Cuando yo nací, él tenía cincuenta años y fue un amo de casa mucho
antes que se inventara el término. Yo ignoraba porque él estaba en casa y mama
no, pero era la única entre mis amigos que tenía el papa cerca. Y me
consideraba muy afortunada.
En los años de la escuela primaria papa hizo mucho por mí. Convenció
al chofer del transporte escolar que viniera por mí hasta la casa, en vez de
recogerme en la entrada de los autobuses, seis cuadras más allá. Cuando llegaba
a casa, siempre encontraba el almuerzo listo: por lo general un sándwich de
manteca de maní y jalea con una forma alusiva a la fecha. Mi preferido era el
de Navidad: los sándwiches estaban rociados con azúcar verde y cortado en forma
de árbol.Al crecer, en mis intentos de ser independiente quise apartarme de estas señales infantiles de su amor. Pero él no estaba dispuesto a capitular. En el secundario, como yo ya no podía ir a casa a almorzar, comencé a llevarme una vianda. Papa se levantaba algo más temprano y me lo preparaba. Yo nunca sabía a qué atenerme. A veces el exterior de la bolsa tenía un paisaje de montaña pintado por el (acabo por ser una marca de fábrica), o un corazón con la inscripción Papa- y Angie. Adentro siempre había una servilleta con el mismo corazón o un “te quiero”. Muchas veces escribía un chiste , una adivinanza, tal como :¿porque en vez de llamarlas papayas no se llaman mamayas?. Siempre tenía algún dicho gracioso para sacarme una sonrisa y hacerme saber cuánto me amaba.
Solía esconder mi almuerzo para que nadie viera esas inscripciones, pero eso no duro mucho tiempo. Un día, un amigo vio esas servilletas y me la arrebato para hacerla circular por el comedor. La cara me ardía d vergüenza. Para mi sorpresa, al día siguiente todos mis compañeros estaban a la espera de ver la servilleta. Por la manera que actuaban, pienso que todos habrían querido tener a alguien que les demostrara tanto amor. Yo estaba muy orgullosa de tener un padre como el. Siguió haciéndome esas servilletas durante todo el secundario; aún conservo la mayoría.
Y la cosa no termino allí. Cuando deje el hogar para ir a la universidad, pensé que los mensajes terminarían. Pero tanto mis amigos como yo nos alegramos de que aquellos gestos continuaran.
Como ya no podía ver a papa todos los días, lo llamaba mucho por teléfono. ¡Qué facturas de teléfono las mía!. No importaba tanto lo que nos dijéramos: me bastaba con oír su voz.
Durante ese primer año establecimos una suerte de rito que mantuvimos siempre. Cada vez que me despedía, el preguntaba invariablemente:
-¿Angie?
-¿si, papá?-te amo.
-yo también te amo, papá.
Comencé a recibir cartas casi todos los viernes. El personal de recepción siempre sabia quien las enviaba: el remitente decía :El Grandote. Muchas veces los sobres traían la dirección en crayón y además de las cartas, generalmente traían dibujos del perro, del gato, dibujos infantiles de él y de mama; si yo había pasado en cas el fin de semana anterior, dibujos donde se me veía con mis amigos, corriendo por el pueblo, son la casa como meta. También seguía con su paisaje de montaña y la leyenda inscripta en el corazón: Papa y Angie.
La correspondencia se entregaba todos los días antes del almuerzo, así
que yo llevaba sus cartas a la cafetería. Me di cuenta que era inútil esconderlas
porque mi compañera de cuarto era una amiga del secundario y sabia de las
servilletas. Pronto se convirtió en el rito de los viernes por la tarde. Mientras
yo leía las cartas, el dibujo y el sobre circulaban entre las demás.
Fue por entonces que papa enfermo de cáncer. Si el viernes no recibía
carta, era porque se sentía muy mal y no podía escribir. Solía levantarse a las
cuatro de la madrugada para sentarse a redactarlas en tranquilidad en la casa
silenciosa. Si pedía la entrega del viernes , las cartas llegaban por lo
general uno o dos días después. Pero nunca faltaban.
Mis amigos solían llamarlo “el mejor papa del mundo”. Un día le
enviaron una tarjeta, firmada por todos, en el que le otorgaban ese título. Creo
que nos enseñó a todos lo que significaba el amor paterno. No me sorprendería que
mis amigos empezaran a enviarles servilletas a sus hijos, pues él les dejo la
marca indeleble, inspirándolos a dar a sus propios hijos la clara expresión del
amor.
Durante los cuatro años de universidad sus cartas y sus llamadas se
sucedieron con regularidad. Pero llego el día en que decidí ir a casa y estar
con él, pues se había agravado y nos quedaba poco tiempo para estar juntos. Fueron
esos días más difíciles de mi vida. Fue duro ver a ese hombre siempre jovial,
envejecer más allá de sus años. Al final non me reconocía; solía confundirme
con alguna parienta a la que no veía tiempo atrás. Aunque yo sabía que era a
causa de su enfermedad, me dolía que no pudiera recordar mi nombre.
Un par de días antes de su muerte estuvimos solos en su cuarto del
hospital, mirando televisión tomados de la mano. Cuando me preparaba para
salir, él dijo: -¿Angie?
-¿si papa? – te quiero.
-yo también te quiero, papa.
Fin
Autor anónimo
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