Domingo 26 de mayo
de 2019.
Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29; Apocalipsis
21,10-14.22-23; San Juan 14,23-29.
“Hermanos,
persigan el amor, el dulce y saludable vinculo de las mentes sin el que el rico
es pobre y con el que el pobre es rico. El amor da resistencia en las
adversidades y moderación en la prosperidad; es fuerte en las pruebas duras,
alegre en las buenas obras; confiado en la tentación, generoso en la
hospitalidad; alegre entre los verdaderos hermanos, pacientísimo entre los
falsos”. (San Agustín, Sermón 350)
Oración inicial:
“Oh hermosura que
excedéis a todas las hermosuras. Sin herir dolor hacéis, y sin dolor deshacéis,
el amor de las criaturas. ¡Oh nudo que así juntáis dos cosas tan desiguales! No
sé por qué os desatáis, pues atado fuerza dais a tener por bien los males.
Juntáis quien no tiene ser con el ser que no se acaba: sin acabar acabáis, sin
tener que amar amáis, engrandecéis nuestra nada.” (Santa Teresa de
Jesús)
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29;
Apocalipsis 21,10-14.22-23; San Juan 14,23-29.
Claves de lectura:
1. «Mi paz les doy».
(Evangelio)
En el evangelio, que
remite de nuevo a su salida de este mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su
joven Iglesia una palabra: la paz. Se trata expresamente de la paz que proviene
de él, que es la única auténtica y duradera, pues una paz como la da el mundo
por lo general no es más que un armisticio precario o incluso una guerra fría.
Los discípulos poseen el arquetipo de la verdadera paz en Dios mismo: el que
guarda la palabra de Jesús por amor, ése es amado por el Padre. El Padre viene
junto con el Hijo al creyente para hacer morada en él, y el Espíritu Santo le
aclara en su corazón todo lo que Jesús ha hecho y dicho, toda la verdad que
Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la paz verdadera e indestructible. En
esta paz los discípulos deben dejar marchar a su amado Señor con alegría,
porque no hay más alegría que el amor trinitario, y éste se debe desear a
cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.
2. «Hemos decidido por
unanimidad». (1°Lectura)
La Iglesia tiene que ser
un ejemplo de paz en el mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior
ciertos problemas que provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la
guía del Espíritu Santo, en la oración y en la obediencia a sus designios. El
problema quizá más grave se le planteó a la Iglesia (como muestra la primera
lectura) ya en vida de los apóstoles: la convivencia pacífica entre el pueblo
elegido, que poseía una revelación divina milenaria, y los paganos que
empezaban a incorporarse a la Iglesia, que no aportaban nada de su tradición.
Conseguir una convivencia verdaderamente pacífica exigía renuncias por ambas
partes, y las largas deliberaciones de los apóstoles debían conducir
necesariamente a exigir estas renuncias: los paganos no tenían necesidad de
seguir importantes costumbres judías, por ejemplo la circuncisión; pero en
contrapartida debían hacer algunas concesiones a los judíos en lo referente a
ciertos usos alimentarios y a los matrimonios entre parientes. Estos
compromisos, que quizá hoy pueden parecernos sobremanera extraños, eran
entonces de palpitante actualidad, y debemos tomar ejemplo de ellos para todo
aquello a lo que nosotros hemos de renunciar necesariamente aquí y ahora para
que entre las diversas tendencias de la Iglesia reine la verdadera paz de
Cristo, y no nos contentemos con un simple armisticio. Nunca un partido tendrá
toda la razón y el otro ninguna. Hay que escucharse mutuamente en la paz de
Cristo, sopesar las razones de la parte contraria, no absolutizar las propias.
Esto puede exigir verdaderas renuncias hoy como ayer, pero solamente si
aceptamos estas renuncias se nos dará la paz de Cristo.
3. "Los nombres de
las doce tribus de Israel... los nombres de los doce apóstoles del Cordero».
(2°Lectura)
La figura de la
definitiva «ciudad de la paz», de la Jerusalén celeste, confirma en la segunda
lectura la paz traída por Dios entre el Antiguo Testamento de los judíos y el
Nuevo Testamento de los cristianos, la curación de la peor herida que ha
desgarrado al pueblo de Dios desde los tiempos de Jesús. Mientras las puertas
llevan grabados los nombres de las doce tribus de Israel, los cimientos llevan
escritos «los nombres de los apóstoles del Cordero», y el número de los que
aparecen delante del trono de Dios es de veinticuatro. Quizá esta escisión que
se produjo con motivo de la venida de Jesús no se supere del todo hasta el
final de los tiempos, pero nosotros debemos intentar superarla ya dentro de la
historia en la medida de lo posible. Aunque la unidad en la fe no sea del todo
realizable, la unidad en el amor es siempre posible.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 248 s.)
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 248 s.)
MEDITACIÓN.
El
texto de este sexto Domingo de Pascua, busca responder la pregunta que “Judas,
no el Iscariote” le acababa de hacer a Jesús: “Señor, ¿por qué te vas a
manifestar a nosotros y no al mundo?” (v.22). Este Apóstol, ignorado en la
lista de los apóstoles que se encuentran en los evangelios de Mc (3,16-19) y Mt
(10,2-4), bien podría ser el que figura en Lc 6,16 y en Hch 1,13 como “Judas
[hijo] de Santiago”. Según parece, no habría comprendido lo que Jesús había
afirmado -y volverá a repetir en el pasaje de hoy- en el v.21: “El que recibe
mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado
por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él”. Quizás Judas pensaría que
Jesús estaba hablando de futuras apariciones sensibles del Resucitado y le
estaría cuestionando, podríamos decir, la discriminación obrada por el Maestro
de manifestarse sólo a ellos y no al resto de personas de aquel momento
histórico. Se estaría haciendo eco, tal vez, de quienes objetaban esta misma
exclusión. En definitiva, ¿por qué se aparecía solamente a los discípulos y no
a todo el mundo?
La
respuesta de Jesús, retomando conceptos ya expuestos antes, deja bien claro
quiénes son los destinatarios de sus próximas “manifestaciones”. La
manifestación de Jesús resucitado se dará a quienes lo amen y sean fieles a su
Palabra. A quienes quieran elegir a Jesús. Es decir, al dirigirse al “que me
ama” se amplía totalmente el espectro de lo que estaría pensando Judas. No se
trata ya de aquellos elegidos gratuitamente por el Señor (“llamó a los que él
quiso”) y “vinieron donde él… para que estuvieran con Él y para enviarlos a
predicar” (Mc 3,13-14) sino de los que quieran “amar a Jesús” viviendo sus
enseñanzas y adhiriendo a sus palabras, que no son otras que las del Padre: “La
palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió” (v.24b).
Jesús se manifestará en el ámbito del amor -ahora es Él quien quiere ser
elegido- a aquellos que opten por amarlo viviendo la Palabra que el Padre
anunció por su intermedio y que todos oyeron.
El
lector (u oyente) de Jn ya conoce la expresión que explicita este modo de amor
que Jesús pretende: el que dice que lo ama debe ser fiel a su palabra. “Guardar
(o ser fiel a) la Palabra”, tal como ya había explicado Jesús (Jn 8,51-55) y lo
repetirá más adelante (Jn 15,20; 17,6) significa aceptar la revelación del
Padre que se da en Jesús. Contrariamente al “que no me ama no es fiel a mis
palabras” (v.24a), los que son fieles a su Palabra son los que viven la fe y la
expresan amando a la manera como ama Jesús. Pues el modo como ama Jesús revela
el modo como ama el Padre. Amar a Jesús significa hacer lo mismo que ha hecho
Él: no claudicar frente al dolor, ponerse a los pies de los hermanos, responder
a sus necesidades vitales, compadecerse del que está caído, dar de comer al
hambriento, visitar al enfermo, consolar al triste, hacer fiesta por un pecador
que se arrepiente, perdonar “setenta veces siete”… La comunidad o el “mundo” se
distinguen por la presencia (o ausencia) del amor, es decir, por la comunión de
vida (o no) con el Padre y el Hijo.
A
continuación, vienen una serie de por lo menos ocho promesas increíbles cuyo
fundamento casi único es esta opción de “amar a Jesús y ser fiel a su Palabra”.
La forma futura de los verbos concuerda con la presencia de Jesús todavía en la
historia. Al despedirse de sus Discípulos, aún no está glorificado. Los está
advirtiendo, antes de dejarlos físicamente y volver al Padre: “Yo les digo estas
cosas mientras permanezco con ustedes” (v.25), de lo que va a suceder después
de su Muerte y Resurrección. Todas estas promesas se realizarán después de su
“vuelta al Padre”.
1º Promesa: “Mi Padre lo amará” (v.23)
Quien
libremente elija amar a Jesús y guardar su Palabra, antes que nada, será
destinatario del amor del Padre. Dios lleva a su cumplimiento, ahora en forma
personalizada, aquel amor primero y fundamental: “Sí, Dios amó tanto al mundo
que entregó a su Hijo único…” (3,16). Lo que en este texto era gracias a la fe,
ahora se concreta gracias al amor y la fidelidad a la Palabra de Jesús. Así lo
acababa de decir un momento antes de que Judas le preguntara: “El que recibe
mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado
por mi Padre…” (14,21). El amor del Padre no tiene lugar mejor que en un
corazón humano enamorado y fiel a Jesús. En palabras de Jesús, dirá más
adelante Jn: “él (el Padre) mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído
que yo vengo de Dios” (16,27).
2º Promesa: “Iremos a él” (v.23)
Esta
promesa parece invertir el movimiento esbozado en 14,2-3 de los discípulos
llevados por Jesús hacia el Padre: “en la Casa de mi Padre hay muchas
habitaciones… y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez
para llevarlos conmigo…”. Ahora, es el Padre el que viene junto con Jesús al
discípulo amante y fiel. Queda superada la separación entre el hombre y Dios, y
la búsqueda de la que hablaba Jesús en 13,33 “ustedes me buscarán” se ve
colmada por el mismo Padre. Lo increíble es que la presencia de Jesús
resucitado en el creyente que ame y sea fiel llevará también consigo la
presencia del Padre.
3º Promesa: “Habitaremos en él” (v.23)
El
amor del que ama y es fiel a Jesús no sólo atrae al Padre y al Hijo “iremos a
él”, sino que los hace quedar. Estamos frente a un verbo muy querido y típico
del Cuarto evangelio: el “permanecer” o “hacer morada” se repite muchísimas
veces.
Hay
casos en los que el “permanecer” se refiere al Padre: “el Padre que permanece en
mí es el que realiza las obras” (Jn 14,10-11), lo cual significa la
reciprocidad de presencia entre Dios Padre y Jesús, por la unión o unidad
operativa de las acciones. Pero más específicamente en relación al amor, como
en este caso que estamos leyendo hoy, lo afirma la primera carta de Juan:
“quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios permanece en él” (1Jn
3,24) o “a Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios
permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud… Quien
confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios… Dios
es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él”
(1Jn 4,12-16). Las condiciones para la habitación de Dios en los creyentes,
entonces, son la profesión de fe en Jesucristo y la caridad recíproca.
Pero
también hay otros casos en los que el “permanecer” se refiere al Hijo, primero
físicamente como cuando dice: “llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron
que permaneciera con ellos. Y se quedó allí dos días” (Jn 4,40) o “Y
habiéndoles dicho esto permaneció en Galilea” (7,9) o “se quedó allí con sus
discípulos” (11,54) que es el sentido del v.25 del texto de hoy: “Yo les digo
estas cosas mientras permanezco con ustedes”. Sin embargo, hay otro sentido
mucho más trascendente y espiritual que es el que aparecen, por ejemplo, en
6,56: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo permanezco en
Él” o en 15,4-7: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el
sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid; tampoco ustedes, si no
permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en
mí, y yo permanezco en él, da mucho fruto, porque separados de mí nada pueden
hacer… Si ustedes permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan
lo que quieran y lo obtendrán”. La permanencia de Jesús puede indicar
proximidad local o cuando es atribuido a valores y bienes salvíficos,
significar la relación recíproca de Jesús con sus Discípulos, en relación con
la vida eucarística, la permanencia en su Palabra o la caridad que da fruto.
En
este caso, para los que aman a Jesús y guardan fielmente su Palabra (que en
definitiva es la del Padre) se les promete la permanencia de ambos: la del
Padre y la del Hijo glorificado.
4º Promesa: “El Padre enviará en mi Nombre al
Paráclito, al Espíritu Santo” (v.26)
Para
los creyentes, después de la glorificación de Jesús, comienza el “tiempo del
Espíritu”. Al llegar a los discursos de despedida, nos encontramos con una
amplia presentación de la figura del Espíritu Santo y, solamente en esta parte
del Cuarto evangelio, bajo el título de “Paráclito”. Hay cinco fragmentos en
estos discursos donde se habla del Espíritu Paráclito: uno anterior al texto de
hoy (14,15-17) y tres posteriores (15,26-27; 16,7-10 y 16,13-15).
La
palabra griega parákletos, derivada del verbo compuesto por la preposición
“pará” (“junto a” o “al lado de”) y la raíz verbal “kaléō” (“llamar”), quiere
decir “el que es llamado para estar junto o al lado de”. Esta es la primera
misión, dada ya desde su mismo nombre, de lo que implicaría el Espíritu para
“el que ame a Jesús y guarde su Palabra”. El uso corriente del término fue
utilizado para designar al que asistía aconsejando o ayudando en cuestiones legales.
Sería el “intercesor”, el “representante” o el “ayudante”; los Padres lo
tradujeron con el latino “advocatus” (“abogado”). Su aplicación al Espíritu
Santo es propia del evangelista Juan, sólo en los discursos de despedida, y sin
ningún antecedente en el Antiguo Testamento ni en la literatura del judaísmo
helenista. Juan presenta al Paráclito como el Espíritu Santo en un cometido
especial, concretamente, como la presencia personal de Jesús junto a los
cristianos. Mientras Jesús permanece junto al Padre, en su Nombre (sería “en
lugar de” Jesús), el Espíritu permanece junto al que ama a Jesús.
Antes
de volver al Padre, Jesús promete a la comunidad no dejarlos huérfanos (14,18)
y rogar al Padre para que envíe a Alguien que estuviera junto a ellos para siempre:
“Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con
ustedes” (14,16). Después de su retorno al Padre, Jesús asegura que el Padre
“enviará en su Nombre” otro Paráclito, porque Jesús fue el primero. Notemos,
pues, que casi todo lo que se dice del Paráclito, en otros pasajes de Juan, se
aplica explícita o implícitamente a Jesús. Como el Paráclito, también Jesús
vino al mundo (5,43; 16,28; 18,37). El Paráclito procede del Padre (15,26),
Jesús salió del Padre (7,29). El Padre dará el Paráclito (14,16), el Hijo fue
dado por el Padre (3,16). El Padre envía al Paráclito, el Hijo fue enviado por
el Padre (3,17). El Paráclito es enviado en nombre de Jesús, Jesús fue enviado
en nombre del Padre (5,43). Habiendo venido en nombre del Padre, Jesús no habló
“por sí mismo” (14,10.24) sino según la enseñanza recibida del Padre; a su vez,
el Paráclito no transmite una doctrina que le es propia, sino la que oye de
Jesús. Por eso la función iluminadora del Paráclito se basa en su envío por el
Padre en nombre de Jesús. Este “envío” del Espíritu se indica con el mismo
verbo del “envío” referido al Hijo (v.24).
5º Promesa: “El Paráclito, el Espíritu Santo les
enseñará todo” (v.26)
Al
acercarse la hora de la Pasión, Jesús ya no hablará mucho más con sus
discípulos. Pero la comunidad no queda librada a la fuerza de su propia memoria
para recordar lo dicho y hecho por Jesús. El Paráclito tiene una función
didáctica ilimitada: Él mantendrá vivas las palabras, gestos y acciones de
Jesús en la comunidad, primero enseñando y luego recordando.
Durante
el tiempo que permaneció con sus discípulos, Jesús les enseñó muchas cosas,
pero su revelación no pudo ser captada en toda su profundidad: “Todavía tengo
muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora” (Jn
16,12). Para que pudieran penetrar en el sentido de las palabras de Jesús sería
necesaria la actividad docente del Paráclito.
En
el evangelio de Jn “enseñar” designa la acción por la que Dios se revela o
Jesús proclama la revelación en lugares sagrados. Por esta razón, la enseñanza
es presentada como una obra divina, y es realizada sólo por sujetos “divinos”:
el Padre (8,28), Jesucristo (6,59; 7,14.28; 8,20) y el Paráclito. Nunca se dice
que otros sujetos “enseñen”, como tampoco que Jesús enseñe en un lugar que no
sea la Sinagoga o el Templo: “Cuando el Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca
de sus discípulos y de su enseñanza, Jesús le respondió: «He hablado
abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen
todos los judíos, y no he dicho nada en secreto»” (18,19-20).
6º Promesa: “El Paráclito, el Espíritu Santo les
recordará lo que les he dicho” (v.26)
Por
otro lado, la función de “recordar” implica mucho más que un simple volver a la
memoria. Indica una reflexión, una comprensión más profunda o una toma de
conciencia de su significado más pleno. Los discípulos, antes de la
glorificación de Jesús, no habían entendido el sentido de las palabras y los
gestos de Jesús, ni de su relación con las Sagradas Escrituras: “cuando Jesús
resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto (se refería al
Templo de su Cuerpo), y creyeron en la Escritura y en la palabra que había
pronunciado” (2,22). “Al comienzo, sus discípulos no comprendieron. Pero cuando
Jesús fue glorificado, recordaron que todo lo que le había sucedido era lo que
estaba escrito acerca de él” (12,16). Será tarea del Paráclito hacerles
recordar y comprender todas estas cosas, de modo pleno.
Por
lo tanto, la enseñanza del Paráclito, ligada a la función de recordar, no
constituye una nueva revelación, sino una profundización en “todo” lo que Jesús
ha dicho y ha hecho para revelar al Padre, y que en su tiempo, los discípulos
no entendieron suficientemente. El Paráclito estaría garantizando la continuidad
por una parte, entre lo que Jesús realizó y fue proclamado por los primeros
discípulos, y por la otra entre lo que alcanza a comprender la comunidad del
Cuarto Evangelio y nosotros. Así, estas promesas del Paráclito abren, también,
nuevas perspectivas para la comunidad cristiana de los siglos posteriores. La
revelación del Padre realizada por Cristo no está destinada a ser repetida
mecánicamente y de la misma forma todos los días hasta el fin del mundo; sino
que debe ir profundizándose y aclarándose a medida que el Paráclito permite
contemplarla bajo nuevas luces y en circunstancias diversas. Para llegar a una
mayor penetración del misterio, el Paráclito ayudará a ver el alcance que
tienen las enseñanzas del Señor en las situaciones que se vayan presentando en
el futuro.
7º Promesa: “Les dejo la paz, les doy mi paz” (v.27)
Las
primeras palabras de Jesús Resucitado a sus discípulos fueron: “La paz esté con
ustedes” (Jn 20,19.21.26). No es sólo un saludo y ni siquiera un sencillo
deseo: es un don que les deja como herencia. Él está donando su propia paz como
fruto de su Pascua. Se trata del don precioso que Cristo ofrece a sus
discípulos después de haber pasado a través de la muerte y de los infiernos.
Después de resucitar, tal como lo había prometido en el texto de hoy, comparte
una paz que no es cualquier paz sino la del Resucitado: “Les dejo la paz, les
doy mi paz”. El Hijo dispone de la paz que, según la Biblia, sólo Dios puede
conceder (cfr. Lev 26,6; Sal 29,11b; Is 66,12; Jr 33,9).
En
el mensaje del Papa Francisco del Domingo de la Divina Misericordia decía:
“Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto
del perdón. Y es precisamente así: la verdadera paz, esa paz profunda, viene de
hacer la experiencia de la misericordia de Dios”.
Esta
paz pascual será, entonces, la que hace posible vivir aquella bienaventuranza
que el mismo Jesús había anunciado: “Dichosos los que construyen la paz, porque
Dios los llamará sus hijos” (Mt 5,9). No se puede ser constructores de paz sin
antes recibirla como don del Resucitado. “Su paz” es la que nos habilita a
construir la paz. Vivir la fe conlleva una clara y decidida opción por la paz.
No se puede decir “soy discípulo/a de Jesús” e ir regando amenazas de guerra y
violencia con palabras, con gestos, con miradas o con acciones por todas
partes.
La
paz de Cristo “en nosotros” no es ausencia de problemas, serenidad en la vida,
ni sinónimo de prosperidad…Ella es plenitud de todo bien y, ante todo, ausencia
de temor frente a lo que puede venir: “¡No se inquieten ni teman!”. Jesús, como
lo hiciera Moisés a Josué ante la tarea que le aguardaba: “no temas, no te
asustes” (Dt 31,8), intenta exorcizar el miedo de los Discípulos. El Señor no
nos asegura el bienestar, sino la plenitud de la filiación en una adhesión
amorosa a sus proyectos de bien por nosotros. Había que llevar la obra del Hijo
en medio del mundo. La paz la poseerán quienes hayan aprendido a fiarse de lo
que el Padre elige para cada uno, sin miedos.
8º Promesa: “Volveré a ustedes” (v.28)
No
es la primera vez que Jesús hace esta promesa: “Me han oído decir”. Acababa de
decir: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes” (14,18), como antes había
afirmado a propósito de irse a preparar las “muchas habitaciones” o modos de
relacionarse íntimamente con el Padre: “Y cuando haya ido y les haya preparado
un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté,
estén también ustedes” (14,3).
Sin
embargo, junto a esta promesa de volver, Jesús insiste -como al principio de
este texto- pero ahora con cierto tono de reclamo, sobre el amor. “Si me
amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre”. El amor debe traducirse en
gozo. La Pascua de Jesús significa la salvación plena de Dios para el que la
quiera recibir. Si comprendieran que la Pascua conduce a una más profunda y más
intensa forma de presencia de Jesús en la vida personal y comunitaria, surgiría
un gozo pleno. Gozo, además, con Él porque va a ser glorificado y porque vuelve
al Padre, el “Dios de su alegría” (Sal 43,4). Parece decirles que no lo están
amando bien. Podríamos completar la frase y parafrasearla así: “Si me amaran,
se alegrarían de que me vuelva junto al Padre, pero como solamente piensan en
ustedes, están tristes de que me vaya”. El amor de los discípulos todavía es un
amor mezclado de egoísmos. No aman a Jesús como Jesús les enseñó a amar; no
piensan en Él sino en ellos mismos. Éste es el amor que Jesús nos pide: un amor
capaz de alegrase con la alegría del otro. Un amor capaz de no pensar en sí mismo
como el centro de todo, sino como el buen pastor que es capaz de dar la vida
por sus ovejas. Jesús nos invita a salir de nosotros mismos y a abrirnos a dar,
más que a recibir: no se trata de un intercambio, sino del efecto de un don
compartido.
La
afirmación de que “el Padre es más grande que yo” debe entenderse en este
contexto de que Jesús va al Padre para ser glorificado. El Padre es mayor
porque es el que envía y glorifica a Jesús. Esta glorificación debía ser la
causa de alegría para los discípulos, porque también ellos serán partícipes de
la gloria de Jesús (17,22). Cuando suceda la glorificación de Jesús, ellos no
estarán desprevenidos: se las ha ido anunciando durante todo este largo
discurso: “Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla,
ustedes crean” (v.29). Jesús conoce las cosas futuras porque es Dios: “Les digo
esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy”
(13,19). Dios es el único que puede anunciar con anticipación los hechos
salvíficos que después se cumplen (cfr. Is 41,22-23) con una sola finalidad:
fundar la fe. Todas estas promesas deben ayudarlos en su fe: todo lo dicho con
anticipación es para fortalecerles la fe.
(Aporte de la Dra. María Verónica Talamé, frp, y
del Hno. Ricardo Grzona, frp)
Para la reflexión personal y grupal:
¿A la luz de la Pascua, cuáles son los recuerdos
que te trae el Espíritu a tu memoria de la acción de Dios en tu vida o en la de
tu comunidad?
“Paz” no significa sólo ausencia de conflictos o
tranquilidad del alma, sino también salud, prosperidad y dicha en plenitud.
¿Qué sentido tiene para vos la promesa de Jesús: “les dejo la paz, les doy mi
paz”?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
Son muchos los
conflictos que sacuden hoy nuestra sociedad. Además de las tensiones y enfrentamientos
que se producen entre las personas y en el seno de las familias, graves
conflictos de orden social, político y económico impiden entre nosotros la
convivencia pacífica.
Para resolver los
conflictos, los hombres han de hacer siempre individual y colectivamente una
opción: o escogemos la vía del diálogo y del mutuo entendimiento, o seguimos
los caminos de la violencia y del enfrentamiento destructor. Por eso, muchas
veces, lo más grave no es la existencia misma de los conflictos, sino que una
sociedad termine creyendo que los conflictos sólo se pueden resolver por medio
de la violencia o la imposición de la fuerza.
Frente a esta «cultura
de la violencia» que tanto se ha cultivado entre nosotros, necesitamos promover
hoy una «cultura de la paz». La fe en la violencia ha de ser sustituida por la
fe en la eficacia de los caminos no violentos.
Hemos de aprender a
resolver nuestros problemas por vías dignas del ser humano. No estamos hechos
para vivir permanentemente en el enfrentamiento violento. Antes que cualquier
otra cosa, somos hombres y estamos llamados a entendernos buscando honestamente
soluciones justas para todos.
Esta «cultura de la paz»
exige buscar la eliminación de las injusticias sin introducir otras nuevas y
sin alimentar y ahondar más las divisiones. Sólo los que se resisten a los
medios injustos y combaten todo atentado contra la persona pueden ser
constructores de paz. Una «cultura de paz» exige además crear un clima de
diálogo social promoviendo actitudes de respeto y escucha mutuos. Una sociedad
avanza hacia la paz renunciando a los dogmatismos, buscando el acercamiento de
posturas y esclareciendo en el diálogo las razones enfrentadas.
La «cultura de paz» se enraíza
siempre en la verdad. Deformarla o manipularla al servicio de intereses
partidistas o de estrategias oscuras no conduce a la verdadera paz. La mentira
y el engaño al pueblo engendran siempre violencia.
La «cultura de paz» sólo
se asienta en una sociedad cuando las gentes están dispuestas al perdón
sincero, rechazando sentimientos de venganza y revancha. El perdón libera de la
violencia del pasado y genera nuevas energías para construir el futuro entre
todos. En medio de esta sociedad, los cristianos hemos de escuchar de manera
nueva las palabras de Jesús, «la paz os dejo, mi paz os doy», y hemos de
preguntarnos qué hemos hecho de esa paz que el mundo no puede dar pero necesita
conocer.
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, SIN PERDER LA DIRECCIÓN, Escuchando a San Lucas. Ciclo C, SAN SEBASTIÁN 1944.Pág. 51 s.)
Oración final:
“Dios
Padre y Madre, envía sobre nosotros tu Espíritu de Sabiduría, para que,
conforme prometió Jesús, nos vaya recordando todo lo que tu Hijo nos enseñó, y
nos vaya haciendo descubrir otras muchas exigencias que aquellas mismas
enseñanzas comportan para vivir la fe con fidelidad creativa en este mundo en
que nos ha tocado vivir”. Amén.
Hno. Javier.