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I. Introducción
“El hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27).” [1]
En este sentido, el mejor modo para preparar y celebrar un Congreso eucarístico es precisamente el “descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios y… el Pan de la vida ofrecido a todos los que son sus discípulos”, o sea mejorar la participación en la celebración de la Eucaristía; participación en la que ha insistido mucho el Concilio Vaticano II.
«Debemos recordar siempre la última Cena del Jueves santo – afirma el Papa Benedicto – donde recibimos la prenda del misterio de nuestra redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo, el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios»[2]
Estas palabras nos invitan, por una parte, a retornar continuamente a la última cena para volver a escuchar las palabras de Jesús: “Haced esto en conmemoración mía”, pero nos exhortan también a vivir el mandato de Cristo, participando en la Eucaristía, especialmente los domingos, y a conformar nuestra vida cada día más con el don recibido en la Eucaristía.
Deseo, ante todo, detenerme brevemente sobre los ritos y las oraciones de la última cena para pasar, después, a considerar los fundamentos de la reforma litúrgica y, finalmente, nuestra participación en la celebración de la Eucaristía como nos la propone hoy la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II.
II. La última cena origen de la Eucaristía cristiana
La comida ritual judía
La Eucaristía tiene su fundamento en la ritualidad que acompañaba la comida judía. Según el mandato recibido de Dios, efectivamente, la comida debía ir acompañada por la oración: “Comerás hasta saciarte, y bendecirás al Señor, tu Dios, por la tierra buena que te ha dado”. (Dt 8, 10). Según la tradición judía no es la oración la que santifica la comida, que no es ni sagrada ni profana, sino religiosa. La comida, como disfrute del don divino de la tierra tiene ya su propia sacralidad, que exige la presencia de la oración. Durante la comida se bendice a Dios, no el alimento. Se ora no para transformar en sagrada una comida profana, sino como reconocimiento del don de Dios. De aquí brota el sentido y la obligación de la oración al final de la comida. Era una oración de bendición de la mesa. Dondequiera que haya comida, hay oración de bendición.
La ultima cena y la pascua judía
La problemática de la relación entre la última cena y la pascua judía es todavía hoy objeto de discusión entre los exegetas[3]. Recientemente también l’obispo emerito de Roma J. Ratzinger ha tratado el tema. Él, siguiendo la cronología de los acontecimientos narrada por Juan, que cuidadosamente presenta la última cena como cena pascual, sostiene que la última cena, aunque estructurada según la comida ritual judía, no fue una cena pascual conforme a las prescripciones del judaísmo, sino solamente la despedida de Jesús y sus apóstoles. El carácter pascual de la cena de Jesús (cf. Mc, 14, 1; Mc 14, 12; Lc 22, 15) no estaría, por tanto, a la cena ritual de la pascua judía sino a la propia pascua de Jesús: su muerte y resurrección. La última cena “en los Dones eucarísticos comprendía también una anticipación de cruz y resurrección” era la pascua de Jesús, es la pascua de Jesús que perdura en el tiempo, Él es el Cordero inmolado”.
La evolución de la liturgia eucarística
La evolución de la liturgia eucarística en la Iglesia de los orígenes está guiada por la clara intención de reunir el rito del cáliz, comunión de la sangre de Cristo, con el rito del pan, comunión del cuerpo de Cristo: ambos ritos deben anteponerse a la cena. Este desarrollo es evidente si se consideran, en sinopsis, los relatos neotestamentarios de la última cena.
Lucas 22, 14-20[4]
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1 Cor 11, 23-25
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Marcos/Mateo
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Antes de la cena
Rito del Cáliz
con eucaristía
Rito del pan
con eucaristía
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Antes de la cena
Rito del pan
con eucaristía
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Antes de la cena
Rito del pan
con bendición
Rito del cáliz
con Eucaristía
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Después de la cena
Rito del cáliz
(con eucaristía)
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Después de la cena
Rito del cáliz
con eucaristía
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Un primer cambio aparece ya en Corinto donde San Paolo no habla ya del rito del cáliz antes de la cena, sino sólo el del pan, refiriendo el rito del cáliz después de la cena.
A causa de la eliminación de la cena (cf. Marcos/Mateo), el rito del cáliz se encuentra situado inmediatamente después del rito del pan. Por el acercamiento del rito del pan al rito del cáliz, la sucesión normal que se impondrá será pan-cáliz y ya no cáliz-pan. Y, del mismo modo, las dos plegarias de acción de gracias (una sobre el pan y otra sobre el cáliz) se fundirán en un único texto, tanto para el pan como para el cáliz. De este texto nació la plegaria eucarística, concebida como único texto que ha llegado hasta nosotros.
Haced esto en memoria mía
Resulta claro, por tanto, que el origen de la Eucaristía cristiana está en la última cena: Jesús tomó el pan, pronunció la oración de bendición, partió el pan y lo dio a sus discípulos, diciéndoles que lo comieran porque aquel pan era su cuerpo. Igualmente, después de cenar tomó el cáliz, dio gracias, y lo pasó a sus discípulos diciéndoles que bebieran todos de él, porque era el cáliz de la alianza en su sangre. Al final él dijo: Haced esto en conmemoración mía. Con esta acción (gestos y oraciones) nos dio un modelo para que hiciésemos lo mismo, para que hiciésemos lo que él mismo había hecho. Celebrar la Eucaristía es obedecer al mandato de Cristo de hacer lo que él hizo.
Pero la Eucaristía que nosotros celebramos hoy es bastante diversa del rito desarrollado durante la última cena, ya que esta no fue sólo un rito sino también un banquete durante el que los participantes se alimentaron como en toda comida. En la Misa, sin embargo, ya en el siglo segundo no hay relación alguna con la comida, es decir, la cena y la Eucaristía se separan del banquete. Además, en la cena de Jesús hay dos plegarias de bendición, bien distintas y separadas, una para el pan, antes de la comida, y otra para el cáliz, al final de la comida, mientras que en la Misa que nosotros celebramos hoy hay una única plegaria de bendición sobre el pan y el vino. Tal plegaria es la Plegaria eucarística o anáfora. Por otro lado, el rito del pan y el del vino que en la última cena estaban separados por la comida, en nuestra celebración están unidos.
El rito desarrollado en la última cena fue, pues, adaptado por la Iglesia primitiva para evidenciar cuáles eran los elementos esenciales queridos por Cristo y cuáles no. Todo ello para que apareciese claro que la Iglesia seguía fielmente el mandato de Cristo: Haced esto en conmemoración mía. Esta reinterpretación comenzó ya antes de que se escribiese el Nuevo testamento. Las narraciones de la última cena que encontramos en el Nuevo testamento reflejan ya el inicio de esta adaptación litúrgica[5].
La eucaristía que la Iglesia celebra corresponde, por tanto, al rito cumplido por Jesús en la última cena, precisamente porque la constituyen estas acciones que se denominaron en griego “misterio” y en latín “sacramento”.
El testimonio de Justino
Entre los textos más antiguos referidos a la Eucaristía se encuentran la Didajé, la más antigua constitución eclesiástica que se remonta a los años 90 d.C. y Justino, que pertenece a mediados del siglo II d.C. (fue decapitado hacia el año 165).
Escuchemos dos textos de Justino:
I Apología: LXVI.
3. Los apóstoles, en efecto, en sus tratados llamados Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo; y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias y dijo: Esto es mi sangre, dándoselo a ellos solos.
El día llamado “del Sol”: LXVII.
3. El día llamado “del Sol” se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que viven en el campo, y, según conviene, se leen los tratados de los apóstoles o los escritos de los profetas, según el tiempo lo permita.
4. Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar, con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables.
5. Después nos levantamos todos a la vez y recitamos; preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua: y el que preside pronuncia fervorosamente preces y acciones de gracias, y el pueblo responde Amén; tras de lo cual se distribuyen los dones sobre los que se ha pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo a los ausentes.
En estos dos textos se observa claramente la evolución de la celebración eucarística que, en san Justino, aparece ya con una estructura fija que corresponde con la liturgia que nos ha dado el Concilio Vaticano II.
III. Los fundamentos de la reforma litúrgica
Quisiera detenerme un poco sobre dos principios fundamentales establecidos por la Constitución Sacrosanctum Conciliumcomo base de la reforma litúrgica: el retorno a las fuentes y el sacerdocio único en el culto. Los dos principios están indisolublemente unidos entre ellos:
1. El retorno a las fuentes: la sagrada Escritura y la Iglesia de los Santos Padres
Las fuentes de la liturgia indicadas en la Sacrosanctum Concilium son esencialmente dos: la Sagrada Escritura y los Santos Padres.
- La Sagrada Escritura
La Liturgia realiza lo que está escrito en la Escritura, testimonio de una historia vivida entre Dios y el pueblo; es la historia de la salvación que continúa en la liturgia mediante oraciones y actos simbólicos: per ritus et preces. Además, la Escritura subraya la importancia del pueblo de Dios: el camino de la salvación a la que Dios conduce a su pueblo no es realizado sólo por alguno sino por todo el pueblo. La Escritura nos ayuda así a comprender la importancia de la asamblea y la naturaleza pública de la liturgia.
La Sagrada Escritura es, por tanto, la norma y el criterio para comprender la liturgia y reformar su práctica.. «Para procurar la reforma, el progreso y la adaptación de la sagrada Liturgia, hay que fomentar un amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura».[6] Existe, pues, un vínculo esencial entre la profundización en la Escritura y reforma litúrgica. Ya los antiguos textos mistagógicos atestiguan que el conocimiento de la liturgia no es otra cosa que el conocimiento de la Escritura. La relación entre Escritura y liturgia está reflejada claramente en la Constitución: «Las acciones y los signos litúrgicos reciben su significado de la Sagrada Escritura».[7]
- La Iglesia de los Santos Padres
Si la Escritura es la fuente en la que ha de beber la renovación litúrgica, la primitiva praxis litúrgica de las Iglesias de los Santos Padres, o sea “pristina Sanctorum Patrum norma” (cf. SC 50) ha de considerarse norma y regla inspiradora de la misma reforma. En todas las épocas, la Iglesia tiene ante sí, como modelo, la praxis primitiva de la Iglesia de los santos Padres[8].
2. Un sacerdocio único en el culto
El Misal de 1962 inicia el Ordo Missæ con el siguiente texto: «Sacerdos paratus cum ingreditur ad altare, facta illi debita reverentia, signat se signo crucis a fronte ad pectus, et nisi peculiari rubrica aliter statuatur, clara voce dicit: In nomine Patris…».[9]
El Misal de Pablo VI comienza la forma típica de la celebración de la Misa con el texto siguiente: «Estando el pueblo reunido, cuando avanza el sacerdote con el diácono y con los ministros, se da comienzo al canto de entrada».[10]
En el texto del Misal de 1962 se destaca solamente la figura del sacerdote que preside, en el Misal de Pablo VI se subraya sobre todo la presencia de la asamblea reunida y, a continuación, el sacerdote y los ministros.
Este texto nos enseña que para comprender plenamente el “don” y la “tarea” del sacerdocio ministerial es necesario considerarlo en el contexto de la comunidad eclesial y, en particular, en su función propia que es la del servicio: “El sacerdote… debe servir a Dios y al pueblo”.[11] El sacerdocio ministerial sólo se comprende en modo pleno si se relaciona con el sacerdocio universal, o sea con el sacramento del Bautismo que constituye su fundamento y, por ello, posibilita el sacramento del Orden en el seno y al servicio de la asamblea.
IV. Celebrar hoy la Eucaristía
«La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de alianza. "Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico, toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en su significado" (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur inneren Stille, Aschaffenburg, 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el don recibido en la Eucaristía».[12]
Antes de examinar algunos elementos de la celebración, es útil hacer una puntualización de carácter general.
En realidad podemos considerar la Eucaristía bajo tres aspectos o en tres momentos:
- la Eucaristía como Sacramento dado por Cristo: “Haced esto en conmemoración mía”;
- la Eucaristía como Sacramento actuado [celebrado], es decir cuando de hecho en la comunidad cristiana, en la Iglesia, nosotros realizamos lo que Cristo mandó hacer;
- la Eucaristía como sacramento participado, cuando yo participo con mi cuerpo y mis sentidos en la celebración de la Eucaristía.
La Eucaristía es fundamental ante todo como sacramento dado por Cristo, luego como sacramento actuado en la Iglesia, y finalmente como sacramento participado por mí.
El significado objetivo de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y la experiencia comunitaria de participación son elementos fundantes de la Eucaristía, mientras que la experiencia personal de cada creyente particular, precisamente por este carácter particular, tiene siempre un valor relativo. De hecho, sólo partiendo de la participación comunitaria en la Eucaristía junto con otros puedo hablar yo de mi experiencia participativa. No se trata, por tanto, de una experiencia aislada sino de una personal vivida junto a la comunidad. Este dato es esencial para que nuestra participación no caiga en el pietismo individualista. Todos nosotros formamos parte de la comunidad eclesial. Es la Santa Iglesia quien nos guía con sus textos y sus ritos para nuestra participación auténtica en la liturgia.
Elementos estructurales de la celebración
Parece adecuado examinar de cerca, ahora, algunos elementos de la celebración. En particular, deseo detenerme, aunque sea brevemente, en el significado de los ritos introductorios, de la presentación de los dones y de la comunión.
1. Ritos de introducción [rito de entrada]
La Ordenación general del Misal Romano afirma: «Estando el pueblo reunido, cuando avanza el sacerdote con el diácono y con los ministros, se da comienzo al canto de entrada».[13]
- Estando el pueblo reunido...
Los dos discípulos camino de Emaús piden a Jesús que se queda con ellos. Acogiendo la invitación él se convierte para ellos en punto de referencia, en quien de hecho los reúne alrededor de la mesa eucarística. Antes de que comience la Misa los cristianos se reúnen en un lugar convocados por el mismo Jesucristo. Es Cristo crucificado y resucitado quien les reúne en comunidad. Es Jesús quien invita a la Iglesia a participar nuevamente en la cena memorial de su muerte y resurrección.
Jesucristo, que siempre precede a la Iglesia, el que de modo invisible pero real preside la celebración, reúne a su pueblo sacerdotal (cf. 1Pt 2,9).
Uno de los primeros nombres usados en la antigüedad para indicar la celebración eucarística fue la palabra griega Synaxis, o sea asamblea – reunión. Nuestro acudir juntos para la Misa parece algo tan obvio que no llegamos a descuidar el valor de la asamblea. Por tanto, cada vez que nos encontramos en el templo antes de la entrada del sacerdote es necesario reflexionar sobre la importancia de constituir una asamblea: ella acoge personas diversas por edad, clase social o intereses.
También el canto de entrada de toda la asamblea une las voces de todos y transforma a los presentes en un solo corazón y una sola alma.
- Entra el sacerdote con el diácono y con los ministros…
La procesión de entrada se desarrolla desde la puerta de la iglesia al altar. Tanto la puerta como el altar son signos de Cristo. Es, pues, una procesión que va de Cristo-puerta a Cristo-altar. Cristo-puerta indica al Verbo del Padre que desciende entre los hombres, entre sus discípulos, y pasando en medio de la asamblea se dirige al altar. Cristo-altar indica a cristo que da la vida por nosotros y resucita retornando al seno del Padre. Se trata, por tanto, de un recorrido que comienza en la encarnación y se dirige hacia el misterio de la muerte, resurrección y parusía.
Otros dos signos cristológicos se refieren a la misma realidad. La cruz que abre el desfile procesional confirma que Cristo con su sacrificio guía a la Iglesia a la salvación, y el Evangeliario, el libro de los evangelios, nos recuerda la presencia de Cristo palabra encarnada en medio de sus discípulos.
El suelo de todas las iglesias antiguas da indicaciones claras tanto sobre las actitudes estáticas y dinámicas a tener durante la celebración, como sobre la diferenciación de los espacios. Indica hacia dónde nos debemos mover y la distribución de la asamblea en varios lugares según los variados órdenes y ministerios.
La disposición de los lugares es, pues, ministerial. Además, en las iglesias antiguas hay siempre hay un lugar, llamado generalmente Schola, destinado en primer lugar para quien desempeña algún oficio o ministerio correspondiente al sacerdocio bautismal. El lugar, que incluye el ambón, está generalmente cercado y situado en el centro del aula. Un segundo lugar es el bema o presbiterio, destinado a los ministros ordenados. Es un lugar elevado cuyo centro ocupa el altar y que, al fondo del ábside, al menos en Roma, tiene colocad la sede del que preside la celebración con algunos sitios al lado para otros ministros.
Durante la procesión de entrada tiene lugar la distribución de varios ministros: los lectores, el salmista y los cantores se sitúan en la Schola, los ministros ordenados se colocan en el presbiterio.
La procesión se concluye con el beso del altar por parte de los ministros ordenados. El gesto de veneración es una llamada a toda la asamblea a considerar el altar como el punto focal de toda la celebración. De hecho «el altar es el centro de la acción de gracias que se consuma en la Eucaristía».
[14]
En el saludo inicial, cuando el sacerdote, actuando “en la persona de Cristo”, dice «El Señor esté con vosotros» y los presentes responden «Y con tu espíritu» reconocemos que Cristo se hace presente en medio de nosotros realizando nuestro deseo de unidad más allá de cualquier expectativa nuestra. Él prometió: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos » (Mt 18,20).
Pero cuando decimos que Jesús está en medio de nosotros, recordamos igualmente que él quiere que también nosotros estemos donde él habita para siempre: en el corazón de Dios.
- Acto penitencial y oración colecta
Seguros de que el Señor está con nosotros se nos ofrece la oportunidad de un momento de silencio para pedir perdón por nuestros pecados y ser reconciliados con el Señor.
El Kyrie y la oración colecta transmiten inmediatamente un mensaje: el espacio en el que la asamblea se ha reunido y colocado sirve para la oración. La presencia en un lugar está hecha para invocar, alabar y orar al Señor.
El Kyrie es la invocación de la misericordia de Dios. Cristo nos ha manifestado la misericordia del Padre.
La invitación del sacerdote “oremos” es una invitación al silencio y a la oración. Debemos recoger todas las oraciones que llevamos en el corazón y ponerlas en esta oración colectiva. Nuestra vida está llamada a transformarse en un “sí” incondicional a Dios y al amor al prójimo
Con la oración colecta el sacerdote invita al pueblo a orar y a tomar conciencia de estar en la presencia de Dios. Oraciónpresidencial por ser pronunciada por quien preside. La oración se dirige al Padre, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo. Esta oración se denomina también colecta porque ayuda a la asamblea a comprender el carácter de la celebración y a constituirse aquí y ahora en profunda y orgánica unidad para ser, a pesar de la diversidad y multiplicidad de las personas presentes, un solo corazón y una sola alma, es decir imagen y epifanía de la Iglesia.
2. Ofertorio, presentación de los dones[15]
«Al comienzo de la Liturgia Eucarística se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo… es laudable que sean presentados por los fieles; el sacerdote o el diácono las reciben en un lugar apropiado y son ellos quienes las llevan al altar… (n. 73)[16].
Es conveniente que la participación de los fieles se manifieste por la presentación del pan y el vino para la celebración de la Eucaristía, o de otros dones con los que se ayude a las necesidades de la iglesia o de los pobres» (n. 140).
Los ritos del ofertorio implican tanto a los fieles como a los ministros y prevén movimientos procesionales y gestos.
Para comprender la presentación de los dones podemos plantearnos tres preguntas: ¿quién presenta? ¿qué es presentado? ¿a quién es presentado?
El sujeto de la presentación de los dones son los fieles. El rito, aunque realizado sólo por dos o tres de ellos, sigue siendo un rito simbólico: en realidad, cada miembro de la asamblea está llamado a llevar los dones al altar: “no se presentarán al Señor con las manos vacías” (Dt 16,16). La vocación del hombre es hacer pasar el mundo por sus manos para ofrecérselo a Dios. En las manos del hombre el mundo se ofrece a Dios como propiedad suya. La primera característica del hombre es, así, la de ser sacerdote. Él está en el centro del mundo y lo unifica en su acto de bendecir a Dios, de recibir de Dios el mundo y a la vez ofrecerlo a Dios. En el pan y en el vino, llevados al altar para que se conviertan mediante la epíclesis del Espíritu en el cuerpo y la sangre del Señor, está toda la vida del hombre, toda nuestra vida a transformar en ofrenda a Dios y a los hermanos en un acto de comunión y en un gesto de compartir.
«En la preparación de los dones se llevan al altar el pan y el vino con agua, es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos» (n. 72, 1).
El sacerdote dice seguidamente “Bendito seas Señor”. En la liturgia no se bendicen el pan y el vino, sino que se bendice al Señor por estos dones. El pan, por una parte, indica el principio de subsistencia del hombre, mientras que el vino, por la otra, es símbolo de la gratuidad (fiesta, alegría, plenitud de vida). «Frutos de la tierra y del trabajo del hombre» el pan y el vino son el resultado del trabajo humano, son naturaleza pero también cultura.
«Te presentamos, será para nosotros…». El Señor no es el destinatario último de los dones, los últimos destinatarios son los mismos fieles que han llevado los dones al altar. En síntesis, el pan y el vino son llevados al altar no para que sea el Señor quien se alimente, sino para que los santifique y se conviertan para nosotros pan de vida y bebida espiritual “de salvación”. El pan que los fieles llevaron en sus manos al altar, tras la acción de gracias, del altar vuelve a las manos de los fieles como cuerpo de Cristo, siguiendo el mandato dado por Jesús a sus discípulos: “tomad y comed… tomad y bebed”.
Pueden presentarse también «otros dones con los que se ayude a las necesidades de la iglesia o de los pobres», en realidad toda la comunidad cristiana, y en ella sobre todo los pobres, son los destinatarios de los frutos de la tierra y de nuestro trabajo. La Eucaristía vivida culmina siempre en la comunión, empuja a compartir porque si toda la tierra pertenece a Dios, el fruto del trabajo de los hombres es para todos los hijos de Dios. Hay, por tanto, en la presentación de los dones una ética eucarística. El rito de la presentación de los dones es para cada cristiano recordatorio de la ofrenda de Cristo en la cruz y responsabilidad ética para la Iglesia y la sociedad.
La Eucaristía nos da una gran esperanza, nos enseña la comunión de toda la humanidad en la diversidad social, étnica y cultural. En una sociedad donde triunfa el individualismo la Eucaristía recuerda el destino común de toda la humanidad.
3. La Comunión
Instituyendo la Eucaristía, Jesús nos ha dejado como un don toda su vida, desde el primer instante de la encarnación hasta el último momento de su existencia, con todas las experiencias que ha vivido: oración, humillaciones, luchas, fatigas, etc.
En el acto de comulgar del santo misterio de su cuerpo y de su sangre, no somos nosotros quienes asimilamos a Cristo, sino que es Él quien nos asimila a cada uno de nosotros. A todos los que se acercan a la comunión Cristo les repite lo que decía a Agustín: «No serás tú quien me asimilarás a ti, sino que seré yo quien te asimile a mi» (Confesiones, VII,10). «Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no busca otra cosa que convertirnos en lo que comemos» (San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 7).
Jesús nos dice: «Toma, esto es mi cuerpo», pero también nosotros podemos decirle a él: “toma, esto es mi cuerpo”.
Cuando el sacerdote –dice san Agustín-, te presenta en el momento de la comunión el pan consagrado te dice: «El Cuerpo de Cristo», tú respondes: «Amén». Amén significa que tú eres el cuerpo de Cristo. “Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el «Amén», y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: «El Cuerpo de Cristo» y respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico tu «Amén»… Sed lo que veis y recibid lo que sois.” (Agustín, Discursos 272).
Precisamente, por la participación en la liturgia el cristiano está llamado a convertirse progresivamente en un ser en comunión con Cristo y con los hermanos: “…para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.” (Plegaria eucarística III).
Cristo, que viene a mí en la comunión, es el mismo Cristo que recibe el hermano que está ami lado. El Señor no sólo nos une a todos con él, sino que nos une entre nosotros. Estamos todos unidos compartiendo el mismo pan. Como decía Juan Pablo II: «La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión» (Ecclesia de Eucharistia, n. 40). Hasta el momento de la comunión prevalece la distinción de ministerios, en la Liturgia de la Palabra, en la consagración, etc. En la comunión, sin embargo, prevalece lo que une a todos los creyentes, la Eucaristía que recibe el sacerdote o el Obispo es exactamente la misma que recibe el último de los bautizados.
Gracias a este extraordinario efecto de la Eucaristía, nuestra transformación en Cristo, podemos comprender como la Eucaristía nos reúne en un solo cuerpo y una sola alma de manera singular.
«El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo» (Benedetto XVI, Homilía, 21 agosto 2005).
¿Cómo vivimos, entonces, la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos durante la celebración? ¿Estamos convencidos que la comunión con el Cuerpo de Cristo y la comunión con el Cuerpo eclesial son dos realidades que no se pueden separar la una de la otra? ¿Cómo vivimos tal comunión en nuestra vida cotidiana?
V. Escuchar a los Papas del Concilio
Quisiera concluir proponiendo a vuestra meditación algunos bellos textos sobre la Iglesia de los dos Papas del Concilio Vaticano II.
El primer texto es una frase que le gustaba repetir al Beato Juan XXIII: «la Iglesia no es un museo a conservar sino un jardín a cultivar».[17]
El segundo texto es de Pablo VI: «La esperanza, que es la mirada de la Iglesia hacia el futuro, llena su corazón y pone de manifiesto cómo éste palpite en nueva y armoniosa espera.
La Iglesia no es vieja, es antigua; el tiempo no la arruga y, si es fiel a los principios intrínsecos y extrínsecos de su misteriosa existencia, la rejuvenece. Ella no teme lo nuevo, vive de ello. Como un árbol de segura y fecunda raíz, ella extrae de sí misma en cada ciclo histórico su primavera».[18]
Pero, preguntémonos, ¿dónde se cultiva el jardín de la Iglesia? ¿Dónde recibe el árbol de la Iglesia la savia que le hace rebrotar cada primavera? El Concilio nos ha recordado que la imagen más bella de la Iglesia que podemos ofrecer al mundo es la de la celebración litúrgica en la Iglesia local.
Es necesario volver a reflexionar sobre la imagen que el Concilio nos ha dado de la Iglesia.
El Concilio pone una indisoluble relación entre la Iglesia y la Eucaristía. En efecto, “la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros.” (SC, 41). Se trata, consecuentemente, de redescubrir la eclesiología ligada a la Iglesia local y a la celebración de la liturgia, sobre todo la de la Eucaristía. Se trata de vivir la eclesiología eucarística, que está necesariamente vinculada a la pneumatología. En la Eucaristía, de hecho, el Espíritu Santo es invocado y actúa no sólo sobre los dones del pan y del vino sino también sobre todo el cuerpo eclesial. “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (Ecclesia de Eucharistia, 1).
La liturgia, y en particular la Eucaristía, no es una doctrina sino -esencialmente- una acción de vida que tiene la finalidad de renovar a quienes la celebran.
Existe, por tanto, una estrecha relación entre Eucaristía y vida. La celebración eucarística, para ser auténtica, no basta que sea celebrada con la precisión que exigen las rúbricas de la Iglesia, no es suficiente celebrar bien los ritos sagrados. La autenticidad de la celebración se mide sobre todo por la capacidad que tienen la celebración y los ritos que celebramos para producir, en nuestras comunidades eucarísticas y en cada uno de nosotros, frutos de escucha, de recíproca sumisión, de comunión y concordia, de perdón y de búsqueda compartida de la voluntad de Dios.
Esta reflexión, más allá de su contenido, habrá de llevarnos necesariamente a plantearnos algunas cuestiones sobre los frutos de nuestra participación en la celebración. ¿Cuál es la imagen de la Iglesia que se percibe en las celebraciones dominicales de nuestras parroquias o en la iglesia Catedral de nuestra diócesis respectiva? ¿Pasa verdaderamente a nuestra vida lo que celebramos? La celebración que hacemos, ¿expresa realmente lo que somos? La liturgia que celebramos, ¿es realmente fuente de nuestra vida espiritual? La liturgia no es, ciertamente, fin en sí misma sino medio y expresión de una vida con Cristo. La liturgia tiene qué ver con el hoy y con cada uno de nosotros. El objetivo de la Eucaristía es cambiar nuestra vida. También los diversos momentos oración personal ante el Ssmo. Sacramento nos deben llevar a mejorar nuestro modo de amar y celebrar la Eucaristía.
No olvidemos que la participación en la celebración de la Misa es mucho más exigente y comprometedora que la adoración eucarística fuera de la Misa. Para escuchar a Jesús que habla a su pueblo es necesario escuchar la proclamación de la palabra de Dios durante la celebración de la asamblea. La auténtica comunión con él la podemos vivir sólo con los demás en el transcurso de la celebración, porque todos formamos el Cuerpo de Cristo. El pan y el vino de la Eucaristía se convierten en Cuerpo y Sangre del Señor para que todos nosotros, alimentándonos de ellos, podamos llegar a ser el Cuerpo de Cristo y dar testimonio de ello después en nuestra vida. Es decir, adoramos el pan eucarístico y lo recibimos para vivir algo prodigioso: nuestra transformación en Cristo. Y esta transformación sólo es posible de modo auténtico por la participación en la santa Misa, sobre todo la dominical, celebrada con la comunidad de nuestra parroquia.
Por fin, es útil volver a escuchar también las palabras del Papa Pablo VI a los párrocos de Roma el 1 de marzo de 1965 sobre la actuación de la reforma litúrgica:
«Nuestra recomendación es esta – decía el Papa Pablo VI –: dedicad sumo cuidado… al conocimiento, a la explicación, a la aplicación de las… normas, con las que la Iglesia quiere… celebrar el culto divino. No es cosa fácil; es cosa delicada; requiere interés directo y metódico: requiere vuestra asistencia, personal, paciente, amorosa, verdaderamente pastoral. Se trata de cambiar muchas costumbres, … se trata de incrementar una escuela más activa de oración y de culto en cada asamblea de fieles, … se trata, en una palabra, de asociar al pueblo de Dios a la acción litúrgica sacerdotal. Repetimos: es cosa difícil y delicada; pero añadimos: necesaria, obligada, providencial, renovadora. Y esperamos también: consoladora… Harán falta años…, pero hay que comenzar, recomenzar, perseverar para conseguir dar a la asamblea su voz grave, unánime, dulce y sublime».[19]
† Piero Marini
[1] Benedicto XVI, Carta Apostólica
Porta fidei, 3.
[2] Benedicto XVI,
Homilía, 22 junio 2008, celebración conclusiva del 49° Congreso Eucaristico Internazionale en Québec (Canada).
[3] cfr. J. Ratzinger,
Gesù di Nazareth,
Dall’ingresso in Gerusalemme fino alla risurrezione.”, LEV 2011, pagg. 124-132. Cfr. S. Barbaglia,
Il digiuno di Gesù all’ultima cena. Confronto con le tesi di J. Ratzinger e di J. Meier, Cittadella, Assisi 2011.
[4] El texto de Lucas, aunque con gran influencia griega, es considerado por muchos especialistas la redacción que mejor refleja los acontecimientos de la última cena.
[5] Cf. E. Mazza,
Dall’ultima Cena all’Eucaristia della Chiesa, Ed. Dehomiane, Bologna 2014, pp 1-296.
[6] Constitución conciliar
Sacrosanctum Concilium, n. 24.
[7] Constitución conciliar
Sacrosanctum Concilium, n. 24.
[8] «El retorno a los Padres de la Iglesia, en efecto, forma parte de aquella vuelta a los orígenes, sin la que no sería posible llevar a cabo la renovación bíblica, la reforma litúrgica, y la nueva investigación teológica promovidas por el Concilio Ecuménico Vaticano II.
Para convencernos de ello, basta pensar en la función particular que los Padres ejercen en la. Testimonio de la fe de los primeros siglos, se encuentran vitalmente insertos en la Tradición que deriva de los Apóstoles. «Las enseñanzas de los Santos Padres - como afirma el Concilio - testifican la presencia viva de esta tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante» (
Dei verbum, 8)… Pero los Padres fueron también teólogos iluminados que ilustraron y defendieron el dogma católico y, la mayor parte, pastores llenos de celo que lo predicaron y lo aplicaron a las necesidades de las almas. Como teólogos, ellos fueron los primeros en dar forma sistemática a la predicación apostólica, por lo que, como afirma san Agustín, fueron para el desarrollo de la Iglesia lo que fueron los Apóstoles para su nacimiento: «Talibus post Apostolos sancta Ecclesia plantatoribus, rigatoribus, aedificatoribus, nutritoribus crevit» (
ContraIulianum Pelagianum (de originali peccato) 11, 10, 37; PL 44, 700).
Como pastores, además, los Padres sintieron la necesidad de adaptar el mensaje evangélico a la mentalidad de sus contemporáneos así como de nutrir con el alimento de la verdad de la Fe a sí mismos y al pueblo de Dios. Esto hizo que para ellos la catequesis, la teología, la Sagrada Escritura, la liturgia, la vida espiritual y pastoral se conjugasen en una unidad vital, y que sus obras no hablasen solamente a la cabeza sino a toda la persona, interesando al pensamiento, a la voluntad, al sentimiento. Tuvieron incluso una desbordante riqueza de espíritu cristiano, derivada de su santidad personal, por lo que en su escuela de Fe uno no se contenta con puras elucubraciones intelectuales sino que, fácilmente, se enciende también de sentido místico.»: PABLO VI, Discorso per l’inaugurazione del nuovo Istituto di Patrologia “Augustinianum”, 4 mayo 1970.
[9] Missale Romanum, anno 1962 promulgatum, p. 216.
[10] Ordenación General del Misal Romano, C.E.E., 2005, n. 47.
[11] Ordenación General del Misal Romano, C.E.E., 2005, n. 93.
[12] Benedicto XVI,
Homilía, 22 junio 2008, celebración conclusiva del 49° Congreso Eucarístico Internacional en Québec (Canadá).
[13] Ordenación General del Misal Romano, C.E.E., 2005, n. 47.
[14] Ordenación General del Misal Romano, C.E.E., 2005, n. 296.
[15] El texto está inspirado en la publicación de: G. Boselli,
Il senso spirituale della liturgia, Edizioni Qjqajon 2011, pp. 97-110.
[16] Ordenación General del Misal Romano, C.E.I., 2005.
[17] G. Alberigo, Giovanni XXIII e il Concilio Vaticano II, in G. Alberigo a cura, Papa Giovanni, La Terza, Roma-Bari 1987, p. 230.
[18] Pablo VI, Insegnamenti 1969, 995.
[19] Pablo VI, «
Discorso al clero di Roma per la Quaresima», en
L’Osservatore Romano, 1-2 marzo 1965, p. 1.