23 may 2019

6° DOMINGO DE PASCUA CICLO C.





Domingo 26 de mayo de 2019.
Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29; Apocalipsis 21,10-14.22-23; San Juan 14,23-29.



“Hermanos, persigan el amor, el dulce y saludable vinculo de las mentes sin el que el rico es pobre y con el que el pobre es rico. El amor da resistencia en las adversidades y moderación en la prosperidad; es fuerte en las pruebas duras, alegre en las buenas obras; confiado en la tentación, generoso en la hospitalidad; alegre entre los verdaderos hermanos, pacientísimo entre los falsos”. (San Agustín, Sermón 350)


Oración inicial:
“Oh hermosura que excedéis a todas las hermosuras. Sin herir dolor hacéis, y sin dolor deshacéis, el amor de las criaturas. ¡Oh nudo que así juntáis dos cosas tan desiguales! No sé por qué os desatáis, pues atado fuerza dais a tener por bien los males. Juntáis quien no tiene ser con el ser que no se acaba: sin acabar acabáis, sin tener que amar amáis, engrandecéis nuestra nada.” (Santa Teresa de Jesús)

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29; Apocalipsis 21,10-14.22-23; San Juan 14,23-29.

Claves de lectura:

1. «Mi paz les doy». (Evangelio)
En el evangelio, que remite de nuevo a su salida de este mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su joven Iglesia una palabra: la paz. Se trata expresamente de la paz que proviene de él, que es la única auténtica y duradera, pues una paz como la da el mundo por lo general no es más que un armisticio precario o incluso una guerra fría. Los discípulos poseen el arquetipo de la verdadera paz en Dios mismo: el que guarda la palabra de Jesús por amor, ése es amado por el Padre. El Padre viene junto con el Hijo al creyente para hacer morada en él, y el Espíritu Santo le aclara en su corazón todo lo que Jesús ha hecho y dicho, toda la verdad que Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la paz verdadera e indestructible. En esta paz los discípulos deben dejar marchar a su amado Señor con alegría, porque no hay más alegría que el amor trinitario, y éste se debe desear a cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.

2. «Hemos decidido por unanimidad». (1°Lectura)
La Iglesia tiene que ser un ejemplo de paz en el mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior ciertos problemas que provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la guía del Espíritu Santo, en la oración y en la obediencia a sus designios. El problema quizá más grave se le planteó a la Iglesia (como muestra la primera lectura) ya en vida de los apóstoles: la convivencia pacífica entre el pueblo elegido, que poseía una revelación divina milenaria, y los paganos que empezaban a incorporarse a la Iglesia, que no aportaban nada de su tradición. Conseguir una convivencia verdaderamente pacífica exigía renuncias por ambas partes, y las largas deliberaciones de los apóstoles debían conducir necesariamente a exigir estas renuncias: los paganos no tenían necesidad de seguir importantes costumbres judías, por ejemplo la circuncisión; pero en contrapartida debían hacer algunas concesiones a los judíos en lo referente a ciertos usos alimentarios y a los matrimonios entre parientes. Estos compromisos, que quizá hoy pueden parecernos sobremanera extraños, eran entonces de palpitante actualidad, y debemos tomar ejemplo de ellos para todo aquello a lo que nosotros hemos de renunciar necesariamente aquí y ahora para que entre las diversas tendencias de la Iglesia reine la verdadera paz de Cristo, y no nos contentemos con un simple armisticio. Nunca un partido tendrá toda la razón y el otro ninguna. Hay que escucharse mutuamente en la paz de Cristo, sopesar las razones de la parte contraria, no absolutizar las propias. Esto puede exigir verdaderas renuncias hoy como ayer, pero solamente si aceptamos estas renuncias se nos dará la paz de Cristo.

3. "Los nombres de las doce tribus de Israel... los nombres de los doce apóstoles del Cordero». (2°Lectura)
La figura de la definitiva «ciudad de la paz», de la Jerusalén celeste, confirma en la segunda lectura la paz traída por Dios entre el Antiguo Testamento de los judíos y el Nuevo Testamento de los cristianos, la curación de la peor herida que ha desgarrado al pueblo de Dios desde los tiempos de Jesús. Mientras las puertas llevan grabados los nombres de las doce tribus de Israel, los cimientos llevan escritos «los nombres de los apóstoles del Cordero», y el número de los que aparecen delante del trono de Dios es de veinticuatro. Quizá esta escisión que se produjo con motivo de la venida de Jesús no se supere del todo hasta el final de los tiempos, pero nosotros debemos intentar superarla ya dentro de la historia en la medida de lo posible. Aunque la unidad en la fe no sea del todo realizable, la unidad en el amor es siempre posible.

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 248 s.)

MEDITACIÓN.

El texto de este sexto Domingo de Pascua, busca responder la pregunta que “Judas, no el Iscariote” le acababa de hacer a Jesús: “Señor, ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?” (v.22). Este Apóstol, ignorado en la lista de los apóstoles que se encuentran en los evangelios de Mc (3,16-19) y Mt (10,2-4), bien podría ser el que figura en Lc 6,16 y en Hch 1,13 como “Judas [hijo] de Santiago”. Según parece, no habría comprendido lo que Jesús había afirmado -y volverá a repetir en el pasaje de hoy- en el v.21: “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él”. Quizás Judas pensaría que Jesús estaba hablando de futuras apariciones sensibles del Resucitado y le estaría cuestionando, podríamos decir, la discriminación obrada por el Maestro de manifestarse sólo a ellos y no al resto de personas de aquel momento histórico. Se estaría haciendo eco, tal vez, de quienes objetaban esta misma exclusión. En definitiva, ¿por qué se aparecía solamente a los discípulos y no a todo el mundo?
La respuesta de Jesús, retomando conceptos ya expuestos antes, deja bien claro quiénes son los destinatarios de sus próximas “manifestaciones”. La manifestación de Jesús resucitado se dará a quienes lo amen y sean fieles a su Palabra. A quienes quieran elegir a Jesús. Es decir, al dirigirse al “que me ama” se amplía totalmente el espectro de lo que estaría pensando Judas. No se trata ya de aquellos elegidos gratuitamente por el Señor (“llamó a los que él quiso”) y “vinieron donde él… para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14) sino de los que quieran “amar a Jesús” viviendo sus enseñanzas y adhiriendo a sus palabras, que no son otras que las del Padre: “La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió” (v.24b). Jesús se manifestará en el ámbito del amor -ahora es Él quien quiere ser elegido- a aquellos que opten por amarlo viviendo la Palabra que el Padre anunció por su intermedio y que todos oyeron.
El lector (u oyente) de Jn ya conoce la expresión que explicita este modo de amor que Jesús pretende: el que dice que lo ama debe ser fiel a su palabra. “Guardar (o ser fiel a) la Palabra”, tal como ya había explicado Jesús (Jn 8,51-55) y lo repetirá más adelante (Jn 15,20; 17,6) significa aceptar la revelación del Padre que se da en Jesús. Contrariamente al “que no me ama no es fiel a mis palabras” (v.24a), los que son fieles a su Palabra son los que viven la fe y la expresan amando a la manera como ama Jesús. Pues el modo como ama Jesús revela el modo como ama el Padre. Amar a Jesús significa hacer lo mismo que ha hecho Él: no claudicar frente al dolor, ponerse a los pies de los hermanos, responder a sus necesidades vitales, compadecerse del que está caído, dar de comer al hambriento, visitar al enfermo, consolar al triste, hacer fiesta por un pecador que se arrepiente, perdonar “setenta veces siete”… La comunidad o el “mundo” se distinguen por la presencia (o ausencia) del amor, es decir, por la comunión de vida (o no) con el Padre y el Hijo.
A continuación, vienen una serie de por lo menos ocho promesas increíbles cuyo fundamento casi único es esta opción de “amar a Jesús y ser fiel a su Palabra”. La forma futura de los verbos concuerda con la presencia de Jesús todavía en la historia. Al despedirse de sus Dis­cípulos, aún no está glorificado. Los está advirtiendo, antes de dejarlos físicamente y volver al Padre: “Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes” (v.25), de lo que va a suceder después de su Muerte y Resurrección. Todas estas promesas se realizarán después de su “vuelta al Padre”.

1º Promesa: “Mi Padre lo amará” (v.23)
Quien libremente elija amar a Jesús y guardar su Palabra, antes que nada, será destinatario del amor del Padre. Dios lleva a su cumplimiento, ahora en forma personalizada, aquel amor primero y fundamental: “Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único…” (3,16). Lo que en este texto era gracias a la fe, ahora se concreta gracias al amor y la fidelidad a la Palabra de Jesús. Así lo acababa de decir un momento antes de que Judas le preguntara: “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre…” (14,21). El amor del Padre no tiene lugar mejor que en un corazón humano enamorado y fiel a Jesús. En palabras de Jesús, dirá más adelante Jn: “él (el Padre) mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído que yo vengo de Dios” (16,27).

2º Promesa: “Iremos a él” (v.23)
Esta promesa parece invertir el movimiento esbozado en 14,2-3 de los discípulos llevados por Jesús hacia el Padre: “en la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones… y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo…”. Ahora, es el Padre el que viene junto con Jesús al discípulo amante y fiel. Queda superada la separación entre el hombre y Dios, y la búsqueda de la que hablaba Jesús en 13,33 “ustedes me buscarán” se ve colmada por el mismo Padre. Lo increíble es que la presencia de Jesús resucitado en el creyente que ame y sea fiel llevará también consigo la presencia del Padre.

3º Promesa: “Habitaremos en él” (v.23)
El amor del que ama y es fiel a Jesús no sólo atrae al Padre y al Hijo “iremos a él”, sino que los hace quedar. Estamos frente a un verbo muy querido y típico del Cuarto evangelio: el “permanecer” o “hacer morada” se repite muchísimas veces.
Hay casos en los que el “permanecer” se refiere al Padre: “el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras” (Jn 14,10-11), lo cual significa la reciprocidad de presencia entre Dios Padre y Jesús, por la unión o unidad operativa de las acciones. Pero más específicamente en relación al amor, como en este caso que estamos leyendo hoy, lo afirma la primera carta de Juan: “quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios permanece en él” (1Jn 3,24) o “a Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud… Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios… Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él” (1Jn 4,12-16). Las condiciones para la habitación de Dios en los creyentes, entonces, son la profesión de fe en Jesucristo y la caridad recíproca.
Pero también hay otros casos en los que el “permanecer” se refiere al Hijo, primero físicamente como cuando dice: “llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron que permaneciera con ellos. Y se quedó allí dos días” (Jn 4,40) o “Y habiéndoles dicho esto permaneció en Galilea” (7,9) o “se quedó allí con sus discípulos” (11,54) que es el sentido del v.25 del texto de hoy: “Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes”. Sin embargo, hay otro sentido mucho más trascendente y espiritual que es el que aparecen, por ejemplo, en 6,56: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo permanezco en Él” o en 15,4-7: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid; tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo permanezco en él, da mucho fruto, porque separados de mí nada pueden hacer… Si ustedes permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán”. La permanencia de Jesús puede indicar proximidad local o cuando es atribuido a valores y bienes salvíficos, significar la relación recíproca de Jesús con sus Discípulos, en relación con la vida eucarística, la permanencia en su Palabra o la caridad que da fruto.
En este caso, para los que aman a Jesús y guardan fielmente su Palabra (que en definitiva es la del Padre) se les promete la permanencia de ambos: la del Padre y la del Hijo glorificado.

4º Promesa: “El Padre enviará en mi Nombre al Paráclito, al Espíritu Santo” (v.26)
Para los creyentes, después de la glorificación de Jesús, co­mienza el “tiempo del Espíritu”. Al llegar a los discursos de despedida, nos encontramos con una amplia presentación de la figura del Espíritu Santo y, solamente en esta parte del Cuarto evangelio, bajo el título de “Paráclito”. Hay cinco fragmentos en estos discursos donde se habla del Espíritu Paráclito: uno anterior al texto de hoy (14,15-17) y tres posteriores (15,26-27; 16,7-10 y 16,13-15).
La palabra griega parákletos, derivada del verbo compuesto por la preposición “pará” (“junto a” o “al lado de”) y la raíz verbal “kaléō” (“llamar”), quiere decir “el que es llamado para estar junto o al lado de”. Esta es la primera misión, dada ya desde su mismo nombre, de lo que implicaría el Espíritu para “el que ame a Jesús y guarde su Palabra”. El uso corriente del término fue utilizado para designar al que asistía aconsejando o ayudando en cuestiones legales. Sería el “intercesor”, el “representan­te” o el “ayudante”; los Padres lo tradujeron con el latino “advocatus” (“abogado”). Su aplicación al Espíritu Santo es propia del evangelista Juan, sólo en los discursos de despedida, y sin ningún antecedente en el Antiguo Testamento ni en la literatura del judaísmo helenista. Juan presenta al Paráclito como el Espíritu Santo en un cometido especial, concretamente, como la presencia personal de Jesús junto a los cristianos. Mientras Jesús permanece junto al Padre, en su Nombre (sería “en lugar de” Jesús), el Espíritu permanece junto al que ama a Jesús.
Antes de volver al Padre, Jesús promete a la comunidad no dejarlos huérfanos (14,18) y rogar al Padre para que envíe a Alguien que estuviera junto a ellos para siempre: “Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes” (14,16). Después de su retorno al Padre, Jesús asegura que el Padre “enviará en su Nombre” otro Paráclito, porque Jesús fue el primero. Notemos, pues, que casi todo lo que se dice del Paráclito, en otros pasajes de Juan, se aplica explícita o implícitamente a Jesús. Como el Paráclito, también Jesús vino al mundo (5,43; 16,28; 18,37). El Paráclito procede del Padre (15,26), Jesús salió del Padre (7,29). El Padre dará el Paráclito (14,16), el Hijo fue dado por el Padre (3,16). El Padre envía al Paráclito, el Hijo fue enviado por el Padre (3,17). El Paráclito es enviado en nombre de Jesús, Jesús fue enviado en nombre del Padre (5,43). Habiendo venido en nombre del Padre, Jesús no habló “por sí mismo” (14,10.24) sino según la enseñanza recibida del Padre; a su vez, el Paráclito no transmite una doctrina que le es propia, sino la que oye de Jesús. Por eso la función iluminadora del Paráclito se basa en su envío por el Padre en nombre de Jesús. Este “envío” del Espíritu se indica con el mismo verbo del “envío” referido al Hijo (v.24).

5º Promesa: “El Paráclito, el Espíritu Santo les enseñará todo” (v.26)
Al acercarse la hora de la Pasión, Jesús ya no habla­rá mucho más con sus discípulos. Pero la comunidad no queda librada a la fuerza de su propia memoria para recordar lo dicho y hecho por Jesús. El Paráclito tiene una función didáctica ilimitada: Él mantendrá vivas las palabras, gestos y acciones de Jesús en la comunidad, primero enseñando y luego recordando.
Durante el tiempo que permaneció con sus discípulos, Jesús les enseñó muchas cosas, pero su revelación no pudo ser captada en toda su profundidad: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora” (Jn 16,12). Para que pudieran penetrar en el sentido de las palabras de Jesús sería necesaria la actividad docente del Paráclito.
En el evangelio de Jn “enseñar” designa la acción por la que Dios se revela o Jesús proclama la revelación en lugares sagrados. Por esta razón, la enseñanza es presentada como una obra divina, y es realizada sólo por sujetos “divinos”: el Padre (8,28), Jesucristo (6,59; 7,14.28; 8,20) y el Paráclito. Nunca se dice que otros sujetos “enseñen”, como tampoco que Jesús enseñe en un lugar que no sea la Sinagoga o el Templo: “Cuando el Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza, Jesús le respondió: «He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto»” (18,19-20).

6º Promesa: “El Paráclito, el Espíritu Santo les recordará lo que les he dicho” (v.26)
Por otro lado, la función de “recordar” implica mucho más que un simple volver a la memoria. Indica una reflexión, una comprensión más profunda o una toma de conciencia de su significado más pleno. Los discípulos, antes de la glorificación de Jesús, no habían entendido el sentido de las palabras y los gestos de Jesús, ni de su relación con las Sagradas Escrituras: “cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto (se refería al Templo de su Cuerpo), y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado” (2,22). “Al comienzo, sus discípulos no comprendieron. Pero cuando Jesús fue glorificado, recordaron que todo lo que le había sucedido era lo que estaba escrito acerca de él” (12,16). Será tarea del Paráclito hacerles recordar y comprender todas estas cosas, de modo pleno.

Por lo tanto, la enseñanza del Paráclito, ligada a la función de recordar, no constituye una nueva revelación, sino una profundización en “todo” lo que Jesús ha dicho y ha hecho para revelar al Padre, y que en su tiempo, los discípulos no entendieron suficientemente. El Paráclito estaría garantizando la continuidad por una parte, entre lo que Jesús realizó y fue proclamado por los primeros discípulos, y por la otra entre lo que alcanza a comprender la comunidad del Cuarto Evangelio y nosotros. Así, estas promesas del Paráclito abren, también, nuevas perspectivas para la comunidad cristiana de los siglos posteriores. La revelación del Padre realizada por Cristo no está destinada a ser repetida mecánicamente y de la misma forma todos los días hasta el fin del mundo; sino que debe ir profundizándose y aclarándose a medida que el Paráclito permite contemplarla bajo nuevas luces y en circunstancias diversas. Para llegar a una mayor penetración del misterio, el Paráclito ayudará a ver el alcance que tienen las enseñanzas del Señor en las situaciones que se vayan presentando en el futuro.

7º Promesa: “Les dejo la paz, les doy mi paz” (v.27)
Las primeras palabras de Jesús Resucitado a sus discípulos fueron: “La paz esté con ustedes” (Jn 20,19.21.26). No es sólo un saludo y ni siquiera un sencillo deseo: es un don que les deja como herencia. Él está donando su propia paz como fruto de su Pascua. Se trata del don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y de los infiernos. Después de resucitar, tal como lo había prometido en el texto de hoy, comparte una paz que no es cualquier paz sino la del Resucitado: “Les dejo la paz, les doy mi paz”. El Hijo dispone de la paz que, según la Biblia, sólo Dios puede conceder (cfr. Lev 26,6; Sal 29,11b; Is 66,12; Jr 33,9).
En el mensaje del Papa Francisco del Domingo de la Divina Misericordia decía: “Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es precisamente así: la verdadera paz, esa paz profunda, viene de hacer la experiencia de la misericordia de Dios”.
Esta paz pascual será, entonces, la que hace posible vivir aquella bienaventuranza que el mismo Jesús había anunciado: “Dichosos los que construyen la paz, porque Dios los llamará sus hijos” (Mt 5,9). No se puede ser constructores de paz sin antes recibirla como don del Resucitado. “Su paz” es la que nos habilita a construir la paz. Vivir la fe conlleva una clara y decidida opción por la paz. No se puede decir “soy discípulo/a de Jesús” e ir regando amenazas de guerra y violencia con palabras, con gestos, con miradas o con acciones por todas partes.
La paz de Cristo “en nosotros” no es ausencia de problemas, serenidad en la vida, ni sinónimo de prosperidad…Ella es plenitud de todo bien y, ante todo, ausencia de temor frente a lo que puede venir: “¡No se inquieten ni teman!”. Jesús, como lo hiciera Moisés a Josué ante la tarea que le aguardaba: “no temas, no te asustes” (Dt 31,8), intenta exorcizar el miedo de los Discípulos. El Señor no nos asegura el bienestar, sino la plenitud de la filiación en una adhesión amorosa a sus proyectos de bien por nosotros. Había que llevar la obra del Hijo en medio del mundo. La paz la poseerán quienes hayan aprendido a fiarse de lo que el Padre elige para cada uno, sin miedos.

8º Promesa: “Volveré a ustedes” (v.28)
No es la primera vez que Jesús hace esta promesa: “Me han oído decir”. Acababa de decir: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes” (14,18), como antes había afirmado a propósito de irse a preparar las “muchas habitaciones” o modos de relacionarse íntimamente con el Padre: “Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes” (14,3).
Sin embargo, junto a esta promesa de volver, Jesús insiste -como al principio de este texto- pero ahora con cierto tono de reclamo, sobre el amor. “Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre”. El amor debe traducirse en gozo. La Pascua de Jesús significa la salvación plena de Dios para el que la quiera recibir. Si comprendieran que la Pascua conduce a una más profunda y más intensa forma de presencia de Jesús en la vida personal y comunitaria, surgiría un gozo pleno. Gozo, además, con Él porque va a ser glorificado y porque vuelve al Padre, el “Dios de su alegría” (Sal 43,4). Parece decirles que no lo están amando bien. Podríamos completar la frase y parafrasearla así: “Si me amaran, se alegrarían de que me vuelva junto al Padre, pero como solamente piensan en ustedes, están tristes de que me vaya”. El amor de los discípulos todavía es un amor mezclado de egoísmos. No aman a Jesús como Jesús les enseñó a amar; no piensan en Él sino en ellos mismos. Éste es el amor que Jesús nos pide: un amor capaz de alegrase con la alegría del otro. Un amor capaz de no pensar en sí mismo como el centro de todo, sino como el buen pastor que es capaz de dar la vida por sus ovejas. Jesús nos invita a salir de nosotros mismos y a abrirnos a dar, más que a recibir: no se trata de un intercambio, sino del efecto de un don compartido.
La afirmación de que “el Padre es más grande que yo” debe entenderse en este contexto de que Jesús va al Padre para ser glorificado. El Padre es mayor porque es el que envía y glorifica a Jesús. Esta glorificación debía ser la causa de alegría para los discípulos, porque también ellos serán partícipes de la gloria de Jesús (17,22). Cuando suceda la glorificación de Jesús, ellos no estarán desprevenidos: se las ha ido anunciando durante todo este largo discurso: “Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean” (v.29). Jesús conoce las cosas futuras porque es Dios: “Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy” (13,19). Dios es el único que puede anunciar con anticipación los hechos salvíficos que después se cumplen (cfr. Is 41,22-23) con una sola finalidad: fundar la fe. Todas estas promesas deben ayudarlos en su fe: todo lo dicho con anticipación es para fortalecerles la fe.

(Aporte de la Dra. María Verónica Talamé, frp, y del  Hno. Ricardo Grzona, frp)

Para la reflexión personal y grupal:
¿A la luz de la Pascua, cuáles son los recuerdos que te trae el Espíritu a tu memoria de la acción de Dios en tu vida o en la de tu comunidad?
“Paz” no significa sólo ausencia de conflictos o tranquilidad del alma, sino también salud, prosperidad y dicha en plenitud. ¿Qué sentido tiene para vos la promesa de Jesús: “les dejo la paz, les doy mi paz”?

ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.

Son muchos los conflictos que sacuden hoy nuestra sociedad. Además de las tensiones y enfrentamientos que se producen entre las personas y en el seno de las familias, graves conflictos de orden social, político y económico impiden entre nosotros la convivencia pacífica.
Para resolver los conflictos, los hombres han de hacer siempre individual y colectivamente una opción: o escogemos la vía del diálogo y del mutuo entendimiento, o seguimos los caminos de la violencia y del enfrentamiento destructor. Por eso, muchas veces, lo más grave no es la existencia misma de los conflictos, sino que una sociedad termine creyendo que los conflictos sólo se pueden resolver por medio de la violencia o la imposición de la fuerza.
Frente a esta «cultura de la violencia» que tanto se ha cultivado entre nosotros, necesitamos promover hoy una «cultura de la paz». La fe en la violencia ha de ser sustituida por la fe en la eficacia de los caminos no violentos.
Hemos de aprender a resolver nuestros problemas por vías dignas del ser humano. No estamos hechos para vivir permanentemente en el enfrentamiento violento. Antes que cualquier otra cosa, somos hombres y estamos llamados a entendernos buscando honestamente soluciones justas para todos.
Esta «cultura de la paz» exige buscar la eliminación de las injusticias sin introducir otras nuevas y sin alimentar y ahondar más las divisiones. Sólo los que se resisten a los medios injustos y combaten todo atentado contra la persona pueden ser constructores de paz. Una «cultura de paz» exige además crear un clima de diálogo social promoviendo actitudes de respeto y escucha mutuos. Una sociedad avanza hacia la paz renunciando a los dogmatismos, buscando el acercamiento de posturas y esclareciendo en el diálogo las razones enfrentadas.
La «cultura de paz» se enraíza siempre en la verdad. Deformarla o manipularla al servicio de intereses partidistas o de estrategias oscuras no conduce a la verdadera paz. La mentira y el engaño al pueblo engendran siempre violencia.
La «cultura de paz» sólo se asienta en una sociedad cuando las gentes están dispuestas al perdón sincero, rechazando sentimientos de venganza y revancha. El perdón libera de la violencia del pasado y genera nuevas energías para construir el futuro entre todos. En medio de esta sociedad, los cristianos hemos de escuchar de manera nueva las palabras de Jesús, «la paz os dejo, mi paz os doy», y hemos de preguntarnos qué hemos hecho de esa paz que el mundo no puede dar pero necesita conocer.

(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, SIN PERDER LA DIRECCIÓN, Escuchando a San Lucas. Ciclo C, SAN SEBASTIÁN 1944.Pág. 51 s.)


Oración final:
“Dios Padre y Madre, envía sobre nosotros tu Espíritu de Sabiduría, para que, conforme prometió Jesús, nos vaya recordando todo lo que tu Hijo nos enseñó, y nos vaya haciendo descubrir otras muchas exigencias que aquellas mismas enseñanzas comportan para vivir la fe con fidelidad creativa en este mundo en que nos ha tocado vivir”. Amén.





Hno. Javier.

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