Domingo 4 de marzo
de 2018.
Éxodo 20,1-17; 1° Corintios 1,22-25; San Juan 2,13-25.
Oración inicial:
“Espíritu de
verdad, enviado por Jesús para conducirnos a la verdad toda entera, abre
nuestra mente a la inteligencia de las Escrituras. Tú, que descendiendo sobre
la Virgen María de Nazareth, la convertiste en tierra buena donde el Verbo de
Dios pudo germinar, purifica nuestros corazones de todo lo que opone
resistencia a la Palabra. Haz que aprendamos como Ella a escuchar con corazón
bueno y perfecto la Palabra que Dios nos envía en la vida y en la Escritura,
para custodiarla y producir fruto con nuestra perseverancia”. Amén.
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Éxodo 20,1-17; 1° Corintios 1,22-25; San
Juan 2,13-25.
Claves de lectura:
1. «Destruyan este
templo». (Evangelio)
En medio de la Cuaresma
se narra la purificación del templo, para que reflexionemos sobre lo que es el
verdadero culto a Dios y la verdadera casa de Dios. El evangelio tiene dos acentos
principales: el látigo inexorable con el que Jesús expulsa a todos los
traficantes de la casa de oración de su Padre, y la prueba que da de su
autoridad cuando los judíos le preguntan por qué obra con tanto celo: el
verdadero templo, el de su cuerpo, destruido por los hombres, será reconstruido
en tres días. Hasta que esto no suceda (la muerte y la resurrección están
todavía por venir), la antigua casa de Dios ha de servir únicamente para la
oración. El Dios de la Antigua Alianza no podía tolerar a dioses extranjeros a
su lado, sobre todo no podía soportar al dios Mamón.
La dos lecturas aclaran
en parte lo dicho en el evangelio: la primera, el primer acento principal, y la
segunda, el segundo.
2. «Porque soy un Dios
celoso». (1° Lectura)
La gran autorrevelación
del Dios de la alianza, en la primera lectura, tiene dos partes (y una
interpolación): en la primera parte, Dios, que ha demostrado su vitalidad y su
poder haciendo salir a Israel de Egipto, se presenta como el único Dios (cfr.
Dt 6,4); por eso ha de reservarse para sí toda adoración y castigar el culto
tributado a los ídolos. En la segunda parte exige al pueblo con el que pacta la
alianza que se comporte, en los «diez mandamientos», como corresponde a una
alianza pactada con la única y suprema Majestad. Todos estos mandamientos no
son prescripciones del derecho natural o preceptos puramente morales (aunque
puedan ser también eso), sino exigencias de cómo ha de comportarse el hombre en
la alianza con Dios. Ha sido incluida en la lista la ley del sábado, que en
este contexto indica ante todo que entre los días de los hombres uno está
reservado para el descanso, día que está caracterizado como propiedad privada
de Dios y obliga a los hombres, con el descanso del trabajo cotidiano, a ser
conscientes permanentemente de ello.
3. "Los judíos
exigen signos". (2° Lectura)
La segunda lectura
aclara el segundo motivo principal del evangelio, en el que los judíos exigen
una prueba del poder de Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». La
exigencia de signos para creer es rechazada por Jesús y al mismo tiempo
escuchada, mediante la única señal que se les dará: «Esta generación perversa y
adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta
Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues
tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt
12,38-4O). Exactamente lo mismo que en el evangelio: el templo destruido y
reconstruido. El único signo que Dios da es para los hombres «lo necio», «lo
débil», la cruz: se requiere la fe para poderlo captar, mientras que los judíos
primero quieren ver para poder después creer. Por eso el signo que se les da
aparece como un «escándalo», mientras que para los llamados a la fe es «Cristo,
fuerza de Dios y sabiduría de Dios», que se manifiesta en el signo único y
supremo de la muerte y resurrección de Jesús.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 144 s.)
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 144 s.)
MEDITACIÓN.
Los
mandamientos no son límite, sino clave para ser feliz.
El Evangelio del tercer
domingo de Cuaresma tiene como tema el templo.
Jesús purifica el antiguo templo, expulsando del mismo, con un látigo de cuerdas, a vendedores y mercaderías; entonces se presenta a sí mismo como el nuevo templo de Dios que los hombres destruirán, pero que Dios hará resurgir en tres días.
Pero esta vez desearía detenerme en la primera lectura, porque contiene un texto importante: el decálogo, los diez mandamientos de Dios. El hombre moderno no comprende los mandamientos; los toma por prohibiciones arbitrarias de Dios, por límites puestos a su libertad. Pero los mandamientos de Dios son una manifestación de su amor y de su solicitud paterna por el hombre. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» (Dt 6, 3; 30, 15 s): éste, y no otro, es el objetivo de los mandamientos.
En algunos pasos peligrosos del sendero que lleva a la cumbre del Sinaí, donde los diez mandamientos fueron dados por Dios, para evitar que algún distraído o inexperto se salga del camino y se precipite al vacío, se han colocado señales de peligro, barandillas o se han creado barreras. El objetivo de los mandamientos no es diferente a eso. Los mandamientos se pueden comparar también a los diques o a una presa. Se sabe lo que ocurrió en los años cincuenta cuando el Po reventó los diques en Polesine, o lo que sucedió en 1963 cuando cayó la presa de Vajont y pueblos enteros quedaron sumergidos por la avalancha de agua y barro. Nosotros mismos vemos qué pasa en la sociedad cuando se pisotean sistemáticamente ciertos mandamientos, como el de no matar o no robar... Jesús resumió todos los mandamientos, es más, toda la Biblia, en un único mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Tenía razón San Agustín al decir: «Ama y haz lo que quieras». Porque si uno ama de verdad, todo lo que haga será para bien. Incluso si reprocha y corrige, será por amor, por el bien de otro. Pero los diez mandamientos hay que observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los otros cinco, o incluso uno solo de ellos. Ciertos hombres de la mafia honran escrupulosamente a su padre y a su madre; pero se permitirían «desear la mujer del prójimo», y si un hijo suyo blasfema le reprochan ásperamente, pero no matar, no mentir, no codiciar los bienes ajenos, son tema aparte. Deberíamos examinar nuestra vida para ver si también nosotros hacemos algo parecido, esto es, si observamos escrupulosamente algunos mandamientos y transgredimos alegremente otros, aunque no sean los mismos de los mafiosos. Desearía llamar la atención en particular sobre uno de los mandamientos que, en algunos ambientes, se transgrede con mayor frecuencia: «No tomarás el nombre de Dios en vano». «En vano» significa sin respeto, o peor, con desprecio, con ira, en resumen, blasfemando. En ciertas regiones hay gente que usa la blasfemia como una especie de intercalación en sus conversaciones, sin tener en absoluto en cuenta los sentimientos de quienes escuchan. Además muchos jóvenes, especialmente si están en compañía, blasfeman repetidamente con la evidente convicción de impresionar así a las chicas presentes. Pero un chaval que no tiene más que este medio para causar impresión en las chicas, quiere decir que está realmente mal. Se emplea mucha diligencia para convencer a un ser querido de que deje de fumar, diciendo que el tabaco perjudica la salud; ¿por qué no hacer lo mismo para convencerle de que deje de blasfemar?
Jesús purifica el antiguo templo, expulsando del mismo, con un látigo de cuerdas, a vendedores y mercaderías; entonces se presenta a sí mismo como el nuevo templo de Dios que los hombres destruirán, pero que Dios hará resurgir en tres días.
Pero esta vez desearía detenerme en la primera lectura, porque contiene un texto importante: el decálogo, los diez mandamientos de Dios. El hombre moderno no comprende los mandamientos; los toma por prohibiciones arbitrarias de Dios, por límites puestos a su libertad. Pero los mandamientos de Dios son una manifestación de su amor y de su solicitud paterna por el hombre. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» (Dt 6, 3; 30, 15 s): éste, y no otro, es el objetivo de los mandamientos.
En algunos pasos peligrosos del sendero que lleva a la cumbre del Sinaí, donde los diez mandamientos fueron dados por Dios, para evitar que algún distraído o inexperto se salga del camino y se precipite al vacío, se han colocado señales de peligro, barandillas o se han creado barreras. El objetivo de los mandamientos no es diferente a eso. Los mandamientos se pueden comparar también a los diques o a una presa. Se sabe lo que ocurrió en los años cincuenta cuando el Po reventó los diques en Polesine, o lo que sucedió en 1963 cuando cayó la presa de Vajont y pueblos enteros quedaron sumergidos por la avalancha de agua y barro. Nosotros mismos vemos qué pasa en la sociedad cuando se pisotean sistemáticamente ciertos mandamientos, como el de no matar o no robar... Jesús resumió todos los mandamientos, es más, toda la Biblia, en un único mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Tenía razón San Agustín al decir: «Ama y haz lo que quieras». Porque si uno ama de verdad, todo lo que haga será para bien. Incluso si reprocha y corrige, será por amor, por el bien de otro. Pero los diez mandamientos hay que observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los otros cinco, o incluso uno solo de ellos. Ciertos hombres de la mafia honran escrupulosamente a su padre y a su madre; pero se permitirían «desear la mujer del prójimo», y si un hijo suyo blasfema le reprochan ásperamente, pero no matar, no mentir, no codiciar los bienes ajenos, son tema aparte. Deberíamos examinar nuestra vida para ver si también nosotros hacemos algo parecido, esto es, si observamos escrupulosamente algunos mandamientos y transgredimos alegremente otros, aunque no sean los mismos de los mafiosos. Desearía llamar la atención en particular sobre uno de los mandamientos que, en algunos ambientes, se transgrede con mayor frecuencia: «No tomarás el nombre de Dios en vano». «En vano» significa sin respeto, o peor, con desprecio, con ira, en resumen, blasfemando. En ciertas regiones hay gente que usa la blasfemia como una especie de intercalación en sus conversaciones, sin tener en absoluto en cuenta los sentimientos de quienes escuchan. Además muchos jóvenes, especialmente si están en compañía, blasfeman repetidamente con la evidente convicción de impresionar así a las chicas presentes. Pero un chaval que no tiene más que este medio para causar impresión en las chicas, quiere decir que está realmente mal. Se emplea mucha diligencia para convencer a un ser querido de que deje de fumar, diciendo que el tabaco perjudica la salud; ¿por qué no hacer lo mismo para convencerle de que deje de blasfemar?
(Aporte del P. Raniero Cantalamessa
ofm cap,
Comentario a las
lecturas del 3° domingo de Cuaresma, 16 de marzo de 2006)
Para la reflexión
personal y grupal:
¿Dónde encontramos nosotros la «casa de oración»?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
EL CULTO AL DINERO.
No conviertan en un
mercado la casa de mi Padre.
Hay algo alarmante en
nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo bastante. Vivimos en una
civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la
secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo
que tiene. Se ha dicho que el dinero es «el símbolo e ídolo de nuestra
civilización» (Miguel Delibes). Y de hecho, son mayoría los que le rinden y
sacrifican todo su ser.
J. Galbraith, el gran
teórico del capitalismo moderno, describe así el poder del dinero en su obra
«La sociedad de la abundancia». El dinero «trae consigo tres ventajas
fundamentales: primero, el goce del poder que presta al hombre; segundo, la
posesión real de todas las cosas que pueden comprarse con dinero; tercero, el
prestigio o respeto de que goza el rico gracias a su riqueza».
Cuantas personas, sin
atreverse a confesarlo, saben que en su vida, lo decisivo, lo importante y
definitivo es ganar dinero, adquirir un bienestar material, lograr un prestigio
económico.
Aquí está sin duda, una
de las quiebras más graves de nuestra civilización. El hombre occidental se ha
hecho materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre la libertad, la
justicia o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
Y, sin embargo, hay poca
gente feliz. Con dinero se puede montar un piso agradable, pero no crear un
hogar cálido. Con dinero se puede comprar una cama cómoda, pero no un sueño
tranquilo. Con dinero se puede adquirir nuevas relaciones pero no despertar una
verdadera amistad. Con dinero se puede comprar placer pero no felicidad.
Pero, los creyentes
hemos de recordar algo más. El dinero abre todas las puertas, pero nunca abre
la puerta de nuestro corazón a Dios.
No estamos acostumbrados
los cristianos a la imagen violenta de un Mesías fustigando a las gentes con un
azote en las manos. Y, sin embargo, ésa es la reacción de Jesús al encontrarse
con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio
negocio.
El templo deja de ser
lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se
rinde culto al dinero. Y no puede haber una relación filial con Dios Padre
cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses
de dinero.
Imposible entender algo del
amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando uno vive comprando o
vendiéndolo todo, movido únicamente por el deseo de «negociar» su propio
bienestar.
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 157 s.)
NAVARRA 1985.Pág. 157 s.)
Oración final:
“Dios
de la Vida, Padre todo misericordioso, que nos has señalado como Ley suprema el
Amor: ayúdanos construir una comunidad de hermanos que te de siempre culto en
espíritu y en verdad.” Amén.
Hno. Javier.
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