24 oct 2013

MEDITACION PARA LC 18,9-14...DOMINGO 30

El domingo pasado la liturgia nos presentó la parábola de “la pobre viuda y del juez inicuo”, con la cual se ilustraba la fuerza de una oración perseverante. Este domingo la catequesis sobre la oración continúa con otra parábola, la “del fariseo y el publicano”. Esta insistencia sobre la oración es uno de los temas importantes en la formación del discípulo, según el evangelio de Lucas. La parábola “del fariseo y el publicano” también nos muestra la eficacia de la oración, la cual no depende de la bondad del orante sino ante todo de la bondad de Dios quien escucha y responde las plegarias. Igualmente se denuncia un mal hábito, lastimosamente expandido entre algunas personas piadosas que piensan que la salvación depende de su esfuerzo solamente, razón por la cual se vuelven excesivamente rígidas en el cumplimiento de las normas, y olvidan que ella es esencialmente un don de Dios.  

Profundicemos despacio en cada línea esta catequesis sobre la oración que nos ofrece Jesús en el evangelio de Lucas.

1.                  El texto y su contexto.

La conexión con el pasaje anterior la vemos en la temática de la “justicia”. Mientras la parábola anterior enfatizó que Dios “hará justicia” (18,7.8), esta otra presenta la comparación entre un fariseo que “confiaba en su propia justicia” (se tenía por “justo”; 18,9.11) y un cobrador de impuestos que salió del Templo “justificado”, es decir, que buscaba la justicia de Dios (18,14). La relación con Dios vuelve a colocarse sobre el primer plano. La última frase de Jesús en el pasaje anterior fue la pregunta: “Cuándo venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (18,8). Esta la leímos como un llamado de atención sobre la actitud que debe corresponder a la justicia inminente de Dios. Dios obra, es verdad, pero es muy importante cómo nos presentamos ante él. El pasaje de hoy trata de la actitud correcta que hay que tomar ante Dios, la que se ajusta a “la fe”. Por ser parábola esta no es una “historia verdadera” sino una “historia que dice algo verdadero”. Para ayudarnos a comprender cuál es la actitud “justa” del hombre con Dios, Jesús propone dos ejemplos contradictorios: el del un fariseo y el de un cobrador de impuestos. El pasaje sigue una estructura a la que ya nos vamos familiarizando cada vez que leemos parábolas lucanas: (1) La introducción (18,9). (2) La parábola del fariseo y el publicano (18,10-13). (3) La aplicación de la parábola (18,14).

2.                  La introducción (18,9)

Comienza el pasaje con la anotación: “(Jesús) dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola” (18,9). Esta introducción anticipa el objetivo primario de la parábola: expresar un juicio sobre aquellos que se presentan ante el Señor con la equivocada convicción de que son “justos”, o sea, de que están perfectamente sintonizados con la voluntad de Dios por el simple hecho de poner en práctica las normas legales y cultuales, al mismo tiempo que desprecian a los demás. En el presentarse como “justos” y al mismo tiempo “despreciar a los demás” hay una contradicción interna. El Dios de la misericordia predicado por Jesús “es bueno con los ingratos y perversos” (Lc 6,35). ¿Cómo era este desprecio de los demás? La parábola que sigue lo va a ilustrar. Pero anticipemos un buen ejemplo de “desprecio por los demás” en la declaración altiva de un grupo de fariseos en Juan 7,49: “Esa gente que no conoce la Ley son unos malditos”.

La línea que demarcaba una clara división entre los fariseos y los demás era el conocimiento de la Ley. Su actitud orgullosa se basaba en el poder que les daba el conocimiento: “Yo conozco; tú eres un ignorante”, “Yo soy justo; tú eres pecador”, “Yo tengo valor ante Dios y los demás; tú eres un pobre tonto”. ¿Cuál era la realidad que había por detrás de esta mentalidad? Por el mundo-ambiente de los tiempos de Jesús, sabemos que el conocimiento “perfecto” de la Ley estaba reservado para la clase privilegiada de los escribas, particularmente los del grupo de los fariseos, quienes eran los más meticulosos. No era fácil conocer la Ley como la conocían estas personas piadosas, por eso era complicado conseguir ponerse al nivel de ellos. Para conocerla bien había que estudiar mucho tiempo, preferiblemente desde niños. El hecho es que, puesto que la Ley era la expresión de la voluntad de Dios, solamente quienes la conocían a fondo estaban en condiciones de cumplirla y presentarse como “justos”. Los demás, quienes transgredían continuamente muchos de sus pormenores, fuera por ignorancia o por falta de una disciplina espiritual estricta, automáticamente eran clasificados entre los “pecadores”.

3.                  La parábola del fariseo y el publicano (18,10-13)

A aquellos que “se tenían por justos y despreciaban a los demás” Jesús les propone una parábola que pone en el escenario, en el Templo (ante la presencia de Dios, que es quien determina quién tiene valor ante él y quién no), a dos personajes que representan las posturas extremas en torno al conocimiento y cumplimiento de las normas divinas: un fariseo y un publicano.

3.1.            El contexto de la oración en el Templo (18,10ª)

La primera línea de la parábola levanta el telón del escenario y presenta de manera increíblemente sintética el lugar, los personajes y la acción: “Dos hombres subieron al templo a orar” (18,10ª). Jesús se refiere al Templo de Jerusalén, el que conoció en su forma monumental con las reformas arquitecturales queridas por el rey Herodes el Grande, y que en este tiempo todavía tiene algunas partes en “obra negra”. Para la mentalidad bíblica, el Templo de Jerusalén, era considerado como el lugar donde el Dios de Israel moraba de un modo especial; era un signo de la presencia del Dios de la Alianza que, sin perder su trascendencia, habita con su pueblo. El Templo era lugar de oración comunitaria y también personal. En tiempos de Jesús, muchos judíos iban al Templo con motivo de las grandes fiestas y, para los que habitaban más cerca, el lugar preferido para recitar las oraciones cotidianas sobre todo la de los sábados.

Había una convicción profunda de que éste era el lugar más propicio para ser escuchado por Dios. Así se lo había pedido Salomón –el primer constructor del Templo- a Dios el día de la consagración del edificio: “Oye pues la plegaria de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Escucha tú desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona” (1ª Reyes 8,30). Hasta el Templo “suben a orar” (lo cual concuerda bien con el “bajar” al final; 18,14b) sugiere un acto formal y quizás peregrinación. Se dejan ver enseguida dos personajes que el pueblo identifica con facilidad por sus comportamientos públicos: el típico santo (el fariseo) y el típico pecador (el cobrador de impuestos). ¿Qué sucede al interior de la oración de cada uno de ellos?

 

3.2.            La oración del fariseo (18,11-12)

La sola denominación “fariseo” ya es diciente, significa “separado”:

Así se diferenciaban de los otros grupos judíos de su época: los saduceos, zelotas, esenios.

Se caracterizaban por una estricta disciplina espiritual que los llevaba a tomar distancia de los otros que no seguían las normas al pie de la letra.

Consideraban estar a una buena distancia física y espiritual de los “pecadores” y de todo aquello que pudiera “contaminarlos”.

Para cumplir la voluntad de Dios en sus detalles mínimos los fariseos le daban mucha atención a las obras externas. Éstas eran tantas que terminaban descuidando la actitud interna que debía acompañarlas. Terminaban poniendo su confianza, como dirá Pablo, en las “obras de la Ley”, logrando así una “justicia” –la actitud correcta que una persona debe adoptar ante Dios- por las obras, es decir, por mérito propio. La rigidez externa que descuida la actitud interna será duramente combatida en diversos pasajes de los evangelios y es una de los motivos por los cuales el movimiento fariseo no parece ser muy apreciado. Sin embargo, no hay que generalizar: no todos los fariseos eran así, en los mismos evangelios encontramos fariseos dignos de grata recordación como Nicodemo, José de Arimatea; en los Hechos se presenta al gran Gamaliel y uno de sus discípulos más famosos, Pablo, quien –ya siendo cristiano- se vanagloriaba delante del Sanedrín por haber “vivido como fariseo conforme a la secta más estricta de nuestra religión” (Hch 26,5). Los fariseos no eran los únicos a quienes se les podía aplicar el perfil de orante que aparece enseguida; pero puesto que en general el movimiento fariseo era más reconocido por su piedad externa estricta –la cual debía notarse más en ellos que en las otras personas- se ganaron el cliché que se refleja en esta parábola (una caricaturización).

¿Cómo ora el fariseo?

La oración del fariseo de la parábola es descrita con todos los detalles de un perfil: (1) Ora “de pie” Es la posición normal de la oración en el mundo hebreo. Sólo antes o después de la oración era que se adoptaban las otras posturas de reverencia: la inclinación profunda de cabeza y pecho, arrodillarse o postrarse completamente en el suelo. Entonces el fariseo se presenta con una postura formalmente correcta: una oración normal. (2) Ora “en su interior” Esto ya no es común en una oración en el Templo. Lo habitual es recitar las oraciones establecidas en voz alta o al menos susurrándolas. Esto tiene su interés: cuando se ora en voz alta (pensemos por ejemplo en el rezo comunitario del rosario o del breviario) la mente puede distraerse fugazmente y aún así seguir orando. Si aquí se deja entender que ora con la boca cerrada (“diciendo en su interior”) es que hay un buen nivel de concentración, lo cual –ahora que se vea el contenido- indica que sabe muy bien lo que está cavilando. Su oración es una murmuración. (3) Ora “diciendo…” Después de invocar a Dios (¡Oh Dios!) entona una acción de gracias (en hebreo “agradecer” quiere decir también “alabar”) que se apoya en un doble listado: lo que no hace (18,11c) y lo que sí hace (18,12). La frase “no soy como los demás hombres” aparece como el núcleo de la alabanza, de allí proviene su “hacer” distintivo:

- Lo que “no” hace: (a) Robar, (b) Cometer injusticias, (c) Cometer adulterios.

- Lo que “sí” hace: (a) Ayunar dos veces por semana, (b) Pagar el diezmo de todas las ganancias.

Hacer oración declarando la propia inocencia no es extraño para quien conoce el mundo de los Salmos, por ejemplo: “Odio la asamblea de los malhechores / y al lado de los impíos no me siento. / Mis manos lavo en la inocencia / y ando en torno a tu altar, Yahvé” (Salmo 26,5-6). Este estilo de oración encaja bien para un piadoso ilustrado, ya que un estudioso de la Ley evita el contacto con la gente mala: “ni en la senda de los pecadores se detiene, / ni en el bando de los burlones se sienta” (Salmo 1,1).

Llama la atención que el fariseo que se autoconsidera diferente de todo el mundo, al final enfatice: “Ni tampoco como este publicano”. Así el catálogo de vicios que son extraños a su vida se corona con algo peor de lo que se ha librado: ser “publicano”. Si ya es reprochable orar agradeciendo “no ser cómo los demás hombres”, mucho más lo es el agradecer comparándose directamente con quien tiene a su lado. Aquí se le va la mano al fariseo puesto que los Salmos no oran así. Su “piedad” cae en la vanidad que desprecia. También en el catálogo de virtudes –la propaganda de sus buenas obras- se la va la mano al fariseo; éste cumple la Ley y todavía un poquito más:

El ayuno es obligatorio una vez al año, en la fiesta de la “Expiación” (el “Yom-Kippur”), y quizás también en el aniversario de la “Dedicación” del Templo. Existía también el ayuno voluntario, opcional, dos veces a la semana (los lunes y jueves). El fariseo practica también éste último, esto indica que con frecuencia se le debía ver con la cabeza cubierta de ceniza y los vestidos rotos, esperando que Dios se apiadara de su miserable condición.

El diezmo –el 10% de todo lo que se adquiriera- debía ser pagado a los sacerdotes. El fariseo dice “de todas mis ganancias”.

El ayuno y el diezmo son actos externos que no necesariamente prueban las disposiciones íntimas del corazón. Ya en un pasaje anterior, Jesús había censurado esto: “Pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis de lado la justicia y el amor de Dios” (11,42); entonces la “justicia” de este hombre se presenta como “justo” no necesariamente es “justicia”. El fariseo aparece aquí como la típica persona que pregona a los cuatro vientos lo que hace, esperando el reconocimiento y la felicitación. Él se considera una persona superior a todos los pecadores y su oración consiste en presentarle a Dios la factura de sus obras, como una especie de orden de cobro de la recompensa. Al fariseo no se le ocurre pensar que es un pobre pecador que tiene necesidad de la misericordia de Dios.

3.3.            La oración del publicano (18,13)

También aquí cuando decimos “publicano”, tenemos que hacer una precisión: no es el típico de su grupo. Aquí no es el típico “pecador” sino el “típico” convertido que vuelve a la casa del Padre (ver Lc 15,1-2). Su mención es familiar para los que venimos leyendo el evangelio de Lucas. Se trata de personas consideradas despreciables por su empleo al servicio del dominador romano. La manera de ganarse el cargo suponía procedimientos oscuros: era un puesto que se compraba. Por eso se veían obligados a compensar su inversión exigiendo más de lo establecido. De ahí que se ganaran correctamente el título de “pecadores” (contrarios al querer del Dios de la Alianza y la fraternidad: lejos de Dios y de sus hermanos) (ver lo que ya se ha dicho al respecto en la Lectio del 12 de septiembre pasado).

El “publicano” era marginado, mediante actos de desprecio, de la vida social hebrea y sólo era readmitido cuando cumplía los requisitos. Las posibilidades de que esto sucediera eran muy pocas. El común de la gente ya estaba habituada a pensar que no había que esperar la conversión de una persona así, porque para ser readmitido plenamente en la comunidad de fe (1) tenía que renunciar al cargo y (2) pagarle el 20% de intereses a todas las personas que hubiera defraudado. Con esas condiciones era prácticamente impensable la posibilidad de la conversión.

¿Cómo ora el publicano?

El “publicano” llega en desventaja ante Dios ya que el fariseo lo acaba de acusar explícitamente. Pero él acude ante Dios con una actitud diametralmente opuesta a del fariseo: (1) Ora “manteniéndose a distancia” y “sin levantar los ojos” El punto focal en el Templo es el “Santo de los Santos”, la “morada” del Señor. Con relación a éste el publicano se mantiene a distancia como un reconocimiento de su indignidad. No se siente con “derechos” ante Dios y expresa físicamente su real distanciamiento moral del Dios de la Alianza. “Levantar los ojos” en la oración significa “confianza” en Dios. Éste en cambio “no se atreve” a hacerlo: siente vergüenza de su vida pasada. (2) Ora “golpeándose el pecho” Se trata de un gesto de arrepentimiento que es común en varias religiones. Este gesto era muy apreciado dentro los rituales hebreos. El gesto entraña tristeza y firme voluntad de querer cambiar el corazón:

Tristeza. En el antiguo Egipto las plañideras se daban golpes en su pecho desnudo para simbolizar la tristeza de la familia del difunto.

Querer cambiar el corazón. El corazón “duro”, allí donde nacen los pensamientos y las acciones malas, quiere ser sometido a la docilidad a Dios.

De esta manera el publicano admite públicamente (aunque no le interesa ser visto, como se vio anteriormente) que ha cometido un pecado grave. Su gesto físico –con su doble significación- muestra que el arrepentimiento es verdadero. (3) Ora “diciendo…”

El gesto va acompañado de una sola frase que consta de tres partes: (a) La invocación, que es idéntica a la del fariseo (¡oh Dios!); (b) la súplica “Ten compasión de mí”, que retoma la primera línea del Salmo “Miserere” (51,3); y (c) el reconocimiento “soy pecador” (que es mucho más profundo que el “pues mi delito yo lo reconozco” del Salmo 51,5). El orante no dice cuál es su pecado: todo él se presenta como pecador. El Dios que sondea los corazones (Salmo 139,1) sabe de qué se trata. A diferencia del fariseo, este orante no trae nada entre sus manos para apoyarse en la relación con Dios. No trae ninguna obra buena, excepto su arrepentimiento. Es aquí donde el publicano corona su Salmo Miserere, como si quisiera decir: “Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (51,19b). El Salmo del Perdón no necesita ser recorrido en todas sus palabras, porque la actitud completa de este hombre le da voz y se hace su lenguaje.

4.                  La aplicación de la parábola (18,14)

Finalmente Jesús mismo se da la palabra para declarar cuál es la visión de Dios sobre los comportamientos analizados en la parábola: ¡Una conclusión sorprendente! Jesús pone de relieve que en la parábola había un tercer personaje quien, además, es el personaje central: Dios mismo. Es a él a quien se le han dirigido las oraciones y es él quien las responde o las rechaza. Jesús interpreta la respuesta del Padre, a quien él conoce como ningún otro, y nos dice qué recibirá tanto al fariseo como al publicano: el Padre justificará a quien pide ser justificado y no podrá hacer nada por quien se justifica a sí mismo. La justicia de Dios es para quien se hace digno de ella abriéndose a su misericordia. En el versículo conclusivo vemos entonces cómo Jesús hace dos declaraciones: (1) Le pone el epílogo (la respuesta de Dios) a la oración de los personajes (“Os digo que…”; 18,14ª). (2) Enuncia una enseñanza en forma de principio válido para todos (“Porque todo el que…”; 18,14b).

4.1.            El epílogo (18,14ª)

Jesús le coloca el epílogo a la historia con esta frase: “Os digo que éste (el publicano) bajó a su casa justificado y aquél no” (18,14ª). Se establece una diferencia al final: uno es justificado y el otro no. Es el publicano el que representa la actitud justa que se debe adoptar ante Dios.

Con el fariseo aprendemos que la orgullosa confianza en sí mismo anula la confianza en Dios. Con el publicano entendemos que la verdadera devoción a la cual responde la misericordia de Dios, no está relacionada con la humildad sincera.

4.2.            La lección (18,14b)

Un principio general queda en la mente del lector de la parábola: “Porque todo el que se ensalce, será humillado, y el que se humille, será ensalzado” (18,14b). La oración de Ana, en el Antiguo Testamento, ya evocada por Lucas en el Magníficat (1,46-55) parece asomarse detrás del enunciado de Jesús: es Dios quien “enriquece y despoja, abate y ensalza” (1 Sm 24-8). Se quiere decir que delante de Dios el hombre no puede vanagloriarse de nada y que, de hecho, no está en condiciones de hacerlo (ver Isaías 40,5). El ser reconocidos como “agradables” y “dignos” en la presencia de Dios es algo que le compete a él y no a nosotros. Esto aparece claro en la conciencia profética: “Yahvé, tú nos pondrás a salvo, que también llevas a cabo todas nuestras obras” (Isaías 26,12). “Yo sé, Yahvé, que no depende del hombre su camino, que no es del que anda enderezar su paso” (Jeremías 10,23). Por tanto en lugar de gloriarnos de las buenas obras lo que hay que hacer es presentarse ante Dios para dejarlo ser nuestro Dios: aquél toma el barro de nuestra vida y lo moldea formando en nosotros el hombre nuevo. Es así Dios “ensalza” a su humanidad.

 

En fin…

La oración auténtica es aquella que en la cual nos abrimos a la obra creadora de Dios en el perdón: el perdón que transforma la existencia haciéndola renacer para la vida plena. La oración puede tener sus lugares, sus formas, sus posiciones, pero lo que más importa es la actitud que le da contenido: la entrega del “ser” (como bien dice el publicano: “soy”; no el “hago” del fariseo) completamente anonadado ante la infinita grandeza de la misericordia renovadora de Dios.

 

(Aporte del P. Fidel Oñoro, cjm. Centro Bíblico Pastoral del CELAM)

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