17 ago 2018

LECTIO DIVINA DEL 20° DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN CICLO B. Domingo 19 de agosto de 2018




Proverbios 9,1-6; Efesios 5,15-20; San Juan 6,51-59.

"La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es la fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos... Este pan cotidiano se encuentra, además en las lecturas que oyen cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que ustedes canten. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación."
(San Agustín, Serm. 57,7,7)

Oración inicial:
“Espíritu Santo. Espíritu de Dios. Abre mi corazón a tu Palabra, ayúdame a guiar mi vida con las enseñanzas de Jesús. Llena mi corazón, mis pensamientos y mis manos, para que toda mi vida siga el ejemplo de Jesús. Me pongo en tus manos, Espíritu de Dios, para vivir a la luz del Verbo Divino”. Amén.

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Proverbios 9,1-6; Efesios 5,15-20; San Juan 6,51-59.

Claves de lectura:

Continuación del discurso en el que Jesús promete la Eucaristía. Esta vez la imagen anticipada, no es, como el domingo pasado, el profeta, sino la Sabiduría.

1. «Vengan a comer mi pan». (1° Lectura)
La Sabiduría de Dios, en la primera lectura, ha preparado el banquete divino para los hombres; ha dispuesto todo, ha enviado a sus criados para invitar al banquete a los comensales. Como es la Sabiduría divina la que invita, la invitación no es para los que ya son sabios, sino para los «inexpertos», los simples, los «faltos de juicio», los ignorantes. Los manjares que la Sabiduría ofrece curan la «necedad» o la credulidad y llevan por «el camino de la prudencia». La dificultad de esta invitación es que se dirige a los que no son sabios y deben dejarse conducir a la Sabiduría. Y si no son sabios es o bien porque se tienen ya por tales (por ejemplo: los fariseos y los letrados) o bien porque no pueden comprender la invitación de la Sabiduría, porque la consideran absurda.

2. (Evangelio)
La Sabiduría encarnada de Dios invita en el evangelio a su banquete, un banquete que de nuevo sólo es comprensible desde dentro de la misma Sabiduría divina. Por eso los que no son sabios, aunque se tengan por tales, discuten entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Dentro del mundo de la ignorancia esta objeción es sumamente comprensible. Que un hombre como los demás pretenda ofrecerse como alimento es el colmo de la insensatez. Pero la Sabiduría de Dios encarnada en Jesús no responde a la objeción, sino que refuerza, por el contrario, lo absolutamente necesario de su oferta: «Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes». Los necios a los ojos de Dios son incluso superados por la locura de Dios: se les obliga a algo que les parece totalmente absurdo. No se les ofrece sólo una ventaja terrenal, sino la salvación eterna: el que se niega a participar en este banquete no resucitará a la vida eterna en el último día. Para poder encontrar una explicación a esto hay que remontarse al misterio último e impenetrable de Dios: al igual que el Hijo vive únicamente por el Padre, «del mismo modo, el que me come, vivirá por mí». Los que se creen sabios son colocados ante el misterio para ellos incomprensible de la Trinidad, para hacerles comprender que no pueden alcanzar la vida definitiva más que en virtud de este misterio. El amor de Dios nunca ha hablado más duramente que aquí a los hombres miopes que creen tener buena vista. No se avanza con ellos paso a paso, sino que se los coloca desde el principio ante el Absoluto.

3. «No sean insensatos». (2° Lectura)
En la segunda lectura Pablo nos exhorta a «no ser insensatos, sino sensatos». La sensatez de la que Pablo habla aquí no es la mera inteligencia, seca y calculadora, sino que incluye el júbilo del corazón, que, en alta voz o en silencio, recita ante Dios los cánticos que inspira el Espíritu Santo. Esto no es más que la respuesta al júbilo del corazón de Jesús, que alaba al Padre porque él, el Hijo, puede entregarse por los hombres. Es un júbilo de alegría sobrenatural, algo totalmente opuesto a la embriaguez natural. El júbilo cristiano puede expresarse en cualquier situación vital, hasta en lo más profundo de las tinieblas de la cruz.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 186 s.)

MEDITACIÓN.

Cordero pascual y maná, eran dos grandes recuerdos de la historia de Israel. La carne del cordero evocaba la noche gloriosa en que un Pueblo se aprestaba, en talante peregrino -la cintura ceñida, sandalias en los pies, un bastón en la mano-, a emprender la difícil marcha de la liberación. La sangre del cordero, tiñendo los dinteles de las puertas, había sido el signo que los libró de la muerte en la noche del exterminio. Y cuando en el desierto conocieron el hambre de los peregrinos, el maná fue la providencia de Dios que los mantuvo fuertes en su caminar.
¿Pretendía acaso el profeta de Nazaret colocarse por encima de Moisés y del Éxodo? ¿Qué metáfora era esa del "pan que da vida al mundo?" Y ahora todavía materializaba más la imagen: "El pan que yo os daré es mi carne, para la vida del mundo". ¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne? ¿No son palabras de loco? Pudieron los judíos posiblemente creer que todo era un lenguaje metafórico: lo que pretende es llamar la atención de hasta qué punto su doctrina es importante. Pero las palabras de Jesús eran cada vez más crudas y realistas, y sus afirmaciones más tajantes: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida".
Pudieron los judíos creer que hablaba en metáfora, aunque lo realista de las expresiones les desconcertaba y escandalizaba. Pero la Comunidad en cuyo seno se originó el Evangelio de Juan, proclamaba y escuchaba estas palabras desde una experiencia vital: toda la Asamblea se hacía -se hace- testigo de cómo esta Palabra se cumplía en medio de ellos. Acorralados por la persecución, eran el Nuevo Pueblo al que Dios había elegido para ponerlo en camino hacia la Salvación.
Ayer era Egipto quien se oponía a la liberación; ahora eran el Imperio Romano, el ambiente pagano hostil, la misma familia, su propia debilidad, sus pasiones, sus pecados incluso. Aquí se entiende el nuevo maná con el que Dios responde, manifestando su gloria, a un pueblo que, perplejo por tanta dificultad, no puede menos de interrogarse a veces: "¿Está o no está Dios en medio de nosotros?" Aquí la celebración festiva de ese maná que restaura las fuerzas de quienes, de otra manera, quedarían tirados en el camino, porque "la marcha es dura, recio el sol, lento el caminar". Y el echar mano de los salmos para cantar ese maná: "trigo y pan del cielo", "pan de los fuertes", "pan de los ángeles que habitan en el cielo".
Es la Comunidad que celebra la presencia del "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Su carne es alimento que fortalece, y su sangre bebida que purifica. Alimento para caminantes cuya vida es una permanente carrera de obstáculos externos e íntimos; purificación de unos hombres que experimentan a diario la debilidad de la carne. Cuerpo y sangre de Cristo Resucitado, de cuya vida nos es permitido participar. Quien lo coma y beba, vivirá por él en el tiempo y en la eternidad. No como los padres que salieron de Egipto, a los que solamente sirvió en su travesía del desierto: lo comieron y luego murieron. El que coma de este pan, vivirá para siempre. Nueva definición del Dios Eterno, Infinito e Inefable. No se le pudo ocurrir a filósofo alguno, y amenaza con escandalizar al hombre religioso. Pero al hombre secular, cansado de maestros, leyes y doctrinarios, lleno de hambre insaciable de vivir y de dificultades para conseguirlo, le cae -nunca mejor dicho- "como maná llovido del cielo" esta Palabra de Dios encarnada en Jesús: -Dime, Señor: ¿quién eres? -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan, vivirá para siempre. "La sabiduría ha preparado el banquete... Vengan a comer mi pan y a beber el vino..."

(Aporte de MIGUEL FLAMARIQUE VALERDI,
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS, REFLEXIONES SOBRE EL CICLO B,
Desclee de Brouwer BILBAO 1990.Pág. 144)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Cómo entendemos hoy la comunión eucarística?
¿Relacionamos esta comunión con otras dimensiones de la vida?


ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

EN TORNO A UNA MESA
El que come mi carne...
Los sacramentos han ido adquiriendo a lo largo de los siglos un carácter cada vez más ritualizado hasta el punto de que, a veces, llegamos a olvidar el gesto humano que está en sus raíces y de donde arranca su fuerza significadora. Los cristianos llamamos a la Eucaristía «la cena del Señor», hablamos de «la mesa del altar», los manteles... pero, ¿en qué queda ese gesto humano básico del «comer juntos» en la experiencia ordinaria de nuestras misas? La Eucaristía hunde sus raíces en una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es «el comer». El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. No nos bastamos a nosotros mismos. La vida nos llega desde el exterior, desde el cosmos.
Esta experiencia de indigencia profunda y dependencia radical nos invita a alimentar nuestra existencia en el Dios creador. Ese Dios amigo de la vida, que se nos revela en Cristo resucitado como salvador definitivo de la muerte. Pero el hombre no come sólo para nutrir su organismo con nuevas energías. El hombre está hecho para «comer-con-otros». Comer significa para el hombre sentarse a la mesa con otros, compartir, fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad, encuentro, fraternización. Pero, además, la comida humana, cuando es banquete, encierra una dimensión honda de fiesta y ocupa un lugar central en los momentos festivos más importantes. ¿Cómo celebrar un nacimiento, un matrimonio, un encuentro, una reconciliación, si no es en torno a una mesa?
En su estudio «De la misa a la eucaristía», X. Basurko uno de los teólogos más lúcidos de nuestra tierra, se pregunta si no han perdido nuestras eucaristías esa triple dimensión de alimento, fraternidad y fiesta que, sin embargo, tienen arraigo tan hondo en nuestro pueblo. Una celebración digna de la Eucaristía nos obliga a preguntarnos dónde estamos alimentando en realidad nuestra existencia, cómo estamos compartiendo nuestra vida con los demás hombres y mujeres de la tierra, cómo vamos nutriendo nuestra esperanza y nuestro anhelo de la fiesta final.
Cuando uno vive alimentando su hambre de felicidad de todo menos de Dios, cuando uno disfruta egoístamente distanciado de los que viven en la indigencia, cuando uno arrastra su vida sin alimentar el deseo de una fiesta final para todos los hombres, no puede celebrar dignamente la Eucaristía ni puede entender las palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».
(Aporte de JOSÉ ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985.Pág. 219 s)


Oración final:
“Padre todopoderoso, que en Jesús, tu Hijo Amado, nos has dado la luz maravillosa de salvación; ayúdanos a vivir el misterio eucarístico en el compromiso diario por la vida, la justicia, la verdad y la paz.” Amén. 
Hno. Javier.

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