Imaginemos que un día encendemos nuestro televisor y nos encontramos con una película que nos resulta atrayente. Pero a los pocos segundos, al comenzar un diálogo entre los personajes, no reconocemos ni una sola palabra y ni siquiera identificamos su idioma. Esperamos ansiosos los subtítulos que traduzcan lo que se dice, pero estos nunca aparecen. Mientras la incomprensible conversación continúa avanzando, hacemos el intento de entender algo, pero pese a nuestro esfuerzo no logramos nada. Sólo vemos personas que pronuncian palabras desconocidas. Todo parece tener sentido para ellos: ríen o lloran, se enojan o entristecen. Sin embargo, para nosotros, todo resulta distante e inaccesible. ¿Cuánto tardaríamos en cambiar de canal? Seguramente muy poco.
No es ningún secreto si afirmamos que en nuestra sociedad, la Liturgia de la Iglesia es un lenguaje que pocos hablan. La gran mayoría de los católicos no sabe por qué la gente se para, se sienta o se arrodilla. Desconocen el significado de palabras que se repiten constantemente como “gloria”, “aleluya”, “gracia” y mil otras. Se ven sometidos a silencios que les resultan sólo espacios vacíos y en los cuales no saben qué hacer. Y todo esto, sólo por poner algunos ejemplos. Hoy es indispensable una catequesis que introduzca gradualmente a quienes aún no lo conocen, a este modo nuevo de escuchar a Dios y de expresarnos ante Él y los hermanos, tal como la Liturgia requiere.
¿Cómo podemos enojarnos cuando alguien entra al Templo como si nada, si nunca lo ayudamos a comprender que este era un lugar distinto, un espacio sagrado? Y no bastará con explicárselo sólo intelectualmente. Habrá que ayudarlo a hacer experiencia de lo que eso significa. No como algo instantáneo, sino sabiendo que requerirá de paciencia y dedicación, de un acompañamiento afectuoso y comprensivo que no le demande ir más allá de lo que él puede en esta etapa. Y siempre deberemos esforzarnos para que perciba nuestra enseñanza como una invitación a participar de una Buena Noticia.
¡Cuántas veces nos damos vuelta con cara de pocos amigos porque alguien habla en la Misa! Pero ¿quién se ha tomado la molestia de explicar a esa persona el valor del silencio como espacio de interioridad y diálogo con Dios? ¿Quién ha ayudado a los que no lo saben, a entender que en las palabras que dice el sacerdote habla por nosotros a Dios o nos habla en nombre del Señor? Nosotros no nos privaríamos de hablarle a un familiar que está sentado frente a la tele, si están pasando un cortometraje en japonés y sabemos que él no habla ese idioma.
Estas situaciones nos plantean una doble necesidad. En primer lugar hemos de asumir la tarea catequística de enseñar a celebrar la vida y la fe. No hacerlo es un modo de marginar a quienes no entienden su lenguaje. En segundo término, hemos de asumir la tarea de traducir a un lenguaje más accesible todas las palabras y gestos de la Liturgia (y si no pueden traducirse porque responden a normas fijas, al menos le podremos poner subtítulos que sirvan de ayuda a muchos).
En sus orígenes, en tiempos del imperio de Roma, la Iglesia asumió el latín como lengua propia, para que la mayoría del mundo conocido pudiera comprender lo que celebraba. Siglos después, lo abandonó por la lengua de cada lugar, con el mismo sentido. Tenemos que preguntarnos hoy, qué cosas debemos asumir y cuáles tenemos que dejar para que todos puedan seguir celebrando a Jesucristo como Él lo merece, como nosotros lo necesitamos. Mientras lo hacemos, la catequesis deberá prestar especial atención a esta problemática y hacerse puente que acerque a aquellos que no conocen el lenguaje litúrgico, a la participación de un encuentro con Dios que sea verdadera fiesta.