En nuestra sociedad ya no está de moda ser cristiano,
afortunadamente. Lo que ya no es afortunado es que en ella se valoren, casi
exclusivamente, la eficacia y la técnica o la búsqueda del máximo placer
posible con el mínimo compromiso. Es una sociedad que se desentiende de ser más
fraternal y justa; que se desentiende de los más necesitados. En ella, cada uno
mira para sí mismo. Y, con frecuencia, los que más trabajan por la justicia, la
fraternidad... -valores del Reino de Dios-, lo hacen desde ideologías y
creencias al margen del cristianismo; a la vez que nos acusan a los cristianos
de no trabajar de verdad por aquello que afirmamos pero no practicamos. En un
mundo así es difícil vivir la fe.
Nuestra misma actuación personal está regida por otros
valores distintos a los de Jesús. Lo mismo nuestra vida familiar, profesional y
social... Parece como si estuviéramos perdiendo la fe en la vida, en las
personas y en Dios. Los contratiempos de cada día nos van desgastando y
endureciendo. Apenas encontramos algo que nos motive. Mientras tanto, Dios está
callado. Por más que le pidamos, por más gritos de injusticia que se eleven
hasta él, Dios calla. ¡Qué extraña manera de gobernar el mundo! Porque entre
los que sufren hay muchos niños e inocentes... ¿Por qué lo soporta Dios? ¿Es
que no le importa? ¿Por qué tanto mal ante el que nos sentimos impotentes?...
El silencio de Dios nos desespera, nos pone nerviosos. A
muchos les lleva a negar su existencia. Si Dios existe, debería oír el grito
ininterrumpido de los oprimidos y ver la injusticia que nos rodea por todas
partes. El silencio de Dios nos tortura. Pero no tanto porque no hable cuanto
porque nos enfrenta a nosotros mismos, a nuestras responsabilidades ante las
injusticias, para que digamos nosotros esa palabra que estamos esperando de
Dios. El silencio de Dios nos obliga a hablar, a actuar a nosotros. Lo que
Dios podría remediar con su palabra es labor del hombre, en cuyas manos Dios ha
puesto la historia y su destino.
Para aceptar el silencio de Dios y trabajar por llevar
adelante su Reino hace falta una gran fe. El silencio de Dios nos enfrenta a
nosotros mismos y supone un gran respeto a la responsabilidad dada al hombre
sobre el mundo. El silencio de Dios es la libertad de los hombres. El silencio
de Dios deja de ser escandaloso cuando hay un testimonio de creyente. Dios habla en la
medida en que los hombres nos comprometemos. Dios está mudo porque nosotros no
pronunciamos ninguna palabra significativa.
Cristo es la
palabra de Dios. Nosotros la proclamamos en el mundo cuando imitamos su vida.
Siguiéndole, vamos llenando la historia de palabras llenas de sentido. Porque la historia,
aunque realizada bajo el impulso del Espíritu, es obra nuestra. Dios no es
mudo; los que permanecemos mudos, por temor a pronunciar una palabra
comprometida, somos nosotros.
2. "Auméntanos la fe".
Los apóstoles han comprendido que a su fe hay que añadirle
fe si quieren ser fieles a lo que exige Jesús. Reconocen que tienen fe, pero
comprenden que no es suficiente y que esta fe es un don. No se trata de aumentar cantidades, sino de acoger con disponibilidad
el don que el Padre ha sembrado en nosotros para que lleguemos a dar el fruto
que debemos. Es aceptar con nuestra
vida el misterio del Dios que se revela en Jesús, valorar lo que él valora y
como él lo valora, traduciéndolo en una conducta consecuente. Esta petición de
los apóstoles nos sitúa en el centro de toda la oración cristiana.
Pedirle a Jesús que nos aumente la fe es pedirle algo muy
serio y arriesgado. No es pedirle capacidad para aceptar intelectualmente algo
que no alcanzamos a entender y que afirmamos como revelado por Dios. Es pedirle
capacidad de acción liberadora que no deje las cosas como están; una acción que
tenía entonces como riesgo la cruz.
Todos los
cristianos deberíamos hacer nuestra esta petición de los apóstoles, porque
aguardamos de Jesús la fuerza necesaria para cumplir lo que nos pide, porque es
el don fundamental de Dios sobre el que descansan los demás dones. "Si
tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: 'Arráncate de raíz
y plántate en el mar', y os obedecería".
Parece que Jesús no responde exactamente a la petición de
sus discípulos. Aprovecha, más bien, la ocasión para expresar la eficacia de la
fe, de la verdadera fe, capaz de obtenerlo todo de Dios. ¿Obtenerlo todo? Es lo
que, sin duda, expresa la comparación. Marcos (Mc.11,23) y Mateo (Mt.17,20; Mt.21,21)
hablan de desplazamiento de una montaña; Lucas ha preferido pensar en una
morera.
La fe es más
poderosa, tiene más valor y consistencia que todas las realidades físicas -el
árbol, la montaña, el río...-. La fe llega hasta el fondo de Dios y de los
hombres, a ese fondo de Jesús en el que todo se sustenta. La fe hace partícipes
de la vida del Dios que todo lo puede, del Dios que no tiene límites en su
amor.
La fe es una
inmensa fuerza que permite vencerlo todo, superar lo que parece imposible. Es
una convicción que nos hace decir: "A pesar de todo seguimos
adelante". Nos hace preguntarnos por un porqué último, final, absoluto.
La fe nos da el convencimiento de que en la lucha por la
transformación del mundo, el mal puede ser arrancado de raíz. Es la fuerza que
vence al mundo (Jn.16,33; 1Jn05/04). Es esa tozuda confianza en la promesa de
un Dios que está empeñado en hacer nuevas y de nuevo todas las cosas (Ap.
21,1-7).
La fe nos mantiene en la vertiente verdadera de las cosas y
de las personas: en la vertiente de Dios. Es una fuerza interior que nos empuja
y nos hace capaces de afrontar las dificultades de la vida.
La fe no es sólo
creer que Dios existe: también lo creen los demonios (St.2,19). Es mucho más:
es fiarse, esperar, caminar por donde Jesús caminó guiados por su palabra.
Fiarse, esperar, caminar... sabiendo desde lo más profundo de nosotros mismos
que, si creemos, no es porque nosotros lo hayamos logrado con nuestro trabajo,
sino porque el Padre nos ha llamado y nos ha dado su mano, nos ha hecho
descubrir que todo esto merecía la pena.
Esta fe crece en
la noche, en las tinieblas, en las dificultades. La fe nos obliga a una opción.
Una opción que tiene algunas características: se da en el corazón y arrebata a
toda la persona, que tiene la sensación de haber nacido de nuevo (Jn 3,3-8); es
una orientación interior, permanente y global de la vida: todo lo que somos y
tenemos se coloca en una sola dirección; se da cuando somos capaces de
arriesgarlo todo..., cuando nos decidimos por la vida, a pesar de experimentar
que la estamos perdiendo (Mt 16,25); cuando nos situamos a favor de la luz, a
pesar de seguir en tinieblas, cuando confiamos en la acogida de Dios; cuando
arriesgamos lo que tenemos seguro por lo que esperamos.
La fe nos concede la sabiduría de la vida, nos permite
mirar la realidad desde su verdadera vertiente: la de Dios. ¿Es ésta nuestra
opción? ¿Son nuestros esquemas de valores los del mundo? ¿Cuál es la dirección
fundamental de nuestras vidas? ¿Cuáles son nuestras preocupaciones? ¿Qué
esperamos?...
3. Todo es don de Dios.
Los doctores de la ley entre los fariseos concebían la
relación entre Dios y los hombres como una relación de prestación por
prestación. Si se cumple la ley, si se hace lo que Dios tiene mandado, nos debe
recompensa. También hoy muchos piensan que Dios tiene con nosotros la
obligación de premiar nuestras buenas obras; que tiene sobre nosotros unos
derechos por los que nos puede imponer unos mandatos, y que, si los cumplimos,
mereceremos recibir la recompensa. Conciben la ley como una imposición; suponen
que el premio corresponde a las obras realizadas, por lo que pueden exigirle a
Dios la "paga".
Para desterrar esta idea farisea de los propios méritos y
de un Dios obligado a corresponder, Jesús propone la parábola del criado que,
obedeciendo al amo, no hacía más que cumplir con su deber. El criado es criado
y tiene que hacer lo que se le mande. Jesús no se pronuncia sobre esta
situación social, tan irritante para nuestro modo de pensar; la toma únicamente
como ejemplo para explicarnos nuestras relaciones con Dios.
Parece que en nuestra sociedad el cumplimiento del deber
tiene mala prensa. La mayor parte de las personas ven en él exclusivamente su
lado duro, severo. Pero el deber es como un espejo: presenta el rostro de quien
lo mira. Al que lo observa ceñudo, el deber se le presenta como una carga
difícil de soportar. A quien lo considera amigablemente, porque lo lleva en el
corazón, casi no se deja sentir.
Llegaremos a entablar relaciones amistosas con el propio
deber si conseguimos ahondar en su significado, aceptándolo como lo que es: el
camino para realizarnos como personas y colaborar a mejorar el mundo; el camino
para pagar la deuda contraída con la vida por el hecho de haber nacido, siendo
fiel a esa vida. Decía Tagore que la vida la merecemos dándola. Todo lo que somos y
tenemos lo hemos recibido (Icor. 4,7). Si no nos sentimos deudores, estaremos siempre alegando sólo derechos,
pretensiones; no sentiremos el deber de corresponder. Quien no ama el deber no
posee el sentido de la grandeza y del valor de la vida y vivirá perdiendo el
tiempo.
La parábola es
clara en un significado global: el criado que hace lo que está estipulado en su
contrato no tiene por qué exigir nada. Simplemente, ha cumplido con su deber.
Es lo que sucede con el hombre de fe: su deber es encontrarle un sentido a la
vida y ser fiel a ese sentido. Ya es suficiente premio vivir de esa manera:
tener a Dios como punto de referencia para mirar de frente la propia vida;
cuestionarse desde la fidelidad a sí mismo todas las cosas; construir lenta y
trabajosamente un modelo de hombre que viva en la libertad interior y en el
amor... Porque tener fe es aprender a vivir con total intensidad, con gozo
sereno, con la experiencia humilde de sentirse hombre, sin envanecerse por ello
porque está haciendo lo que debe: vivir como persona verdadera aquí y ahora.
Cuando ya no
podemos más por el cansancio, cuando nos hayamos dado del todo, cuando hayamos
agotado todos los recursos..., podremos presentarnos tranquilamente ante el
Padre y decirle: ¡Gracias! Porque lo único que hemos hecho ha sido corresponder
a un amor que nos lo ha dado todo, ser agradecidos y dejarnos llevar por la
corriente de vida que nos rodea por todas partes y que el Padre nos ofrece
gratuitamente. Sentir la alegría de reconocer que no somos más que "unos
pobres siervos", sin ningún mérito; porque en las cuentas del amor del
Padre no existen las reclamaciones por méritos: sólo hay vida compartida,
esperanza compartida, libertad infinitamente compartida...
Vivir en los
otros y con los otros, con todos los otros en el Otro, ¿será la felicidad, la
vida verdadera? Creo que por ahí va. Ante esto, ¿cómo reclamar algo? Para
interpretar rectamente estas ideas debemos situarnos en el contexto de una
verdadera amistad, de una confianza profunda y auténtica: amigo es el que ayuda
al otro sin hablar de premio o recompensa. El amigo sabe qué es lo que agrada
al amigo y lo realiza porque cree que merece la pena hacerlo.
Esa es la actitud
que debemos tener ante Dios. Descubrimos su voluntad y la cumplimos. No importa
en principio el premio. Sabemos que Dios no está obligado a nada. Sin embargo,
porque es amigo, sabemos que se preocupa de nosotros y que podemos confiar en
su ayuda. Es un amigo que nos quiere mucho más de lo que nosotros podamos
imaginar. Por eso estamos seguros en sus manos, que siempre son mucho mejores
que las nuestras. No sabemos lo que nos dará, pero tenemos una inmensa confianza
en que siempre será mucho más que todo lo que hubiéramos soñado (I Cor 2,9).
Esto no significa
que las buenas obras sean inútiles y no sirvan para nada, sino que la
recompensa siempre debe ser esperada y recibida como un don de la bondad del
Padre. Jesús sostiene sin miramientos los derechos de Dios, aunque a primera
vista rebaje casi hasta la nada al hombre. Aparentemente, porque coloca las
relaciones entre ambos a un nivel muy superior: el de la amistad.
La traducción que
se ha hecho con frecuencia de "siervos inútiles" no es del todo
precisa. Los discípulos no son inútiles nunca. Dios se sirve de ellos -de
nosotros- para su obra. Nos enseña el trabajo generoso y abnegado por el reino,
sin exigencias personales, puesto que todo es un don de Dios. El apóstol, el
siervo, "comerá y beberá después", tendrá una recompensa
escatológica, fruto de la esplendidez de Dios.
(Aporte de FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 3
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 155-161
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 3
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 155-161
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