5 Esa anulación que elimina al Otro. No se dejen ningunear...
El tiempo nos confunde. ¿Cuándo dijo en realidad que no tenemos que dejarnos ningunear? ¿En Roma, en Brasil, o en un aula del Colegio de la Inmaculada, allá en Santa Fe, cuando él ni siquiera estaba ordenado y nosotros éramos adolescenten que vivían una edad feliz con pocas responsabilidades? No lo sé, no lo recuerdo, pero no quiero depender de los buscadores de Internet… que también mienten. Por otro lado, aunque uno quisiera, es difícil acordarse de todo. “No se dejen ningunear”. Lo único que tengo en claro es que lo dijo y no una sino varias veces. Y también que lo volverá a decir… ¿Por qué? Porque el hombre es paciente y en ciertas cosas, reiterativo. Tiene ese estoicismo de la gota que porque no se cansa horada la piedra, la paciencia de la Fe, la Esperanza del sembrador y la Caridad de quien se multiplica dandose.
Quizá lo bueno de las palabras es su posibilidad de expresar lo que la gente siente, aunque sea su desvarío o su locura. Desde la lógica no se entiende que alguien pueda ponerse a conjugar como verbo una palabra como “ninguno” que es adjetivo y pronombre indefinido. Pero alguien lo hizo. Si lo hubiera hecho yo en aquellas viejas aulas no creo que el Profesor Bergoglio lo hubiese aprobado. O sí. Si algo nunca le faltó fue la capacidad de adaptarse a lo nuevo, a lo inesperado.
Ningunear tiene un sentido que remite a la ofensa, es menospreciar, no dar valor a alguien o no prestarle atención, es ignorarlo. Es hacer como que el otro no existe, com si su opinión no tuviera ninguna importancia, como si la persona misma non contara para nada.
No, no hace tanto tiempo. Seguramente ya sería Cardenal Primado de la República Argentina y los medios recogían sus palabras, no diferentes a las de ahora. Y entonces la radio, la televisión o los diarios informaban… dijo Bergoglio: “no se dejen ningunear, vivan la Fe”. Y todo, como siempre, remitiendo al testimonio de los cristianos, a dar pruebas de quienes somos sin avergonzarnos de hacerlo.
Quizá se lo escuché más de una vez. “No se dejen ningunear como cristianos, den testimonio”. Pero también: “No ninguneen al que sufre, al que no consigue trabajo o no tiene dinero”. Siempre con el mensaje a flor de piel.
Me confunde el tiempo. Me siento de nuevo adolescente, hablando, discutiendo a veces con esa vehemencia juvenil que suponía poder con todo, frente al maestrillo jesuita que rompía nuestra solemnidad juvenil con un chiste, una historia, o un comentario de futbol y “nos la dejaba picando”.
“No te dejes ningunear” y el consejo era más de hermano que de padre, de uno que sabe lo que está diciendo y te levanta la alicaída autoestima.
En aquellos días de colegio no importaba si esa recomendación apuntaba a otro profesor, a algunos compañeros que se suponían mejores que los demás, o a un desesperado amor juvenil que dándonos calabazas nos había hundido en la desesperanza.
Es que a la hora de predicar todo sirve. Para los soldados de Loyola cualquier cosa podía ser un arma en la propagación de la Fe. Y la palabra es la principal, no importa su pureza idiomática o que tenga origen en periferias ciudadanas sino que esté cargada de sentido y pueda hacer llegar al otro el mensaje de Cristo.
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