LECTIO DIVINA 4°
DOMINGO DEL TIEMPO DURANTE EL AÑO
CICLO B.
28 de enero de
2018.
Deuteronomio 18,15-20; 1° Corintios 7,32-35; San Marcos
1,21-28.
“El
profeta es un hombre que, salvando el abismo entre las palabras y las obras, se
incorpora a sí mismo al mensaje que anuncia. Es un hombre que tiene como misión
la de revelar el presente, dotado como está de una mirada penetrante que le
hace conocer de una manera extraña el presente y no el futuro como
ordinariamente se cree. Es, finalmente, un contestatario encargado de
desenmascarar y amonestar. Jesús realizó el oficio de profeta de manera
admirable”. (A. Manaranche).
Oración inicial:
“Señor
Jesús, envía tu Espíritu, para que nos ayude a comprender la Palabra. Crea en
nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en
los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que
sufren. Que tu Palabra, pronunciada en nuestros corazones nos haga testigos de
tu Reino”. Amén.
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Deuteronomio 18,15-20; 1° Corintios 7,32-35; San Marcos
1,21-28.
Claves
de lectura:
1. (Evangelio)
En el evangelio, con
motivo de la expulsión de un demonio, se reconoce que la enseñanza de Jesús es
una enseñanza totalmente «nueva», un «enseñar con autoridad» ante el que todos
los circunstantes se quedan «estupefactos». Estos ven la prueba de esta novedad
en la expulsión del espíritu inmundo, pero ésta es a lo sumo la confirmación de
su autoridad, no su enseñanza. Lo auténticamente decisivo aparece al principio
del evangelio: Jesús enseña en la sinagoga, y los presentes ase quedaron
asombrados de su enseñanza».
En su misma enseñanza se
percibe ya la «autoridad divina» que la distingue de la enseñanza de los
«letrados». Lo que la nueva enseñanza exige es un radicalismo en la obediencia
a Dios totalmente distinto del rigorismo en el cumplimiento de la ley exigido
por los letrados. Este radicalismo no exige en absoluto una huida del mundo,
tal y como la practicaban por ejemplo los miembros de la secta de Qumrán, sino,
en medio del mundo, de su trabajo y de sus penalidades, una vida indivisa para
Dios y conforme a su mandamiento.
Este mandamiento que
Jesús explica a los hombres es a la vez infinitamente simple e infinitamente
exigente; posteriormente Jesús lo repetirá constantemente: amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Eso significan la Ley y los
Profetas (Mt 7,12). Esta es la perfección que el hombre puede alcanzar y en la
que puede y debe parecerse al Padre celeste (cfr. Mt 5,48). Aquí sólo hay
totalidad, no hay lugar para la división.
2. (2° Lectura)
Pablo, en la segunda
lectura, tiende al mismo radicalismo. Aunque aparentemente distingue dos
categorías de hombres: los célibes, que se preocupan de los «asuntos del
Señor», y los casados, que se preocupan de los «asuntos del mundo, buscando
contentar a su mujer», ciertamente no quiere (como muestran sus textos
parenéticos sobre la vida doméstica) proscribir el matrimonio o las profesiones
del siglo, sino a lo sumo mostrar lo que se observa habitualmente en la gente
de mundo. Puede conceder al celibato una cierta preeminencia («a todos les
desearía que vivieran como yo»: 1 Co 7,7), mas inmediatamente añade: «Pero cada
cual tiene el don particular que Dios le ha dado», gracias al cual es perfectamente
posible, incluso dentro del mundo y en la vida matrimonial, servir a Dios y
amar al prójimo indivisiblemente. Ciertamente en muchos casos cabe preguntarse
si esto es más fácil en el estado de los consejos evangélicos que en un
matrimonio cristiano correctamente vivido. Las cartas pastorales se oponen a
los que «prohíben el matrimonio» (1 Tm 4,3); no: "Todo lo que Dios ha
creado es bueno".
3. (1° Lectura)
A esta doctrina
definitiva de Jesús, en la que se resume todo con perfecta simplicidad, se refiere
ya Moisés anticipadamente cuando habla, en la primera lectura, del profeta que
ha de venir, del que Dios dice: «Suscitaré un profeta... Pondré mis palabras en
su boca y les dirá lo que yo le mande». El Señor lo suscitará como cumplimiento
de todo lo iniciado en la Antigua Alianza. A él será, por tanto, al que haya
que escuchar en todo.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 136 s.)
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 136 s.)
MEDITACIÓN.
El evangelio de Marcos
no está agrupado por temas como el de Mateo; va poniendo los episodios uno tras
otro, sin ningún orden al parecer.
Pero el desorden en
realidad es sólo aparente; un análisis atento hace descubrir en muchas páginas
una lógica muy hábil. Por ahora nos contentaremos sólo con una observación:
esta primera serie de episodios (que llega hasta 3, 6) tiene como motivo de
organización una indicación geográfica: Cafarnaúm y su lago.
De esta forma, la
primera parte (1, 21-34) constituye una "jornada" de Jesús, una
verdadera y auténtica unidad de tiempo y de lugar. Y se trata de un día de
sábado, como se dice al principio y como se deja comprender al final (la gente
espera que se ponga el sol, o sea, el final del descanso sabático, para llevar
los enfermos a Jesús).
Tendremos por tanto que
leer esta página de Marcos de un modo al mismo tiempo analítico y sintético. El
análisis es indispensable y cada una de las unidades necesita su propio
estudio, pero este análisis no tiene que hacernos olvidar la perspectiva de
fondo, el interrogante central.
Hemos de advertir además
que la verdadera y única finalidad de Marcos es la de iluminar la figura de
Cristo. Nos presenta en esta página la misión de Jesús en su doble aspecto de
palabra y de acción, enseñanzas y obras de salvación. No le interesa a Marcos
todavía decirnos qué era lo que enseñaba Jesús; le interesa decirnos que Jesús
enseñaba y actuaba. Presentándose de esta manera, Jesús se convierte en un
problema para los presentes: ¿quién es éste? He aquí el interrogante central.
Sabemos que en la
Palestina de aquella época había sinagogas o "Casas de oración" no
sólo en los grandes centros, sino incluso en los pueblos y en las aldeas. Los
israelitas acudían allí para la oración y para la lectura y la explicación de
la ley. No sólo los escribas y los ancianos, sino cualquiera de los
participantes podían ser invitados por el presidente a dirigir la palabra a los
demás. Por otra parte, cualquier israelita podía pedir la palabra para
intervenir. Es precisamente en una sinagoga, en la de Cafarnaúm, donde Jesús
toma la palabra para enseñar. Y es también en la sinagoga donde Jesús libera a
un hombre poseído del espíritu inmundo (1, 21-28). No es fácil para nosotros
reconstruir la realidad de lo que sucedió.
En tiempos de Jesús
estaba extendida la opinión de que los demonios estaban en el origen de
cualquier enfermedad, especialmente de las diversas enfermedades mentales,
cuyas manifestaciones hacían pensar que el enfermo no era ya dueño de sí mismo.
No es extraño entonces que los evangelios hablen según la mentalidad de su
tiempo y que el mismo Jesús, en su parte, se haya querido acomodar a ella. No
debemos pretender de estas narraciones un diagnóstico médico ni una declaración
especulativa sobre la naturaleza de los demonios. Reflejan más bien la lectura
"teológica" que un hombre de la época -ante ciertos casos
especialmente preocupantes- hacía de los hechos, llegando a la raíz de la
situación, allí donde se descubre la huella del enemigo de Dios y del destructor
del hombre. Es una lectura teológica que nace de un convencimiento que el
evangelio parece imponer: el mal no viene solamente del hombre; detrás de sus
diversas manifestaciones está el enemigo por excelencia, el destructor de la
creación. El hombre bíblico es de la opinión que las cuentas sobre el mundo y
sobre la historia no salen bien si sumamos solamente las fuerzas de la
naturaleza, las del hombre y las de Dios; está además la fuerza del maligno.
A la luz de estas
observaciones preliminares tenemos que leer nuestro episodio y otros similares.
La narración no quiere presentar un caso curioso y aislado, sino más bien -a
través de un caso especialmente claro- nuestra situación común de hombres
caídos, sometidos a las fuerzas del mal e incapaces de entrar en comunión con
Dios.
Todo lo dicho resulta
todavía demasiado general. Examinemos más de cerca la narración de Marcos,
señalando algunos detalles que parecen más significativos. Primer detalle: se
trata de un hombre que perturba el servicio litúrgico; Jesús le manda callar
secamente: "¡Cállate y sal de este hombre!"; el espíritu se ve
obligado a obedecer y el hombre, libre del espíritu agitador, vuelve a su sano
juicio. Los exorcismos estaban de moda y la literatura rabínica habla de ellos
con frecuencia. Pero eran exorcismos largos, extraños y complicados, llenos de
fórmulas y de gestos mágicos. Jesús, sin embargo, no recurre a palabras mágicas
ni a ritos misteriosos, sino que se impone al espíritu impuro simplemente con
una orden. De eso es de lo que se admira la gente.
Segundo detalle: hay una
clara diferencia entre el modo como Jesús considera la enfermedad y cura a un
enfermo y el modo como se porta Jesús con un hombre poseído por el demonio. En
nuestro relato (como en todos los exorcismos del evangelio de Marcos) se
respira la atmósfera de una lucha; el mismo Jesús, más adelante (3, 27), usará
la imagen del hombre fuerte atado y saqueado. El endemoniado se dirige a Jesús
en una actitud defensiva (se da cuenta de que ha llegado el que lo va a
derrotar) e intenta, si es posible, pasar al ataque; pero luego tiene que ceder
al más fuerte, aunque sea con la última manifestación de rabia y de despecho
("hizo revolcarse al hombre en el suelo, lanzando un grito tremendo, y
luego salió"). Nuestro episodio (y otros parecidos que vendrán luego) son
la continuación de la lucha entre el "fuerte" y el "más
fuerte" que había comenzado ya en la tentación.
Y el último detalle: el
diálogo entre Satanás y Jesús es probablemente un recurso de Marcos. El
evangelista se aprovecha del espíritu maligno para revelarnos quién es Jesús.
"Los demonios contemplan lo invisible y revelan a los lectores de Marcos
la trascendencia de la personalidad de Jesús. A través del Jesús terreno ellos
ven la gloria del Resucitado. ¡Se convierten así en los teólogos de
Marcos!" (Cf. LEÓN ·DUFOUR-LEON, ESTUDIOS DE EVANGELIO, Edic. CRISTIANDAD,
Madrid 1982).
(Aporte de BRUNO
MAGGIONI, EL RELATO DE MARCOS,
EDIC. PAULINAS/MADRID 1981.Pág. 39 ss., ENSEÑAR CON AUTORIDAD.)
EDIC. PAULINAS/MADRID 1981.Pág. 39 ss., ENSEÑAR CON AUTORIDAD.)
No podemos aguantar la
voz de Dios en directo; nos faltan oídos. Como tampoco tenemos ojos para
soportar su luz, ni mente para encajar su verdad. Falta adecuación: Dios es
demasiado grande para caber en nuestros limitados espacios. ¿Qué hacer
entonces? Él quiere comunicarse, porque tiene cosas importantes que decirnos.
¿Cómo hacerlo? Normalmente, se vale de mediadores. Para que la luz nos llegue
tamizada; para que tanta verdad nos llegue dosificada, traducida, adaptada a
nuestras cortas entendederas. Necesitamos profetas que nos transmitan, en lenguaje
asequible, lo que Dios les vaya encomendando. 'Suscitaré un profeta de entre
sus hermanos... Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande'.
Pero hay un problema, todavía: ¿Cómo saber si el que habla es un profeta de
Dios? ¿Cómo discernir si esa palabra que nos llega responde a la verdad que ha
salido de Dios? ¿Cómo estar seguros de que no se ha quedado en el filtro?
Algo semejante ocurría
con Jesús. ¿Cómo convencer a los oyentes de que esa palabra suya, luminosa y
esperanzadora, liberadora de tantas servidumbres, era la Palabra misma del
Señor? En su caso había un signo, que hacía a la gente levantar la cabeza y
escuchar con especial atención lo que decía. No un signo espectacular que, a
modo de aldabonazo, golpeara los ojos, o la mente de quienes lo escuchaban (ni
los propios milagros tenían esa finalidad). Era, más bien, el resultado de una
suma de datos: el tono de su voz, su manera de mirar y de acoger, sus puntos de
insistencia al hablar, su actitud ante las personas -poderosos, pecadores,
mendigos- y, sobre todo, la coherencia total entre lo que decía y lo que hacía.
Todo ello, captado por
la gente, hacía que fuese corriendo de boca en boca la noticia: ha llegado
alguien distinto de los letrados que enseñan, sábado tras sábado, en las
sinagogas; alguien que no se limita a recitar lecciones aprendidas, sino que
habla desde él mismo; alguien que dice cosas nuevas, verdades que no provocan
miedo sino esperanza, que no oprimen sino que liberan; alguien tan sencillo que
hasta los más pequeños lo entienden, y tan libre que planta cara a los sabios y
a los poderosos; alguien que no engaña, que va subrayando cada palabra con
pedazos de su propia vida. A esto la gente le ha puesto un nombre: 'Enseñar con
autoridad'. Y esa gente sencilla se va echando, con confianza, en los brazos de
ese nuevo Maestro, que es capaz de alejar de sus corazones el dolor y la
tristeza, y ponerlos en pie de esperanza.
Hoy, igual. Para que la
Palabra llegue desde el corazón de Dios hasta la gente, hacen falta profetas que
la lleven. Pero que la lleven, sobre todo, con sus vidas. Que no lleguen
canturreando sermones olvidados de puro sabidos. Que no vengan oprimiendo: ya
la vida se encarga de hacerlo. Que no traigan más problemas, sino salidas a los
eternos problemas que nos angustian. Que no tengan la arrogancia de decir en
nombre de Dios palabras inventadas por ellos, ni carguen sobre hombros ajenos
cargas que ellos no son capaces de soportar. Hacen falta profetas honrados,
humildes, abnegados. Sin ellos, ¿cómo va a llegar la Palabra salvadora del
Padre hasta el último rincón de la tierra? Sin cristianos que vivan, y
transmitan, la Buena Noticia, ¿cómo va a amanecer sobre el mundo la luz de la
esperanza?
(Aporte de JORGE GUILLEN
GARCIA, AL HILO DE LA PALABRA,
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B GRANADA 1993.Pág. 94 s.)
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B GRANADA 1993.Pág. 94 s.)
Para la reflexión personal y grupal:
¿Qué
autoridad tiene Jesús en nuestra vida?
¿Qué
nombres tienen estos "espíritus inmundos", estas fuerzas, que muchas
veces nos dominan?
ORACIÓN –
CONTEMPLACIÓN.
EL ELOCUENTE ORADOR
SAGRADO.
Me entusiasman los
hombres que hablan bien, Señor. Siempre he admirado a quienes manejan el
lenguaje con belleza, precisando las palabras, empleando bien los giros,
utilizando argumentos apropiados, sorprendiendo con la originalidad de sus
imágenes. Me interesaba el «Ars dicendi» en mis años de estudiante. Y disfruto
actualmente con la agudeza de los oradores preparados.
Pero está claro que el
evangelista Marcos, cuando nos dice que «hablabas con autoridad» y que, «en la
sinagoga, todos se quedaron admirados con tu enseñanza», no se refiere a tu
«buena oratoria». Se está refiriendo a «la verdad» de tu mensaje, a «tus
palabras hechas carne». Y vida.
Tengo que comprender muy
bien esto, Señor. La fuerza y la garra de mi predicación no pueden basarse en
la perfección de una pieza oratoria, en la galanura de un lenguaje académico,
sino en el «aliento del Espíritu» que mueva mis palabras y me lleve al
testimonio: « No os preocupéis de lo que vayáis a decir -afirmaste-, porque el
Espíritu pondrá palabras en vuestra boca».
Tú, Jesús, no hablabas
desde la sabiduría «que tenías», sino desde el profeta que «eras». Aunque «eras
la Palabra», no pronunciabas «palabras de orador», sino de profeta. Y el
profeta no es alguien que repite palabras más o menos sabidas, tradiciones más
o menos heredadas, siempre inmóviles, paralizadas. El profeta es alguien que
ayuda a iluminar los sucesos actuales con palabras que le llegan desde «muy
lejos». No es alguien que se limita a repetir el dogma de los libros, la moral
de los libros; la literalidad de la Ley. Ni se contenta con tener bien
alineados muchos libros en los anaqueles de su biblioteca. Eso harán los
letrados. El profeta es más bien una luz irresistible que trata de hacer ver
las «huellas de Dios» en todos los sucesos de nuestro entorno. Eso hacías Tú. Y
ésa era «tu autoridad».
Cada domingo he de
predicar. Cada día he de hablar. Somos «embajadores de Dios», como dirá Pablo,
y «hemos sido elegidos por El para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto
dure». «No podemos menos, por otra parte, que repetir lo que hemos visto y
oído». Pero si nuestra predicación -y no me refiero sólo al sacerdote, sino
también a los padres, catequistas, educadores, cristianos comprometidos- sólo
se basa en la autoridad literaria de la oratoria, y no en la «palabra
encarnada» del profetismo, terminaremos siendo «una campana que suene al
viento», como decía Pablo. O peor todavía. Seremos «un mar de palabras en un
desierto de ideas», como se decía de un determinado orador parlamentario.
No estamos llamados a la
«palabrería», sino a la palabra. Nuestro ministerio no es la «logomaquia» sino
el «servicio al Logos», «servidores de la palabra», tratando siempre de que «el
Espíritu gima en nosotros con sonidos inefables». Se nos pide que «purifiquemos
nuestros labios y nuestro corazón con un carbón encendido, si fuera preciso,
como el profeta Isaías, para poder anunciar digna y competentemente el
Evangelio».
Me gustan, Señor, los
hombres que hablan bien. Pero sé también que «Tú escondes, a veces, ciertas
luces, a la gente sabia e importante y la manifiestas a la gente sencilla». Por
eso, más que un «elocuente orador sagrado», quisiera ser un «mensajero» de Ti,
«que tienes palabras de vida eterna».
(Aporte de Joan Carles
ELVIRA, monje benedictino. Abadía de Monserrat, España)
Oración final:
“Te
bendecimos, Padre, porque Cristo Jesús, tu Hijo, basó su autoridad en el
carisma y no en la fuerza del poder, en el servicio liberador y no en la
opresión de los demás. En Él
nos mostraste que es posible ser hombres y mujeres libres, desposeídos del
pecado, señores de nuestro destino, hermanos de los demás y solidarios de todo
el que sufre. Ayúdanos a continuar su misión liberadora del hombre actual,
dominado por los demonios del tener, acaparar y consumir, del egoísmo y la
soberbia, la insolidaridad y el desamor. Así el anuncio de tu reino llenará de
luz nuestro mundo y viviremos en plenitud, libertad y esperanza cierta.” Amén.
(Tomado de B.
Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993, p. 317)
Hno. Javier.
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