Éxodo 32,7-11.13-14; 1° Timoteo 1,12-17;  San Lucas 15,1-32.
Domingo 15 de
septiembre de 2019.
Oración para iniciar la Lectio Divina.
“Aquí nos tienes, Señor, abriendo tus Escrituras,
pidiendo de tus honduras, el don del Espíritu Santo.
Venga a nosotros soplando, despertando corazones,
acogiendo entre sus dones, el poder hoy escucharte.
Danos oídos atentos y mirada penetrante,
mantén el alma expectante a tu Palabra Divina.
Sea ella nuestra guía mientras vamos caminando
y por la vida anunciando tu presencia peregrina”. Amén.
(Hno. Javier)
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Éxodo 32,7-11.13-14; 1° Timoteo
1,12-17;  San Lucas 15,1-32.
Claves de lectura.
1. «Pero Dios tuvo
compasión de mí». (2° Lectura)
Todos los textos hablan
hoy de la misericordia de Dios. La misericordia es ya en la  Antigua
Alianza el atributo de Dios que da acceso a lo más íntimo de su corazón. En
la  segunda lectura Pablo se muestra como un puro producto de la
misericordia divina,  diciendo dos veces: «Dios tuvo compasión de mí», y
esto para que «pudiera ser modelo de  todos los que creerán en él»: «Se
fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes  era un blasfemo,
un perseguidor y un violento». Y esto por una obcecación que Dios con su 
potente luz transformó en una ceguera benigna, para que después «se le cayeran
de los  ojos una especie de escamas». Pablo, para poner de relieve la
total paradoja de la  misericordia de Dios, se pone en el último lugar: se
designa como «el primero de los  pecadores», para que aparezca en él «toda
la paciencia» de Cristo, y se convierte así en  objeto de demostración de
la misericordia de Dios en beneficio de la Iglesia por los siglos  de los
siglos.
2. «Y busca con
cuidado».  (Evangelio)
El evangelio de hoy
cuenta las tres parábolas de la misericordia divina. Dios no es 
simplemente el Padre bueno que perdona cuando un pecador se arrepiente y vuelve
a  casa, sino que «busca al que se ha perdido hasta que lo encuentra». Así
en la parábola de  la oveja y de la dracma perdidas. En la tercera
parábola el padre no espera en casa al hijo  pródigo, sino que corre a su
encuentro, se le echa al cuello y se pone a besarlo. Que Dios  busque al
que se ha perdido, no quiere decir que no sepa dónde se encuentra éste,
indica  simplemente que busca los caminos -si alguno de ellos es el
adecuado- en los que el  pecador puede encontrar el camino de vuelta. Tal
es el esfuerzo de Dios, que se manifiesta  en último término en el riesgo
supremo de entregar a su Hijo por el mundo perdido. Cuando  el Hijo
desciende a la más profunda hondura del pecador, hasta la pérdida del Padre,
se  está realizando el esfuerzo más penoso de Dios a la búsqueda del
hombre perdido. «La  prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo
nosotros todavía pecadores, murió por  nosotros» (Rm 5 ,8).
3. Apelación al corazón
de Dios. (1°Lectura)
La primera lectura, en
la que Moisés impide que se encienda la ira de Dios contra su  pueblo y,
por así decirlo, trata de hacerle cambiar de opinión, parece contradecir
en  principio lo dicho hasta ahora. Pero en el fondo no es así. Aunque la
ira de Dios está más  que justificada, Moisés apela a los sentimientos más
profundos de Dios, a su fidelidad a los  patriarcas y por tanto también al
pueblo, lo que hace que Dios, más allá de su indignación,  reconsidere su
actitud en lo más íntimo de su corazón. Moisés apela a lo más divino que 
hay en Dios. Este corazón de Dios tampoco dejará de latir cuando tenga que
experimentar  que el pueblo prácticamente ha roto la alianza y tenga que
enviarlo al exilio. Ningún  destierro de Israel puede ser definitivo. «Si
somos infieles, él permanece fiel, porque no  puede negarse a sí mismo» (2
Tm 2,13).
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 282 ss.)
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 282 ss.)
MEDITACIÓN.
Siempre hay salida.
Tomás de Aquino decía
que «a Dios no podemos ofenderlo a menos que  actuemos contra nuestro
bien». Es una frase poco citada y que, sin embargo, constituye una 
espléndida formulación de lo que es esa palabra, «pecado», que aparece en
tantas páginas  de la Biblia. En la misma línea, un gran exegeta, S.
Lyonnet, afirma que para la Biblia el  pecado aparece como la negativa del
hombre a dejarse amar por Dios.
Hoy hemos escuchado un
evangelio excepcionalmente largo. Las normas litúrgicas  permiten que sólo
se lean las dos primeras parábolas y que se pueda omitir la del «padre 
bueno» -y no tanto del hijo pródigo o de los dos hermanos-, que hemos escuchado
otra vez  durante la cuaresma. Pero, ¿quién se atreve a recortar este
texto impresionante que es la  mejor definición del amor de Dios, que se
nos ha manifestado en Cristo Jesús? 
Un comentarista de estas
parábolas afirma que constituyen la quintaesencia del evangelio  o «el
evangelio del evangelio»; la buena noticia dentro de un relato que es todo él,
a su vez,  una buena y feliz noticia. Porque Jesús no nos da grandes
definiciones sobre quién es Dios,  sino que nos lo presenta actuando, en
esas parábolas que nos acercan más al misterio de  Dios que los conceptos
intelectuales.
Después de leer estas
parábolas se entiende mejor por qué Jesús llama a Dios con ese  nombre
sorprendente -tan impresionante que ha sido conservado en la propia lengua de 
Jesús- Abba, «papito», la expresión familiar e infantil usada por los niños al
dirigirse a su  padre.
Las tres parábolas
vienen precedidas por una introducción: el escándalo de los fariseos y 
letrados porque «ese acoge a los pecadores y come con ellos». Y ese aprovecha
esta  ocasión para darles y darnos una lección sobre quién es Dios. La
parábola de la oveja  perdida aparece también en el evangelio de Mateo,
pero en un contexto distinto: mientras  Mateo subraya la idea de ir a
buscar la oveja perdida, Lucas pone en primer plano la alegría  de haberla
encontrado. La parábola de la dracma perdida está únicamente en Lucas: es
la  mujer que sólo tiene diez moneditas de plata para la sarta de su
tocado. Barre la habitación  oscura, que sólo tiene una apertura -la
puerta- con la esperanza de oír el tintinear de la  moneda en el suelo.
Las dos parábolas acaban
con una formulación similar: «¡Felicítenme! He encontrado a la  oveja o a
la moneda que se me había perdido». No dice felicitad a la oveja que ha vuelto a 
la seguridad del redil, cargada sobre los hombros del pastor, sino que Dios dice:
felicítenme  a mí, compartan mi alegría porque yo he encontrado lo que
amaba y se me había perdido. Y  el relato del Padre bueno expresa la
alegría del que ha recuperado a este hijo suyo que  había muerto y ha
vuelto a vivir, que se había perdido y se le ha encontrado. Por eso hay 
que hacer fiesta y alegrarse, porque «habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que  se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse».
Hace pocos días un joven
me cuestionaba durante una confesión qué es lo que significa  realmente la
reconciliación con Dios. Es algo que tenemos como asumido y quizá poco 
rumiado y meditado. Recuerdo una vieja canción infantil, cuyo texto decía así:
«Vamos, niños, al sagrario, que Jesús llorando está». Creo que ese texto
refleja algo de lo que  seguimos sintiendo sobre nuestro pecado.
En aquellos viejos
ejercicios predicados del pasado se nos decía que nuestros pecados 
descargaban sobre el cuerpo de Jesús en su flagelación o se convertían en las
espinas de  la corona, sobre la que los soldados del pretorio descargaban
sus golpes. En los días de  carnaval se exponía el Santísimo y se
organizaban «horas santas», porque el Señor estaba  triste por los pecados
de los hombres, y nosotros acudíamos a repararle. Hay que decir, con 
contundencia, que este planteamiento no es correcto: que Cristo resucitado está
junto a  Dios y participa del gozo del cielo definitivo que todos
esperamos.
Romano Guardini afirmaba
que cuando Jesús dice que ha venido a buscar no a los justos  sino a los
pecadores, en realidad significa que ha venido a buscar a todos, ya que
nadie  puede presumir de ser justo. Y esta es la experiencia de nuestro
pecado personal: esa  vivencia interior, que todos debemos tener, si somos
honestos y no nos engañamos a  nosotros mismos, de que no vivimos como
debiéramos, de que no respondemos a las  verdaderas exigencias que brotan
de nuestro ser, de que estamos muy lejos de llegar al  nivel que nos
manifiesta el evangelio; de que hemos recibido muchos talentos y no les 
sacamos partido.
Es la misma experiencia
personal que san Pablo reflejaba en la segunda lectura: «Yo era  un
blasfemo, un perseguidor y un violento». Y, si quieren, podemos también repetir
las  mismas palabras de justificación que usaba el Apóstol: «Yo no era
creyente y no sabía lo  que hacía», curiosamente las mismas palabras que
Jesús pronuncia en la cruz.
Y, sin embargo, el Dios
revelado por Jesús no reacciona como el Dios que dialoga con  Moisés,
amenazando con descargar su cólera contra un pueblo idólatra. Precisamente
el  texto de Pablo es la misma experiencia que tuvo aquel hijo pródigo al
regresar a la casa  paterna: «Dios tuvo compasión de mí..., derrochó su
gracia en mí, dándome la fe y el amor  cristiano». Y si de Pablo,
blasfemo, perseguidor y violento, Dios tuvo compasión, también  «pueden
fiarse -dice- y aceptar sin reservas lo que les digo: que Jesús vino al mundo
para  salvar a los pecadores y yo soy el primero. Y por eso se compadeció
de mí; para que en mí,  el primero, mostrara Cristo toda su paciencia».
Por todo ello, Pablo da
gracias a Cristo, «que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este 
ministerio». Es lo que también sintió el hijo pródigo al volver de sus caminos
errados: recibió  el mejor traje, el anillo de hijo, las sandalias en los
pies, la fiesta con el ternero cebado. Para  Dios, aquel hombre que había
vivido disolutamente y había dilapidado sus bienes y talentos,  volvía a ser
otra vez hijo y había que organizar una gran fiesta... Es lo que podemos
sentir  todos al ponernos en paz con Dios.
Volvemos a Tomás de
Aquino: «A Dios no podemos ofenderlo a menos que actuemos  contra nuestro
bien». Dios no es alguien que se enoja por nuestros pecados porque son 
una desobediencia a sus leyes y normas o violan su santísima y omnipotente
voluntad. Dios es el Padre que nos quiere y que se llena de alegría cuando
actuamos en nuestro bien y,  porque nos quiere, no es indiferente a
nuestro propio mal.
Nadie como los padres -y
quizá más aún las madres- pueden entenderlo mejor: ante el  hijo que se
droga o va por malos caminos, lo primero no es la apelación al 
desagradecimiento o a las normas de conducta violadas... Lo primario es el mal
que ese hijo  se está haciendo a sí mismo. Así es también, e infinitamente
más, Dios. Por eso también,  nadie mejor que los padres para comprender la
gran alegría del hijo perdido y encontrado,  del que estaba muerto y ha
vuelto a la vida; sin duda mayor que por los otros hijos que no  transitan
por malos caminos.
Así es también Dios, así
es el Abba que Jesús nos ha revelado: alguien que siempre nos  busca,
alguien que siempre nos espera, alguien que dice: «¡Felicítenme, porque este
hijo  estaba muerto y ha vuelto a la vida!». Cuando nos reconciliamos con
Dios, cuando  reconocemos ante él el mal uso que hacemos de nuestros
talentos, solemos hablar de  nuestra paz recuperada. ¿No deberíamos pensar
también en la alegría de un Padre que  exclama: «¡Felicítenme, porque este
hijo estaba perdido y ha sido encontrado!»?  El mismo Tomás de Aquino
decía que «no hay que esperar de Dios algo menor que él  mismo». Es lo que
dice también un texto de Juan Antonio Pagola: «Por muy perdidos que nos 
encontremos, por muy fracasados que nos sintamos, por muy culpables que nos
veamos,  siempre hay salida. Cuando nos encontramos perdidos, una cosa es
segura: Dios nos está  buscando». Dios me está buscando: siempre me espera
un Dios que es Padre, un Dios del  que no debo esperar algo menor que él
mismo: su perdón y su amor.
(Aporte de JAVIER GAFO, DIOS
A LA VISTA, Homilías ciclo C,
Madrid 1994.Pág. 313 ss.)
Madrid 1994.Pág. 313 ss.)
Para la reflexión personal y grupal:
¿He experimentado
la alegría del perdón de Dios? 
¿Me he alegrado al
ver tan feliz a Dios perdonándome? 
¿Soy misericordioso
con mis hermanos? 
¿O soy duro e
implacable con ellos?
ORACIÓN
–CONTEMPLACIÓN.
CAMINOS.
Son cada vez más las
personas que, habiendo abandonado la práctica religiosa  tradicional,
sienten sin embargo la nostalgia de Dios. Hay algo que desde lo más hondo
de  su ser les invita a buscar el Misterio último de la vida.
Desearían encontrarse
con un Dios Amigo, verdadera fuente de vida y alegría. Pero,  ¿dónde
encontrar signos de su presencia? ¿Qué caminos seguir para iniciar su
búsqueda?  ¿Qué novedad introducir en una vida superficial tan alejada de
cualquier experiencia  religiosa? 
El primer camino puede
ser la naturaleza. A pesar de los estragos que se han cometido  contra
ella, el hombre puede vislumbrar todavía en el cosmos a su Creador. Ese
universo  que nos rodea, escenario fascinante donde se refleja de mil
formas la belleza, la fuerza y el  misterio de la vida, puede ser una
invitación callada para orientar el corazón hacia aquel que  es el origen
de todo ser. La llegada del otoño con sus colores teñidos de nostalgia y
su  invitación al recogimiento, ¿no será para nadie presencia humilde del
Misterio insondable? 
Otro camino para elevar
nuestro espíritu hacia Dios puede ser la experiencia estética. El 
disfrute de la belleza artística invita y remite hacia la absoluta belleza y
gloria de Dios. En  medio de una vida tan agitada y dispersa que nos
impide escuchar nuestros deseos y  aspiraciones más nobles, ¿no puede ser
el goce musical una experiencia que cree en  nosotros un espacio interior
nuevo e inicie un movimiento regenerador y una actitud más  abierta hacia
el Misterio de Dios? 
Otro camino es, sin
duda, el encuentro amoroso entre las personas. La amistad  entrañable, el
disfrute íntimo del amor, el perdón mutuo, la confianza compartida son 
experiencias que nos hacen saborear la existencia de una manera más honda, nos
liberan  de la inseguridad, la soledad y la tristeza, y nos invitan a
vislumbrar la ternura y acogida  incondicional de Dios. ¿No pueden nunca
unos esposos disfrutar sus encuentros amorosos  presintiendo la plenitud
insondable del que es sólo Amor? 
Para los cristianos, el
primer camino es Jesucristo. Estoy convencido de que para muchos  que se
han alejado de la Iglesia, conocer mejor a Jesús, leer sin prejuicios su mensaje, 
dejarse ganar por su Espíritu y sintonizar con su estilo de vivir, puede ser el
camino más  seguro para descubrir el verdadero rostro de Dios.
La parábola del hijo
pródigo nos recuerda que todos vivimos demasiado olvidados de  Dios,
estropeando nuestra vida de muchas maneras, lejos de aquel que podría
introducir  una alegría nueva en nuestra existencia. Pero Dios está ahí,
en el interior mismo de la vida,  nos espera y nos busca.
Más aún. Dios se deja
encontrar hasta por quienes no se interesan por él. Recordemos  aquellas
palabras sorprendentes del profeta Isaías. Así dice Dios: "Yo me he
dejado  encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de
quienes no me  buscaban. Dije: Aquí estoy, aquí estoy".
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, SIN PERDER LA DIRECCION, Escuchando a San Lucas. Ciclo C, SAN SEBASTIAN
1944.Pág. 105 s.)
Oración para
finalizar la Lectio Divina.
“Gracias Señor, por
tu Palabra, gracias te doy de corazón;
sigue susurrándome
al oído, mientras contigo de camino voy.
Cuando me abrume el
peso de lo adverso, y el dolor me embargue el corazón;
la confianza en tu
Palabra me haga fuerte, y mis pasos se arraiguen en tu amor.
Tu Palabra, Señor,
es luminosa, despliegue de gracia y salvación;
haz que pueda
vivenciarla cada día, 
en confianza,
servicio y compasión”. Amén.
Hno. Javier.
 

 








