Domingo 31
de marzo de 2019.
Josué 4,19; 5,10-12; 2º Corintios 5,17-21;
San Lucas 15,1-3.11-32.
“Me senté en la miseria, me
levanté con el deseo de tu pan”
(San Agustín)
Oración inicial:
“Gracias, Señor, porque nos quieres libres, porque nos
llamas en esta Pascua a vivir la liberación de fondo en Espíritu y Palabra, y que
es anhelo y esperanza que llevamos dentro; esa libertad que nadie logra por sus
propias fuerzas sino gracias a tu sangre derramada en la Cruz”. Amén.
LECTURA.
Leemos los siguientes textos: Josué 4,19; 5,10-12; 2º Corintios
5,17-21; San Lucas 15,1-3.11-32.
Claves de
lectura:
1. «El padre se le echó al
cuello y se puso a besarlo». (Evangelio)
La parábola del hijo pródigo es
quizá la más emotiva y sublime de todas las parábolas de Jesús en el
evangelio. El destino y la esencia de los dos hijos, sirve únicamente para
revelar el corazón del padre. Nunca describió Jesús al Padre celeste de
una manera más viva, clara e impresionante que aquí. Lo admirable
comienza ya con el primer gesto del padre, que accede al ruego de su hijo
menor y le da la parte de la herencia que le corresponde.
Para nosotros esta parte de la
herencia divina es nuestra existencia, nuestra libertad, nuestra razón y
nuestra libertad personal: bienes supremos que sólo Dios puede habernos
dado. Que nosotros derrochemos toda esta fortuna y nos perdamos en la miseria,
y que esta miseria nos haga recapacitar y entrar en razón, no es
interesante en el fondo; lo que sí es realmente interesante es la actitud
del padre, que ha esperado a su hijo y lo ve venir desde lejos, su
compasión, su calurosa y desmesurada acogida del hijo perdido, al que
manda poner el mejor traje después de cubrirlo de besos y antes celebrar un
banquete en su honor. Ni siquiera tiene una palabra dura para el hermano
terco y celoso: lo que le dice no es para apaciguarlo, sino la pura verdad:
el que persevera al lado de Dios, disfruta de todo lo que Dios tiene:
todo lo de Dios es también suyo. La glorificación del Padre por parte de
Jesús tiene la particularidad de que él mismo no aparece en su descripción de
la reconciliación de Dios con el hombre pecador. El no es aquí más que la
palabra que narra la reconciliación o más bien un estar reconciliado
desde siempre; que él es esta palabra mediante la que Dios opera esta su
eterna reconciliación con el mundo, se silencia.
2. «Al que no había pecado,
Dios le hizo expiar nuestros pecados». (2° Lectura)
Jesús, la palabra del Padre, ha
glorificado al Padre hasta la cruz. En su predicación no quiere revelar
nada más que el amor del Padre, que «amó tanto al mundo que entregó a su
Hijo único». Sólo la Iglesia creyente ha comprendido que Jesús, en todas sus
palabras, y especialmente en su pasión, reveló su propio amor junto con
el del Padre. Esto estaba ya implícito en su pretensión, que superaba la
de los profetas, en sus bienaventuranzas, que él sólo podía proclamar
dando ejemplo de ellas en su total prodigalidad a los hombres. Pero sólo
la Iglesia primitiva lo ha formulado claramente, y de una manera totalmente
central en estas palabras de la segunda lectura: «Al que no había pecado,
Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él,
recibamos la salvación de Dios». El Padre no nos ha reconciliado con El
al margen del Hijo, sino «por medio de él», «en él»; y la Iglesia
instituida por Cristo ha recibido de Dios el encargo de anunciar este «mensaje
de la reconciliación». Su incómoda cercanía no permite ningún cómodo
desplazamiento del acontecimiento hacia lo intemporal o el pasado lejano;
nos recuerda que somos «una nueva creación» y que hemos de comportarnos,
ahora, en consonancia con ella.
3. «Cesó el maná». (1°
Lectura)
La primera lectura es familiar sólo
para pocos. En ella se cuenta que los israelitas, tras su peregrinación
por el desierto, llegaron a la tierra prometida y allí, después de mucho
tiempo, pudieron celebrar la comida pascual, para la que dispusieron de
los productos de la tierra. Desde entonces la comida celeste, el maná,
dejó de caer. Dios ha vuelto a situar al pueblo en lo cotidiano; ya no se
requieren las gracias sobrenaturales: el pueblo debe reconocer en los
bienes terrestres, como anteriormente la había reconocido en los celestes,
la providencia del Dios bueno. Los israelitas no debían habituarse a la
tierra prometida como si les perteneciera, porque les ha sido dada por
Dios, que sigue siendo el propietario de la misma. Lo cotidiano no está
menos lleno de la gracia de Dios que los tiempos extraordinarios.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas
dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 235 s.)
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 235 s.)
MEDITACIÓN.
Vuelta hacia el Padre.
El relato es clásico (Lc. 15,1...
32). Nos fijaremos únicamente en dos puntos fundamentales: el movimiento de
conversión expresado por el hijo pródigo: "Me pondré en camino adonde está
mi padre, y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti";
y las palabras del padre: "Este hermano tuyo estaba muerto y ha
revivido". Nos encontramos aquí en plena alegría pascual, que se celebra
con un banquete: "Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este
hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida".
En este episodio, el hermano
primogénito tiene claramente la impresión de que su padre es injusto y lo
siente duramente. El ha sido el fiel, el observante, el que no ha olvidado
nunca el menor deber en sus quehaceres, el que ha atendido siempre a su padre y
le ha ayudado escrupulosamente en su trabajo. El relato sitúa muy bien la
misericordia del Señor: Aunque tiene en cuenta con amor al que le es fiel, no
puede permanecer insensible a quien se arrepiente y quiere volver; su corazón
estalla y ahí está toda la revelación del amor infinito de Dios para con quien
se decide a dar un paso hacia él. Ese "paso hacia él" no sólo lo
espera el Señor, sino que lo provoca. Es todo el misterio de la ternura de Dios
con el pecador.
El Banquete celebrado en
casa.
La primera lectura nos indica cómo
ha de comentarse el evangelio. Se trata del banquete y de la mesa de los
pecadores. En Josué 5, 9. . 12 no es el ritual de la celebración de la Pascua
lo que interesa al autor, sino el hecho de la entrada en la tierra prometida y
de comer su fruto. Imposible no pensar en el banquete preparado al hijo pródigo
que va a comer el fruto de la casa de su padre. Es el final del duro período de
marcha por el desierto; es un nuevo estilo de vida que comienza. Deja caer el
maná; era una ayuda pero también una prueba, ya que muchos murieron por comer,
sin aceptar su propia condición, de mano de Dios y entre murmuraciones. De
hecho, el verdadero alimento será el que dé Jesús. Porque en Cristo es donde
hemos sido reconciliados. El tema de la 2ª lectura (2 Co. 5,17-21) insiste en
ello. Ese es el significado del ministerio apostólico: reconciliar a todos los
hombres en Cristo. Y henos ya una criatura nueva; el mundo antiguo ha pasado,
otro mundo nuevo ha comenzado ya. Dios nos ha reconciliado consigo por medio de
Cristo. El llamamiento de Pablo sigue punzante hoy día: "En nombre de
Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios".
Nuestra respuesta podría ser
desesperada: "Sí lo queremos, pero no nos sentimos capaces de dejarnos
reconciliar; existen tantas tendencias en nosotros, tantas aspiraciones hacia
la tierra y sus alegrías, que nos es imposible escapar a la codicia". En
ese momento nos responde Pablo: "Al que no había pecado, Dios lo hizo
expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a el, recibamos la salvación
de Dios". Mediante Cristo, que ha tomado nuestra carne, somos capaces de
dejarnos reconciliar. El es quien nos reconcilia mediante su Sacrificio, y
henos así capaces de tomar parte en la santidad de Dios mismo.
Tales son nuestras posibilidades y
tal debe ser nuestra actitud: volver al Padre, tomar parte en el banquete de
los pecadores, reconciliados en Cristo Jesús. Por eso el salmo 33, que sirve de
respuesta a la 1ª lectura, es verdaderamente un canto eucarístico; es una
acción de gracias de todos los que hacen la experiencia de Dios y saben que son
escuchados cuando se dirigen a él en su desamparo. El salmo que responde a la
Pascua de Josué es también el canto de los que, reconciliados mediante Cristo,
vuelven a casa y son recibidos en el Banquete de los reencuentros, en la
celebración eucarística, signo del Banquete definitivo de los últimos días.
(Aporte de ADRIEN NOCENT,
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A
JESUCRISTO, 3 CUARESMA,
SAL TERRAE SANTANDER 1980. Pág.
166 s.)
Para la reflexión personal y grupal:
¿Nos
vemos en el hijo pródigo como en un espejo? ¿Recapacitamos alguna vez sobre el
sentido de la vida?
¿Nos
sentimos retratados en el hermano "bueno"? ¿Somos intransigentes con
las debilidades de los demás?
¿Pensamos
que ser buenos nos pone en desventaja con los que disfrutan de la vida sin
miramientos?
¿Confiamos
en el amor de Dios? ¿Nos mueve el amor de Dios a perseverar en el intento de
ser buenos?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
Sin duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del «padre misericordioso»,
mal llamada «parábola del hijo pródigo». Precisamente este «hijo menor» ha
atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar
y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones
cristianas.
Sin embargo, la parábola habla también del «hijo mayor», un hombre
que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano,
lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre para
acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano no le
produce alegría, como a su padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar»
en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un
extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha acogido a su
hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo»
para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota
dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida
cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora
solo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano.
Esta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?
Esta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis religiosa de la sociedad moderna, nos hemos
habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados,
de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular...
Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue
esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los
practicantes. Es Padre de todos.
El «hijo mayor» es una interpelación para quienes creemos vivir junto a él.
¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar
nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser
testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos
construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a
quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o
tendemos puentes? ¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?
(Comentario de José Antonio
Pagola,
al 4° Domingo de Cuaresma
Ciclo C, 6 de marzo de 2016)
Para
nuestra oración:
“¿Que me dirás, Dios mío, cuando
llegue a tu presencia?
¿Qué voy a decir, Señor, cuando me encuentre cara a cara contigo?
Yo me quedaré mudo, sin saber qué decir, cómo hablar...
Pero tú me sorprenderás con tu amor, como siempre,
y antes de que yo abra la boca, me tomarás de la mano
y me dirás, como al hijo pródigo:
¡Ven a mis brazos, hijo mío, no ves que te estoy esperando!
Y entonces entenderé, por fin, la parábola de tu amor de Padre.
¿Qué voy a decir, Señor, cuando me encuentre cara a cara contigo?
Yo me quedaré mudo, sin saber qué decir, cómo hablar...
Pero tú me sorprenderás con tu amor, como siempre,
y antes de que yo abra la boca, me tomarás de la mano
y me dirás, como al hijo pródigo:
¡Ven a mis brazos, hijo mío, no ves que te estoy esperando!
Y entonces entenderé, por fin, la parábola de tu amor de Padre.
Y se me quedará clavada en
el corazón, para siempre, como un dardo profundo,
esa palabra que lo dice todo
en tus labios: ¡HIJO!
Ojalá que pueda decir, con toda mi alma, con todo mi corazón y todas mis fuerzas,
Ojalá que pueda decir, con toda mi alma, con todo mi corazón y todas mis fuerzas,
esa otra palabra
maravillosa: ¡PADRE!
Porque tú, Señor, eres verdaderamente nuestro padre
y nosotros somos de verdad tus hijos.”
Porque tú, Señor, eres verdaderamente nuestro padre
y nosotros somos de verdad tus hijos.”
(Aporte de EUCARISTÍA 1992,
15)
Oración final:
“Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María,
nuestra Madre, la gracia de reconocernos hijos amados y amarnos como hermanos,
para que juntos nos encaminemos hacia la Casa del Padre donde Él esté en
nosotros y nosotros en Él eternamente”. Amén.
Hno. Javier.