LEON TOLSTOI
Había una vez un rey cuya riqueza y poder eran tan inmensos,
como eran de inmensas su tristeza y desazón.
-Daré la mitad de mi reino a quien consiga ayudarme a sanar
las angustias de mis tristes noches- dijo un día.
Quizás más interesados en el dinero que podían conseguir que
en la salud del Rey, los consejeros de la corte decidieron ponerse en campaña y
no detenerse hasta encontrar la cura para el sufrimiento real. Desde los
confines de la tierra mandaron traer a los sabios más prestigiosos y a los
magos más poderosos de entonces, para ayudarles a encontrar el remedio buscado.
Pero todo fue en vano, nadie sabía cómo curar al monarca.
Una tarde, finalmente, apareció un viejo sabio que les dijo:
-si encontráis en el reino un hombre completamente feliz, podréis curar al rey.
Tiene que ser alguien que se sienta completamente satisfecho, que nada le falte
y que tenga acceso a todo lo que necesita.
-Cuando lo halléis- siguió el anciano- pedidle su camisa y
traedla a palacio. Decidle al rey que duerma una noche entera vestido solo con
esa prenda. Os aseguro que mañana despertará curado.
Los consejeros se abocaron de lleno y con completa
dedicación a la búsqueda de un hombre feliz, aunque ya sabían que la tarea no
resultaría fácil.
En efecto, el hombre que era rico, estaba enfermo; el que
gozaba de buena salud, era pobre. Aquel, rico y sano, se quejaba de su mujer y
ésta, de sus hijos.
Todos los entrevistados coincidían en que algo les faltaba
para ser totalmente felices aunque nunca se ponían de acuerdo en aquello que
les faltaba.
Finalmente, una noche, muy tarde, un mensajero llegó al
palacio. Habían encontrado al hombre tan interesantemente buscado. Se trataba
de un humilde campesino que vivía al norte en la zona más árida del reino. Cuando
el monarca fue informado del hallazgo. Éste se llenó de alegría e
inmediatamente mandó que le trajeran la camisa de aquel hombre, a cambio de la
cual deberían darle al campesino cualquier cosa que pidiera.
Los envidos se presentaron a toda prisa en la casa de aquel
hombre para comprarle la camisa y, si era necesario –se decían- se la quitarían
por la fuerza...
El rey tardó mucho en sanar en sanar de su tristeza. De
hecho su mal se agravó bastante cuando de que el hombre más feliz de su reino,
quizás el único totalmente feliz, era tan pobre, tan pobre... que no tenía ni
siquiera una camisa.
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