El joven africano escuchó con avidez las instrucciones.
Se trataba del momento más importante de su vida. El mito que iba a hacerlo hombre. Había llegado a la pubertad y, para ser ahora aceptado como miembro adulto de la tribu, tenía que pasar las pruebas tradicionales que demostrarían que era fuerte, sensato, responsable y digno de confianza.
Si fallaba en el examen volvería a ser niño hasta otra estación, con la vergüenza del fracaso y la impaciencia de la espera.
Por eso escuchaba con atención total, dispuesto a llevar a cabo con exactitud inmediata las órdenes secretas de los ancianos de la tribu.
Estas fueron las instrucciones: debía partir solo hacia la selva sin arco ni flechas, sin lanza ni escudo, y morar y andar en ella hasta ver y ser visto por un león, un rinoceronte, una serpiente pitón y un elefante.
En ningún caso debía huir o defenderse, y no debía tomar alimento alguno ni beber agua, por apetitosos que fueran los frutos que viera cristalinos los arroyos que cruzara.
Una vez alcanzado el cuádruple objetivo, debía volver inmediatamente e informar a la tribu. Eso era todo. El joven partió al instante y se dirigió a las praderas de altas hierbas, donde sabía que los leones esperaban a sus presas y donde no le sería difícil ver al rey de la selva y ser visto por él. Pronto lo divisó, recostado bajo un árbol, en la majestad despreocupada de su serena presencia.
Contuvo el aliento y esperó hasta que el león se dignara mirarlo.
Al fin el león alzó la cabeza, paseo su mirada por el horizonte y se detuvo un momento en la figura esbelta del adolescente inmóvil.
Se cruzaron las miradas del aspirante a hombre y del dueño de la selva, en reconocimiento mutuo de dignidad adivinada.
Se aseguró el joven de que el león lo había mirado para poder afirmarlo ante la tribu, y partió despacio con la bendición de la selva, sabiendo que había logrado el cometido más difícil.
De vuelta en la selva pronto vio una serpiente pitón enroscada en un árbol y asentó su mirada sin parpadear.
También conocía los terrenos del rinoceronte, y de lejos, pero con certeza, lo avistó y se supo avistado, leyendo en el aire el mensaje de recelo y advertencia del animal desconfiado.
Ya solo le faltaba lo más sencillo, que era el elefante. Muchos había por los alrededores y no tardaría en encontrar una manada o un macho suelto y verlo y hacerse ver con prudencia. El elefante no ataca si no es atacado, y no había mayor peligro.
Con encontrar pronto uno, quedaría cumplida la tarea. Pero no lo encontraba.
Recorrió todos los terrenos propicios, busco huellas, oteo horizontes, espero en aguadas, pero no logro ver un solo elefante. Entonces comenzó a sentir hambre.
Hasta aquel momento no había contado ni los días ni las noches ni había sentido ni hambre ni sed, pero al prolongarse la búsqueda y surgir el temor al fracaso, comenzó a sentirse débil y a dudar.
¿Hasta cuando podía seguir buscando? Que haría si no lograba encontrar un elefante Él preferiría dejarse morir de hambre y sed en la selva, para salvar la dignidad, ya que no la vida, pero las ordenes eran regresar a la aldea vivo e informar puntualmente de lo sucedido.
Aguantó hasta ultimo momento, pero no logro divisar a ningún elefante, y volvió con paso triste a su tribu a contar lo sucedido. Después de oírlo, hablo el jefe de la tribu: " Has pasado la prueba. Sabíamos que no podrías ver a ningún elefante, porque los habíamos espantado de antemano de toda la comarca.
La prueba no era el ver animales, sino el decir la verdad, y tú la has dicho. Desde hoy eres uno de nosotros con pleno derecho. Eres hijo de la tribu."
Decir la verdad no es un mero mandamiento externo que nos obligue a no mentir para salvar así el buen funcionamiento de la sociedad. Decir la verdad es aceptar la realidad, hacerse paralelo a los hechos. Decir la verdad es ser persona entera, hacerse de una pieza, comulgar con uno mismo. Decir la verdad da sentido a la vida. En sánscrito la palabra verdad y la palabra ser tienen la misma raíz. Decir la verdad, es en ultimo termino, ser.
No he visto al elefante. Ahora puedo ser hijo de la tribu.
Se trataba del momento más importante de su vida. El mito que iba a hacerlo hombre. Había llegado a la pubertad y, para ser ahora aceptado como miembro adulto de la tribu, tenía que pasar las pruebas tradicionales que demostrarían que era fuerte, sensato, responsable y digno de confianza.
Si fallaba en el examen volvería a ser niño hasta otra estación, con la vergüenza del fracaso y la impaciencia de la espera.
Por eso escuchaba con atención total, dispuesto a llevar a cabo con exactitud inmediata las órdenes secretas de los ancianos de la tribu.
Estas fueron las instrucciones: debía partir solo hacia la selva sin arco ni flechas, sin lanza ni escudo, y morar y andar en ella hasta ver y ser visto por un león, un rinoceronte, una serpiente pitón y un elefante.
En ningún caso debía huir o defenderse, y no debía tomar alimento alguno ni beber agua, por apetitosos que fueran los frutos que viera cristalinos los arroyos que cruzara.
Una vez alcanzado el cuádruple objetivo, debía volver inmediatamente e informar a la tribu. Eso era todo. El joven partió al instante y se dirigió a las praderas de altas hierbas, donde sabía que los leones esperaban a sus presas y donde no le sería difícil ver al rey de la selva y ser visto por él. Pronto lo divisó, recostado bajo un árbol, en la majestad despreocupada de su serena presencia.
Contuvo el aliento y esperó hasta que el león se dignara mirarlo.
Al fin el león alzó la cabeza, paseo su mirada por el horizonte y se detuvo un momento en la figura esbelta del adolescente inmóvil.
Se cruzaron las miradas del aspirante a hombre y del dueño de la selva, en reconocimiento mutuo de dignidad adivinada.
Se aseguró el joven de que el león lo había mirado para poder afirmarlo ante la tribu, y partió despacio con la bendición de la selva, sabiendo que había logrado el cometido más difícil.
De vuelta en la selva pronto vio una serpiente pitón enroscada en un árbol y asentó su mirada sin parpadear.
También conocía los terrenos del rinoceronte, y de lejos, pero con certeza, lo avistó y se supo avistado, leyendo en el aire el mensaje de recelo y advertencia del animal desconfiado.
Ya solo le faltaba lo más sencillo, que era el elefante. Muchos había por los alrededores y no tardaría en encontrar una manada o un macho suelto y verlo y hacerse ver con prudencia. El elefante no ataca si no es atacado, y no había mayor peligro.
Con encontrar pronto uno, quedaría cumplida la tarea. Pero no lo encontraba.
Recorrió todos los terrenos propicios, busco huellas, oteo horizontes, espero en aguadas, pero no logro ver un solo elefante. Entonces comenzó a sentir hambre.
Hasta aquel momento no había contado ni los días ni las noches ni había sentido ni hambre ni sed, pero al prolongarse la búsqueda y surgir el temor al fracaso, comenzó a sentirse débil y a dudar.
¿Hasta cuando podía seguir buscando? Que haría si no lograba encontrar un elefante Él preferiría dejarse morir de hambre y sed en la selva, para salvar la dignidad, ya que no la vida, pero las ordenes eran regresar a la aldea vivo e informar puntualmente de lo sucedido.
Aguantó hasta ultimo momento, pero no logro divisar a ningún elefante, y volvió con paso triste a su tribu a contar lo sucedido. Después de oírlo, hablo el jefe de la tribu: " Has pasado la prueba. Sabíamos que no podrías ver a ningún elefante, porque los habíamos espantado de antemano de toda la comarca.
La prueba no era el ver animales, sino el decir la verdad, y tú la has dicho. Desde hoy eres uno de nosotros con pleno derecho. Eres hijo de la tribu."
Decir la verdad no es un mero mandamiento externo que nos obligue a no mentir para salvar así el buen funcionamiento de la sociedad. Decir la verdad es aceptar la realidad, hacerse paralelo a los hechos. Decir la verdad es ser persona entera, hacerse de una pieza, comulgar con uno mismo. Decir la verdad da sentido a la vida. En sánscrito la palabra verdad y la palabra ser tienen la misma raíz. Decir la verdad, es en ultimo termino, ser.
No he visto al elefante. Ahora puedo ser hijo de la tribu.
Carlos González
Vallés,S.J.
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