MEDITACIÓN.
La experiencia de Cristo debiera ser normal en el
cristiano. Es lo que realmente le define. Cristiano no es el que sabe de oídas
sobre Cristo, sino el que conoce por experiencia la realidad maravillosa de
Cristo, de manera que su vida queda ya marcada y orientada por él.
Caben grados y son muchas las maneras del conocimiento
experiencial del Señor. Hay un ver, un oír, un sentir, un estar, un vivir, un
permanecer, un ser. Depende de la gracia del Señor y de la acogida de cada uno.
Hoy empiezan las lecturas con una experiencia de Saulo, que
cuenta a los apóstoles «cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había
dicho». Se trata de un ver y un escuchar, pero de una intensidad cegadora. ¡Qué
maravilla! El Señor salió al encuentro de Saulo en el camino. El Señor habló a
Saulo y se dejó ver. Los ojos de Saulo quedaron afectados por tanta luz. El
Señor le tendría que cambiar los ojos. Eso, dicen, que es la fe. Ojos nuevos
para Saulo. Y corazón nuevo, y personalidad nueva. Ya se le puede cambiar de
nombre. Pablo nació cuando Saulo fue quemado en una experiencia de fuego. Saulo
vio al Señor. Pero no se puede ver al Señor y quedar con vida. Por eso Saulo
muere para que nazca el hombre nuevo. Muere el ciego perseguidor, para que
nazca el apóstol clarividente. ¡Con qué seguridad habla Pablo de esta
experiencia! «He visto al Señor en el camino».
Casi podría decir: he visto al Señor, que es el Camino.
Desde entonces, Jesús será su sol y su Señor. Jesús será su imán y su punto permanente
de referencia, su tesoro y su encanto, su pasión y su canción, su fuerza y su
sabiduría, la vida de su vida. Saulo llegará a ser el gran apóstol de Cristo y
el gran maestro del cristianismo.
Sería bueno que cada uno pudiera decir con Pablo: «He visto
al Señor en el camino», que pudiese contar los efectos de su experiencia. Puede
ser una experiencia íntima o una experiencia comunitaria. Puede ser en el
camino de la alegría o en el camino del dolor. Siempre será en el camino del
amor.
Puedes encontrarle en la palabra escrita o proclamada, en
la celebración, en la comunidad. Puedes encontrarle en un éxito o en un
fracaso. Puedes encontrarle en el hermano al que sirves o con el que trabajas.
Puedes encontrarle en el hijo que nace o en el amigo que muere. Puedes
encontrarle en la contemplación de las cosas o en la destrucción de las cosas.
Puedes encontrarle en la creación de algo o en la enfermedad que incapacita. Lo
encontrarás donde quiera el Señor salga a tu encuentro.
No debemos conformarnos con ver a Jesús. Debemos aspirar a
estar con él y a estar en él. No se trata de una experiencia pasajera, sino de
una presencia, envolvente, de una realidad penetrante, de una comunión
permanente. El mismo Pablo nos hablará de esta realidad de compenetración con
Cristo, con multitud de expresiones y metáforas, como revestirse de Cristo,
vivir en Cristo, comulgar con Cristo, ser Cristo y, sobre todo, «estar en
Cristo», una frase feliz que repite casi doscientas veces y que resume el
misterio de la cristificación.
Estar en Cristo es acoger a Cristo y escucharle, es tener
sus mismos sentimientos y actitudes, es morir y vivir en él, es crucificar la
carne para vivir en el Espíritu, es vivir en la libertad y el amor, es vivir la
filiación y la fraternidad, es vivir en total comunión con él y no tener otra
vida que Cristo. El que está en Cristo desaparece para dar cabida al Señor;
vive de-en-por y para Cristo. No ser cristiano; ser Cristo. (Puedes meditar
algunos textos como: Ga. 2, 20; 5, 24; 6,14; Flp 1, 21; 3, 8; 3, 12; Ef. 4, 24;
Col. 2, 6; 3, 1...).
La vid y los sarmientos.
Estas mismas ideas las expresa Juan en términos parecidos,
aunque utilizando más su estilo poético y alegórico. Hoy podemos saborear una
espléndida alegoría, vitalista y sugestiva: la de la vid y los sarmientos.
No dice Jesús: Yo soy un cedro, yo soy un ciprés, yo soy un
roble. Dice: «Yo soy la vid y ustedes los sarmientos». Algo más humilde y más
íntimo. La alegoría nos habla de unión permanente, de poda constante, de frutos
abundantes. Y nos habla de un Padre que es el dueño de la viña, el esmerado
agricultor. Dios es un conocido agricultor.
Unión permanente:
El sarmiento tiene que estar constantemente unido a la vid,
si no quiere secarse. Y un sarmiento seco, ya se sabe, no sirve para nada,
absolutamente para nada; como las zarzas o los cardos. Sin mí, serán cardos y
zarzas. Sin mí, no serán nada.
Estar unido a la vid es recibir su savia y su vida. Estar
unido a Cristo es vivir en comunión con él, es dejarse alentar por él; que su
Espíritu me inspire y me vivifique. Se realiza, naturalmente, a través de la
escucha, la oración, la colaboración, los compromisos, el amor. La savia es
como la sangre del cuerpo; todos los miembros concorpóreos y consanguíneos.
Pero Jesús insiste mucho en la necesidad de permanencia.
Sólo en los ocho versículos de este evangelio aparece siete veces la palabra
permanecer. Si seguimos leyendo toda la alegoría, la encontraremos cuatro veces
más. Se insiste en el «permanezcan en mí», en que «mis palabras permanezcan en ustedes»,
en «permanezcan en mi amor», en «un fruto que permanezca». No quiere el Señor
encuentros esporádicos, sino una vida enteramente inspirada por él. «Permanezcan»:
que no nos separemos de su órbita, que nuestros ojos y nuestros corazones estén
siempre levantados hacia él. Que nos revistamos de Cristo, pero no con un
vestido de quita y pon, sino un vestido entrañable. Todo lo que hagamos sea en
él y para él. «Permanezcan en mi amor», sintiéndonos siempre amados por él y
amándole nosotros a él. «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos
para el Señor» (Rm 14, 8). Cristo es la vida de nuestra vida.
«Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan
para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5, 15).
Unión con las
demás sarmientos:
Es una deducción lógica: si todos los sarmientos tienen que
estar unidos a la vid, necesariamente estarán unidos entre ellos. Si corre por
ellos la misma savia, no puede haber distancias y diferencias, mucho menos
incomprensiones, desconocimientos y rivalidades. Si Cristo está en todos los
sarmientos, la unión con Cristo significa estar unidos a todas sus
ramificaciones y prolongaciones. Cristo se prolonga en todos los hermanos. No
se puede conocer y amar a un Cristo y desconocer o desamar al otro Cristo. Amor
en vertical y horizontal: es un mismo amor.
Poda constante:
La poda no siempre es fácil de entender. Nos da pena y nos
cuesta el hacha o tomar las tijeras y empezar a cortar sin contemplaciones.
Pobres ramas, pobres sarmientos, con sus muñones sangrantes, desnudos, sin
ningún tipo de concesiones. Nos cuesta el corte y el desapego. Nos parece que
no podremos vivir sin nuestro hermoso follaje y hojarasca, y nuestros
caprichosos entretenimientos. Así, vamos acumulando cosas y dispersándonos en
múltiples diversiones.
Pero se necesita la poda. Es un corte purificador y
liberador. Al quitarnos el follaje y las peligrosas desviaciones, la savia
puede concentrarse y conseguir el fruto deseado. Este y no otro es el objetivo
del sarmiento y de la savia. Si perdonáramos al sarmiento este corte doloroso,
la savia se disiparía entre tanta hoja innecesaria y el fruto sería raquítico o
nulo. Para nuestros ambientes consumistas, la poda se hace totalmente necesaria
y urgente. Estamos excesivamente recargados y dispersos. No hay que
descuidarse. Más austeridad y más sobriedad: para cada uno, para las
instituciones, para toda la Iglesia. Para crecer hay que cortar. Sea la
renuncia, sea la enfermedad, sea el fracaso, sea el cambio. La tijera liberadora
siempre en la mano, podador.
Frutos abundantes:
A otros árboles bastaría con pedirles un poco de sombra o
de madera. A ciertas plantas les pedimos las flores. Pero a la vid sólo le
pedimos sus frutos. Y frutos abundantes y sazonados. No queremos el vinagre y
la «mala uva».
Los frutos que Dios quiere son el derecho, la justicia, el
respeto, la compasión, el servicio. Los frutos que Dios quiere son todos los
del Espíritu, los frutos de la verdad y del amor. En la segunda lectura, San
Juan nos explica cómo han de ser esos frutos de amor, «no de palabra ni de
boca, sino con obras y según verdad».
Así podremos ofrecer en la mesa del Señor, y en todas las
mesas de la vida, el fruto exquisito de nuestra vid, el «vino bueno» de nuestro
amor.
(Aporte de CARITAS. UN AMOR ASI DE GRANDE.
CUARESMA Y PASCUA 1991.Pág. 220 ss.)
Para la reflexión personal y grupal:
Cualquier árbol frutal es buena imagen para dar a entender
lo que se dice en el evangelio de hoy. Hay veces en que el árbol se seca por
falta de riego; otras veces es una rama seca la que no da fruto. Todos tenemos
una parcela en la vida que debemos cultivar, como lo hace un buen labrador
paciente. Las ramas que no sirven se echan al fuego, y las que sirven se podan
para que den más fruto.
Jesús es como la savia. Así es su palabra, su sangre, su
cuerpo. El cristiano debe estar unido a Cristo y a todos los hermanos. Jesús,
Primogénito de la nueva humanidad y Señor de la comunidad de creyentes, se
dirige a la casa del Padre -a través de un nuevo Éxodo y una nueva Pascua- para
preparar una morada a sus discípulos.
El verdadero dinamismo cristiano se muestra en la
"permanencia" del creyente con Jesús, o de la palabra de Jesús en el
discípulo. Ser discípulo es dar gloria al Padre y ofrecer frutos en el mundo.
¿Cómo
se alimenta mi vida? ¿Cómo, de dónde, con qué medios… recibo la savia que
necesito para ser un sarmiento injertado en la viña del Señor? ¿Cultivo esos
medios? ¿Debería cultivarlos más, o cultivar otros?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
“Yo
soy la vid, ustedes los sarmientos”.
Meditar sobre estas palabras de Jesús sobre la vid y los
sarmientos, significa percibir la relación que nos liga a él en su dimensión
más profunda: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Es una relación aún más
profunda que aquélla que existe entre el pastor y su grey que meditamos el
domingo pasado. En el evangelio de hoy descubrimos dónde reside la “fuerza
interior” de nuestra religión (cfr. 2 Tim. 3,5).
Pensemos en la realidad natural de donde está sacada la imagen.
¿Qué hay de más íntimamente unido entre sí que la vid y los sarmientos? El
sarmiento es un acodo y una prolongación de la vid. De ella viene la savia que
lo alimenta, la humedad del suelo y todo aquello que él transforma después en
uva bajo los rayos estivales del sol; si no es alimentado por la vid, no puede
producir nada, nada serio: ni un pámpano, ni un racimo de uva, nada de nada. Es
la misma verdad que san Pablo inculca con la imagen del cuerpo y de los
miembros: Cristo es la Cabeza de un cuerpo que es la Iglesia, de la cual cada
cristiano es un miembro (cfr. Rom. 12,4 ssq; 1 Cor. 12,12 ssq). Los miembros,
separados del cuerpo, no pueden hacer nada.
¿Dónde reposa esta relación aplicada a nosotros los hombres? ¿No
contrasta esto con nuestro sentido de autonomía y de libertad, es decir, con
nuestro sentimiento de ser un todo y no una parte? Esto reposa sobre un
acontecimiento bien preciso que el apóstol san Pablo, con una imagen también
sacada de la agricultura, llama un acodo. En el Bautismo, nosotros, que éramos
aceitunados de naturaleza salvaje hemos sido injertados en Cristo (cfr. Rom.
11,16); hemos llegado a ser sarmientos de la verdadera vid y ramos del olivo
bueno. Todo esto por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom.
5,5). ¡Entre la vid y el sarmiento hay en común el Espíritu Santo!
¿Cuál es entonces nuestra misión de sarmientos? Juan -le hemos
oído-tiene un verbo predilecto para expresarlo: “permanecer” (se entiende,
unidos a la vida que es Cristo): Permanezcan en mí y yo en ustedes; Si no
permanecen en mí ...; Quien permanece en mí... Permanecer unidos a la vid y
permanecer en Cristo Jesús significa ante todo no abandonar los empeños
asumidos en el Bautismo, no ir al país lejano como el hijo pródigo sabiendo
bien que uno puede separarse de Cristo de golpe, de un solo salto, dándose a
una vida de pecado consciente y libre, pero también a pequeños pasos, casi sin
darse cuenta, día tras día, infidelidad tras infidelidad, omisión tras omisión,
compromiso tras compromiso, dejando primero la comunión, después la misas,
después la oración y al final todo.
Permanecer en Cristo significa también algo positivo y es
permanecer en su amor (Jn. 15,9). En el amor, se entiende que él tiene por
nosotros más que en el amor que nosotros tenemos por él. Significa por tanto
permitirle que nos ame, que nos haga pasar su “savia” que es su Espíritu
evitando poner entre él y nosotros la barrera insuperable de la
autosuficiencia, de la indiferencia y del pecado.
Jesús insiste en la urgencia de permanecer en él haciéndonos ver
las consecuencias fatales del separarse de él. El sarmiento que no permanece
unido se seca, no lleva fruto, es cortado y arrojado al fuego. No sirve para
nada porque la madera de la vid - a diferencia de otras maderas que cortadas
sirven para tantos fines- es una madera inútil para cualquier otro fin que no
sea el de producir uva (cfr. Ez. 15,1 ssq). Uno puede tener una vida pujante
externamente estar lleno de ideas y de salud, producir energía, negocios,
hijos, y ser a los ojos de Dios, madera seca para ser echada al fuego apenas
termina la estación de la vendimia.
Permanecer en Cristo entonces significa permanecer en su amor, en
su ley; a veces significa permanecer en la cruz, “perseverar conmigo en la
prueba” (cfr. Lc. 22,28). Pero no sólo permanecer, quedando en el estadio
infantil del Bautismo, cuando el sarmiento apenas ha despuntado y se ha
injertado; sino más bien crecer hacia la Cabeza (cfr. Ef. 4,15), llegar a ser
adulto en la fe, es decir, llevar frutos de buenas obras.
Para un tal crecimiento hay que ser podado y dejarse podar: Todo
sarmiento que lleva fruto (mi Padre) lo poda para que lleve más fruto (Jn.
15,2). ¿Qué significa que lo poda? Significa que corta los brotes superfluos y
parasitarios (los deseos y apegos desordenados) para que concentre toda su
energía en una sola dirección y así realmente crezca. El campesino es muy
atento cuando la vid se carga de uva para descubrir y cortar las ramas secas o
superfluas para que no comprometan la maduración de todo el resto. Es una
gracia grande saber reconocer, en el tiempo de la poda, la mano del Padre y no
maldecir ni reaccionar desordenadamente. Ustedes ya están limpios para la
palabra que les he anunciado, decía Jesús a sus discípulos (Jn. 15,3). El
Evangelio que es la palabra de Cristo Jesús es por tanto como una poda y
representa la ascesis fundamental del cristianismo. Ataca la codicia, todo lo
que, en una palabra, nos disipa en tantos vanos proyectos y deseos terrenos.
Fortifica, en cambio, las energías sanas y espirituales; nos concentra sobre
verdaderos valores poniendo en crisis los falsos. La palabra de Dios se revela
verdaderamente como una espada afilada y de doble hoja, en las manos del que la
lleva (Apc. 1,16).
Bajo esta luz debemos esforzarnos por no ver sólo nuestros
sufrimientos individuales –los lutos, las enfermedades, las angustias que
golpean a cada uno de nosotros o a nuestra familia-sino también el gran
sufrimiento universal que atenaza a nuestra sociedad y al mundo entero incluso
a aquel más misterioso de todos que golpea a los inocentes. Desde hace algunos
años nos debatimos en una crisis que revela nuestra impotencia para poner paz y
orden en nuestra convivencia civil, para encontrar un acuerdo y para poner fin
al odio y a la violencia. Es también esta una poda necesaria del orgullo y de
la presunción humana. Tal vez el Señor está buscando, de todas las maneras
posibles, hacernos entender que sin él no podemos hacer nada (Jn. 15,5).
Es una lección, ésta, que una sociedad trata fácilmente de olvidar
apenas logra estar por algún año sin guerras y sin grandes tragedias. El
espíritu de Babel -es decir, de la presunción de construir por nosotros mismos
la casa- está siempre al acecho. Oímos a tantos jefes nuestros hacer programas
muy ambiciosos, terminar cada discurso prometiendo paz, justicia y libertad.
Pero todo esto como si dependiera exclusivamente de ellos o a lo sumo de la
buena voluntad de todos. Como si no fuera necesario por nada hacer referencia
al evangelio y a Dios por ser capaces de mantener ciertos valores, comprendido
el más elemental de todos que es el respeto a la vida. Como si el odio pudiera
ser vencido si no por el amor; como si la venida de Cristo a la tierra hubiera
sido un lujo y un sobrante y no en cambio una necesidad absoluta de salvación
para todos. Todo esto es una tremenda ilusión que Dios debe quitarnos, de otra
manera volveremos a ser paganos como antes de Cristo. Y para quitárnosla Dios
no necesita enviarnos duros castigos; le basta dejarnos un poco manejarnos
solos y después hacernos observar, entre las ruinas y el llanto, lo que hemos
sido capaces de hacer: si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los
albañiles (Sal. 127,1).
La palabra de Cristo sobre la vid y los sarmientos adquiere un
significado nuevo ahora que pasamos a la parte eucarística y sacrificial de
nuestra misa. Estamos por consagrar el vino exprimido de aquella “verdadera
vid” en el lagar de la pasión. Nosotros consagramos el “fruto de la vid”, pero
consagramos también el fruto “de nuestro trabajo”, es decir, del sarmiento. Dios
nos restituye como bebida de salvación lo que le hemos ofrecido bajo el símbolo
del vino.
(Aporte del P. Raniero Cantalamessa, ofm
cap. La Palabra y la Vida-Ciclo B.
Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 114-117