El obispo de Morón y anterior presidente de la Comisión Episcopal de
Catequesis, Mons. Luis Eichhorn, nos hizo llegar su aporte escrito al II SENAC.
Lo compartimos con ustedes semanas antes del encuentro para que puedan “espiar”
un poco acerca de la riqueza, la actualidad y rigor del pensamiento que se va a
desplegar en estos días en Córdoba.
Por Mons. Luis Eichhorn
1. Primacía y centralidad de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia
y en la catequesis
Dice el
Concilio Vaticano IIº: “Es tan grande el poder y la fuerza de la Palabra de
Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus
hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso
se aplican a la Escritura de modo especial aquellas palabras: ‘La Palabra de
Dios es viva y eficaz’ (Heb 4, 12), ‘puede edificar y dar la herencia a todos
los consagrados’ (Hec 20, 32; cf. 1 Tes 2, 13)”[1].
Estas
palabras nos mueven a hacer una reflexión que creo importante para nuestra vida
como catequistas, y para toda la tarea catequística en general. El Papa
Benedicto XVI confirma la importancia de fundamentar la vida de la Iglesia en
la Palabra de Dios: “El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la
exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como factor fundamental de
la vida espiritual de todo creyente”[2], y en otra parte, en referencia directa
a la actividad catequística: “Un momento importante de la animación pastoral de
la Iglesia en el que se puede redescubrir adecuadamente el puesto central de la
Palabra de Dios es la catequesis, que, en sus diversas formas y fases, ha de
acompañar siempre al Pueblo de Dios”[3].
La
Palabra de Dios es fuente de Vida: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de
Vida eterna” (Jn 6, 68).
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Es la
primera consideración que hacemos: el plan de amor de Dios es darse,
comunicarse: ¡Dios es amor! Y lo hace a través de su Hijo, Palabra hecha carne.
Dios se mete en nuestra historia, en nuestra vida. Su Palabra encarnada es el
Emmanuel, Dios con nosotros.
Esta
Palabra es viva, eficaz, ayer, hoy y siempre[4]. Esta es nuestra convicción,
nuestra fe: hoy Dios nos habla, entabla una conversación con nosotros, nos
interpela, nos llama, nos ilumina…; “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría,
revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la
Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta
el Padre y participar de la naturaleza divina. En esta revelación, Dios
invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos
para invitarlos y recibirlos en su compañía”[5]; “En los Libros sagrados, el
Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para
conversar con ellos”[6].
Hay
frases de Jesús en el Evangelio que nos hace ver la profundidad y las
consecuencias de esto:
“El que
me ama será fiel a mis palabras, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos
en él” (Jn 14, 23).
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“Si
ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que
quieran y lo obtendrán” (Jn 15, 7).
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Todo el
acontecimiento de la revelación, la historia de salvación, contenida en la
Tradición de la Iglesia, es consignada en los textos Sagrados: “Los textos
inspirados por Dios fueron confiados a la comunidad de los creyentes, a la
Iglesia de Cristo, para alimentar la fe y guiar la vida de caridad”[7].
Nuestra
oración y vida espiritual debe fundarse en la Palabra, en las Sagradas
Escrituras, leídas en la comunión con toda la Tradición de la Iglesia. Toda la
vida del cristiano y de la Iglesia, toda su actividad pastoral, y por tanto, su
catequesis, están animadas por la Palabra de Dios; es decir, tienen en ella su
fuente misma que alimenta y nutre.
2. Espiritualidad bíblica de los catequistas
El
catequista participa desde su vocación en el ministerio de la Palabra: esto
implica una relación especial, personal y comunitaria, íntima y profunda con la
Palabra; podríamos decir que todo gira en torno a ella, como una rueda lo hace
en torno a su eje: sin él no podría moverse. Es la espiritualidad del
catequista, centrada en la Palabra.
Es
necesario, pues, alimentar nuestra oración, nuestra escucha y diálogo con el
Señor, nuestro conocimiento y nuestra intimidad con Él, a través de la asidua
(diaria) lectura orante de la Palabra. Leer orando, meditar creyendo y
contemplar amando; dejando que esa Palabra “viva” -¡Dios me está hablando,
tiene algo que decirme!- penetre en mi corazón, mi inteligencia, mis afectos,
mi vida toda y la transforma en una Palabra, un Evangelio viviente, encarnado.
Cultivar, por tanto, una auténtica espiritualidad bíblica.
Esta
práctica de lectura orante y el cultivo de una espiritualidad bíblica, además,
debe ser el objetivo central y el más importante en nuestras comunidades
catequísticas: nuestras reuniones, primero y sustancialmente, deben girar en
torno a esto: somos catequistas, y en primer lugar, comunidad de discípulos
reunidos “en nombre de Jesús”: ¿hay algo más importante para los discípulos del
Señor que escuchar a su maestro? ¡es nuestra propia identidad! Conocer a
Cristo, tener una fuerte experiencia de Él entre nosotros, como nos decía san
Pablo: “Todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él he sacrificado todas las cosas,
a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a
Él…” (Filip, 3, 8).
Más aún,
la Palabra es inspirada por el Espíritu Santo a la comunidad: es su ámbito
propio, donde resuena con todos sus matices y armónicos. Más aún, la Palabra es
para la comunidad, crea comunidad[8]. ¡Cuántas horas perdidas en nuestras
reuniones “operativas”, de “planificación”, de “preparación de encuentros”! ¡Cuánto
tiempo perdido, cuando lo esencial es escuchar, orar, compartir la Palabra:
“Que la Palabra de Cristo resida en ustedes con toda su riqueza. Instrúyanse en
la verdadera sabiduría, corrigiéndose los unos a los otros. Canten a Dios con
gratitud y de todo corazón salmos, himnos y cantos inspirados” (Col 3, 16). No
digo que no sea importante lo práctico y concreto, el planificar tareas, pero démosle
a la Palabra el principal lugar; lo demás “se les dará por añadidura”(Mt 6,
33).
3. Catequesis centrada en la Palabra de Dios y en la Liturgia
Una
cuestión que se nos plantea con frecuencia es: ¿qué texto leer? Y en esto creo
que, como catequistas, no debemos perder el rumbo: atender a la vida de la
misma comunidad eclesial, que es el ámbito propio de la catequesis. Toda la
vida de la Iglesia es alimentada por la Liturgia, donde la Palabra tiene su
lugar descollante, imprescindible. Es el lugar propio donde la acción del
Espíritu Santo hace resonar la Palabra y la vuelve eficaz. Al respecto, el
Documento post-sinodal Verbum Domini, nos enseña: “Al considerar la Iglesia
como ‘casa de la Palabra’, se ha de prestar atención ante todo a la sagrada
Liturgia. En efecto, este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en
nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Todo acto
litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada Escritura”[9]. Y en
otro lugar: “En la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar
privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual,
celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en
nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y
comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración
eucarística”[10].
¡Qué
elemento clave para centralizar y articular nuestra catequesis en torno al Año
Litúrgico, y para ir viviendo nuestra fe, esperanza y caridad –nuestra
espiritualidad– centrada en este camino eclesial! Pensemos, que cada año, se
nos ofrece un Evangelio completo, y partes importantes del Evangelio de Juan;
en tres años, (Ciclos A, B, y C), leemos todo el Nuevo Testamento y partes
fundamentales del Antiguo: una catequesis completa, si la acompañamos con los
textos apropiados del Catecismo de la Iglesia Católica[11]. Este es un elemento
dinámico que no sólo puede renovar totalmente la catequesis, tanto de
iniciación cristiana como el itinerario catequístico permanente, sino que
también renueva a toda la comunidad.
Nuestros
itinerarios catequísticos, por lo general, siguen un esquema distinto, poco
afín al Año Litúrgico, y divorciado de las mismas celebraciones dominicales;
creo que si planificamos y replanteamos nuestros objetivos catequísticos, esto
no sólo es posible sino que será la gran transformación catequística que
estamos proponiendo desde el replanteo de la iniciación cristiana en estilo
catecumenal.
Como
consecuencia de lo que acabamos de decir, se nos plantea una pregunta: ¿cómo
usamos la Palabra de Dios en la catequesis?
En primer
lugar, evitar el caer en planteos o posiciones fundamentalistas, usándola
Palabra para “dar razón” a mi teoría o ideología. Lo correcto es lo contrario:
¡escuchar a Dios! Dejarnos iluminar por su Palabra. Discernir desde ella los
signos de los tiempos. En ella Dios se revela, se da a conocer, nos ilumina
sobre su proyecto para nosotros; con su Palabra nos llama: nuestra vocación. Su
Palabra es Verdad, es Espíritu y Vida (cf. Jn 6, 63; 7, 16-18. 28-29; 8, 43-47;
12, 43-50; 14, 24). El itinerario mismo de toda la catequesis, será, entonces,
la Palabra de Dios en su contexto litúrgico.
La
Palabra es la fuente principal de la catequesis: de ella mana nuestro anuncio,
nuestra iluminación, nuestra enseñanza. Sólo desde una escucha atenta de la
Palabra podremos extraer una catequesis que “toque el corazón”, que resuene en
el interior de cada persona; porque es Palabra “viva y eficaz”. Como ocurrió
con los discípulos de Emaús: “Y comenzando por Moisés y continuando con todos
los Profetas, les interpretó en todas la Escrituras lo que se refería a Él (…)
Y se decían: ‘¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino
y nos explicaba las Escrituras?” (Lc. 24, 27.32); podemos ver también un
ejemplo hermoso sobre la catequesis con la Palabra de Dios en el encuentro del
diácono Felipe con el Etíope (cf. Hech 8, 26-40). Recuperar, por tanto el amor,
el aprecio, la confianza en la fuerza misma de la Palabra de Dios, Palabra
inspirada por el Espíritu, que sigue hablando hoy.
4. La vida espiritual del catequista
Cuando
tratamos de “vida espiritual”, hablamos de la vivencia interior, de la
intimidad, del trato y relación personal con el Señor. Vínculo establecido y
conducido por el Espíritu Santo: “Si ustedes me aman, cumplirán mis
mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté
siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede
recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque
él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14, 15-17); “Todos los que
son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han
recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre!”
(Rom 8, 14-15).
Es la
experiencia personal de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunión de amor,
un Dios que es amor, que mora en nuestro corazón. Es la vida espiritual
(espiritualidad) de todo bautizado, la cual es potenciada, y se desarrollar por
la fuerza de la Gracia de Dios –como la semilla de mostaza, o el poco de
levadura que la mujer mezcla con la harina (cf. Mt 13, 31-33)– si con humildad
amor, oración, entrega, dejamos que el Espíritu Santo actúe en nosotros. Es, en
definitiva, el desarrollo pleno del llamado (vocación) a la santidad que se nos
hizo en el Bautismo. Esta vida espiritual, a veces, puede languidecer,
debilitarse, como brasa que lentamente se va apagando perdiendo su fuego y su
luz, terminando por desaparecer: no nos engañemos; la vida espiritual
auténtica, fruto del Espíritu, es el motor mismo, la fuerza, la dinámica de
toda la vida del cristiano y de la Iglesia y sus comunidades concretas: si no
hay VIDA, nada se mueve, todo termina en muerte. Por algo denunciaba el
Cardenal Ratzinger –después Benedicto XVI– “Nuestra mayor amenaza es el gris
pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en la cual aparentemente todo
procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando
en mezquindad”[12].
Uno de
los motivos por el cual encontramos, a veces, una cierta mediocridad en nuestra
catequesis, es la falta de vivencia y calidad espiritual, condición
imprescindible para un catequista que quiera ser fiel a su vocación. La
verdadera fuerza (dinamismo) que podrá renovar profundamente la catequesis es
una Vida cristiana vivida a pleno, en una vida espiritual cultivada, abonada,
regada, desde la misma Palabra de Dios, fuente inagotable y pura de vida
espiritual en la Iglesia[13]. Es ahí donde debemos beber el agua pura, manantial
de vida: “Ustedes sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación…” (Is
12, 3; cf. Jn 7, 37-39; 19, 34); “También todos comieron la misma comida y
bebieron la misma bebida espiritual. En efecto, bebían el agua de una roca
espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo” (1 Cor 10, 3-4).
Una vida
espiritual no puede centrarse exclusivamente en devociones o prácticas de
piedad, sino que principalmente debe alimentarse cotidianamente con la Palabra;
una vida espiritual sólida tiene dos cimientos: la Palabra de Dios y la
Eucaristía.
Si
consideramos que en la Liturgia la Palabra tiene un puesto descollante, y que
la Eucaristía, en la cual celebramos el Misterio central de nuestra Fe
cristiana que es la Pascua del Señor, vemos claramente que éstos son dos
lugares privilegiados para la vida de los creyentes; en la Palabra y en la
Eucaristía se nutre la vida espiritual de los creyentes: “Se entiende así la
gran importancia del precepto dominical, del ‘vivir según el domingo’, como una
necesidad interior del creyente, de la familia cristiana, de la comunidad
parroquial”[14].
La
Palabra de Dios será, pues, el alimento cotidiano de nuestra vida espiritual.
Lo afirma el Papa Benedicto en Verbum Domini: “El Sínodo ha vuelto a insistir
más de una vez, en la exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como
factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente, en los diferentes
ministerios y estados de vida, con particular referencia a la lectio divina. En
efecto, la Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad
auténticamente cristiana”[15]. Y recomienda la práctica periódica de la lectura
orante de las Sagradas Escrituras, en especial la Lectio Divina con los textos
del Domingo próximo: “La lectura orante personal y comunitaria prepara,
acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la
Palabra en el ámbito litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación lectio y
liturgia, se pueden entender mejor los criterios que han de orientar esta
lectura en el contexto de la pastoral y la vida espiritual del Pueblo de
Dios”[16].
La
Iglesia es la “casa de la Palabra”, y en especial, en su Liturgia, ámbito
privilegiado del diálogo entre Dios y su pueblo: Él nos habla, nosotros
escuchamos y respondemos; la liturgia es una continua, plena y eficaz
exposición de la Palabra de Dios. Ahí la acción del Espíritu Santo ka hace
operante en el corazón de los fieles. En la Liturgia, por otra parte, con
“sabia pedagogía”, la Iglesia proclama y escucha las Sagradas Escrituras siguiendo
el ritmo del año litúrgico, en cuyo centro resplandece el Misterio Pascual, al
que se refieren todos los misterios de Cristo y de la Historia de la Salvación,
los que se actualizan sacramentalmente[17].
Subrayando
esta idea, me viene a la memoria lo que enseñaba san Bernardo, un gran amante
de la Palabra:
“El que
me ama guardará mi Palabra; mi Padre lo amará y vendremos a fijar en él
nuestra morada”.
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He leído
también en otra parte:
“El que
teme al Señor obrará bien”. Pero veo que dice aún algo más acerca del que ama
a Dios y guarda su Palabra. ¿Dónde debo guardarla? No hay duda de que en el
corazón, como dice el profeta: “En mi corazón escondo tus consignas, así no
pecaré contra ti”.
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Conserva
tú también la Palabra de Dios, porque son “dichosos los que la conservan”. Que
ella entre hasta lo más íntimo de tu alma, que penetre tus afectos y hasta tus
mismas costumbres. Come lo bueno, y tu alma se deleitará como si comiera un
alimento sabroso. No te olvides de comer tu pan, no sea que se seque tu
corazón; antes bien, sacia tu alma con este manjar delicioso. Si guardas así la
Palabra de Dios es indudable que Dios te guardará a ti. Vendrá a ti el Hijo con
el Padre, vendrá el gran profeta que renovará a Jerusalén, y Él hará nuevas
todas las cosas. Gracias a esta venida, “nosotros, que somos imagen del hombre
terreno, seremos también imagen del hombre celestial”[18].
Jesús, al
enseñar a orar a sus discípulos, les dice: “Pidan y se les dará, busquen y
encontrarán, llamen y se les abrirá…” (Lc 11, 9). Es la base de los pasos que
conforman el método de la Lectio Divina: cito un texto del Monje Guigo en su
famosa carta al Hno. Gervasio (1173), quien nos transmitió la tradición de esta
forma de oración:
“La
lectura es un examen detenido de la Escritura realizado con espíritu atento.
La meditación es una operación reflexiva de la mente que investiga, con ayuda
de la razón, el conocimiento de la verdad oculta. La oración es una ferviente
elevación del corazón hacia Dios para alejar los males y recibir los bienes.
La contemplación es una elevación por encima de sí misma de la mente
suspendida en Dios, que degusta las alegría de la eterna dulzura. Una vez
descritos los cuatro grados, nos queda ahora por ver sus funciones.
La
lectura busca la dulzura de la vida bienaventurada, la meditación la
encuentra, la oración la pide y la contemplación la gusta. Por eso el Señor
mismo dice: “Buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. Buscad leyendo y
encontraréis meditando, llamad orando y se os abrirá contemplando. La lectura
pone, por así decirlo, el alimento sustancial en la boca, la meditación lo
mastica y tritura, la oración obtiene gustar, la contemplación es la dulzura
misma, que alegra y reconforta. La lectura sitúa en la corteza, la meditación
en la médula, la oración en la impetración del deseo y la contemplación en el
gozo de la dulzura obtenida” (…).
“De
todo esto podemos deducir que la lectura sin la meditación es árida, la
meditación sin la lectura errónea, la oración sin la meditación tibia, la
meditación sin la oración infructuosa; la oración fervorosa requiere la
contemplación, pero una contemplación adquirida sin oración es rara o
milagrosa (…) Lo cual Él mismo nos enseña a hacer cuando dice: “Pedid y
recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. Pues ahora el Reino
de los Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan”.
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5. Eucaristía, centro de nuestra catequesis de iniciación cristiana y
del itinerario permanente
La
centralidad de la Eucaristía es algo incuestionable y ya sabido; con sólo
recordar las palabras de Jesús en Cafarnaún, nos damos cuenta de ello:
“Les
aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no
tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera
comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi
sangre permanece en mí y yo en él…” (Jn 6, 53-56).
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Sería
hermoso poder desarrollar ampliamente este tema, pero quiero especialmente, con
respecto a la catequesis y a la Palabra de Dios, referirme al tema de la
Eucaristía y la catequesis.
El
catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una pauta imprescindible al
respecto: “La Liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y,
al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza (SC 10). Por tanto, es
el lugar privilegiado de la catequesis del Pueblo de Dios. ‘La catequesis está
intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en
los sacramentos, y sobre todo en la Eucaristía, donde Jesucristo actúa en
plenitud para la transformación d los hombres.
La
catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo (es
‘mistagogia’), procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo
significado, de los ‘sacramentos’ a los ‘misterios’”[19].
Tanto la
iniciación cristiana, como el itinerario catequístico permanente, tienen por
objetivo una “vida eucarística”, esto es, una vida cristiana centrada en la
vivencia del Misterio Pascual, que la comunidad celebra domingo a domingo con
todas la consecuencias que tiene el vivir de “una forma eucarística”[20]
nuestra fe y nuestro amor.
Sabemos
que la fuerza misma de la iniciación cristiana se fundamenta en los
sacramentos, donde Jesucristo actúa en plenitud. La catequesis de iniciación no
es, pues, una preparación para participar plenamente en la primera Eucaristía,
sino que es en la participación eucarística misma donde se va conformando el
ser cristiano, su personalidad, su vida coherente con la fe que se profesa y se
celebra en la comunidad. Aparece así la fuerza de la catequesis mistagógica,
que lleva a comprender, profundizar, encarnar en nuestras vidas el Misterio de
Cristo muerto y resucitado, integrándose en una auténtica comunidad pascual,
testigo de la Buena Noticia de Jesús resucitado. Las primeras comunidades
cristianas (cf. Hech 2, 42-47; 4, 37 y sigs.) nos dan ejemplo de esto:
centradas en la comunión fraterna, celebrando la “fracción de pan” y
perseverando “en la enseñanza de los Apóstoles”: la misma comunidad, el
testimonio apostólico, la vida fraterna, el Misterio que celebran –“Cristo
entre ustedes” (Col 1, 27)– es el marco propio en el que se forja la
personalidad del discípulo de Jesús: es el “camino” del discipulado, la Nueva
Vida que anuncian los Apóstoles (Cf. Hech 5, 20).
Así,
afirmamos que el primer y más importante encuentro y lugar de la catequesis es
la misma celebración dominical de la comunidad; es el primer e indispensable
“encuentro semanal”: es en ese ambiente, con la proclamación de la Palabra –que
es “Espíritu y Vida”– participando en forma cada vez más consciente y más
activa[21], se logrará el fruto deseado: “hacer un cristiano”. La catequesis,
no puede ser algo paralelo a la liturgia comunitaria y mucho menos algo
divorciado de ella; ¡cuánta lucha, en ciertas comunidades, para que los chicos
vayan a Misa! ¡Y ni qué hablar de los padres, primeros educadores y
transmisores de la fe! ¿Y los catequistas? Un día, un párroco, me dice: “¿Qué
quiere que haga, Padre, si ni los catequistas vienen a Misa!”. Creo que es un
tema que hay que encararlo con decisión y voluntad firme para una renovación
profunda. ¡Es todo un desafío! Metodológico, pastoral, incluso cultural. Me
animo a decir, una “revolución copernicana” en nuestras parroquias.
Como
decía más arriba, participando en la Misa dominical, en tres años leemos
prácticamente toda las Sagradas Escrituras –el Nuevo Testamento; del Antiguo,
sus partes más significativas- si sabemos aprovechar esto, podemos hacer una
catequesis hermosa, siguiendo el Año Litúrgico y la misma Historia de la
Salvación. Nos dice el Papa Benedicto: “Exhorto, pues, a los Pastores de la
Iglesia y a los agentes de pastoral a esforzarse en educar a todos los fieles a
gustar el sentido profundo de la Palabra de Dios que se despliega en la
liturgia a lo largo del año, mostrando los misterios centrales de nuestra
fe”[22]. Con buen método, mediante lectura orante, se ora, se aprende, se
profundiza en el mensaje mismo de la Biblia. Un encuentro semanal, otro día,
puede servir para completar y hacer un itinerario apropiado para sistematizar
los conceptos y tendiente a fijar los mismos en el proceso de enseñanza –propio
de la catequesis– y las actitudes básicas necesarias para la vida cristiana y
la integración práctica en la comunidad, dar la imprescindible impostación
vocacional, misionera, de compromiso con la realidad temporal (familiar,
escolar, etc.) en la que vive el catequizando.
Al
respecto, hay que hacer dos consideraciones que creo importantes: la primera,
referida a los subsidios catequísticos, los cuales han de ser reformulados
siguiendo la temática propia de los domingos a lo largo del año litúrgico,
teniendo en cuenta que, de hecho, lo comenzamos (según el calendario civil
propio del hemisferio sur) en cuaresma-pascua, lo cual nos facilita un comienzo
fuertemente kerygmático, centrado en el misterio fundamental de nuestra fe que
es la Pascua de resurrección; la segunda, es la oportunidad que nos brinda una
aplicación práctica del “Directorio para las Misas con niños”[23], que junto
con la Plegarias para las misas con niños del Misal Romano, son un instrumento
muy valioso para la iniciación a la vida eucarística en nuestra catequesis; el
mismo da muchas posibilidades pastorales prácticas; por ejemplo, en el Nº 17
dice: “Más aún, en algunas ocasiones, si las condiciones del lugar y las
personas lo permiten, puede ser oportuno celebrar con los niños la liturgia de
la palabra en un local separado, pero no demasiado alejado; antes de comenzar
la liturgia eucarística, serían introducidos en el sitio donde entre tanto los
adultos habrían celebrado su propia liturgia de la palabra”. Las posibilidades
que esto presenta son muy favorables a esta propuesta que estoy haciendo.
Agrego a
esto una idea más, que amplía la fuerza de esta idea y nos puede dar una pauta
para la pastoral catequística, litúrgica y comunitaria. Si la Palabra que se
proclama el domingo está bien comentada, explicada en la homilía, si está
acompañada de la catequesis, se puede proponer a toda la comunidad, a modo de
consigna semanal, ciertas actitudes o actividades concretas para vivir esa
Palabra. Entonces se produce un milagro: se construye la comunidad, y asentada
sobre roca, tal como lo enseña Jesús: Mt 7, 24-24-25. La comunidad, así,
desde la Eucaristía, es evangelizada y se convierte en comunidad
evangelizadora: da testimonio por la vivencia alegre y entusiasta del
Evangelio. Recordemos: “La Palabra construye comunidad, construye la
Iglesia”[24].
Este
planteo metodológico nos ayuda a superar ciertos problemas que dificultan el
proceso catequístico. El tema siempre reconocido pero nunca solucionado: ¿cómo
hacer para que los catequizandos –tanto niños como adultos– al concluir un
proceso catequístico continúen, integrados activamente en la comunidad? Es
lógico que si la finalidad de todo el esfuerzo apunta a que logren prepararse
para la primera comunión, al terminar el proceso, con este evento al final del
itinerario, es muy difícil que “perseveren”. No hay motivación, no hay
experiencia de comunidad, no hay “grupo afectivamente acogedor”. Los mismos
padres, están “aliviados, porque ya todo terminó”. Creo que el problema reside
en el concepto equivocado de nuestra catequesis: es “para” la primera comunión,
cuando sabemos que la iniciación cristiana es un proceso que tiene como
objetivo la inserción en el Misterio de Cristo, para vivir una vida cristiana
–como cristiano maduro en su fe– integrado en su comunidad. La participación y
comunión eucarística son el ámbito propio donde se desarrolla este proceso, y
constituyen etapas, medios del itinerario catecumenal. ¿Por qué la primera
comunión tiene que hacerse al final del proceso catequístico? ¿Por qué no
pueden nuestros catequizandos acercarse a comulgar, cuando reúnan las
condiciones necesarias, de acuerdo a su maduración personal? ¿No ayuda esto al
mismo proceso de formación? Esto implica un elemento que no siempre tenemos en
cuenta: la “sacramentalidad” de la catequesis –que no es lo mismo que una
“catequesis sacramentalista”–. Todo el proceso catecumenal de iniciación cristiana
es considerado como “un gran sacramento”, por la unidad intrínseca que hay
tanto entre los tres sacramentos de la iniciación como con el proceso gradual y
por etapas del catecumenado. Los sacramentos –eficaces “ex opere operatum”– por
su propio efecto, por la Gracia que otorgan, introducen en la vivencia misma
del Misterio Pascual de Cristo, identifican con Él, y además guían, conducen y
hace realidad el proceso de crecimiento y maduración de la fe, que es el fin de
la catequesis. Recordemos lo que dice el Catecismo de la Iglesia católica, en
el número que ya he citado anteriormente: “La catequesis está intrínsecamente
unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos, y
sobre todo en la Eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la
transformación de los hombres”. Esta frase del Catecismo (Nº 1074) es una cita
de CatechesiTradendae, documento post-sinodal de Juan Pablo IIº; en el
siguiente párrafo (1075), nos habla de la catequesis mistagógica, como
modalidad propia de la catequesis litúrgica. Que no es solamente catequesis
sobre la Liturgia, sino, fundamentalmente, desde la Liturgia. La inserción del
catequizando en la comunidad celebrante debe hacerse desde el mismo inicio del
proceso y su participación plena, recibiendo la comunión eucarística, ni bien
se den las condiciones propias para hacerlo –luego de un atento discernimiento
por parte del catequista, junto con el párroco y los padres mismos–. Así, será
normal que el la Misa dominical, semanalmente, algún o algunos catequizandos
reciban su primera comunión, logrando una vivencia espiritual profunda, sin
tanta alharaca social. Esto está, lo sabemos, a contrapelo de la cultura, y es
motivo de discusiones y peleas. La experiencia dice que si se explica bien, con
paciencia, después de haber hecho un trabajo evangelizador con los padres, es
posible. Para conformar a todos, puede hacerse también en alguna fecha
apropiada una “Fiesta Eucarística”, en la que se celebre la comunión de forma
conjunta, con todos los elementos festivos tradicionales; pero está será
posterior y de forma que no insinúe de ninguna manera la finalización del
proceso catequístico. Esto solicita una atención seria a la pastoral familiar
que debemos desarrollar con los padres de los niños de catequesis.
Así
logramos unir definitivamente la Liturgia y la catequesis, las cuales son
inseparables: una y otra se necesitan y complementan. No se trata, pues, de
hacer celebraciones a lo largo del proceso catequístico, sino que el mismo
proceso está conformado en torno a la Liturgia dominical –y por ende al Año
Litúrgico– y también es iluminado por la misma celebración, desde la Mesa de la
Palabra y la Mesa eucarística, donde se celebra el Misterio de la Pascua.
Hay otra
ventaja en esto: la comunidad, decimos, es fuente, cauce y meta de la
catequesis; solamente así, desde el corazón mismo de la comunidad celebrante,
se logrará este ideal. La celebración eucarística dominical es la manifestación
más plena de la comunidad de fe, esperanza y caridad que es la Iglesia, ya
“hace” a la misma Iglesia. Porque será la misma comunidad la que acoge,
acompaña, festeja, al catequizando. Y si este proceso se inicia –en el caso de
la catequesis de niños– cuando los mismos son muy pequeños, los mismos padres
los acompañan a la Misa y terminan siendo evangelizados, incorporándose a la
comunidad. ¿Deberemos pensar en adelantar la edad para el comienzo de la
catequesis? ¿Desde los tres años? ¿Por qué no?
6. Una pastoral orgánica como marco necesario
Otro tema
que nos preocupa es el de la pastoral orgánica, y creo que desde esta forma de
encarar la catequesis encontramos una pista para su implementación de manera
real y auténtica. Hasta ahora es una utopía: confundimos las cosas y reducimos
la organicidad pastoral a una mera coordinación y colaboración, a objetivos
comunes y proyectos planificados; todo esto está bien, es necesario y forma
parte de una pastoral. Todo, por supuesto, debe ser fruto del espíritu de
comunión, de una espiritualidad de comunión verdaderamente vivida.
La pastoral
orgánica va más allá, es algo más profundo e integral. Jesús da su mandato a
los discípulos: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y
hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo
les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 18, 18-20).
Este texto instituye la pastoral orgánica. La Iglesia continúa y prolonga en el
tiempo la presencia de Jesús, el Hijo de Dios encarnado[25], concretando en
cada época y en cada lugar la acción salvífica de Jesús. Es un mandato
misionero: “Vayan…”; es envío, misión, tarea, que es la del mismo Cristo. La
acción pastoral de la Iglesia tiene por autor principal a Jesús, que está con
nosotros siempre, y es una tarea integral, global; lo correcto es decir
“orgánica”, pues es la obra del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, que como
organismo vivo –que vive la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo–
realiza todo lo que Jesús manda y hace: anuncia la Buena Noticia del Reino,
hace discípulos, santifica bautizando, enseña a vivir un nuevo estilo de vida,
como Jesús nos ha mandado: “Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los
otros, como yo los he amado” (Jn 15, 12), para lo cual envía sobre nosotros el
Espíritu que todo lo hace nuevo. Cuando cada una de nuestras acciones
pastorales integre todas estas dimensiones, podremos entonces hablar de
organicidad en la pastoral; y para poder hacerlo es como se necesita la colaboración
subsidiaria de todos, el espíritu de comunión, el trabajar juntos, sin envidias
ni recelos, sino con la alegría, el entusiasmo, la parresía de los primeros
Apóstoles.
La
catequesis centrada en la eucaristía, que forma al discípulo para una vida
eucarística tiene la peculiaridad de ser de por sí orgánica: es anuncio, es
kerygmática; hace discípulos, comunidad de seguidores de Jesús; santifica,
bautizando, poniendo en camino de crecimiento de la Vida de Gracia; enseña lo
que Jesús mandó: una vida coherente, comprometida, que trabaja para la
presencia y extensión del reinado de Jesús en el mundo, construyendo la
civilización del amor. Tarea de toda la comunidad, en la cual, en espíritu de comunión y
participación, todos se integran y colaboran, como parte integrante de la vida
cristiana. Es una vida a la cual se invita, que se propone, de la cual se da
testimonio, y que es compartida por las familias, pequeñas iglesias domésticas.
Se trata, en definitiva, desde la Iglesia comunidad, hacer cristianos que vivan
su fe y su compromiso con la sociedad en y desde su comunidad. Un cristiano
hombre nuevo para el mundo nuevo que se inaugura con el advenimiento del
Reinado de Dios:
“El que
vive en Cristo es una nueva criatura; lo antiguo ha desaparecido, un ser
nuevo se ha hecho presente” (2 Cor 5, 17).
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Así la
catequesis de iniciación, como también la de adultos en itinerario permanente,
renueva las comunidades, renueva la pastoral, renueva la vida cristiana misma
de nuestros fieles creyentes.
Y todos
en comunión, creyendo, celebrando, compartiendo la vida, buscando el Reino de
Dios, “edificándonos mutuamente” con la fuerza de la Palabra.
Luis Guillermo Eichhorn
Obispo de Morón
NOTAS
[1]
Concilio Vaticano IIº, Dei Verbum, 21.
[2] Benedicto XVI, Verbum Domini, 86.
[3] Id. 74.
[4] Cf.: Heb 4, 12.
[5] Concilio Vaticano IIº, Dei Verbum, 2.
[6] Id. 21.
[7] Papa Francisco, Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica, 12 de abril de
2013.
[8] Cf. Benedicto XVI, Verbum Domini, 86.
[9] Benedicto XVI, Verbum Domini, 52.
[10] Id. 86.
[11] La Conferencia Episcopal Argentina ha publicado un subsidio “Servidores de
la Palabra”. Para preparar la homilía”, que tiene citas del CATIC y del
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, para cada domingo del año. Un
recurso valiosísimo para la catequesis.
[12] Card. Ratzinger, citado en el Documento de Aparecida, Nº 12.
[13] Benedicto XVI, Verbum Domini, 21.
[14] Documento de Aparecida, 252.
[15] Benedicto XVI, Verbum Domini, 86.
[16] Id.
[17] Cf.: Benedicto XVI, Verbum Domini, 52
[18] San Bernardo, abad. Sermón 5, en el Adviento del Señor.
[19] CATIC, 1074-1075.
[20] Benedicto XVI, SacramentumCaritatis, 3ª parte.
[21] Cf.: Concilio Vaticano IIº, SacrosanctumConcilium, 11.
[22] Benedicto XVI, Verbum Domini, 52.
[23] Directorio para la Misa con niños. 1º de noviembre de 1973, publicado por
la Secretaria de Estado del Vaticano por expreso mandato del Papa y por la
Sagrada Congregación para el Culto Divino. La Oficina del Libro de la CEA lo
publicó en el año 1995.
[24] Benedicto XVI, Verbum Domini, 86.
[25] Cf. Pablo VI, EvangeliiNuntiandi, 14.
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