6 abr 2019

5° DOMINGO DE CUARESMA CICLO C.


Domingo 7 de abril de 2019.
Isaías 43,16-21; Filipenses 3,8-14; San Juan 8,1-11.

"Una de las verdades fundamentales del cristianismo, verdad con demasiada frecuencia desconocida, es ésta: lo que salva es la mirada".
(Simone Weil)

Oración inicial:
“Ayúdame Señor, a que mis ojos sean misericordiosos para que yo jamás sospeche o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarle. Ayúdame Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos. Ayúdame Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás critique a mi prójimo sino que tenga una palabra de consuelo y de perdón para todos”. (Sor Faustina Kowalska)


LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Isaías 43,16-21; Filipenses 3,8-14; San Juan 8,1-11.

Claves de lectura:

1. "Tampoco yo te condeno". (Evangelio)
Curiosamente todos los textos de la misa de hoy remiten al futuro, a la salvación de Dios que crea algo nuevo y hacia la que nos dirigimos. Y esto precisamente como introducción a la semana de pasión. Pero justamente aquí se realiza lo nuevo, la salvación definitiva; y toda nuestra vida consistirá en dirigirnos hacia esta acción de Dios.
El evangelio nos muestra a pecadores que, en presencia de Jesús, se permiten acusar a una mujer pecadora. Jesús, que aparece escribiendo en el suelo, está como ausente. Sólo dos veces rompe su silencio: la primera vez para reunir a acusadores y acusada en la comunidad de la culpa; y la segunda para -como nadie puede ya condenar a otro- pronunciar su perdón. Ante su mudo sufrimiento por todos, toda acusación deberá enmudecer también, pues «Dios nos encerró a todos en desobediencia», no para castigarnos, como querrían los acusadores, sino «para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). El que nadie pueda condenar a la pecadora pública se debe no sólo y no tanto a las primeras palabras de Jesús cuanto y sobre todo a las segundas; él ha sufrido por todos para conseguir el perdón del cielo para todos nosotros, y por esta razón ya nadie puede condenar a otro ante Dios.

2. «Olvidándome de lo que queda atrás». (2° Lectura)
Pablo, en la segunda lectura, está totalmente subyugado por este perdón de Dios otorgado mediante la pasión y resurrección de Cristo. Comparado con esta verdad, nada tiene ya valor: todo es abandonado como «basura» para ganar el acontecimiento de la pasión y resurrección de Cristo. El apóstol sabe que esto, que ya ha sucedido, es nuestro verdadero futuro, hacia el que nos dirigimos directamente, sin mirar a derecha o izquierda, mirando siempre hacia delante, con los ojos puestos sólo en la «meta». Porque esta meta está ya presente -el hombre ha sido ya «alcanzado» por Cristo»-, sigue corriendo como si aún no la hubiera conseguido (Pablo subraya esto dos veces). El cristiano no mira hacia atrás, sino siempre hacia lo que está por delante: toda su existencia recibe su sentido de esta carrera. Si corremos al encuentro de Cristo, todo mirar atrás, hacia una falta del pasado, para afligirse por ella, sólo puede hacernos daño, pues la falta está ya perdonada.

3. "Miren que realizo algo nuevo". (1° Lectura)
Ya el Antiguo Testamento había hecho de este mirar hacia delante un mandamiento: «No recuerden lo de antaño». En Israel era una costumbre profundamente arraigada recordar el comienzo de la salvación, la salida de Egipto: ciertamente pensando que este hacer memoria del comienzo podía fortalecer la fe en el Dios que camina actualmente con el pueblo. Pero Dios no quiere que Israel permanezca cautivo de este recuerdo del pasado, sobre todo no ahora, pues eso significaría pensar en el tiempo del exilio: el Señor promete algo nuevo, y es ciertamente algo que «ya está brotando», cuya presencia se puede «notar», al igual que en la Nueva Alianza el Espíritu Santo que se otorga a los creyentes será una «prenda» de la vida eterna. De este modo Dios traza una camino para Israel, a través del desierto, hacia la vida eterna; y para nosotros, que estamos redimidos, traza un camino que conduce a la bienaventuranza eterna.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 237 s.)

MEDITACIÓN.

Lo que salva es la mirada.
El impresionante relato, que acabamos de escuchar, forma parte del evangelio de Juan. Sin embargo, los especialistas afirman unánimemente que no fue escrito por el cuarto evangelista. Su estilo es muy distinto y, además, este relato no forma parte de los códices más antiguos de dicho evangelio.
Ningún Padre griego comenta este texto y hay que esperar al siglo Xll para encontrarse con un escritor griego que lo comenta, advirtiendo que falta en los mejores ejemplares del evangelio de Juan. Sin embargo este relato está bien atestiguado por los Padres latinos y forma parte de la Vulgata. Como afirma un comentario: «No han de ponerse en duda el carácter inspirado y la autenticidad histórica del relato, pero indudablemente no es obra de Juan. Su estilo es el de los sinópticos, especialmente el de Lucas, y lo más probable es que originariamente perteneciera a este evangelio» (AA.VV., Comentario bíblico "San Jerónimo" ll/1, Cristiandad, Madrid 1972).
La razón de por qué este pasaje se sitúa en este lugar del evangelio de Juan puede deberse a que unos pocos versículos más adelante, Jesús dice: "Sus juicios siguen normas humanas; yo no llevo a nadie a juicio".
Teniendo en cuenta todas estas razones, la liturgia de la Iglesia acierta al presentar este relato dentro de un ciclo cuaresmal en que los evangelios están tomados de Lucas. Probablemente si, al comenzar la proclamación del evangelio de hoy, se lo hubiese atribuido a Lucas, nadie se hubiera sorprendido. Su estilo es muy parecido; incluso se inicia con esa afirmación de que Jesús se había retirado por la noche a orar al monte de los olivos -Lucas presenta con frecuencia a Jesús en oración, de forma especial antes de los acontecimientos importantes en su vida-.
La liturgia acierta además en la selección del evangelio de hoy dentro del ciclo de Lucas: podemos decir que este pasaje de la mujer sorprendida en adulterio es una continuación o, mejor aún, una concreción, del maravilloso evangelio del domingo pasado. Los personajes son distintos, pero el mensaje es el mismo: el hijo pródigo es ahora la mujer sorprendida en flagrante adulterio; el hermano mayor se convierte en aquellos que acusan a la mujer y la quieren lapidar; el padre bueno es ahora el mismo Jesús, aquel que ha venido a manifestarnos al Dios a quien nadie ha visto jamás.
Era impresionante también la parábola del domingo pasado, al presentarnos con cinco espléndidos brochazos la grandeza y la generosidad del perdón del Padre Dios: «cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». Pero no menos impresionante es ese momento final del relato de hoy, cuando se nos dice que «quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie... "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?"... "Ninguno, Señor"... "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más"».
Escribe Simone-Weil que «una de las verdades fundamentales del cristianismo, desconocida con demasiada frecuencia, es esta: «Lo que salva es la mirada». En el relato de hoy la mujer no dice una palabra que nos parecería esencial. Mientras que el hijo pródigo -aunque en su vuelta a casa se mezclase el hastío de las algarrobas y el bienestar perdido- formula una oración: «Padre he pecado contra el cielo y contra ti», la mujer se limita a contestar que se han ido todos los que la condenaban y en ningún momento pide perdón por su pecado. Falta esa palabra que consideramos necesaria: la palabra «perdón».
Los comentaristas de este evangelio han especulado sobre qué escribiría Jesús en el suelo -la única vez que los evangelios nos presentan a Jesús escribiendo-; por otra parte, el verbo griego utilizado puede significar también «dibujar, hacer signos», o también «poner una acusación por escrito».
Pero se han ocupado muy poco de las miradas que se dirigieron Jesús y la mujer en aquel momento en que se quedaron solos. Sin duda fue un momento en que se plasmó esa verdad fundamental cristiana tan olvidada de que "lo que salva es la mirada". «Lo que salva es la mirada»: todos hemos experimentado alguna vez la fuerza de una mirada que dice más que muchas palabras y gestos. Algo maravilloso de la persona de Jesús debió ser precisamente su mirada.
Otro acierto de la liturgia de hoy es la selección de la primera lectura, porque uno cree que Jesús, al mirar a aquella mujer, le estaría diciendo al corazón lo que había expresado el profeta Isaías: "No recuerdes lo de antaño, no pienses en lo antiguo; mira que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notas?". Y aquella mujer comenzaría a sentir, porque experimentaba una mirada que la quería y comprendía, que se abrían caminos nuevos en el desierto de su vida, ríos en el yermo de su corazón. Y comenzó también a experimentar lo que hoy también decía san Pablo: «Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta». "Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más". «Lo que salva es la mirada»: porque había alguien que creía en ella, aquella mujer podía comenzar a caminar. «Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino una mano amiga que la ayudara a levantarse» (J. A. Pagola). Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino una mirada que la salvase y le dijese que, olvidando su pasado, podía comenzar a escribir un futuro nuevo. Algunos especialistas consideran que el extraño curso del relato evangélico de hoy tiene otra explicación: la dificultad de las comunidades cristianas en comprender la actitud de Jesús, su perdón generoso. Notemos que en los primeros siglos de la Iglesia había tres pecados calificados únicamente como mortales: el homicidio, la apostasía y el adulterio, cuyo perdón era especialmente dificultoso. Creyeron mejor silenciar y ocultar un relato en el que el perdón del adulterio era concedido con tan gran facilidad. Les costaba trabajo comprender que el perdón de Dios fuese tan generoso: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
Quizá tampoco nosotros mismos nos acabamos de creer ese perdón de Dios. ¡Cuántas veces nuestros sentimientos de culpabilidad constituyen para nosotros una barrera que nos impide sentir que siempre Dios nos puede decir al corazón: «No recuerdes lo de antaño, no pienses en lo antiguo. mira que realizo en ti algo nuevo»! ¿No nos sucede muchas veces que el lastre de nuestro pasado nos impide olvidarnos de lo que queda atrás y lanzarnos hacia lo que está por delante, corriendo hacia metas nuevas? ¿No habría que decir que este relato se ha salvado casi milagrosamente, entrando de rondón en el cuarto evangelio para mostrarnos que aquello de la parábola del Padre bueno no es una utopía poética, sino la realidad que Jesús mismo vivió?
"Sus juicios siguen normas humanas; yo no llevo a nadie a juicio": estas son probablemente las palabras de Jesús que sirvieron para que el relato de la adúltera entrase en el cuarto evangelio. ¿Qué escribía Jesús en el suelo? Sin duda, algo que dolió en el corazón a aquellos que estaban dispuestos a aplicar la condena de muerte de la ley de Moisés. ¿No nos haría falta muchas veces que alguien nos recordase ciertas cosas antes de comenzar a lanzar piedras contra los demás? ¿No tenemos que reconocer que con bastante frecuencia nuestras condenas tienen dosis muy fuertes de emotividad descontrolada, de visceralidad, de una insuficiente penetración por el espíritu del evangelio?
Para hablar más en concreto, y desde una inequívoca actitud de condena de la corrupción, de la violencia y el terrorismo, creo que también nos tenemos que preguntar si nuestra visceralidad no nos está impidiendo asumir algo tan esencial como la presunción de inocencia de aquellos a quienes condenamos. ¿Quién de nosotros al enjuiciar o condenar a los demás se pregunta qué podría Jesús escribir en el suelo acerca de nuestra vida o cuál sería hoy la actitud del Maestro? ¿No nos podría hoy seguir diciendo que «nuestros juicios siguen normas humanas»?

(Aporte de JAVIER GAFO, DIOS A LA VISTA,
Homilías ciclo C, Madrid 1994.Pág. 102 ss.)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Por qué juzgamos a los demás con dureza?
¿Nos sometemos con docilidad a la mirada de Dios?

ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

Si de tu padre siempre encontraste la mano,
si a tu madre nunca buscaste en vano;
si nunca padeciste hambre,
ni la miseria fue tu compañera..
No tires la primera piedra.
Si nunca sufriste la injusticia
de insultos, condenas y malicias;
si nunca fuiste humillado,
ni en soledad mil veces has llorado..
No tires la primera piedra.
Si nunca has conocida la locura,
ni estuviste sediento de ternura,
ni buscado en el fondo de un vaso
la forma de olvidarte de un fracaso...
No tires la primera piedra.
Si nunca has contenido un sollozo
tumbado en el rincón de un calabozo;
si nunca te tuviste que bajar
sin tan siquiera tener derecho a hablar...
No tires la primera piedra.

(Pastoral Penitenciaria Francesa)

Siempre me ha sorprendido la actuación de Jesús, radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas.
Tal vez, el caso más expresivo es su comportamiento ante el adulterio. Jesús habla de manera tan radical al exponer las exigencias del matrimonio indisoluble, que los discípulos opinan que, en tal caso, «no trae cuenta casarse». Y, sin embargo, cuando todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio, es Jesús el único que no la condena. Así es Jesús. Por fin ha existido alguien sobre la tierra que no se ha dejado condicionar por ninguna ley y ningún poder.
Alguien grande y magnánimo que nunca odió, ni condenó ni devolvió mal por mal. Alguien a quien se mató porque los hombres no pueden soportar el escándalo de tanta bondad. Sin embargo, quien conoce cuánta oscuridad reina en el ser humano y lo fácil que es condenar a otros para asegurarse la propia tranquilidad, sabe muy bien que en esa actitud de comprensión y de perdón que adopta Jesús, incluso contra lo que prescribe la ley, hay más verdad que en todas nuestras condenas estrechas y resentidas.
El creyente descubre, además, en esa actitud de Jesús el rostro verdadero de Dios y escucha un mensaje de salvación que se puede resumir así: «Cuando no tengas a nadie que te comprenda, cuando los hombres te condenen, cuando te sientas perdido y no sepas a quien acudir, has de saber que Dios es tu amigo. El está de tu parte. Dios comprende tu debilidad y hasta tu pecado.»
Esa es la mejor noticia que podíamos escuchar los hombres. Frente a la incomprensión, los enjuiciamientos y las condenas fáciles de las gentes, el ser humano siempre podrá esperar en la misericordia y el amor insondable de Dios. Allí donde se acaba la comprensión de los hombres, sigue firme la comprensión infinita de Dios. Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en toda confusión, en toda angustia, siempre hay salida. Todo puede convertirse en gracia. Nadie puede impedirnos vivir apoyados en el amor y la fidelidad de Dios.
Por fuera, las cosas no cambian en absoluto. Los problemas y conflictos siguen ahí con toda su crudeza. Las amenazas no desaparecen. Hay que seguir sobrellevando las cargas de la vida. Pero hay algo que lo cambia todo: la convicción de que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios.
En realidad, no es tan importante lo que nos sucede en la tierra. Al menos si vivimos desde esa fe que san Pablo expresaba así: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución... el peligro, la espada? Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida... ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rm 8, 35-39).

(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, SIN PERDER LA DIRECCION,
Escuchando a San Lucas. Ciclo C, SAN SEBASTIAN 1994.Pág. 38 s.)

Oración final:
“Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar y perdonar como nosotros hemos sido amados y perdonados por el Señor. Que trabajemos intensamente por su Reino, hasta que llegue el día en que disfrutemos de la paz y de la alegría de los hijos de Dios en la eternidad”. Amén.



Hno. Javier.

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