21 mar 2019

3° DOMINGO DE CUARESMA CICLO C.





Domingo 24 de marzo de 2019.
Éxodo 3,1-8.10.13-15; 1° Corintios 10,1-6.10-12; San Lucas 13,1-9.



“Este árbol es el género humano. El Señor lo visita en la época de los patriarcas: el primer año, por así decir. Lo visitó en la época de la ley y los profetas: el segundo año. He aquí que amanece el tercer año; casi debió ser cortado ya, pero un misericordioso intercede ante el Misericordioso. Se mostró como intercesor quien quería mostrarse misericordioso”.
(San Agustín, Sermón 254,3-4)


Oración inicial:
“Espíritu Santo, incluso cuando nuestras palabras no llegan a expresar bien la espera de la comunión contigo, tu invisible presencia habita en cada uno de nosotros y nos ofreces la paz y la alegría”. Amén. (Hno Roger de Taizé)

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Éxodo 3,1-8.10.13-15; 1° Corintios 10,1-6.10-12; San Lucas 13,1-9.
Claves de lectura:

1.                  "A ver si da fruto". (Evangelio)
En el evangelio de hoy abundan las advertencias. Se cuenta a Jesús que Pilato ha mandado matar a unos galileos y que dieciocho hombres han muerto aplastados por una torre. Para él todos los demás, en la medida en que pecan, están igualmente amenazados. Después el propio Jesús cuenta la parábola de la higuera que no da fruto. Habría que cortarla, pues ocupa terreno en balde y es un parásito. Pero merced a la súplica del viñador, se concede al árbol una última oportunidad: «A ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás». Los primeros acontecimientos deberían interpretarse ya en este sentido: es a cada uno de nosotros al que amenaza la espada de Pilato, a cada uno de nosotros puede aplastarnos la torre. Aquí no se maldice a la higuera estéril, sino que se pone a prueba hasta el extremo la paciencia del propietario; que se cave a su alrededor y se eche estiércol, es una gracia -última- que el árbol no ha merecido. Una gracia que se le otorga y que no produce frutos automáticamente, sino que él, el hombre simbolizado por el árbol, debe hacer fructificar colaborando con esa gracia.

2. «Todo esto fue escrito para escarmiento nuestro». (2° Lectura)
En la segunda lectura se ofrece un resumen de las gracias otorgadas al pueblo de Israel en el desierto: travesía del mar Rojo, alimento venido del cielo, agua salida de la roca, que según la leyenda camina con el pueblo y cuya agua vivificante es un preludio de Cristo. Pero de nuevo toda la descripción debe servirnos de advertencia: el pueblo era ingrato, añoraba las delicias de Egipto, se entregaba a la lujuria, murmuraba contra Dios. Y por eso la mayoría de ellos, por castigo divino, no llegó a la meta, a la tierra prometida por Dios. La Iglesia, que es a quien se dirige la advertencia, no puede dormirse en los laureles, pensando que disfruta de una seguridad mayor que la de la Sinagoga y que al final todo terminará bien. Quizá precisamente por estar más colmada de gracia está también más en peligro. Nadie termina cayendo en peores extravíos que aquellos que estaban predestinados por Dios para convertirse en camino para otros y son infieles a su vocación. Los predestinados a una mayor santidad pueden convertirse en los apóstatas más consumados y peligrosos, y arrastrar consigo en su caída a partes enteras de la Iglesia: «Un tercio de las aguas se convirtió en ajenjo» (Ap 8,11).

3. «Yo soy». (1° Lectura)
En la primera lectura se describe el milagro de la zarza que arde sin consumirse y la elección de Moisés para anunciar al pueblo este nombre de Dios: «Yo soy», como el nombre del Salvador. ¿Qué puede significar esto en el contexto de hoy sino que las advertencias que se dirigen al hombre, y que ciertamente pueden cumplirse, nunca ponen en cuestión la fidelidad de Dios, que camina con nosotros? Así pues, sería un error concluir que la paciencia de Dios con el hombre que no da fruto puede llegar algún día a agotarse, y que entonces al amor divino le sucedería la justicia divina. Los atributos de Dios no son finitos. Pero el hombre sí es finito en su tiempo y sólo puede dar fruto en el curso de su existencia limitada. La advertencia que se le dirige no indica que la paciencia de Dios se haya agotado, sino que sus propias posibilidades, que son limitadas, tienen un fin. Dios no puede pagar un salario a cambio de una vida estéril, como muestra claramente la suerte que corre el empleado negligente y holgazán en la parábola de los talentos.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 234 s.)

MEDITACIÓN.

Dos hechos luctuosos -algunos muertos en una revuelta contra los romanos y el hundimiento repentino de una torre- dan pie para que Jesús hable del juicio de Dios, que vendrá de forma imprevista sobre quien menos se lo espera.
Puede sorprender comprobar el lugar que la consideración de la muerte ocupa en el anuncio del Reino, y a veces incluso comporta un cierto rechazo su tratamiento. No obstante, nuestra condición mortal constituye un "signo" que toda persona ha de saber interpretar. La invitación de Cristo a hacer penitencia no es para que todo el mundo se lave la cara y se maquille un poco para estar "presentable" y entrar como Dios manda en el más allá. La penitencia constituye más exactamente la aceptación de la muerte como una realidad personal que nos encara con nuestra condición creatural.

LA CONVERSIÓN: ACTO LIBRE DEL HOMBRE.
La urgencia de conversión por la proximidad del juicio de Dios es nuestra respuesta a la experiencia de un Dios que viene para hacernos salir de Egipto, que viene a ayudarnos a reencontrar nuestra identidad de seres humanos. Dios escucha el clamor de su pueblo y envía a Moisés para librarlo de los egipcios, sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel (1° Lectura). Un pueblo liberado es un pueblo en conversión. Una conversión continua.
Aun así, igual que al pueblo de Israel no tuvo suficiente con atravesar el Mar Rojo, de alimentarse del maná y de apagar su sed con el agua de la roca, para ser fiel a Dios, así al nuevo pueblo de Dios, a nosotros, no nos basta haber sido bautizados y haber participado de la mesa eucarística para entrar en el Reino de la promesa (2ª lectura). La vida del pueblo en el desierto, nos dice san Pablo, fue escrita para escarmiento nuestro, para que no codiciemos el mal como lo hicieron aquellos.
Por lo tanto, la palabra de Dios de este domingo quiere provocarnos con la vista puesta en la conversión asumiendo, en Cristo, una tonalidad muy particular: Él es la misericordia del Padre, una ocasión ofrecida a cada persona para hacer penitencia. El tiempo de Cristo es el tiempo de la paciencia del Padre, que no tiene "fecha de caducidad". Incluso un largo pasado de esterilidad no impide a Dios conceder otra oportunidad para que dé fruto. No es debilidad, sino amor.

LA CONVERSIÓN: ACTO QUE COMPROMETE.
El camino de la conversión nos puede llevar a decisiones insospechadas. Hay personas que viven situaciones que parecen irreversibles, aparentemente muy difíciles de cambiar; caminos que son duros de volver a recorrer después que se ha pasado por ellos con sufrimiento. No obstante, es siempre válida la llamada a la conversión incluso en estas realidades. Nadie ha dicho que esto sea fácil y rápido. Por eso a estas personas les hace falta la ayuda de la comunidad y de los maestros espirituales que los apoyen en todo momento. No podemos ser "expeditivos" cuando lo que se está jugando es el destino eterno de un ser humano. Comprensión, paciencia, perdón concedido hasta setenta veces siete es lo que conviene. El Señor no ha permitido que se arrancara un árbol hasta ahora improductivo. Un brote de nueva vida es posible en cada primavera.

(Aporte de J. GONZÁLEZ PADRÓS, MISA DOMINICAL 1998, 4, 13-14)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Conocemos los signos de los tiempos que nos toca vivir?
¿Cómo valoramos ciertos acontecimientos desde la fe?


ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

NO BASTA CRITICAR.
Si no se convierten, todos perecerán.

No basta criticar. No basta indignarse y deplorar los males, atribuyendo siempre y exclusivamente a otros su responsabilidad.
Nadie puede situarse en una «zona neutral» de inocencia. De muchas maneras, todos somos culpables. Y es necesario que todos sepamos reconocer nuestra propia responsabilidad en los conflictos y la injusticia que afecta a nuestra sociedad. Sin duda, la crítica es necesaria si queremos construir una convivencia más humana. Pero la crítica se convierte en verdadero engaño cuando termina siendo un tranquilizante cómodo que nos impide descubrir nuestra propia implicación en las injusticias y nuestra despreocupación por los problemas de los demás.
Jesús nos invita a no pasarnos la vida denunciando culpabilidades ajenas. Una actitud de conversión exige además la valentía de reconocer con sinceridad el propio pecado y comprometerse en la renovación de la propia vida. Hemos de convencernos de que necesitamos reconstruir entre todos una civilización que se asiente en cimientos nuevos. Se hace urgente un cambio de dirección. Hay que abandonar presupuestos que hemos estado considerando válidos e intangibles y dar a nuestra convivencia una nueva orientación.
Tenemos que aprender a vivir una vida diferente, no de acuerdo a las reglas de juego que hemos impuesto en nuestra sociedad egoísta, sino de acuerdo a valores nuevos y escuchando las aspiraciones más profundas del ser humano. Desde el «impasse» a que ha llegado nuestra sociedad del bienestar, hemos de escuchar el grito de alerta de Jesús: "Si no se convierten, todos perecerán". Nos salvaremos, si llegamos a ser no más poderosos sino más solidarios. Creceremos, no siendo cada vez más grandes sino estando cada vez más cerca de los pequeños. Seremos felices, no teniendo cada vez más, sino compartiendo cada vez mejor. No nos salvaremos si continuamos gritando cada uno nuestras propias reivindicaciones y olvidando las necesidades de los demás.
No seremos más cuerdos si no aprendemos a vivir más en desacuerdo con el sistema de vida utilitarista, hedonista e insolidario que nos hemos organizado. Nos salvaremos si desoímos más el ruido de los "slogans" y nos atrevemos a escuchar con más fidelidad el susurro del evangelio de Jesús.
(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA,
BUENAS NOTICIAS, NAVARRA 1985.Pág. 275 s.)

Oración final:
“Dios, Padre nuestro, misterio infinito. Estamos acostumbrados a atribuir a tu acción todo lo que nosotros no sabemos explicar, sobre todo el mal cuyo sentido no logramos captar. Queremos expresarte nuestra voluntad de ser adultos, de asumir nuestras responsabilidades en el mal, y de preferir maduramente el silencio y la adoración del misterio, a la respuesta fácil de achacarte nuestros límites y deficiencias. Nosotros lo aprendemos esto del ejemplo de Jesús, nuestro hermano, tu hijo bienamado”. Amén.

Hno. Javier.


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