25 abr 2019

2° DOMINGO DE PASCUA CICLO C.


Domingo 28 de abril de 2019.
Hechos 5,12-16; Apocalipsis 1,9-11.12-13.17-19; San Juan 20,19-31.

“Domingo de la Divina Misericordia”.



“Nunca dejes que nada te llene de tanto dolor o tristeza que llegue hacer que te olvides del gozo de Cristo resucitado”
(Madre Teresa de Calcuta)

Oración inicial:
“Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido” (Misal - Oración del 2º Domingo de Pascua)

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Hechos 5,12-16; Apocalipsis 1,9-11.12-13.17-19; San Juan 20,19-31.

Claves de lectura:

1.    «Para que, creyendo, tengan vida». (Evangelio)
El Señor se había designado ya durante su vida como «la resurrección y la vida», y demuestra la verdad de sus palabras en su evangelio. En su aparición a los discípulos se muestra como alguien indudablemente vivo -un espíritu no habría pronunciado el saludo de paz ni les habría mostrado las heridas con tanta naturalidad- sobre todo por el hecho de que confiere a su joven Iglesia el don pascual del perdón de los pecados. Pues con él los discípulos y sus sucesores pueden hacer comprensible al mundo del mejor modo posible la vitalidad de Jesús. Muchísimas personas a las que les han sido perdonados sus pecados, han tenido la experiencia de haber participado en una resurrección de entre los muertos, de haber poseído una nueva vitalidad. Para esto no es necesario ningún contacto corporal, como el que exige el incrédulo Tomás; la experiencia espiritual de un perdón sacramental de los pecados, cuando éste se recibe con auténtico arrepentimiento y propósito de enmienda, puede ser más profunda que la que los sentidos pueden ofrecer. «La vida [de Jesús] es la luz de los hombres» (Jn 1,4): no solamente el bautismo, sino también los demás sacramentos pueden ser llamados (como en la Iglesia antigua) photismos, iluminación. Dispensar vida y dar luz a una existencia oscura, es en la Iglesia una misma y única acción.

2. «Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos». (2° Lectura)
La gran visión inaugural del Apocalipsis, en la segunda lectura, confirma esto totalmente, pues el Señor eterno se aparece al discípulo amado como el que ha dejado la muerte tras de sí para vivir eternamente. No sólo la ha superado como una desgracia, sino que la posee ahora en su poder viviente: «Yo soy el que vive, y tengo las llaves de la muerte y del infierno». La muerte que amenaza la vida ya no es un poder que amenace y limite la vitalidad de Jesús, mas bien ha quedado integrada en el ámbito del poder de su vida: «La muerte ha sido absorbida» en la victoria de la vida (1 Co 15,54). La vitalidad con que se aparece al vidente es tan imponente que éste «cae a sus pies como muerto», pero es enseguida levantado por la vida, que pone su mano sobre él, lo conforta y lo pertrecha para su misión. Por muy grande que sea la violencia con la que los poderes de la muerte puedan manifestarse en la historia del mundo, como muestra todo el Apocalipsis, éstos nada pueden contra la vitalidad del «Cordero que parecía degollado»; al final «la muerte y el abismo son arrojados al lago de fuego», son reducidos definitivamente a la impotencia y abandonados a una autodestrucción eterna.

3. «Y todos se curaban». (1° Lectura)
La primera lectura, en la que se informa sobre los milagros vivificantes de la Iglesia primitiva, especialmente sobre los realizados por Pedro, muestra que Jesús hace partícipe a su Iglesia de su poder de resurrección y de vida. Se producen curaciones tanto espirituales como corporales: crecía el número de los «hombres y mujeres» que se adherían a la fe; la gente sacaba a la calle a los enfermos y «todos se curaban»: bastaba con que la sombra de Pedro cayera sobre ellos al pasar. Los apóstoles no se jactan de los milagros que hacen; Pablo alude sólo de pasada a los realizados por él (2 Co 12,12), pues para él es mucho más importante la fuerza vital espiritual de la palabra de Dios anunciada por la Iglesia. No es la fuerza vital de apóstol la que es eficaz, al contrario: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte»; entonces manifiesta el Señor a través del apóstol su «fuerza divina»: pues «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Co 12,9s; 13,4).

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 242 ss.)

MEDITACIÓN.

1. "AL ANOCHECER DE AQUEL DÍA... A LOS OCHO DÍAS..."
La liturgia de este domingo tiene su punto específico en la proclamación del evangelio de Juan 20, 19-31. Cada año leemos lo mismo precisamente porque nos acerca el misterio de este domingo. Primero remarca que el domingo proviene del Señor. El primer domingo de Pascua es el día de la manifestación del Resucitado, primero a las mujeres, después a los discípulos. La primera preocupación del Señor es reunir a los discípulos después del escándalo de la cruz. El segundo domingo, el primer día de la semana, esto es, hoy, el Resucitado vuelve a reunir a los discípulos para confirmarlos en la fe.
Así, el Señor nos indicó que su día era el domingo porque este era el día en el que él quería encontrarse con los discípulos. Juan, el discípulo desterrado en Patmos, se encontró precisamente en el día del Señor con aquél que había muerto y ahora vive eternamente, el primero y el último, que tiene las llaves de la muerte y de su reino porque la ha vencido. El evangelio de Juan y la segunda lectura, del libro del Apocalipsis, nos hacen conscientes de la importancia y el sentido de la celebración del domingo, el día del Señor. En este día celebramos nuestro encuentro con los hermanos: es aquí donde por la fe y por la Eucaristía nos encontramos con el Señor.

2. "DICHOSOS LOS QUE CREAN SIN HABER VISTO"
Es la bienaventuranza del Resucitado, la que mira a las generaciones que vendrán después de los testimonios oculares de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Creer, nos dice el evangelio de hoy, es renunciar a ver con los ojos de la carne, a tocar con las manos, a meter el dedo en las heridas del crucificado para identificar al resucitado. Creer es buscar y encontrar al Señor, nuestro Dios, en la asamblea de los que creen que Jesús es el Mesías, de los que encuentran en los sacramentos la vida que ha brotado de la cruz. No hemos conocido a Jesús según la carne, no buscamos visiones o hechos extraordinarios donde apoyar nuestra fe. La felicidad que nos salva ahora es la presencia vivificante del Señor que nos reúne por el Espíritu en la Iglesia donde no cesa de predicarnos el Evangelio y de partir para nosotros el pan. Cada domingo somos felices por este encuentro con el Señor.

3. "RECIBAN  EL ESPÍRITU SANTO"
Antes de la resurrección, no había venido el Espíritu Santo (Jn 7, 39). La tarde del primer domingo de Pascua, Jesús resucitado dio el Espíritu Santo a los apóstoles, exhalando su aliento sobre ellos. El Espíritu es el aliento de la nueva creación. El Espíritu es la fuerza que reciben los apóstoles que los hace hombres nuevos, luchadores contra el mal, liberadores del pecado, para ir formando dentro del mundo la nueva creación.
El Espíritu es el primer fruto de la Pascua del Señor y el que da la plenitud. Fijémonos cómo Juan sitúa en la tarde de Pascua, en el primer encuentro de los discípulos con el Resucitado, la donación del Espíritu Santo, lo que Lucas ve realizado cincuenta días después en la Pascua granada. Anticipemos que para Pentecostés también leemos la primera parte del evangelio de hoy. Lo que hay que recordar es que el gran don del Resucitado es el Espíritu.
Este hecho merece ser resaltado especialmente en este año, por cuanto en el camino de preparación hacia el tercer milenio tenemos presente de un modo particular al Espíritu Santo. Esta memoria del Espíritu, aliento de la nueva creación, ha de ser más intensa en el tiempo que transcurre entre la Pascua y Pentecostés, cuando celebramos y recordamos los sacramentos de la iniciación cristiana que, por obra del Espíritu, nos hace criaturas nuevas. Esto concuerda con la colecta de la misa de hoy en la que pedimos comprender mejor "la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido".

4. LA MISIÓN PASCUAL.
En la Historia de la Salvación, quien recibe un don es porque se le confía una misión. No puede haber un don en vano. La donación del Espíritu por parte del Resucitado incluye la misión, como sucede también al final de los tres evangelios: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". Los discípulos son enviados a continuar la misión del Hijo de Dios, muerto y resucitado, misión que éste recibió del Padre. El Espíritu hará efectiva esta misión para destruir el reino del pecado y de la muerte, desvaneciendo el pecado, haciendo una creación nueva, en la que resida la "paz" eternamente, la "paz" que es un don mesiánico por excelencia y que el Resucitado comunica también hoy, de entrada, a sus discípulos.
Nosotros, todos los creyentes, presididos por los sucesores de los apóstoles, continuamos esta misión. De acuerdo con todo esto pedimos, en esta octava de Pascua, que "la fuerza del sacramento pascual persevere siempre en nosotros" (poscomunión).

(Aporte de PERE LLABRÉS
MISA DOMINICAL 1998, 6, 19-20)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Somos capaces de ver y experimentar los signos de Jesús?

ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

SIN HABER VISTO. 
Dichosos los que crean sin haber visto.

Las experiencias de Pascua terminaron un día. Ninguno de nosotros se ha vuelto a  encontrar con el resucitado. Al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Pero, si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a  nosotros, y si no pueden ser revividas, de alguna manera, en nuestra propia experiencia,  ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la mejor de las  exégesis logrará devolver a la vida? 
Sin duda, ha habido a lo largo de la historia, hombres que han vivido experiencias  extraordinarias. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una prenda  de vestir de Blas Pascal.
Con toda exactitud nos indica el gran científico y pensador francés el momento preciso en  que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma. No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad  plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de El;  he huido de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El está  únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio».
No se trata de vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal.  Mucho menos, todavía, pretender encontrarnos con el resucitado de manera idéntica a  como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio único descansan  todas nuestras experiencias de fe.
Pero, ¿hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está  Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres insensibles,  incapaces de escapar de una red de razonamientos y raciocinios que nos impiden captar  llamadas importantes de la vida? 
¿No tenemos ya nadie esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en donde  uno encuentra esa paz que le recompone a uno el alma, le reorganiza de nuevo la vida y le  introduce en una existencia más clara y transparente? 
¿No hemos tenido nunca la «certeza creyente» de que el que murió en la cruz vive y está  próximo a nosotros? ¿No hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en las raíces  mismas de nuestra propia vida? 
¿No hemos experimentado nunca que algo se conmovía interiormente en nosotros ante  Cristo, que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que algo se  ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo? 
El hombre crítico, atento sólo a la voz de la razón y sordo a cualquier otra llamada,  objetará que todo esto es especulación irreal a la que no responde realidad objetiva  alguna.
Pero el creyente comprobará humildemente la verdad de las palabras de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto». 

(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 285 s.)

Oración final:
“Señor, Te espero al atardecer, al final de mis jornadas, en el silencio de la tarde que cae. No importa que mis puertas estén cerradas. Tú, ¡entra! lo mismo. Preséntate ante mí, déjame ver tu rostro radiante y regálame, como aquel día a tus discípulos, el don precioso de la “paz”. Yo también, como ellos, quiero ver tus manos y tu costado. Quiero ver tu amor hecho manos y corazón traspasados por mí. Jesús: dentro de mí encuentro mucho del Tomás desconfiado y necesitado de tu presencia. Mi fe también es débil fatiga diaria por llegar a Ti, por estar contigo, por sentir tu presencia en mí. Señor, necesito tu amor, tu cercanía que comprende mi fe débil. Necesito que al roce de mi mano con tu mano y tu costado, me venza tu amor y me arroje con infinita ternura en tus brazos confesando que soy tuya y que Tú eres mío: „Señor mío y Dios mío. Amén”.
(Hna. Clemencia Rojas, Hija de María auxiliadora)


Hno. Javier.

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