8 jun 2011

Jorge Luis Borges FIESTA DE POETAS
    Aquella mañana de octubre, Marisa Pelufo mi profesora de lengua y literatura ingresó a tercero comercial con su habitual encanto juvenil.
Entonces descubrí que no era el único que sufría esa febril atracción por ella, y que ya no era exclusivamente mía como lo había creído hasta ese momento. Éramos treinta y dos vándalos apiñados en un salón diseñado para veinte, y el curso más revoltoso de la escuela.
Sin embargo manteníamos una excelente conducta durante las clases de literatura, lo que motivó comentarios suspicaces en la sala de profesores, a tal punto que nos compararon con los dulces y candorosos angelitos de estampitas religiosas.
Esas circunstancias me obligaron a tomar la delantera. Al día siguiente, y para que mi propósito no se enfriara, decidí escribirle una carta a la profe, declarándome perdidamente enamorado de ella.
Para conquistarla, y sabiendo la devoción que tenía por la poesía, busqué en un libro que creí de Pablo Neruda, estos versos que cuidadosamente copié a mitad de página: "Si al mecer las azules campanillas de tu balcón, crees que suspirando pasa el viento murmurador, sabe que oculto entre las verdes hojas suspiro yo".
Los días que siguieron fueron interminables. Con impaciencia conté cada minuto que faltaba para la próxima clase. Hasta que por fin llegó la hora, y contrariamente a lo que yo aspiraba, Marisa entró al aula con la soltura juvenil de siempre, y ordenó tomar una hoja:
–Ahora voy a dictarles estas rimas de Bécquer... –dijo tomando una de las tantas hojas que acomodó sobre su escritorio.
Para mi sorpresa, vi que el papel que tenía en sus manos era nada menos que mi carta, cuyas rimas comenzó a recitar mientras su mirada recorría toda la clase. Mi sangre pareció congelarse, mientras un sudor frío corría por mis costillas. "Está buscando al atrevido que la escribió" – pensé simulando serenidad.
Cuando nuestras vistas se encontraron, mi labio superior comenzó a temblar nerviosamente.
Creo que ella se dio cuenta, pero continuó la clase como si no hubiera pasado nada y comenzó a dictar: "Si al mecer las azules campanillas..."
–Pero, señorita, ¿no es Neruda? – interrumpí electrizado.
–No, alumno –me respondió con toda naturalidad– es Bécquer... – y tomando otro papel prosiguió: Neruda escribió así: "Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote, amé desde hace tiempo tu cuerpo de nácar soleado..."
Luego, ante el asombro de todos, tomó una tercera hoja y dijo:
–Machado también escribió versos tan bellos como estos: "Sentí tu mano en la mía, tu mano de compañera, tu voz en mi oído..."
Y después, tomando otra hoja y luego otra y otra más, prosiguió recitando a García Lorca, Almafuerte, Quevedo, Hernández...
–Queridos alumnos –dijo finalmente– gracias por sus trabajos. Ayer fue el día más feliz de mi vida. Gracias por comprender mi locura poética... Espero que algún día pueda decir de alguno de ustedes: "Ese gran poeta fue alumno mío".
El silencio de la clase fue total, sólo se oía el rumor del viento primaveral que se filtraba por la quebradura de un vidrio; "deben ser los poetas que están de fiesta", pensé.

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