Domingo 2 de junio
de 2019.
Hechos de los Apóstoles 1,1-11; Hebreos 9,24-28;
10,19-23; San Lucas 24,46-53.
Oración inicial:
“Llena, Señor,
nuestro corazón de gratitud y de alegría por la gloriosa Ascensión de tu Hijo,
ya que su triunfo es también nuestra victoria; pues a donde llegó él, nuestra
cabeza, tenemos la esperanza cierta de llegar nosotros, que somos su cuerpo.” Amén.
(Oración colecta de la Solemnidad de la Ascensión)
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Hechos de los Apóstoles 1,1-11; Hebreos
9,24-28; 10,19-23; San Lucas 24,46-53.
Claves de lectura:
1. «Mientras los
bendecía, se separó de ellos» (Evangelio)
Lucas nos cuenta hoy, al
final de su evangelio y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, la
ascensión del Señor: en el evangelio con una mirada retrospectiva que conduce
al mismo tiempo a la misión en el futuro; y en los Hechos de los Apóstoles,
eliminando las falsas concepciones para hacer sitio a la futura misión de la
Iglesia. En el evangelio el Señor remite a la quintaesencia de la Sagrada
Escritura: la pasión y la resurrección del Mesías, y esto es lo que se
anunciará de ahora en adelante a todos los pueblos. Los discípulos han sido y
siguen siendo los testigos oculares de esta quintaesencia de toda la
revelación, y esta gracia única («¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven!»)
los convierte en los «testigos» privilegiados. Pero el testigo principal es el
propio Dios, su Espíritu Santo, que conferirá a sus palabras humanas «la fuerza
de lo alto». Los discípulos han de esperar a este Espíritu de Dios, de modo que
su misión exigirá una obediencia permanente al Espíritu Santo. La ascensión de
Jesús hacia el Padre está precedida de una bendición final que envuelve a todo
el futuro de la Iglesia, una bendición cuya eficacia durará siempre y bajo la
que hemos de poner toda nuestra actividad.
2. «Mis testigos hasta
los confines del mando». (1° Lectura)
La primera lectura, el
comienzo de los Hechos de los Apóstoles, elimina las limitadas expectativas de
los discípulos, que siguen esperando todavía la restauración del reino de
Israel, y amplía expresamente el campo misionero de la Iglesia, que parte de
Jerusalén, pasa por Judea y el país herético de Samaría, y llega hasta los
confines de la tierra. La reconciliación operada por Dios en Cristo afecta al
mundo entero, todos los pueblos han de conocerla. Los apóstoles no hacen
propaganda de una religión determinada, sino que anuncian un acontecimiento
divino que concierne a todos desde el principio, que de hecho ya les ha
afectado, lo sepan o no. Pero todos deben conocerlo, pues entonces podrán poner
su vida bajo esta nueva luz que le da sentido y ordenarla en consecuencia. La
universalidad de la verdad de Cristo exige que su verdad objetiva sea afirmada
también subjetivamente por los hombres. Afirmada o negada, rechazada: lo que es
también una forma de ser conocida.
3. «Un camino nuevo y
vivo a través de la cortina». (2° Lectura)
La segunda lectura
subraya el carácter único y definitivo del acontecimiento de Cristo. Si este
acontecimiento fuera repetible, no tendría una validez universal. La Antigua
Alianza estaba bajo el signo de la repetición, porque la ofrenda de la sangre
de los animales no podía producir una expiación definitiva ante Dios; pero la
autoinmolación de Jesús fue tan irrepetible y suficiente que en virtud de ella
podemos entrar en el santuario de Dios a través de la cortina, que
anteriormente era siempre un elemento separador: lo que parecía separarnos de
Dios, nuestra carne mortal, se ha convertido precisamente, con la ascensión de
Cristo, en lo que ha penetrado hasta el Padre, ha purificado nuestra «mala
conciencia» y nos ha dado «la firme esperanza que profesamos» en la «fidelidad»
de Dios, ahora definitivamente demostrada.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las
lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 250 s.)
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 250 s.)
MEDITACIÓN.
«Aquí vino y se fue».
Una de las poesías más
conocidas de Fray Luis de León, está dedicada a la Ascensión: «Y dejas, Pastor
santo, tu grey en este valle hondo, escuro». Es una poesía que refleja la
tristeza de aquellos discípulos que ven cómo una «nube envidiosa» les priva
«deste breve gozo» de la presencia de Jesús y se preguntan: «¿Qué norte guiará
la nave al puerto?». Para exclamar finalmente: «¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay,
nos dejas!».
Sin entrar en la
valoración literaria de esta poesía confieso que me gusta más otra, dedicada a
la Ascensión, y menos conocida, de León Felipe: «Aquí vino y se fue. Vino...,
nos marcó una tarea y se fue. Tal vez detrás de aquella nube hay alguien que
trabaja, lo mismo que nosotros, y tal vez las estrellas no son más que ventanas
encendidas de una fábrica, donde Dios tiene que repartir una labor también.
Aquí vino y se fue. Vino..., llenó nuestra caja de caudales con millones de
siglos y de siglos; nos dejó unas herramientas..., y se fue. Él, que lo sabe
todo, sabe que estando solos, sin dioses que nos miren, trabajamos mejor. Detrás
de ti no hay nadie. Nadie. Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón. Pero tuyo es
el tiempo. El tiempo y esa gubia con que Dios comenzó la creación».
Los dos relatos de la
ascensión, escritos por Lucas, que hoy hemos escuchado, no reflejan ciertamente
esa tristeza que impregna la poesía de Fray Luis. Incluso, paradójica y
sorprendentemente, nos dicen que los discípulos, después de haber recibido la
última bendición de Jesús, "se volvieron a Jerusalén con gran alegría y
estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios». Los relatos no reflejan la
soledad y la nostalgia, estériles, de los discípulos, subrayadas por Fray Luis,
sino todo lo contrario: la conciencia de que han recibido una misión que tienen
que realizar en la fuerza del Espíritu y por la que deben ser testigos de Jesús
en Jerusalén y hasta los confines del mundo.
Es significativa la
introducción de los Hechos de los apóstoles, que están dedicados a un tal
Teófilo -que no sabemos quién es-: «En mi primer libro escribí de todo lo que
Jesús fue haciendo y enseñando..., movido por el Espíritu Santo». Lucas no
especifica en concreto lo que va a relatar en su segundo libro, los Hechos de
los apóstoles. Pero su contenido no deja lugar a dudas: en este segundo libro
se nos narra lo que los seguidores y testigos de Jesús «fueron haciendo y
enseñando», también «movidos por el Espíritu Santo», que Jesús había prometido:
«La promesa de mi Padre de la que os he hablado». Jesús les había dicho:
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser
mis testigos en Jerusalén... y hasta los confines del mundo».
Por eso podemos decir,
en ese recorrido por las figuras de la resurrección que hemos hecho estos
domingos de pascua. que la figura de hoy es la comunidad de creyentes que surge
en la ascensión y que va a nacer el día de pentecostés, que celebraremos el
domingo próximo. Precisamente Pablo hablaba también hoy de la Iglesia,
depositaria de ese Cristo, bajo cuyos pies Dios ha puesto todo: «Ella -la
Iglesia- es su cuerpo, plenitud del que acaba todo en todos». Si hoy, veinte
siglos más tarde, con sus luces y sus sombras, sigue adelante la causa de
Cristo, es porque aquel puñado de hombres no se quedaron «plantados mirando al
cielo», sino que «se quedaron en la ciudad» de los hombres y fueron haciendo y
enseñando todo lo que había hecho Jesús, movidos por el Espíritu Santo.
Hay un gesto entrañable
en el evangelio de hoy: nos dice que Jesús, al dejar a los discípulos «los
bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos». Algún comentarista subraya
cómo esta bendición es similar a otras de despedida del Antiguo Testamento.
Pero puede recordarse también otra bendición, al primer hombre y la primera
mujer, que el Génesis sitúa al comienzo de la historia humana: «Yahvé Dios los
bendijo y les dijo: "Crezcan, multiplíquense, llenen la tierra"».
Ahora, cuando comienza
la nueva creación, una nueva historia de la humanidad, el Señor Jesús, la
palabra de Dios en la que todo fue creado y se hizo hombre entre los hombres,
pronuncia una nueva palabra de bendición sobre aquel puñado de discípulos que
permanecen en la ciudad de los hombres y han recibido la misión, movidos por el
Espíritu -ese Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas de un mundo a
punto de nacer- de ser testigos el Resucitado.
Los especialistas han
especulado sobre quién es ese Teófilo, al que Lucas dedica sus dos libros. Se
ha dicho que se trataba de un cristiano al que el evangelista dedica su obra,
quizá por haberle pagado los gastos del pergamino o por otros servicios
prestados a la Iglesia. Alguien ha comentado también que Teófilo significa en
griego «el amado por Dios», y que se trata de una dedicatoria, colectiva y
simbólica, a todos los cristianos que son «amados por Dios».
Si tomamos esta
interpretación, podemos decir que la obra de Lucas se dedica a todo cristiano
de ayer y de hoy, a todos los que, a través de Jesús, nos sentimos amados por
Dios. Con esta interpretación podemos decir que las figuras de la resurrección
de hoy no son sólo los miembros de la comunidad primera de creyentes, sino que
somos también cada uno de nosotros: tú y yo, todos los que estamos hoy aquí,
«amados de Dios», a quienes se nos dirige este mensaje.
San Ignacio decía que
había que actuar en la vida como si todo dependiese de nosotros, para acabar
finalmente poniendo toda nuestra confianza en Dios. Es la misma idea de la
poesía de León Felipe: «Aquí vino y se fue»; ha estado entre nosotros un hombre
maravilloso, que era al mismo tiempo la revelación del Dios al que nadie ha
visto jamás y la revelación del misterio del hombre, que tanto nos cuesta
descubrir.
«Vino y se fue»: después
de habernos marcado una maravillosa tarea, la de repetir sus palabras y sus
hechos a los hombres de nuestro tiempo, la de ser sus testigos en la ciudad.
Sabemos que detrás de esa nube hay Alguien que ha prometido estar con nosotros
hasta el fin de los tiempos; que las estrellas, la vida, la bondad del corazón
humano... son como las ventanas encendidas a través de las que sabemos que él
sigue estando vivo entre nosotros.
«Vino y se fue»:
dejándonos la caja de caudales llenas con un mensaje de millones de siglos, que
durará siempre; unas herramientas que no se han quedado viejas a pesar de los
veinte siglos transcurridos. El sabe que trabajamos mejor si la responsabilidad
y la libertad están en nuestras manos. Puede ser verdad que ya no haya detrás
de nosotros ni un amo ni un patrón, porque Dios respeta hasta lo último nuestra
libertad. Pero no es verdad que no haya un maestro: él sigue vivo, actuando en
el corazón de los hombres, siendo nuestro camino, nuestra verdad y nuestra
vida.
Pero nuestro es el
tiempo; de nosotros depende hoy la causa de Jesús que nos ha encomendado su
misión, movidos por el Espíritu. Nuestro es el tiempo y la misma gubia, ese
instrumento de carpintero -y Jesús lo fue- con el que Dios comenzó su creación
y que ahora está ya en nuestras manos.
Por eso en este domingo,
en que se cierra la pascua cristiana, la figura de la resurrección ya no son ni
las mujeres, ni Magdalena, ni Tomás, ni Pedro, ni Juan..., ni el mismo Cristo.
Hoy estamos en el centro todos nosotros, los que formamos el cuerpo de Cristo
que es la Iglesia. Cada uno de nosotros tiene algo de Magdalena, de Pedro, de
Tomás... Y, sobre todo, cada uno de nosotros, tiene algo de Cristo. Hoy se
apaga definitivamente el cirio pascual, símbolo del Resucitado. Somos nosotros,
«amados de Dios», los que tenemos que repetir, movidos por el Espíritu, lo que
aquel maravilloso hombre dijo, que «vino, nos marcó una tarea y se fue».
«Decíamos ayer»: fueron
las palabras de Fray Luis, después de años de cárcel y persecuciones, al volver
a su cátedra. Ese «decíamos ayer», preñado de perdón y grandeza de corazón, es
una espléndida muestra de aquel que fue también testigo de la resurrección.
(Aporte de JAVIER GAFO, DIOS
A LA VISTA,
Homilías ciclo C, Madrid 1994.Pág. 173 ss.)
Homilías ciclo C, Madrid 1994.Pág. 173 ss.)
Para la reflexión
personal y grupal:
¿Qué significado tiene para nuestra vida «descender» y «ascender»?
¿Qué mensaje evangélico se desprende de la Ascensión?
ORACIÓN –
CONTEMPLACIÓN.
UN LUGAR EN DIOS.
¿Qué sentido puede tener
la «ascensión» de Jesús al cielo en una época en que ningún hombre lúcido se
imagina ya a Dios como un ser que vive en un lugar celeste, por encima de las
nubes? Pero, sobre todo, ¿qué puede significar para nosotros un salvador que ha
desaparecido lejos de nosotros, cuando lo que importa de verdad es la solución
de los problemas de nuestro mundo cada vez más graves y amenazadores? Y, sin
embargo, en este tiempo en que la progresiva explotación del mundo no parece
ofrecernos toda la felicidad deseada y cuando se perfila incluso la posibilidad
de un final catastrófico de la historia y no su consumación feliz, necesitamos
escuchar más que nunca el mensaje que se encierra en la ascensión del Señor.
Creer en la ascensión de
Jesús es creer que la humanidad de Cristo de la que todos participamos, ha
entrado en la vida íntima de Dios de un modo nuevo y definitivo. Jesús se ha
ocultado en Dios pero no para ausentarse de nosotros sino para vivir desde ese
Dios una cercanía nueva e insuperable, e impulsar la vida de los hombres hacia
su destino último.
Esto significa que el
hombre ha encontrado en Dios un lugar para siempre. «El cielo no es un lugar
que está por encima de las estrellas, es algo mucho más importante: es el lugar
que el hombre tiene junto a Dios» (J. Ratzinger).
Jesús mismo es eso que
nosotros llamamos cielo, pues el cielo, en realidad, no es ningún lugar sino
una persona, la persona de Jesucristo en quien Dios y la humanidad se
encuentran inseparablemente unidos para siempre. Esto quiere decir que nos
dirigimos al cielo, entramos en el cielo, en la medida en que dirigimos nuestra
vida hacia Jesús y vamos adentrándonos en él. Dios tiene para los hombres un
espacio de felicidad definitiva que Cristo nos ha abierto para siempre. Una patria
última de reconciliación y paz para la humanidad.
Esto que será escuchado
por muchos con sonrisa escéptica es, para el creyente, la realidad que sustenta
al mundo y da sentido a la apasionante historia de la humanidad. Y cuando se
desvanece esta esperanza última, el mundo no se enriquece sino que se vacía de
sentido y queda privado de su verdadero horizonte. Los creyentes somos seres
extraños en un mundo racionalizado, cerrado sólo a sus propias posibilidades,
optimista unas veces y triste y desesperanzado otras, según los ciclos tan
cambiantes de los éxitos y fracasos de la humanidad. Pero somos seres
gozosamente extraños que llevamos en nosotros una fe que nos ofrece razones
para vivir y esperanza para morir.
(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985, Pág. 295 s.)
Oración final:
“Padre nuestro, Padre de nuestro Señor Jesucristo; danos tu
Espíritu de sabiduría, e ilumina los ojos de nuestro corazón, para que
comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llamas, cuál la riqueza de la
gloria que das en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de
tu poder para con nosotros”. Amén.
Hno. Javier.
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