ha dicho al respecto en la Lectio
del 12 de septiembre pasado).
El “publicano” era marginado, mediante actos de desprecio, de la vida
social hebrea y sólo era readmitido cuando cumplía los requisitos. Las
posibilidades de que esto sucediera eran muy pocas. El común de la gente ya
estaba habituada a pensar que no había que esperar la conversión de una persona
así, porque para ser readmitido plenamente en la comunidad de fe (1) tenía que
renunciar al cargo y (2) pagarle el 20% de intereses a todas las personas que
hubiera defraudado. Con esas condiciones era prácticamente impensable la
posibilidad de la conversión.
¿Cómo ora el publicano?
El “publicano” llega en desventaja ante Dios ya que el fariseo lo acaba
de acusar explícitamente. Pero él acude ante Dios con una actitud
diametralmente opuesta a del fariseo: (1) Ora “manteniéndose a distancia”
y “sin levantar los ojos” El punto focal en el Templo es el
“Santo de los Santos”, la “morada” del Señor. Con relación a éste el publicano
se mantiene a distancia como un reconocimiento de su indignidad. No se siente
con “derechos” ante Dios y expresa físicamente su real distanciamiento moral
del Dios de la Alianza. “Levantar los ojos” en la oración
significa “confianza” en Dios. Éste en cambio “no se atreve” a hacerlo: siente
vergüenza de su vida pasada. (2) Ora “golpeándose el pecho” Se
trata de un gesto de arrepentimiento que es común en varias religiones. Este
gesto era muy apreciado dentro los rituales hebreos. El gesto entraña tristeza
y firme voluntad de querer cambiar el corazón:
Tristeza. En el antiguo Egipto las plañideras se daban golpes en su
pecho desnudo para simbolizar la tristeza de la familia del difunto.
Querer cambiar el corazón. El corazón “duro”, allí donde nacen los
pensamientos y las acciones malas, quiere ser sometido a la docilidad a Dios.
De esta manera el publicano admite públicamente (aunque no le interesa
ser visto, como se vio anteriormente) que ha cometido un pecado grave. Su gesto
físico –con su doble significación- muestra que el arrepentimiento es
verdadero. (3) Ora “diciendo…”
El gesto va acompañado de una sola frase que consta de tres partes: (a)
La invocación, que es idéntica a la del fariseo (¡oh Dios!); (b)
la súplica “Ten compasión de mí”, que retoma la primera línea del
Salmo “Miserere” (51,3); y (c) el reconocimiento “soy pecador”
(que es mucho más profundo que el “pues mi delito yo lo reconozco”
del Salmo 51,5). El orante no dice cuál es su pecado: todo él se presenta como
pecador. El Dios que sondea los corazones (Salmo 139,1) sabe de qué se trata. A
diferencia del fariseo, este orante no trae nada entre sus manos para apoyarse
en la relación con Dios. No trae ninguna obra buena, excepto su
arrepentimiento. Es aquí donde el publicano corona su Salmo Miserere, como si
quisiera decir: “Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo
desprecias” (51,19b). El Salmo del Perdón no necesita ser recorrido en
todas sus palabras, porque la actitud completa de este hombre le da voz y se
hace su lenguaje.
4.
La aplicación de la parábola (18,14)
Finalmente Jesús mismo se da la palabra para declarar cuál es la visión
de Dios sobre los comportamientos analizados en la parábola: ¡Una conclusión
sorprendente! Jesús pone de relieve que en la parábola había un tercer
personaje quien, además, es el personaje central: Dios mismo. Es a él a quien
se le han dirigido las oraciones y es él quien las responde o las rechaza.
Jesús interpreta la respuesta del Padre, a quien él conoce como ningún otro, y
nos dice qué recibirá tanto al fariseo como al publicano: el Padre justificará
a quien pide ser justificado y no podrá hacer nada por quien se justifica a sí
mismo. La justicia de Dios es para quien se hace digno de ella abriéndose a su
misericordia. En el versículo conclusivo vemos entonces cómo Jesús hace dos
declaraciones: (1) Le pone el epílogo (la respuesta de Dios) a la oración de
los personajes (“Os digo que…”; 18,14ª). (2) Enuncia una
enseñanza en forma de principio válido para todos (“Porque todo el que…”;
18,14b).
4.1.
El epílogo (18,14ª)
Jesús le coloca el epílogo a la historia con esta frase: “Os digo
que éste (el publicano) bajó a su casa justificado y aquél no” (18,14ª).
Se establece una diferencia al final: uno es justificado y el otro no. Es el
publicano el que representa la actitud justa que se debe adoptar ante Dios.
Con el fariseo aprendemos que la orgullosa confianza en sí mismo anula
la confianza en Dios. Con el publicano entendemos que la verdadera devoción a
la cual responde la misericordia de Dios, no está relacionada con la humildad
sincera.
4.2.
La lección (18,14b)
Un principio general queda en la mente del lector de la parábola: “Porque
todo el que se ensalce, será humillado, y el que se humille, será ensalzado”
(18,14b). La oración de Ana, en el Antiguo Testamento, ya evocada por Lucas en
el Magníficat (1,46-55) parece asomarse detrás del enunciado de Jesús: es Dios
quien “enriquece y despoja, abate y ensalza” (1 Sm 24-8). Se
quiere decir que delante de Dios el hombre no puede vanagloriarse de nada y
que, de hecho, no está en condiciones de hacerlo (ver Isaías 40,5). El ser
reconocidos como “agradables” y “dignos” en la presencia de Dios es algo que le
compete a él y no a nosotros. Esto aparece claro en la conciencia profética: “Yahvé,
tú nos pondrás a salvo, que también llevas a cabo todas nuestras obras”
(Isaías 26,12). “Yo sé, Yahvé, que no depende del hombre su camino, que
no es del que anda enderezar su paso” (Jeremías 10,23). Por tanto en
lugar de gloriarnos de las buenas obras lo que hay que hacer es presentarse
ante Dios para dejarlo ser nuestro Dios: aquél toma el barro de nuestra vida y
lo moldea formando en nosotros el hombre nuevo. Es así Dios “ensalza” a su
humanidad.
En fin…
La oración auténtica es aquella que en la cual nos abrimos a la obra
creadora de Dios en el perdón: el perdón que transforma la existencia
haciéndola renacer para la vida plena. La oración puede tener sus lugares, sus
formas, sus posiciones, pero lo que más importa es la actitud que le da
contenido: la entrega del “ser” (como bien dice el publicano: “soy”; no el
“hago” del fariseo) completamente anonadado ante la infinita grandeza de la
misericordia renovadora de Dios.
(Aporte del P. Fidel Oñoro, cjm. Centro Bíblico
Pastoral del CELAM)
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