6 may 2015

La humanidad es una vid.



No somos seres aislados. La humanidad es una viña plantada para dar uvas dulces que por la pandemia del virus del pecado comenzó a enfermar por todas partes. Pero esta vid recibe la gracia del Padre, del injerto que Dios hace en la humanidad con Cristo Jesús. Ese proceso de injerto en Jesús produce una nueva humanidad que se va renovando permanentemente.
Somos una vid y siempre está la posibilidad del injerto que salva, el injerto en la cepa noble y santa que es Jesús: Yo soy la Vid, ustedes los sarmientos. El que el Padre injerta en mí y luego permanece en mí de corazón y Yo en él, lleva mucho fruto. Para que se produzca el injerto primero hay que producir una herida para unir ambas savias. Sólo desde ahí aparece la vida nueva.
Es bueno reconocer las heridas donde hace falta la presencia de este injerto en Cristo. Lo podemos reconocer en lo personal y en lo comunitario. Descubrir en cuáles heridas necesitamos este injerto de la presencia de Cristo. Estamos heridos de paternidad y maternidad, sentimos la orfandad. Tenemos una profunda herida de confianza, deteriorados por la fuerza de la corrupción.
Solamente cuando hay conciencia de esta herida profunda se abre la posibilidad de que la redención de Cristo obre en nosotros. San Pablo proclamaba la gloria de su debilidad en donde se mostraba el poder del Redentor. Así llegó a decir “feliz culpa que nos mereció este Redentor” que podría ser traducido en “feliz herida que nos mereció este injerto”.
Jesús integra lo diverso
La imagen que da de sí el mismo Jesús es una imagen que nos integra estrechísimamente. La Vid es una, en todo el mundo y en todas sus variedades, y Él es la vid entera santa y sana y de frutos selectos. Estar injertados en Él es participar de todo y poderlo todo “todo lo que pidan se les dará”. Estar desintegrados fuera de él es igual a no ser nada, “sin mí no pueden hacer nada”. El entra como parte individual en este mundo pero con la virtud escondida que llegará “a ser todo en todos”. Tiene esa fuerza de una Vid poderosa de “recapitular todas las cosas en sí como cabeza”.
En medio de nuestra fragilidad y pobreza el Señor nos asiste con su gracia y desde allí descubrimos que “todo lo puedo en aquel que me conforta”. Queremos reconocer estos lugares débiles para poder darle al Señor la posibilidad de que su savia viva penetre en nuestros lugares abiertos.
Después de Jesús no somos ya seres aislado. En Jesús pasamos a ser Viña-Iglesia, en ese entrecruzamiento lindo que tienen las viñas en las que no se sabe de qué tronco viene la rama que da el racimo más grande ya que todo es entrelazamiento común, fruto de la cepa y de cada injerto, del suelo, del agua y del sol, del trabajo del viñador y luego de los que elaboran el vino.
Sentirse así, Viña común trabajada por las manos del Padre, da paz en medio de un mundo que nos quiere consumidores aislados y números sin rostro de estadística funcionales al poder, es un gozo que se siente en la raíz, allí donde uno experimenta su identidad como pertenencia. “Somos suyos, a Él pertenecemos”.
Sentir que los golpes y los cortes de la vida no son hachazos violentos dados al azar sino podas en las manos buenas del Padre, que precisamente nos limpia allí donde damos fruto para que demos más. La tribulación bien vivida en nuestra vida nos forma el corazón. Sentir los golpes como podas hace vivir de otra manera las cruces y los sinsabores de tantas injusticias de este mundo. “Nada de lo bueno se pierde”. “El Señor escribe derecho con parras torcidas”. “No tengan miedo. El que permanece en mí, da mucho fruto”.
Si tenemos puesto el corazón en Dios, los acontecimientos, sobretodo los más dolorosos, con el tiempo descubrimos que son frutos maravillosos que Dios nos regala. Queremos pedirle con grandeza de alma al Señor dándole la bienvenida a su visita en tantos lugares heridos de nuestro corazón. Allí tenemos la posibilidad de que la savia de Cristo corra por nuestra sangre, haciéndonos uno con Él. “Permanezcan en mí” dice el Señor… y lo dice 7 veces, con insistencia.

Dar fruto
Por miedo, por desconocimiento, por no saber qué hacer con la propia herida, resistimos a lo nuevo que está por venir. De hecho el cuerpo cuando se hiere, rápidamente intenta cubrirlo para protegerlo. Queremos mantener las heridas en expectativa de la savia viva de Cristo. No es fácil administrar la serenidad, la calma, la confianza y la entrega mientras el corazón siente que sangra por dentro. El no resistir no es quedar a la intemperie y a la suerte de lo que venga, sino un permanecer sereno a la espera de la llegada de quien trae la vida nueva: en eso se juega la humildad y la confianza. Saber esperar con la lámpara encendida al Señor que viene.
La carne tiende a cubrirse y a autoreferenciarse intentando esconderse y acobacharse. Así reaccionan Adán y Eva ante la herida del pecado: es el miedo el que nos hace escondernos de nuestras propias fragilidades. Hasta que no administremos en paz y en serenidad nuestras heridas, por gracia de Dios, difícilmente se pueda dar este injerto de vida. Necesitamos presentarnos tal cual somos y como estamos para que el Señor obre con poder en nuestra fragilidad.
Creemos en un Dios todo poderoso que es capaz de hacer nuevas todas las cosas.

http://radiomaria.org.ar/programacion/en-jesus-sana-las-heridas/



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