Domingo 9 de junio
de 2019.
Hechos de los Apóstoles 2-1-11; 1° Corintios
12,3-7.12-13; San Juan 20,19-23.
“Eran odres nuevos
a la espera del vino nuevo que llegó del cielo.
El gran racimo ya
había sido pisado y glorificado” (San Agustín)
Oración inicial:
“Dios
nuestro, Espíritu inasible, Luz de toda luz, Amor que está en todo amor, Fuerza
y Vida que alienta en toda la Creación: derrámate hoy de nuevo sobre toda la
creación y sobre todos los pueblos, para que buscándote más allá de los
diferentes nombres con que te invocamos, podamos encontrarte, y podamos
encontrarnos en ti unidos en amor a todo lo que existe. Tú que vives y haces
vivir, por los siglos de los siglos. Amén.
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Hechos de los Apóstoles 2-1-11; 1° Corintios
12,3-7.12-13; San Juan 20,19-23.
Claves de lectura:
1. «Se llenaron todos
del Espíritu Santo». (1° Lectura)
El Espíritu Santo es la
persona más misteriosa en Dios, por lo que puede manifestarse de múltiples
formas: como viento recio y fuego, tal y como lo presenta la primera lectura,
en la que se narra el acontecimiento de Pentecostés; pero también de una forma
enteramente suave, silenciosa e interior, como se lo describe en la segunda
lectura, donde de lo que se trata es de dejarse guiar por su voz y su moción
interior. Sea cual sea la forma en que se nos comunique, el Espíritu Santo es
siempre el intérprete de Cristo, quien nos lo envía para que comprendamos el
significado de su persona, de su palabra, de su vida y de su pasión en su
verdadera profundidad.
La llegada del Espíritu
como un viento recio nos muestra su libertad: «El viento sopla donde quiere y
oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3,8). Y si
además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno
de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a
hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan
inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen
siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido, como de un viento recio,
hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos
comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este
mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que
estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.
2. «Los que se dejan
llevar por el Espíritu de Dios». (2° Lectura)
Con esto estamos ya en
la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en
las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento
impetuoso por el que debemos «dejarnos llevar» si queremos ser hijos de Dios;
pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos
de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este
«espíritu de esclavitud» Pablo lo llama «carne», es decir, una manera de
entender, buscar y codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes,
que nos fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en
nosotros, nos damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo
terreno en modo alguno es una fatalidad: «Estamos en deuda, pero no con la
carne para vivir carnalmente», sino que podemos ya, como hombres espirituales,
ser dueños de nuestros instintos. Pero esto no por un desprecio orgulloso de la
carne, sino porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser
hijos de Dios. Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de
nosotros hombres espirituales orgullosos o arrogantes, sino que hace resonar en
nosotros el grito del Hijo: «¡Abba! (Padre)».
3. «El Espíritu Santo
será quien les lo enseñe todo». (Evangelio)
El evangelio explica
esta paradoja: el Espíritu se nos envía para introducirnos en la verdad
completa de Cristo, que nos revela al Padre. Es el Espíritu del amor entre el
Padre y el Hijo, y nos introduce en este amor. Al comunicarse a nosotros, nos
comunica el amor trinitario, y para nosotros criaturas el acceso a este amor es
el Hijo como revelador del Padre. De este modo el Espíritu acrecienta en
nosotros el recuerdo y profundiza la inteligencia de todo lo que Jesús nos ha
comunicado de Dios mediante su vida y su enseñanza.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las
lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 252 ss.)
MEDITACIÓN.
EL ESPIRITU SANTO ES EL
DON DE LA PASCUA.
Pentecostés culmina las
celebraciones pascuales: éste es el sentido de la fiesta de hoy y el que
debería tener la homilía. El ES no es "otra cosa" que se añada a la
Pascua o que venga después. El evangelio de hoy nos ayuda a superar la
pretensión historicista de Lucas y a establecer la relación entre el Espíritu
Santo y la Pascua.
Porque el Espíritu es el
gran don de la Pascua: es el Señor de la Pascua quien nos lo envía, y es él, el
Espíritu, quien nos permite confesar a Jesús como Señor. Celebrar Pentecostés
es "actualizar" la Pascua, hacerla realidad en nuestra vida.
Si todos los santos
tienen octava, ¡Pascua tiene siete! Hoy celebramos, como coronación, la fiesta
de Pentecostés (que significa, precisamente, día quincuagésimo). El evangelio
nos presenta a Jesús en medio de sus discípulos diciéndoles: Reciban el Espíritu
Santo. Hoy nos detenemos a contemplar y agradecer de un modo especial este don.
Pero el Espíritu no viene solamente cincuenta días después, sino que está
íntimamente vinculado a la fiesta de Pascua.
Más aún: Es Jesús, el
Señor de la Pascua quien nos comunica su Espíritu. El Espíritu del Padre, la
fuerza que da vida al mundo, el Espíritu que reposa sobre Jesús y al que él ha
sido totalmente fiel... también es enviado a nosotros. Es el gran don de la
Pascua: un don -un Espíritu- que nos penetra con su fuerza y nos renueva
profundamente. Que nos permite esperar más allá de nuestras propias fuerzas y
de nuestras perspectivas: como Jesús, que, clavado en la cruz, exclama:
"¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!". Que nos permite
reconocer a Jesús como Señor. El Espíritu es el don por excelencia: ni nace de
nuestras propias fuerzas ni nosotros podemos conquistarlo. Nos es dado
gratuitamente por el Señor resucitado.
Con la fiesta de hoy
culminamos las celebraciones pascuales. Pero, ¿habéis caído en la cuenta de que
aquello que hace que la Pascua no sea un simple hecho exterior a nosotros,
alejado en el espacio y el tiempo, es precisamente el hecho de que nos ha sido
dado el Espíritu? Sin el Espíritu del Padre y Jesús, no podríamos reconocer a
Jesús como Señor ni invocar a Dios como Padre, ni esperar el triunfo ni la vida
total y plena. Todo cuanto nace de la tierra o del corazón humano es pequeño y
exiguo, hecho a nuestra medida. La Pascua es la medida de Dios. El Espíritu
ensancha nuestro corazón de acuerdo con sus perspectivas.
(Aporte de J. TOTOSAUS, MISA
DOMINICAL 1981, 12)
Para la reflexión
personal y grupal:
¿Qué espíritu respiramos nosotros y respira la sociedad? ¿Nos
distinguimos los cristianos por el Espíritu del Señor?
ORACIÓN –
CONTEMPLACIÓN.
La vida lleva hoy a
muchos hombres y mujeres a vivir volcados hacia lo exterior, los ruidos, las
prisas y la agitación. Al hombre de hoy le cuesta adentrarse en su propia
interioridad. Tiene miedo a encontrarse consigo mismo, con su propio vacío
interior o su mediocridad.
Por otra parte, se han
producido cambios tan profundos durante estos años que la fe de muchos se ha
visto gravemente sacudida. Son bastantes los que ya no aciertan a rezar. No
sienten nada por dentro. Dios se les ha quedado como algo muy lejano e irreal,
alguien con quien ya no saben encontrarse.
¿Qué puede significar
entonces hablar de Pentecostés o del Espíritu Santo? ¿Puede, acaso, el Espíritu
de Dios liberarnos de esa tentación de vivir siempre huyendo de nosotros
mismos? ¿Puede despertar de nuevo en nosotros la fe en Dios? Y, sobre todo,
¿puede uno abrirse hoy a la acción del Espíritu?
Tal vez, lo primero es
confiar en Dios que nos comprende y acoge tal como somos, con nuestra
mediocridad y falta de fe. Dios no ha cambiado, por mucho que hayamos cambiado
nosotros. Dios sigue ahí mirando nuestra vida con amor.
Después, necesitamos
probablemente pararnos y, simplemente, estar. Detenernos por un momento para
aceptarnos a nosotros mismos con paz y amor, y escuchar los deseos y la
necesidad que hay en nosotros de una vida diferente y más abierta a Dios. Es
fácil que nos encontremos llenos de miedos, preocupaciones o confusión. Tal
vez, necesitamos purificar nuestra mirada interior. Despertar en nosotros el
deseo de la verdad y la transparencia ante Dios. Liberarnos de aquello que nos
enturbia por dentro y clarificar qué es lo que deseamos en este momento de
nuestra vida.
Es fácil también que la
falta de amor sea la fuente más importante de nuestro malestar. Ese egoísmo que
nos penetra por todas partes, nos encierra en nosotros mismos y nos impide ser
más sensibles a los sufrimientos, necesidades y problemas, incluso de aquellos
a los que decimos querer más. ¿No necesitamos en el fondo vivir de manera más
generosa y desinteresada? ¿No habría más paz y alegría en nuestra vida?
No olvidemos que el
Espíritu Santo es «dador de vida». Siempre que nos abrimos a su acción, aunque
sea de manera pobre e incierta, él nos hace gustar los frutos de una vida más
sana y acertada: «amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad,
sencillez, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, SIN PERDER LA DIRECCION,
Escuchando a San Lucas.
Ciclo C, SAN SEBASTIAN 1994. Pág. 55 s.)
Oración final:
“Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la Gloria: ilumina nuestra mirada
interior para que, viendo lo que esperamos a raíz de tu llamado, y entendiendo
la herencia grande y gloriosa que reservas a tus santos, comprendamos con qué
extraordinaria fuerza actúa en favor de los que creemos”. Amén.
Hno. Javier.