10. ¡Qué Dios me banque! Si Él me puso aquí, que Él se haga cargo.
Bancar, para un porteño, significa varias cosas. Sucede que las palabras crecen o se transmutan en el habla diaria, y hasta son susceptibles de hacer suyos los cambios generacionales. Bancar era una palabra del lunfardo, que como casi todas las del mismo origen no estaba admitida en el lenguaje culto, aunque fuera cotidiano. Bancar venía del juego, que como todo juego que se preciara de tal en la Argentina, era clandestino. En el juego clandestino siempre había alguien que hacía de “banca” y los otros de puntos. De allí varias ideas. Una es que la “banca” siempre gana y los puntos pierden. Pero también existía otra extraña idea de que la “banca”, que era la que tenía el dinero, podía tener raptos de generosidad y llegar a “bancarnos”, a darnos un respaldo en metálico, a pagar los gastos, a dejarnos seguir jugando. Esta expresión sobre la banca se fue haciendo de uso corriente, y el concepto mismo de bancar fue cambiando. Si antes significaba “sostener a alguien” , por extensión empezó a significar también soportar, ya fuera una persona o una situación dificil o complicada: “A mi amigo yo lo banco”, o “me banco la lluvia, el frío o lo que sea”.
De hecho, lo concreto es que quien nos “banca”, siempre, invariablemente, es un amigo, alguien que nos conoce.
Ese lunes en Santa Marta mis preguntas no sabían de límites humanos ni geográficos, pero con los años he aprendido a cambiar la cantidad por la calidad. Así que en más de una ocasión podíamos hacer una pausa para algún relato jocoso, lejano o cercano en el tiempo. Una de mis preocupaciones desde aquel “habemus Papam” del 13 de marzo, fue su seguridad. Su llegada a Brasil para la Jornada Mundial de la Juventud aceleró mi corazón. Temía cualquier cosa en aquella caravana titubeante que había errado el camino y parecía perdida, como preguntando a la gente por dónde debía ir. Algo casi increíble para un dispositivo de seguridad, pero también desconcertante para quien quisiera organizar algún atentado, porque no sabría dónde. Cuando le hablé de mi preocupación por su exposición continua me dijo: “la gente me hace bien, y además la gente necesita una palabra, un apretón de manos… Me siento seguro con la gente”. Todos mis argumentos se desmoronaron.
Siempre me resultó difícil discutir algo con él.
-“Lo importante es trabajar, y si uno tiene que trabajar no puede estar mirando por sobre el hombro sólo por su seguridad. Yo hago lo que puedo, lo que los tiempos me permiten. El Papa también depende del reloj” – y al decirlo miró el suyo – “¡Y el tiempo pasa rápido! Dentro de un rato tengo una reunión con el secretario de Estado”.
- Y vos ¿Cómo te sentís como Papa? – le disparé la pregunta así, sin eufemismos.
- Mirá, Jorge, yo tengo mucha paz. Cuando se dio todo esto fue como entrar en un vértigo extraño, porque yo no tenía previsto nada, me parecía increíble. Pero luego lo tomé con mucha paz. No quise aventurar que fuera lo que Dios quería sino al menos que no lo había impedido… Y me dije: Si Dios me puso aquí, ¡que Dios me banque!
Me reí, no sé si por la expresión en sí o pensando en el momento en que lo escribiría para Terre d’America. Lo anoté y él sacudió la cabeza. “Otra para tu cosecha de ‘il gergo di Francesco’, ¡no te perdés una!”. Me hacía gracia que su humildad le hiciera decir: “No quise aventurar que fuera lo que Dios quería, sino al menos que no lo había impedido…” Pero sobre todo ese “¡Que Dios me banque!”, que vendría a ser como la vieja solicitud – ¡Que Dios me salve! – traducida al argentino básico.
Luego, también lo recordaría en el Camino de Santiago, pensando en un Dios ¡que me ha bancado tanto! Porque tengamos en cuenta que sólo nos banca el que es amigo.
A mí, en cierto modo, también me banca Francisco, que soporta estoicamente este asedio a sus palabras para traerlas aquí, a este espacio. Pero creo que lo importante es reconocer que sólo podemos decir: ¡Que Dios me banque! cuando aceptamos los desafíos que presenta Su plan para cada uno de nosotros.