Domingo 24 de
febrero de 2019.
1° Samuel 26,2.7-9.12-14.22-23; 1° Corintios 15,45-49;
San Lucas 6,27-38.
Oración inicial:
“Envíanos, Señor,
tu Espíritu de Amor, que renueve la faz de la tierra, para llevar a nuestra
vida tu Palabra y el gesto de amor sencillo y real que brota de ella”. Amén
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: 1° Samuel 26,2.7-9.12-14.22-23; 1° Corintios
15,45-49; San Lucas 6,27-38.
Claves de lectura:
Los textos de la
celebración de hoy hablan de la magnanimidad. Ya los filósofos y los moralistas
paganos conocían y admiraban esta virtud; en el Antiguo Testamento la
magnanimidad recibe un fundamento más profundo; con Cristo se convierte, como
amor a los enemigos, en la imitación del propio Dios.
1. «David tomó la lanza
y el jarro de agua». (1° Lectura)
David (según la primera
lectura) tenía la ocasión de matar a su enemigo Saúl mientras éste dormía, y su
compañero Abisaí así se lo aconseja, de acuerdo con la lógica de la guerra.
Pero David no lo hace, sin duda por magnanimidad, aunque la razón que da para
no hacerlo es la siguiente: «No se puede atentar impunemente contra el Ungido
del Señor». El temor ante el que ha sido consagrado a Dios le lleva a ser
magnánimo, una magnanimidad que David no practica con otros enemigos. En
efecto, cuando está a punto de morir, ordena a su hijo Salomón que practique la
venganza contra sus enemigos.
2. "Sean compasivos
como su Padre es compasivo". (Evangelio)
Jesús va mucho más
lejos: «Amen a sus enemigos,... oren por los que los injurian». Ya no se trata
de actos externos de magnanimidad, sino de una actitud del corazón expresamente
asimilada a los sentimientos del propio Dios, «que es bueno con los malvados y
desagradecidos». Y lo es no en virtud de una bondad superior al mundo que
reposa en sí misma, como lo demuestra la entrega de su Hijo por los pecadores,
por los «enemigos» (Rm 5, 10). Jesús se eleva expresamente de la magnanimidad
humana limitada (que ama a los que aman, da para después recibir, etc.) a la
magnanimidad divina absoluta, que dispensa su amor a los que ahora le odian y
desprecian. Jesús puede permitirse esta elevación porque él mismo es el don de
Dios a todos sus enemigos, un don de amor no calculador que ahora convierte a
todos los que han sido colmados con él en «ungidos del Señor». Lo que Saúl era
para David, lo es ahora cualquier hombre para nosotros, pues todo hombre ha
sido ungido por la muerte expiadora de Jesús. Y con ello la magnanimidad pasa
de ser una virtud humana admirada (eso era en la filosofía pagana) a
convertirse en algo natural y cotidiano desde el punto de vista cristiano,
porque el cristiano sabe que él mismo es un producto de la magnanimidad divina.
Y todo hombre lo es también, por lo que no tengo necesidad de demostrarle que
soy más magnánimo que él, sino que simplemente le recuerdo con mi acción que
todos nos debemos a la magnanimidad divina.
3. «Igual que el
celestial son los hombres celestiales». (2° Lectura)
En la segunda lectura a
la actitud y la virtud terrenas se contraponen una vez más la actitud y la
virtud celestes. El hombre, que procede de abajo, de la naturaleza, por más que
se considere a sí mismo como la flor suprema del cosmos, sigue siendo un ser
«terreno» en el que están encarnadas las normas que rigen en la naturaleza: el
amor bien entendido comienza por uno mismo. Como los recursos del mundo son
limitados, una justa distribución, en la que yo recibo lo mío, es el primer
mandamiento (cfr. Ap 6,5b-6). Pero el primer Adán ha sido superado por el
segundo Adán, el celeste. Este, que viene del Dios infinito, no conoce los
límites y las normas de la finitud: puede darse a sí mismo y repartir el amor
celeste de una manera ilimitada, y legar a sus «descendientes», los cristianos,
que están hechos a su imagen, el mismo don.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 230 s.)
MEDITACIÓN.
Ser discípulo, de
nuevo.
El
Evangelio de hoy nos trae uno de los muchos pasajes que quieren enseñarnos a
ser discípulos de Jesús, a ser cristianos. Uno de esos textos cuya formulación
es llamativa e impacta: al que te atice en una mejilla, preséntale la otra; al
que te robe la capa, dale también la túnica. Pero el fondo aún es mucho más
chirriante que la forma. Ante la forma siempre podemos encontrar excusas (son
metáforas, se trata de imágenes gráficas muy llamativas para que el auditorio
las recuerde, etc.).
Pero
ante el fondo ya no hay excusas. Y el fondo nos viene a decir que «ser
cristiano es ser una persona diferente. Ante un texto como el de hoy, conceptos
como: honra, honor y amor propio, - tan básicos, fundamentales y centrales en
nosotros- , pierden mucho de su urgencia básica, fundamental y central, al no
ser el yo sino el tú el centro de atención e interés. La inclinación que
experimentamos a criticar y a encontrar defectos en los demás es sustituida por
la misericordia en las apreciaciones personales...». Parece, por tanto, que el
texto evangélico nos invita a la autorrenuncia, a renunciar a algo tan
íntimamente nuestro como el creernos los primeros, los mejores, despreciando y
degradando, para ello, a todos los demás. Pero ya sabemos que la renuncia no es
un valor en alza hoy día; como no lo son la entrega, el sacrificio, la
abnegación... Todo eso suena mal en un mundo como el nuestro, en el que todos
exigimos nuestros derechos (con el mismo empeño que olvidamos los deberes, que
también los tenemos).
¿Por qué hemos de
ser así?.
Pero,
por mal que suenen, por pasados de moda que parezcan, siguen siendo valores y,
por tanto, «valiosos» (aunque sea una redundancia, quizá no nos habíamos dado
cuenta). Entonces, ¿por qué no nos atraen, por qué no los valoramos? En
definitiva, ¿por qué hemos de ser así, por qué tenemos que renunciar,
sacrificarnos, darnos...?
Una
madre no necesita que le expliquen por qué ha de sacrificarse por sus hijos; y
si le preguntamos por qué lo hace, la respuesta es tan simple como contundente:
«¡Son mis hijos!»; y lo mismo pasa con una pareja de novios, un matrimonio,
unos amigos... La llamada del cariño no necesita de razones ni de porqués, y su
fuerza es imparable. En el otro extremo del arco de posibilidades pasa lo mismo:
hay quien renuncia a su familia, a sus amigos (y aun a su propia vida), por el
dinero, el poder, la fama, el puesto, la belleza, la carrera...
En
definitiva, aunque nos suene mal eso de la «renuncia», lo cierto es que la
practicamos con más frecuencia de la que nos gusta reconocer. Lo que sucede es
que en todos esos casos (y otros similares) sabemos muy bien por qué y para qué
renunciamos a lo que renunciamos. Sabemos muy bien por qué hemos de ser así. El
porqué es la clave de todo.
Lo primero, la fe.
Hemos
dicho que el texto de hoy nos habla de renuncia. Pero sabemos que éste no es el
núcleo del mensaje cristiano. Hay un mensaje previo, que explica el por qué y a
qué hemos de renunciar; lo explica y le da sentido. Eso es lo que muchas veces,
lamentablemente, olvidamos. El Evangelio no es un mensaje de renuncia, sino una
buena noticia de vida, de fraternidad, de justicia...; la renuncia viene
después (como primero es el hijo y luego el cariño que se le tiene, y luego
viene hacer lo que sea necesario por ese hijo). Con frecuencia olvidamos esto
en nuestras reflexiones, homilías, charlas... Y acaso es por eso que tantas
palabras nuestras se pierden en el vacío.
El
texto de hoy no nos dice cómo hemos de ser, sin más; pocas veces el Evangelio
es moralista. El Evangelio pretende que asimilemos la buena noticia de un Dios
que es Padre, de un Dios que es Hijo y hermano nuestro, de un Dios que es
Espíritu que nos guía por esta vida, camino de la eterna. Lo demás son ayudas
para facilitarnos la comprensión de cómo debemos actuar si queremos ser
coherentes con esa fe. Aunque, normalmente, si tenemos fe, necesitamos más bien
poco que nos digan cómo actuar (como la madre que quiere a sus hijos apenas
necesita que le enseñen a entregarse a ellos). Ya lo decía San Agustín: «Ama y
haz lo que quieras»; también podría haber dicho: «Obra con fe y seguro que
obras bien». Y si no hay, en primer lugar, esa fe, el Evangelio de hoy sobra,
está de más; mejor aún: sin tener previamente esa fe, el texto de hoy es
absurdo; se podría decir que es incluso inhumano. ¿Ponerle la mejilla derecha
al que nos atiza en la izquierda? ¡Qué barbaridad! ¿Darle más al que nos roba?
¡Eso es de locos!
Este
texto no nos puede llevar a la fe; este texto es para alguien con fe. O, al
menos, para alguien con la mente lo suficientemente abierta como para dejarse
interpelar por algo aparentemente absurdo y sin sentido (entonces sí que puede
ser camino a la fe). Intentar que alguien no creyente entienda esta página por
las buenas es tarea imposible; o alguien cuya fe es rito y cumplimiento, lo
mismo. A lo más, en su buena voluntad, aceptará que es lo que Dios quiere y
obedecerá sin entender (si es que aún queda gente así). Pero Dios quiere
hombres y mujeres cabales, no máquinas obedientes.
Este
texto ayuda, a quien tiene fe, a profundizar en el estilo de vida del creyente,
en sus exigencias; pero siempre sin perder de vista que lo nuestro, por encima
de todo, es amar a Dios como a nuestro Padre y al prójimo como a nuestro
hermano. Todo lo demás tiene que salir de ahí.
(Aporte de LUIS GRACIETA, DABAR 1995, 14)
Para la reflexión
personal y grupal:
¿Por qué nos dejamos llevar por el odio o el desprecio?
¿Cómo podemos educarnos en actitudes cristianas de generosidad y
gratuidad?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
EL PERDÓN DE UN PUEBLO.
Perdonen y serán
perdonados.
Es doloroso para un
creyente escuchar las consignas que se gritan entre nosotros tratando de
arrancar a nuestro pueblo su capacidad de perdonar. De muchas maneras se quiere
presentar el perdón como una actitud indigna, propia de quienes no aman de
verdad al pueblo, una virtud propia de débiles, una resignación cobarde de
aquellos que no se atreven a luchar por su libertad.
Sin embargo, no se hará
la paz en nuestro pueblo si, por encima de apasionamientos y enfrentamientos
viscerales, no cultivamos una actitud de perdón. Sin el perdón mutuo, nunca
podremos liberarnos del pasado ni nos abriremos paso hacia un futuro que hemos
de construir entre todos. En algún momento hemos de olvidar de manera
consciente y generosa las injusticias pasadas para iniciar un diálogo nuevo.
Una lucha animada sólo por la voluntad absoluta de lograr los propios objetivos
políticos, sin sensibilidad alguna hacia el perdón y mutua comprensión,
degenera siempre en venganza destructiva y odio irreconciliable. Por este
camino, jamás se logrará entre nosotros una paz firme y estable.
Hemos olvidado la
importancia que puede tener el perdón para el avance de la historia de un
pueblo. Sin embargo, el perdón liquida los obstáculos que nos llegan del pasado.
Despierta nuevas energías para seguir luchando. Reconstruye y humaniza a todos
porque ennoblece a quien perdona y a quien es perdonado.
Los creyentes hemos de
descubrir y reivindicar entre nosotros la fuerza social y política del perdón.
Sin una experiencia colectiva de perdón, la sociedad queda mutilada en algo
importante.
Las palabras de Jesús:
«No condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados», no han de ser
sólo una invitación a adoptar personalmente una postura de perdón. Nos tienen que
urgir, además, a cultivar un clima social de perdón, absolutamente necesario
para avanzar hacia la paz.
Nuestra actitud de
perdón nace de la experiencia gozosa de sentirnos perdonados por Dios.
Experiencia que nos ha de ayudar, a pesar de todas las reacciones en contra, a
defender el perdón, por amor precisamente a ese pueblo al que queremos ver
luchar por sus derechos por otros medios que no sean los de la venganza.
La capacidad de perdonar
con generosidad puede ser, para un pueblo, más importante y más liberador que
la capacidad de recordar con espíritu vengativo las injusticias del pasado.
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 311 s.)
Oración final:
“Padre Dios, Amor Supremo y Total, en
la vida y en la palabra de Jesús de Nazaret escuchamos tu llamado a crecer en
el amor hasta llegar al amor maduro y pleno, que ama por igual a amigos y
enemigos. Te pedimos nos ayudes a vivir en ese amor. Te lo pedimos por Jesús,
hijo tuyo y hermano nuestro”. Amén.
Hno. Javier, msa.