25 mar 2019

4º DOMINGO DE CUARESMA CICLO C



Domingo 31 de marzo de 2019.
Josué 4,19; 5,10-12; 2º Corintios 5,17-21; San Lucas 15,1-3.11-32.

Me senté en la miseria, me levanté con el deseo de tu pan”
(San Agustín)
Oración inicial:
“Gracias, Señor, porque nos quieres libres, porque nos llamas en esta Pascua a vivir la liberación de fondo en Espíritu y Palabra, y que es anhelo y esperanza que llevamos dentro; esa libertad que nadie logra por sus propias fuerzas sino gracias a tu sangre derramada en la Cruz”. Amén.


LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Josué 4,19; 5,10-12; 2º Corintios 5,17-21; San Lucas 15,1-3.11-32.

Claves de lectura:

1. «El padre se le echó al cuello y se puso a besarlo». (Evangelio)
La parábola del hijo pródigo es quizá la más emotiva y sublime de todas las parábolas de  Jesús en el evangelio. El destino y la esencia de los dos hijos, sirve únicamente para revelar  el corazón del padre. Nunca describió Jesús al Padre celeste de una manera más viva,  clara e impresionante que aquí. Lo admirable comienza ya con el primer gesto del padre,  que accede al ruego de su hijo menor y le da la parte de la herencia que le corresponde. 
Para nosotros esta parte de la herencia divina es nuestra existencia, nuestra libertad,  nuestra razón y nuestra libertad personal: bienes supremos que sólo Dios puede habernos  dado. Que nosotros derrochemos toda esta fortuna y nos perdamos en la miseria, y que  esta miseria nos haga recapacitar y entrar en razón, no es interesante en el fondo; lo que sí  es realmente interesante es la actitud del padre, que ha esperado a su hijo y lo ve venir  desde lejos, su compasión, su calurosa y desmesurada acogida del hijo perdido, al que  manda poner el mejor traje después de cubrirlo de besos y antes celebrar un banquete en  su honor. Ni siquiera tiene una palabra dura para el hermano terco y celoso: lo que le dice  no es para apaciguarlo, sino la pura verdad: el que persevera al lado de Dios, disfruta de  todo lo que Dios tiene: todo lo de Dios es también suyo. La glorificación del Padre por parte  de Jesús tiene la particularidad de que él mismo no aparece en su descripción de la  reconciliación de Dios con el hombre pecador. El no es aquí más que la palabra que narra  la reconciliación o más bien un estar reconciliado desde siempre; que él es esta palabra  mediante la que Dios opera esta su eterna reconciliación con el mundo, se silencia.

2. «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados». (2° Lectura)
Jesús, la palabra del Padre, ha glorificado al Padre hasta la cruz. En su predicación no  quiere revelar nada más que el amor del Padre, que «amó tanto al mundo que entregó a su  Hijo único». Sólo la Iglesia creyente ha comprendido que Jesús, en todas sus palabras, y  especialmente en su pasión, reveló su propio amor junto con el del Padre. Esto estaba ya  implícito en su pretensión, que superaba la de los profetas, en sus bienaventuranzas, que él  sólo podía proclamar dando ejemplo de ellas en su total prodigalidad a los hombres. Pero  sólo la Iglesia primitiva lo ha formulado claramente, y de una manera totalmente central en  estas palabras de la segunda lectura: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros  pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios». El Padre no nos  ha reconciliado con El al margen del Hijo, sino «por medio de él», «en él»; y la Iglesia  instituida por Cristo ha recibido de Dios el encargo de anunciar este «mensaje de la  reconciliación». Su incómoda cercanía no permite ningún cómodo desplazamiento del  acontecimiento hacia lo intemporal o el pasado lejano; nos recuerda que somos «una nueva  creación» y que hemos de comportarnos, ahora, en consonancia con ella.

3. «Cesó el maná». (1° Lectura)
La primera lectura es familiar sólo para pocos. En ella se cuenta que los israelitas, tras su  peregrinación por el desierto, llegaron a la tierra prometida y allí, después de mucho tiempo,  pudieron celebrar la comida pascual, para la que dispusieron de los productos de la tierra.  Desde entonces la comida celeste, el maná, dejó de caer. Dios ha vuelto a situar al pueblo  en lo cotidiano; ya no se requieren las gracias sobrenaturales: el pueblo debe reconocer en  los bienes terrestres, como anteriormente la había reconocido en los celestes, la  providencia del Dios bueno. Los israelitas no debían habituarse a la tierra prometida como  si les perteneciera, porque les ha sido dada por Dios, que sigue siendo el propietario de la  misma. Lo cotidiano no está menos lleno de la gracia de Dios que los tiempos  extraordinarios. 

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 235 s.)
MEDITACIÓN.

Vuelta hacia el Padre.
El relato es clásico (Lc. 15,1... 32). Nos fijaremos únicamente en dos puntos fundamentales: el movimiento de conversión expresado por el hijo pródigo: "Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti"; y las palabras del padre: "Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido". Nos encontramos aquí en plena alegría pascual, que se celebra con un banquete: "Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida".
En este episodio, el hermano primogénito tiene claramente la impresión de que su padre es injusto y lo siente duramente. El ha sido el fiel, el observante, el que no ha olvidado nunca el menor deber en sus quehaceres, el que ha atendido siempre a su padre y le ha ayudado escrupulosamente en su trabajo. El relato sitúa muy bien la misericordia del Señor: Aunque tiene en cuenta con amor al que le es fiel, no puede permanecer insensible a quien se arrepiente y quiere volver; su corazón estalla y ahí está toda la revelación del amor infinito de Dios para con quien se decide a dar un paso hacia él. Ese "paso hacia él" no sólo lo espera el Señor, sino que lo provoca. Es todo el misterio de la ternura de Dios con el pecador.

El Banquete celebrado en casa.
La primera lectura nos indica cómo ha de comentarse el evangelio. Se trata del banquete y de la mesa de los pecadores. En Josué 5, 9. . 12 no es el ritual de la celebración de la Pascua lo que interesa al autor, sino el hecho de la entrada en la tierra prometida y de comer su fruto. Imposible no pensar en el banquete preparado al hijo pródigo que va a comer el fruto de la casa de su padre. Es el final del duro período de marcha por el desierto; es un nuevo estilo de vida que comienza. Deja caer el maná; era una ayuda pero también una prueba, ya que muchos murieron por comer, sin aceptar su propia condición, de mano de Dios y entre murmuraciones. De hecho, el verdadero alimento será el que dé Jesús. Porque en Cristo es donde hemos sido reconciliados. El tema de la 2ª lectura (2 Co. 5,17-21) insiste en ello. Ese es el significado del ministerio apostólico: reconciliar a todos los hombres en Cristo. Y henos ya una criatura nueva; el mundo antiguo ha pasado, otro mundo nuevo ha comenzado ya. Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo. El llamamiento de Pablo sigue punzante hoy día: "En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios".
Nuestra respuesta podría ser desesperada: "Sí lo queremos, pero no nos sentimos capaces de dejarnos reconciliar; existen tantas tendencias en nosotros, tantas aspiraciones hacia la tierra y sus alegrías, que nos es imposible escapar a la codicia". En ese momento nos responde Pablo: "Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a el, recibamos la salvación de Dios". Mediante Cristo, que ha tomado nuestra carne, somos capaces de dejarnos reconciliar. El es quien nos reconcilia mediante su Sacrificio, y henos así capaces de tomar parte en la santidad de Dios mismo.
Tales son nuestras posibilidades y tal debe ser nuestra actitud: volver al Padre, tomar parte en el banquete de los pecadores, reconciliados en Cristo Jesús. Por eso el salmo 33, que sirve de respuesta a la 1ª lectura, es verdaderamente un canto eucarístico; es una acción de gracias de todos los que hacen la experiencia de Dios y saben que son escuchados cuando se dirigen a él en su desamparo. El salmo que responde a la Pascua de Josué es también el canto de los que, reconciliados mediante Cristo, vuelven a casa y son recibidos en el Banquete de los reencuentros, en la celebración eucarística, signo del Banquete definitivo de los últimos días.

(Aporte de ADRIEN NOCENT,
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JESUCRISTO, 3 CUARESMA,
SAL TERRAE SANTANDER 1980. Pág. 166 s.)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Nos vemos en el hijo pródigo como en un espejo? ¿Recapacitamos alguna vez sobre el sentido de la vida?
¿Nos sentimos retratados en el hermano "bueno"? ¿Somos intransigentes con las debilidades de los demás?
¿Pensamos que ser buenos nos pone en desventaja con los que disfrutan de la vida sin miramientos?
¿Confiamos en el amor de Dios? ¿Nos mueve el amor de Dios a perseverar en el intento de ser buenos?


ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

Sin duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del «padre misericordioso», mal llamada «parábola del hijo pródigo». Precisamente este «hijo menor» ha atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.
Sin embargo, la parábola habla también del «hijo mayor», un hombre que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora solo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano.
Esta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis religiosa de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.
El «hijo mayor» es una interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes? ¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?

(Comentario de José Antonio Pagola,
al 4° Domingo de Cuaresma Ciclo C, 6 de marzo de 2016)

Para nuestra oración:

“¿Que me dirás, Dios mío, cuando llegue a tu presencia?
¿Qué voy a decir, Señor, cuando me encuentre cara a cara contigo?
Yo me quedaré mudo, sin saber qué decir, cómo hablar...
Pero tú me sorprenderás con tu amor, como siempre,
y antes de que yo abra la boca, me tomarás de la mano
y me dirás, como al hijo pródigo:
¡Ven a mis brazos, hijo mío, no ves que te estoy esperando!
Y entonces entenderé, por fin, la parábola de tu amor de Padre.
Y se me quedará clavada en el corazón, para siempre, como un dardo profundo,
esa palabra que lo dice todo en tus labios: ¡HIJO!
Ojalá que pueda decir, con toda mi alma, con todo mi corazón y todas mis fuerzas,
esa otra palabra maravillosa: ¡PADRE!
Porque tú, Señor, eres verdaderamente nuestro padre
y nosotros somos de verdad tus hijos.”

(Aporte de EUCARISTÍA 1992, 15)


Oración final:
“Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de reconocernos hijos amados y amarnos como hermanos, para que juntos nos encaminemos hacia la Casa del Padre donde Él esté en nosotros y nosotros en Él eternamente”. Amén.

Hno. Javier.

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