En
este pasaje escuchamos una de las lecciones más bellas de Jesús sobre la mesa
abierta del Padre para todos, mesa en la que el Dios del Reino acoge a todos
los hombres y mujeres del mundo. Es verdad que es gratuito pero se requiere un
compromiso claro, el de las exigencias que plantea el discipulado, para poder
acceder.
“Atravesaba ciudades y pueblos enseñando,
mientras caminaba hacia Jerusalén” (Lucas 13,22). Con esta
primera frase del evangelio de este domingo contemplamos la geografía que
recorre un Jesús incansablemente misionero. Con la fuerza del Espíritu (ver
4,18), Jesús va sembrando la semilla de la Palabra en cada conglomerado humano
para hacer de él un jardín en el que germina la vida en abundancia (ver 8,15).
Al mismo tiempo, con libertad profética se va aproximando a la ciudad en la que
lo aguarda su destino y ni siquiera las amenazas contra su vida por parte del
rey Herodes lo apartan de su camino (ver
13,31-33).
En
este camino Jesús responde con firmeza las preguntas y requerimientos que se le
plantean: la de los hijos de Zebedeo (9,54), las de los tres candidatos al
discipulado (9,57.59.61), la del legista (10,26.29), la de Marta (10,40), la de
uno de los discípulos (11,1), la de una mujer anónima en medio de la multitud
(11,27), la de otro legista en un banquete (11,45), la del un hermano menor que
reclama la herencia (12,13), la de Pedro (12,41), la del jefe de la sinagoga
(13,14). Si observamos bien, en todos los casos Jesús nunca deja de responder y
siempre dice verdades incómodas, ateniéndose a la coherencia de su mensaje. Él
no quiere engañar a nadie con falsas ilusiones.
1.
Una nueva pregunta para Jesús
En
este camino se le plantea una nueva pregunta que lleva en el fondo una ironía:
“Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (13,23).
¿Qué
trasfondo e implicaciones tiene la pregunta? La pregunta tiene dos
presupuestos: (1) Jesús ha sido presentado en este evangelio como el “Salvador” (2,11) y (2) Jesús ha
planteado exigencias fuertes que pueden
llevar a pensar que la salvación es muy complicada. Todavía hay una tercera
idea en el fondo: ¿será que tendrá éxito la misión de Jesús? ¿cuántos llegarán hasta la meta siguiendo sus
pasos? ¿cuántos se quedarán en el camino?
Esta
pregunta no aparece porque sí. Quien la hace parece tener en mente también el
texto de Isaías 37,32: “Pues saldrá un Resto de Jerusalén, y supervivientes (“salvados”,
según LXX) del monte Sión”.
Este
esquema bíblico de un “Resto” de salvados de en medio de todo un pueblo pecador
– “el Resto de Israel”- no solamente estaba presente en la historia de Israel y
en la predicación de los profetas, sino
también en la cultura religiosa de los tiempos del Nuevo Testamento y aún un poco después. El tema se
volvió punto de discusión. Por ejemplo, mientras unos decían que “solamente pocos
serán salvados” (4 Esdras 8,3), por otro lado un grupo de escribas afirmaba que
“Israel entero tendrá parte en el mundo futuro” (Mishná, Sanedrín 10,1) y
solamente algunos pecadores particularmente culpables serán excluidos. También
hoy escuchamos voces que le hacen eco a las dos tendencias. ¿Pero será que ésta
es una pregunta válida? En el evangelio, Jesús no la desprecia. Cada persona
tiene que preguntarse por la salvación, el punto es cómo enfoca la cuestión.
Por tanto, que hoy coloquemos en primer plano el tema de la salvación, viene al
caso. Es esto lo que en última instancia buscamos, todo debe apuntar allá; por
eso hay que estar atentos, porque aún la multiplicidad de actividades pastorales
–todas ellas ciertamente- importantes- puede llevarnos al peligro de perder de
vista la búsqueda esencial, bajo riesgo de perder al final todos los esfuerzos.
Todo debe estar encaminado hacia la salvación.
Volviendo
al texto digamos que si, como se verá enseguida, la pregunta no está bien
planteada, quien lo hizo al menos tuvo la valentía de expresarla y, como
decimos hoy, “dio donde era”.
¿Cómo enfoca Jesús la
respuesta?
Jesús
no responde directamente la pregunta (ya vamos viendo que esto también es
frecuente en Jesús), sino que aprovecha la idea central y se pronuncia desde
otro nivel de comprensión más profundo. Jesús no responde con aritmética, no da
cifras y ni siquiera avanza aproximaciones sobre el número de los salvados; si
bien, dice una frase según la cual muchos “no” podrán (13,24b). Lo dice no como
una sentencia perentoria sino como un llamado de atención para que no suceda. Vemos
así cómo Jesús toma distancia del mundo de las especulaciones y más bien se
concentra
en lo que es necesario hacer para salvarse. Al responder de esta manera deja
implícito que todo el que quiera podrá ser salvado, siempre y cuando oriente su
vida en esa dirección. En esto ya hay una lección importante: la
preocupación por la salvación debe concretarse en un obrar según la justicia
(ver 11,42; 13, 27), o sea, configurar la propia vida en la de Jesús.
Para
explicar esto, acude a dos imágenes muy dicientes que iluminan lo que es la
entrada en Reino de Dios: la puerta estrecha y la puerta cerrada. La primera
aparece como una sencilla comparación lograda en una sola frase (13,24), la
segunda constituye toda una parábola (13,25-30).
2.
La “Puerta estrecha” o “el mientras tanto” (13,24)
La
imagen que aparece es la de una casa de considerables proporciones en la cual,
después de la puerta principal, sigue una gran sala de banquetes. “Puerta
estrecha”. Es una figura. No es que la puerta tenga solamente pocos centímetros
de ancho. No es que en la puerta del Reino haya obstáculos. No es que haya que
dar codazos para entrar a la fuerza en medio de otros que quieren hacerlo al
mismo tiempo. Simplemente quiere decir que hay que esforzarse, es decir, que
los buenos propósitos no son suficientes, hay que “hacer” cosas concretas para entrar.
Ahora
bien, con esto tampoco se quiere decir que una persona se salva solamente con
sus propios esfuerzos. Es claro que no: nadie se salva a sí mismo, en última
instancia todos somos salvados por Dios. El hecho es que ésta no se logra sin
nuestra participación, la pasividad no sirve. Si es verdad que Dios nos salva,
también es verdad que nos toma en serio como personas libres y responsables.
Al decir de nuestro Padre San Agustín podríamos decir: “El que te creó sin ti,
no te salvará sin ti”.
El
término “luchar” que aquí aparece es la traducción de un término griego que –en
su forma sustantivada- no nos es desconocido en la lengua castellana: “agonía”;
con él se describe también la oración de Jesús en 22,44. Pero esta palabra no
se refiere solamente a los que están en transe de muerte sino al esfuerzo
intenso que concentra todas las energías de una persona en función de un
objetivo, por eso era aplicado a los deportistas en las competencias. De esta
manera se “entra”. Con esa misma intensidad un discípulo de Jesús debe
canalizar sus mejores energías para vivir en santidad, no deseando otra cosa
que alcanzar la comunión con Dios superando los obstáculos y distinguiendo lo
prioritario de lo secundario. Este esfuerzo
espiritual y moral será recalcado más adelante en este evangelio, en 16,16b: “Y
todos se esfuerzan con violencia por entrar en él”.
En
la segunda parte de la respuesta -“Muchos pretenderán entrar y no podrán”
(13,24b)- vemos que de todas maneras Jesús se pronuncia en los mismos términos
de la pregunta pero, como ya se dijo, dándole otra orientación. Se le preguntó
si eran “pocos” los que alcanzaran la salvación, Jesús dice ahora que “muchos”
no lo lograrán. Manteniendo el presupuesto de que en principio ninguno es
excluido, ésta es una manera de decir que mucha gente que no quiera entrar
ahora, muy probablemente querrá hacerlo más tarde, pero entonces ya no lo
logrará. Y esto es lo que se va a ilustrar a continuación.
3.
La “Puerta cerrada” o “el ya para qué” (13,25-30)
“Cuando
el dueño de la casa se levante y cierre la puerta…” (13,25a).
La
enseñanza anterior ahora es completada: debemos esforzarnos, es verdad, pero a
tiempo: un día, con nuestra muerte, la puerta se cerrará y ahí se decidirá
nuestro destino. Nosotros no disponemos del tiempo de manera indefinida
(ver la parábola del “rico insensato”, 12,20). Es en ese momento en que se
cierra la puerta y quien desease estar dentro ya debía haber entrado primero.
Como
se puede ver, es Dios quien cierra la puerta, no nosotros. La hora de la muerte
se escapa a nuestro control. De ahí que haya que estar siempre preparados. En
este momento la parábola describe dos situaciones:
(1)
La solicitud extemporánea para entrar y la declaración final de la exclusión
(13,25-27).
(2)
El dolor inmenso de los que se quedaron fuera del banquete ante el precioso
espectáculo de la salvación que perdieron (13,28-29).
Inmediatamente
después, Jesús concluye con un proverbio que hace la aplicación de la parábola
(13,30).
La
solicitud extemporánea para entrar y la declaración final de la exclusión.(13,25-27)
Veamos
los datos del texto:
(1)
La
solicitud (13,25b)
“…Os
pondréis, los que estéis fuera, a llamar a la puerta, diciendo: ¡Señor,
ábrenos!” (13,25b).
Como
lo dramatiza la parábola ése no es el tiempo para tocar la puerta, esto tenía
que haberse hecho antes. Con esto se indica la seriedad del tiempo
presente. Puesto que no tenemos soberanía sobre el tiempo, no conviene aplazar
la conversión, desde el principio hay que comenzar a vivir el itinerario que
conduce a Dios. Es una mala decisión dejar para el tiempo de
la vejez la preocupación por la salvación.
(2)
La
declaración final de la “auto-exclusión” (13,25c)
“No
sé de donde sois” (12,35c.27a)
Dos
veces se les dice: “No los conozco”. La frase citada calca la fórmula del
veredicto de excomunión israelita; con ella se declaraba la desvinculación de
la comunidad y la ruptura de toda comunión personal con el implicado. ¿Por
qué dice que no los conoce? Porque para participar de la comunión con Dios se
exige la identificación con Él. Esto se explica en las frases que siguen:
“hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas” (13,26a) y
“retiraos de mi, todos los agentes de injusticia” (13,27b).
Pongámosle
atención a estas dos frases. Frente al argumento de la comunión externa
(“comer, beber, enseñarles”), aparece otro más fuerte: son “agentes (=obreros)
de injusticia”, es decir, no están en comunión de vida con Dios. “Agente de
injusticia” es aquel que desprecia la voluntad de Dios. Para nada sirven los privilegios
anotados, que no eran más que una atracción para entrar en el Reino (el primer
compartir de mesa era una invitación para la segunda), si no hay compromiso con
la justicia del Reino, si no se comparte su estilo de vida poniendo en práctica
sus enseñanzas (que es el verdadero sentido de la comunión de mesa).
Pero
el rechazo tan tajante que se nota en la voz del dueño de la casa (voz de Dios)
podría causar alguna extrañeza a los lectores. El rechazo tiene su razón de
ser; lo que quiere decir es que Dios no comparte nuestras injusticias: ¿si una
persona no está de acuerdo en vivir en comunión con la voluntad de Dios, cómo
puede aspirar a vivir la comunión definitiva de vida con Él? Entonces, en
realidad es cada uno quien se auto-excluye.
La
comunión con Dios comienza a partir de la comunión con su querer. Una persona que lo rechaza se excluye a sí misma de la salvación. La
salvación consiste en la comunión eterna con Dios que es la fuente y la
plenitud de la vida. ¿Nos salvaremos? Como se muestra en la parábola, Dios no
hace más que respetar y confirmar la decisión de cada persona.
El
dolor inmenso de los que se quedaron fuera del banquete ante el precioso
espectáculo de la salvación que perdieron (13,28-29).
“Cuando
veáis”. De repente, desde fuera los excluidos de la salvación ven lo que pasa
en la sala del banquete, que es símbolo del Reino definitivo. Dos escenas contrapuestas
aparecen ahora: el llanto amargo de los excluidos y la comunión festiva de los
salvados.
La amargura de la
soledad.
“Allí
será el llanto y el rechinar de dientes…” (13,28a). Los rechazados sumidos en
la más intensa soledad lloran de manera inconsolable la ocasión perdida y la
humillación: “mientras a vosotros os echan fuera” (13,28d). La alusión al
“rechinar de dientes” (ver Prov 19,12a) da la nota trágica: describe rabia
amarga; consigo mismos, por supuesto.
En
este gran sentimiento de impotencia el llorar es expresión de duelo por lo que
no se pudo alcanzar (ver el tercer “¡Ay!” de 6,25b) y que sólo pueden ver de
lejos.
La alegría de la
comunión.
La
vida eterna es presentada como una fiesta comunitaria con el Señor en el Reino
de Dios. La imagen de la mesa compartida destaca la profunda intimidad con Dios
y la participación de su vida que allí se da. Pero no sólo con Dios, también
con los demás. Aquí la comunión con Dios y con los demás es plenitud de alegría
y de fiesta; la salvación es el máximo de la felicidad. Entonces la mirada de
los excluidos va repasando lentamente la sala y va observando quiénes son los
comensales del Reino, cómo está compuesta la comunidad de los salvados. Allí se
distinguen tres grupos de personajes:
(a)
los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob (13,28b);
(b)
todos los profetas (13,28c);
(c)
gente proveniente de los cuatro puntos cardinales, o sea, de todas las naciones
del mundo (13,29a).
Por
tanto, la plenitud y la riqueza de nuestra vida humana consiste también en la
plenitud y la profundidad de nuestras relaciones con las demás personas. Con la
muerte, las relaciones humanas no se acaban sino que alcanzan su máximo nivel
de profundidad. Pero hay un aspecto histórico importante que está relacionado
con la salvación. Ésta hay que verla a partir de las grandes acciones de Dios
por su pueblo a lo largo de la historia de la salvación que comienza con
Abraham (quien aquí preside la mesa). Esta
obra de Dios por su pueblo se extiende, a partir de Jesús, a todos los pueblos
de la tierra (los que en la parábola van llegando de los cuatro puntos
cardinales; 13,29). Con esto se quiere decir que todos los que entran en el
Reino inaugurado en Jesús se hacen también miembros del pueblo elegido, y que
el pueblo elegido se hace uno solo -en la Alianza con Dios- con todos los
pueblos de la tierra: “se sentarán a la mesa del Reino de Dios” (13,29b).
Aplicación de la
parábola (13,30).
Con
un proverbio Jesús hace la aplicación de la parábola y así concluye su
enseñanza: “Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos”
(13,30). El dicho se entiende observando la composición de la mesa. Los
primeros (los judíos) y los últimos (los paganos) pasan todos por la misma
puerta: la exigencia es la misma para todos. En el intercambio radical de
lugares entre ellos vemos al mismo tiempo una crítica para los primeros –que
tuvieron la honra de pertenecer al pueblo de Abraham y los profetas- y un
anuncio de esperanza para los últimos –que tuvieron todas esas ventajas
históricas-.
La
llegada de los últimos no excluía a los primeros, pero estos mismos se hicieron
últimos –quedaron al nivel de los que antes no conocían a Dios- cuando se
autoexcluyeron de la comunión con Dios por no vivir en sintonía con su querer.
Al final, ante Jesús cada uno se hace “primero” o “último” según su decisión.
Finalmente
una palabra de esperanza: quienes se hicieron “agentes de justicia” (lo
contrario de lo que dice el v.27) saben ahora que su identificación de vida con
Jesús les abrió las puertas del Reino no importando que no fueran “primero”
miembros del pueblo elegido.
(Aporte
del P. Fidel Oñoro CJM, Estudio bíblico del Cebipal, CELAM)