26 ene 2018

LECTIO DIVINA 4° DOMINGO DEL TIEMPO DURANTE EL AÑO
CICLO B.
28 de enero de 2018.
Deuteronomio 18,15-20; 1° Corintios 7,32-35; San Marcos 1,21-28.


“El profeta es un hombre que, salvando el abismo entre las palabras y las obras, se incorpora a sí mismo al mensaje que anuncia. Es un hombre que tiene como misión la de revelar el presente, dotado como está de una mirada penetrante que le hace conocer de una manera extraña el presente y no el futuro como ordinariamente se cree. Es, finalmente, un contestatario encargado de desenmascarar y amonestar. Jesús realizó el oficio de profeta de manera admirable”.  (A. Manaranche).

Oración inicial:
“Señor Jesús, envía tu Espíritu, para que nos ayude a comprender la Palabra. Crea en nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que sufren. Que tu Palabra, pronunciada en nuestros corazones nos haga testigos de tu Reino”. Amén.


LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Deuteronomio 18,15-20; 1° Corintios 7,32-35; San Marcos 1,21-28.

Claves de lectura:

1.   (Evangelio)
En el evangelio, con motivo de la expulsión de un demonio, se reconoce que la enseñanza de Jesús es una enseñanza totalmente «nueva», un «enseñar con autoridad» ante el que todos los circunstantes se quedan «estupefactos». Estos ven la prueba de esta novedad en la expulsión del espíritu inmundo, pero ésta es a lo sumo la confirmación de su autoridad, no su enseñanza. Lo auténticamente decisivo aparece al principio del evangelio: Jesús enseña en la sinagoga, y los presentes ase quedaron asombrados de su enseñanza».
En su misma enseñanza se percibe ya la «autoridad divina» que la distingue de la enseñanza de los «letrados». Lo que la nueva enseñanza exige es un radicalismo en la obediencia a Dios totalmente distinto del rigorismo en el cumplimiento de la ley exigido por los letrados. Este radicalismo no exige en absoluto una huida del mundo, tal y como la practicaban por ejemplo los miembros de la secta de Qumrán, sino, en medio del mundo, de su trabajo y de sus penalidades, una vida indivisa para Dios y conforme a su mandamiento.
Este mandamiento que Jesús explica a los hombres es a la vez infinitamente simple e infinitamente exigente; posteriormente Jesús lo repetirá constantemente: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Eso significan la Ley y los Profetas (Mt 7,12). Esta es la perfección que el hombre puede alcanzar y en la que puede y debe parecerse al Padre celeste (cfr. Mt 5,48). Aquí sólo hay totalidad, no hay lugar para la división.

2.   (2° Lectura)
Pablo, en la segunda lectura, tiende al mismo radicalismo. Aunque aparentemente distingue dos categorías de hombres: los célibes, que se preocupan de los «asuntos del Señor», y los casados, que se preocupan de los «asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer», ciertamente no quiere (como muestran sus textos parenéticos sobre la vida doméstica) proscribir el matrimonio o las profesiones del siglo, sino a lo sumo mostrar lo que se observa habitualmente en la gente de mundo. Puede conceder al celibato una cierta preeminencia («a todos les desearía que vivieran como yo»: 1 Co 7,7), mas inmediatamente añade: «Pero cada cual tiene el don particular que Dios le ha dado», gracias al cual es perfectamente posible, incluso dentro del mundo y en la vida matrimonial, servir a Dios y amar al prójimo indivisiblemente. Ciertamente en muchos casos cabe preguntarse si esto es más fácil en el estado de los consejos evangélicos que en un matrimonio cristiano correctamente vivido. Las cartas pastorales se oponen a los que «prohíben el matrimonio» (1 Tm 4,3); no: "Todo lo que Dios ha creado es bueno".

3. (1° Lectura)
A esta doctrina definitiva de Jesús, en la que se resume todo con perfecta simplicidad, se refiere ya Moisés anticipadamente cuando habla, en la primera lectura, del profeta que ha de venir, del que Dios dice: «Suscitaré un profeta... Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande». El Señor lo suscitará como cumplimiento de todo lo iniciado en la Antigua Alianza. A él será, por tanto, al que haya que escuchar en todo.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 136 s.)

MEDITACIÓN.

El evangelio de Marcos no está agrupado por temas como el de Mateo; va poniendo los episodios uno tras otro, sin ningún orden al parecer.
Pero el desorden en realidad es sólo aparente; un análisis atento hace descubrir en muchas páginas una lógica muy hábil. Por ahora nos contentaremos sólo con una observación: esta primera serie de episodios (que llega hasta 3, 6) tiene como motivo de organización una indicación geográfica: Cafarnaúm y su lago.
De esta forma, la primera parte (1, 21-34) constituye una "jornada" de Jesús, una verdadera y auténtica unidad de tiempo y de lugar. Y se trata de un día de sábado, como se dice al principio y como se deja comprender al final (la gente espera que se ponga el sol, o sea, el final del descanso sabático, para llevar los enfermos a Jesús).
Tendremos por tanto que leer esta página de Marcos de un modo al mismo tiempo analítico y sintético. El análisis es indispensable y cada una de las unidades necesita su propio estudio, pero este análisis no tiene que hacernos olvidar la perspectiva de fondo, el interrogante central.
Hemos de advertir además que la verdadera y única finalidad de Marcos es la de iluminar la figura de Cristo. Nos presenta en esta página la misión de Jesús en su doble aspecto de palabra y de acción, enseñanzas y obras de salvación. No le interesa a Marcos todavía decirnos qué era lo que enseñaba Jesús; le interesa decirnos que Jesús enseñaba y actuaba. Presentándose de esta manera, Jesús se convierte en un problema para los presentes: ¿quién es éste? He aquí el interrogante central.
Sabemos que en la Palestina de aquella época había sinagogas o "Casas de oración" no sólo en los grandes centros, sino incluso en los pueblos y en las aldeas. Los israelitas acudían allí para la oración y para la lectura y la explicación de la ley. No sólo los escribas y los ancianos, sino cualquiera de los participantes podían ser invitados por el presidente a dirigir la palabra a los demás. Por otra parte, cualquier israelita podía pedir la palabra para intervenir. Es precisamente en una sinagoga, en la de Cafarnaúm, donde Jesús toma la palabra para enseñar. Y es también en la sinagoga donde Jesús libera a un hombre poseído del espíritu inmundo (1, 21-28). No es fácil para nosotros reconstruir la realidad de lo que sucedió.
En tiempos de Jesús estaba extendida la opinión de que los demonios estaban en el origen de cualquier enfermedad, especialmente de las diversas enfermedades mentales, cuyas manifestaciones hacían pensar que el enfermo no era ya dueño de sí mismo. No es extraño entonces que los evangelios hablen según la mentalidad de su tiempo y que el mismo Jesús, en su parte, se haya querido acomodar a ella. No debemos pretender de estas narraciones un diagnóstico médico ni una declaración especulativa sobre la naturaleza de los demonios. Reflejan más bien la lectura "teológica" que un hombre de la época -ante ciertos casos especialmente preocupantes- hacía de los hechos, llegando a la raíz de la situación, allí donde se descubre la huella del enemigo de Dios y del destructor del hombre. Es una lectura teológica que nace de un convencimiento que el evangelio parece imponer: el mal no viene solamente del hombre; detrás de sus diversas manifestaciones está el enemigo por excelencia, el destructor de la creación. El hombre bíblico es de la opinión que las cuentas sobre el mundo y sobre la historia no salen bien si sumamos solamente las fuerzas de la naturaleza, las del hombre y las de Dios; está además la fuerza del maligno.
A la luz de estas observaciones preliminares tenemos que leer nuestro episodio y otros similares. La narración no quiere presentar un caso curioso y aislado, sino más bien -a través de un caso especialmente claro- nuestra situación común de hombres caídos, sometidos a las fuerzas del mal e incapaces de entrar en comunión con Dios.
Todo lo dicho resulta todavía demasiado general. Examinemos más de cerca la narración de Marcos, señalando algunos detalles que parecen más significativos. Primer detalle: se trata de un hombre que perturba el servicio litúrgico; Jesús le manda callar secamente: "¡Cállate y sal de este hombre!"; el espíritu se ve obligado a obedecer y el hombre, libre del espíritu agitador, vuelve a su sano juicio. Los exorcismos estaban de moda y la literatura rabínica habla de ellos con frecuencia. Pero eran exorcismos largos, extraños y complicados, llenos de fórmulas y de gestos mágicos. Jesús, sin embargo, no recurre a palabras mágicas ni a ritos misteriosos, sino que se impone al espíritu impuro simplemente con una orden. De eso es de lo que se admira la gente.
Segundo detalle: hay una clara diferencia entre el modo como Jesús considera la enfermedad y cura a un enfermo y el modo como se porta Jesús con un hombre poseído por el demonio. En nuestro relato (como en todos los exorcismos del evangelio de Marcos) se respira la atmósfera de una lucha; el mismo Jesús, más adelante (3, 27), usará la imagen del hombre fuerte atado y saqueado. El endemoniado se dirige a Jesús en una actitud defensiva (se da cuenta de que ha llegado el que lo va a derrotar) e intenta, si es posible, pasar al ataque; pero luego tiene que ceder al más fuerte, aunque sea con la última manifestación de rabia y de despecho ("hizo revolcarse al hombre en el suelo, lanzando un grito tremendo, y luego salió"). Nuestro episodio (y otros parecidos que vendrán luego) son la continuación de la lucha entre el "fuerte" y el "más fuerte" que había comenzado ya en la tentación.
Y el último detalle: el diálogo entre Satanás y Jesús es probablemente un recurso de Marcos. El evangelista se aprovecha del espíritu maligno para revelarnos quién es Jesús. "Los demonios contemplan lo invisible y revelan a los lectores de Marcos la trascendencia de la personalidad de Jesús. A través del Jesús terreno ellos ven la gloria del Resucitado. ¡Se convierten así en los teólogos de Marcos!" (Cf. LEÓN ·DUFOUR-LEON, ESTUDIOS DE EVANGELIO, Edic. CRISTIANDAD, Madrid 1982).

(Aporte de BRUNO MAGGIONI, EL RELATO DE MARCOS,
EDIC. PAULINAS/MADRID 1981.Pág. 39 ss., ENSEÑAR CON AUTORIDAD.)
No podemos aguantar la voz de Dios en directo; nos faltan oídos. Como tampoco tenemos ojos para soportar su luz, ni mente para encajar su verdad. Falta adecuación: Dios es demasiado grande para caber en nuestros limitados espacios. ¿Qué hacer entonces? Él quiere comunicarse, porque tiene cosas importantes que decirnos. ¿Cómo hacerlo? Normalmente, se vale de mediadores. Para que la luz nos llegue tamizada; para que tanta verdad nos llegue dosificada, traducida, adaptada a nuestras cortas entendederas. Necesitamos profetas que nos transmitan, en lenguaje asequible, lo que Dios les vaya encomendando. 'Suscitaré un profeta de entre sus hermanos... Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande'. Pero hay un problema, todavía: ¿Cómo saber si el que habla es un profeta de Dios? ¿Cómo discernir si esa palabra que nos llega responde a la verdad que ha salido de Dios? ¿Cómo estar seguros de que no se ha quedado en el filtro?
Algo semejante ocurría con Jesús. ¿Cómo convencer a los oyentes de que esa palabra suya, luminosa y esperanzadora, liberadora de tantas servidumbres, era la Palabra misma del Señor? En su caso había un signo, que hacía a la gente levantar la cabeza y escuchar con especial atención lo que decía. No un signo espectacular que, a modo de aldabonazo, golpeara los ojos, o la mente de quienes lo escuchaban (ni los propios milagros tenían esa finalidad). Era, más bien, el resultado de una suma de datos: el tono de su voz, su manera de mirar y de acoger, sus puntos de insistencia al hablar, su actitud ante las personas -poderosos, pecadores, mendigos- y, sobre todo, la coherencia total entre lo que decía y lo que hacía.
Todo ello, captado por la gente, hacía que fuese corriendo de boca en boca la noticia: ha llegado alguien distinto de los letrados que enseñan, sábado tras sábado, en las sinagogas; alguien que no se limita a recitar lecciones aprendidas, sino que habla desde él mismo; alguien que dice cosas nuevas, verdades que no provocan miedo sino esperanza, que no oprimen sino que liberan; alguien tan sencillo que hasta los más pequeños lo entienden, y tan libre que planta cara a los sabios y a los poderosos; alguien que no engaña, que va subrayando cada palabra con pedazos de su propia vida. A esto la gente le ha puesto un nombre: 'Enseñar con autoridad'. Y esa gente sencilla se va echando, con confianza, en los brazos de ese nuevo Maestro, que es capaz de alejar de sus corazones el dolor y la tristeza, y ponerlos en pie de esperanza.
Hoy, igual. Para que la Palabra llegue desde el corazón de Dios hasta la gente, hacen falta profetas que la lleven. Pero que la lleven, sobre todo, con sus vidas. Que no lleguen canturreando sermones olvidados de puro sabidos. Que no vengan oprimiendo: ya la vida se encarga de hacerlo. Que no traigan más problemas, sino salidas a los eternos problemas que nos angustian. Que no tengan la arrogancia de decir en nombre de Dios palabras inventadas por ellos, ni carguen sobre hombros ajenos cargas que ellos no son capaces de soportar. Hacen falta profetas honrados, humildes, abnegados. Sin ellos, ¿cómo va a llegar la Palabra salvadora del Padre hasta el último rincón de la tierra? Sin cristianos que vivan, y transmitan, la Buena Noticia, ¿cómo va a amanecer sobre el mundo la luz de la esperanza?

(Aporte de JORGE GUILLEN GARCIA, AL HILO DE LA PALABRA,
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B GRANADA 1993.Pág. 94 s.)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Qué autoridad tiene Jesús en nuestra vida?
¿Qué nombres tienen estos "espíritus inmundos", estas fuerzas, que muchas veces nos dominan?

ORACIÓN – CONTEMPLACIÓN.

EL ELOCUENTE ORADOR SAGRADO.
Me entusiasman los hombres que hablan bien, Señor. Siempre he admirado a quienes manejan el lenguaje con belleza, precisando las palabras, empleando bien los giros, utilizando argumentos apropiados, sorprendiendo con la originalidad de sus imágenes. Me interesaba el «Ars dicendi» en mis años de estudiante. Y disfruto actualmente con la agudeza de los oradores preparados.
Pero está claro que el evangelista Marcos, cuando nos dice que «hablabas con autoridad» y que, «en la sinagoga, todos se quedaron admirados con tu enseñanza», no se refiere a tu «buena oratoria». Se está refiriendo a «la verdad» de tu mensaje, a «tus palabras hechas carne». Y vida.
Tengo que comprender muy bien esto, Señor. La fuerza y la garra de mi predicación no pueden basarse en la perfección de una pieza oratoria, en la galanura de un lenguaje académico, sino en el «aliento del Espíritu» que mueva mis palabras y me lleve al testimonio: « No os preocupéis de lo que vayáis a decir -afirmaste-, porque el Espíritu pondrá palabras en vuestra boca».
Tú, Jesús, no hablabas desde la sabiduría «que tenías», sino desde el profeta que «eras». Aunque «eras la Palabra», no pronunciabas «palabras de orador», sino de profeta. Y el profeta no es alguien que repite palabras más o menos sabidas, tradiciones más o menos heredadas, siempre inmóviles, paralizadas. El profeta es alguien que ayuda a iluminar los sucesos actuales con palabras que le llegan desde «muy lejos». No es alguien que se limita a repetir el dogma de los libros, la moral de los libros; la literalidad de la Ley. Ni se contenta con tener bien alineados muchos libros en los anaqueles de su biblioteca. Eso harán los letrados. El profeta es más bien una luz irresistible que trata de hacer ver las «huellas de Dios» en todos los sucesos de nuestro entorno. Eso hacías Tú. Y ésa era «tu autoridad».
Cada domingo he de predicar. Cada día he de hablar. Somos «embajadores de Dios», como dirá Pablo, y «hemos sido elegidos por El para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto dure». «No podemos menos, por otra parte, que repetir lo que hemos visto y oído». Pero si nuestra predicación -y no me refiero sólo al sacerdote, sino también a los padres, catequistas, educadores, cristianos comprometidos- sólo se basa en la autoridad literaria de la oratoria, y no en la «palabra encarnada» del profetismo, terminaremos siendo «una campana que suene al viento», como decía Pablo. O peor todavía. Seremos «un mar de palabras en un desierto de ideas», como se decía de un determinado orador parlamentario.
No estamos llamados a la «palabrería», sino a la palabra. Nuestro ministerio no es la «logomaquia» sino el «servicio al Logos», «servidores de la palabra», tratando siempre de que «el Espíritu gima en nosotros con sonidos inefables». Se nos pide que «purifiquemos nuestros labios y nuestro corazón con un carbón encendido, si fuera preciso, como el profeta Isaías, para poder anunciar digna y competentemente el Evangelio».
Me gustan, Señor, los hombres que hablan bien. Pero sé también que «Tú escondes, a veces, ciertas luces, a la gente sabia e importante y la manifiestas a la gente sencilla». Por eso, más que un «elocuente orador sagrado», quisiera ser un «mensajero» de Ti, «que tienes palabras de vida eterna».
(Aporte de Joan Carles ELVIRA, monje benedictino. Abadía de Monserrat, España)

Oración final:
“Te bendecimos, Padre, porque Cristo Jesús, tu Hijo, basó su autoridad en el carisma y no en la fuerza del poder, en el servicio liberador y no en la opresión de los demás. En Él nos mostraste que es posible ser hombres y mujeres libres, desposeídos del pecado, señores de nuestro destino, hermanos de los demás y solidarios de todo el que sufre. Ayúdanos a continuar su misión liberadora del hombre actual, dominado por los demonios del tener, acaparar y consumir, del egoísmo y la soberbia, la insolidaridad y el desamor. Así el anuncio de tu reino llenará de luz nuestro mundo y viviremos en plenitud, libertad y esperanza cierta.” Amén.
(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993, p. 317)


Hno. Javier.

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