Esta celebración la hemos comenzado fuera... inmersos en la
oscuridad de la noche y en el frío que la acompaña. Sentimos el peso del
silencio ante la muerte del Señor, un silencio en el que cada uno de nosotros
puede reconocerse y cala hondo en las hendiduras del corazón del discípulo que
ante la cruz se queda sin palabras.Son las horas del discípulo enmudecido frente al dolor que genera la muerte de
Jesús: ¿Qué decir ante tal situación? El discípulo que se queda sin palabras al
tomar conciencia de sus reacciones durante las horas cruciales en la vida del
Señor: frente a la injusticia que condenó al Maestro, los discípulos hicieron
silencio; frente a las calumnias y al falso testimonio que sufrió el Maestro,
los discípulos callaron. Durante las horas difíciles y dolorosas de la Pasión,
los discípulos experimentaron de forma dramática su incapacidad de «jugársela»
y de hablar en favor del Maestro. Es más, no lo conocían, se escondieron, se
escaparon, callaron (cfr. Jn 18,25-27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra entumecido
y paralizado, sin saber hacia dónde ir frente a tantas situaciones dolorosas
que lo agobian y rodean. Es el discípulo de hoy, enmudecido ante una realidad
que se le impone haciéndole sentir, y lo que es peor, creer que nada puede
hacerse para revertir tantas injusticias que viven en su carne nuestros
hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso en una rutina
aplastante que le roba la memoria, silencia la esperanza y lo habitúa al
«siempre se hizo así». Es el discípulo enmudecido que, abrumado, termina
«normalizando» y acostumbrándose a la expresión de Caifás: «¿No les parece
preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no perezca la nación
entera?» (Jn 11,50).
Y en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan
contundentemente, entonces las piedras empiezan a gritar (cf. Lc 19,40)[1] y a
dejar espacio para el mayor anuncio que jamás la historia haya podido contener
en su seno: «No está aquí ha resucitado» (Mt 28,6). La piedra del sepulcro
gritó y en su grito anunció para todos un nuevo camino. Fue la creación la
primera en hacerse eco del triunfo de la Vida sobre todas las formas que
intentaron callar y enmudecer la alegría del evangelio. Fue la piedra del
sepulcro la primera en saltar y a su manera entonar un canto de alabanza y
admiración, de alegría y de esperanza al que todos somos invitados a tomar
parte.
Y si ayer, con las mujeres contemplábamos «al que traspasaron» (Jn
19,36; cf. Za 12,10); hoy con ellas somos invitados a contemplar la tumba vacía
y a escuchar las palabras del ángel: «no tengan miedo… ha resucitado» (Mt
28,5-6). Palabras que quieren tocar nuestras convicciones y certezas más
hondas, nuestras formas de juzgar y enfrentar los acontecimientos que vivimos a
diario; especialmente nuestra manera de relacionarnos con los demás. La tumba
vacía quiere desafiar, movilizar, cuestionar, pero especialmente quiere
animarnos a creer y a confiar que Dios «acontece» en cualquier situación, en
cualquier persona, y que su luz puede llegar a los rincones menos esperados y
más cerrados de la existencia. Resucitó de la muerte, resucitó del lugar del
que nadie esperaba nada y nos espera —al igual que a las mujeres— para hacernos
tomar parte de su obra salvadora. Este es el fundamento y la fuerza que tenemos
los cristianos para poner nuestra vida y energía, nuestra inteligencia, afectos
y voluntad en buscar, y especialmente en generar, caminos de dignidad. ¡No está
aquí…ha resucitado! Es el anuncio que sostiene nuestra esperanza y la
transforma en gestos concretos de caridad. ¡Cuánto necesitamos dejar que
nuestra fragilidad sea ungida por esta experiencia, cuánto necesitamos que
nuestra fe sea renovada, cuánto necesitamos que nuestros miopes horizontes se
vean cuestionados y renovados por este anuncio! Él resucitó y con él resucita
nuestra esperanza y creatividad para enfrentar los problemas presentes, porque
sabemos que no vamos solos. Celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no deja de irrumpir en
nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y paralizadores
determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús venza esa pusilánime
actitud que tantas veces nos rodea e intenta sepultar todo tipo de esperanza.
La piedra del sepulcro tomó parte, las mujeres del evangelio
tomaron parte, ahora la invitación va dirigida una vez más a ustedes y a mí:
invitación a romper las rutinas, renovar nuestra vida, nuestras opciones y
nuestra existencia. Una invitación que va dirigida allí donde estamos, en lo
que hacemos y en lo que somos; con la «cuota de poder» que poseemos. ¿Queremos
tomar parte de este anuncio de vida o seguiremos enmudecidos ante los
acontecimientos?
¡No está aquí ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita a
volver al tiempo y al lugar del primer amor y decirte: No tengas miedo,
sígueme.