Ocurrió en una iglesia de Ginebra en el siglo XIX. Como cada día al final de la jornada, el vicario de la parroquia, el obispo suizo Gaspard Mermillod recorría la iglesia antes de cerrar, revisando que no quedase nadie rezagado o escondido con malas intenciones. En su solitaria ronda de seguridad, a media luz, Mermillod pasó por delante del sagrario. Como cada noche, se detuvo, se arrodilló, recitó una breve oración y besó el suelo, antes de seguir revisando el resto del templo.
De pronto, llegados de una esquina de la iglesia, escuchó unos pasos entre la penumbra, y al instante distinguió a una elegante mujer. El obispo salió a su paso y le preguntó: “¿Qué busca usted, señora, por estos lugares a una hora semejante?”. Y la dama, le respondió: “Perdone usted mi atrevimiento. Soy protestante. Sin embargo, he oído con mucho interés los sermones que
usted ha predicado últimamente sobre la eucaristía. Y he querido saber con certeza si usted creía verdaderamente cuanto en ellos nos ha dicho… Como prueba, quise ver cómo se portaba usted ante el tabernáculo al encontrarse solo en la iglesia y no creerse visto por nadie”.
La genuflexión, solitaria, llena de fe, y silenciosa, de aquel devoto obispo suizo caló tan hondo en el corazón de esta mujer, que muy pocos días después se convirtió y pidió su ingreso en la Iglesia Católica. Desde entonces, la conversión de la genuflexión de Mermillod ha servido como recordatorio de la importancia de este sencillo gesto de adoración, que encierra en su brevedad,
insignificancia aparente y sencillez buena parte del misterio y de la esencia de la fe católica.