El evangelio nos presenta tres parábolas para ayudarnos a profundizar en nosotros la imagen de Dios. La imagen que una persona tiene de Dios influye mucho en su modo de pensar y de obrar. Por ejemplo, la imagen de Dios, juez severo, da miedo y vuelve a la persona muy sumisa y pasiva o rebelde y rev...olucionaria. La imagen patriarcal de Dios, o sea, Dios patrón, amo , fue y todavía es usada para legitimar las relaciones de poder y dominio, tanto en la sociedad como en la Iglesia, en la familia como en la comunidad. En tiempos de Jesús, la idea que la gente tenía de Dios era la de uno muy distante, severo, juez que amenazaba con el castigo. Jesús revela una nueva imagen de Dios: Dios Padre, lleno de ternura con todos y con cada uno en particular. Y esto es lo que las tres parábolas de este domingo nos quieren comunicar.
La misericordia de Dios es una característica en el
evangelio de Lucas. La primera la oveja perdida, la segunda es la moneda
perdida y la tercera es el hijo pródigo. Las tres tienen como común denominador
la alegría por haber encontrado la oveja, la moneda y al hijo que se había
perdido. Hay una gran celebración en el cielo por el pecador arrepentido.
Aunque Dios nos ama a todos, tiene una especial atención hacia el pecador. En
nuestra vida ordinaria, en nuestro trabajo pastoral, ¿cómo nos acercamos a los
pecadores? ¿Cómo involucramos a los que desean volver a la casa del Padre? ¿Nos
alegramos o nos da envidia cuando vemos a una persona entregada a un ministerio
eclesial después de haber salido del pecado? ¿Somos conscientes de la gratuidad
de Dios?
Reflexión: La debilidad de Dios - Catholic net
Dios nuestro Señor
también tiene su punto débil. Y es su infinito amor y su misericordia. Nadie
que haya acudido a Él con sinceridad y con el corazón arrepentido, y le haya
pedido perdón, ha quedado jamás defraudado. Todo el Antiguo Testamento está
lleno de gestos de misericordia de parte de Dios. Accede a las súplicas de
Abraham y de Moisés, cuando interceden por su pueblo y le piden perdón por sus
pecados; los profetas –sobre todo Isaías, Jeremías y Oseas— fueron fieles
transmisores de la bondad y de la ternura de Dios hacia el pueblo de Israel.
Pero es sobre todo con Jesús en donde aparece mucho más patente el corazón
infinitamente amoroso y misericordioso de nuestro Padre celestial.Todo el
Evangelio es una prueba constante del perdón generoso que Jesús nos alcanza de
parte de Dios. Toda su vida pública fue un acto ininterrumpido de misericordia:
la predicación del amor del Padre, los milagros y curaciones sin número que
obraba por doquier, movido sólo por su gran bondad y compasión hacia toda clase
de gente; y, al final de su vida, la entrega más total y desinteresada en su
pasión y en su cruz para salvarnos, para redimirnos del pecado y alcanzarnos el
premio del paraíso por medio de su muerte y su resurrección.En el pasaje
evangélico de hoy, Jesús nos narra tres hermosas parábolas de la misericordia:
la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, también perdido y luego
encontrado.
Nosotros, los seres
humanos, nos perdemos muchas veces a lo largo de nuestra vida: perdemos el
camino, la ruta, nos escondemos de Dios y lo ofrendemos, tal vez gravemente. Y
quizá en ocasiones no hemos querido saber nada de Él, a pesar de haber sido Él
nuestro gran bienhechor.
Él nos ha dado todo: la vida, el ser, la fe, la familia, la
educación, los sacramentos, la felicidad… TODO, absolutamente todo. Y nosotros,
como hijos malcriados y caprichosos, le hemos echado en cara, con gran despecho
e ingratitud, nuestros mismos errores y maldades, culpándolo a Él de nuestra
desgracia y ceguera voluntaria.Ese hijo ingrato de la parábola somos,
definitivamente, cada uno de nosotros. También tú y yo, como aquel hijo, hemos
pedido al padre la herencia y nos hemos “largado” de casa para vivir a nuestras
anchas, libres de la “esclavitud” del padre, para derrochar sus bienes con
malas compañías llevando una vida libertina y disoluta. Pero todo lo material
es caduco y se acaba. Y, en poco tiempo, el hijo aquel se encontró en la
miseria, sin dinero y, obviamente, sin amigos.Llegó tan bajo en su postración
que se puso, en un país extraño, a cuidar cerdos, en una pocilga; hubiese
querido llenar su vientre con las algarrobas que comían las bestias, pero nadie
se las daba. ¡Hasta dónde había llegado la miseria de aquel que era un hijo de
rey! Es eso lo que nosotros, hijos amados de Dios, hemos hecho con nuestra
dignidad a causa de nuestro pecado. El hijo, entonces, comienza a pensar con
inmensa nostalgia en la casa de su padre. Y, para poder llenar su vientre
–motivos no del todo nobles, pero Dios se vale también de eso para hacernos
volver a Él—, se decide regresar a la casa paterna. Seguramente sentiría una
profunda vergüenza y confusión. ¿Con qué cara se presentaría ahora a su padre,
después de todo lo que había hecho? Pero su hambre y su necesidad fue más
fuerte que su vergüenza. Y se puso en camino. Pero lo mejor de todo viene a
continuación. Todos los días –continúa la narración— el padre aquel se subía a
la terraza del palacio para ver si volvía su hijo. ¿Qué padre, aquí en la
tierra, sigue esperando el regreso de un hijo que se ha comportado como un
sinvergüenza y como un ingrato, y que ha derrochado toda la herencia? Y, si
acaso volviera, con rostro adusto, seguro que le daría una buena reprimenda y
un castigo severo para que aprendiera a comportarse como se debe y que todo hay
que pagarlo a su debido precio.
Sin embargo, cuando, después de meses y de años de espera,
por fin ve venir a lo lejos a su hijo, a aquel bondadoso anciano se le
conmueven las entrañas y le da mil vuelcos el corazón; los ojos se le
convierten en un mar de lágrimas por la alegría y el alma se le derrite en
infinita ternura. Y enseguida, como puede, aquel padre sale corriendo al
encuentro de su hijo y se le echa al cuello, lo abraza, lo acaricia y lo cubre
de besos. Y enseguida manda que lo laven y le perfumen, le pongan el vestido
más rico y espléndido, calcen sus pies con sandalias y le pongan un anillo en
su mano, signos todos de su dignidad y nobleza recuperada…
El hijo no se esperaba nada de esto, ni soñó jamás con aquel
recibimiento. Él sólo quería un poco de pan y un techo donde cobijarse del
invierno, aunque el resto de sus días fuera como el “último de los jornaleros”.
Al fin y al cabo, él se lo había buscado y se lo había merecido. Y bien sabía
que no era digno de nada más que eso. ¡Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse
con el corazón inmensamente tierno y cariñoso de su padre, que lo perdonaba y
lo seguía amando como siempre lo había amado, a pesar de todo! Así de
maravilloso es nuestro Padre Dios con nosotros. Él siempre nos ama y nos acoge,
aunque nosotros nos hayamos comportado como aquel hijo pródigo. Él nos perdona
todo, absolutamente todo, con infinita ternura, incondicionalmente, e incluso
nos ahorra la vergüenza de tener que humillarnos. Su comprensión es tan
gigantesca y tan misericordiosa que nos hace más fácil el camino del retorno; y
cuando, al fin, nos postramos para reconciliarnos, Él nos levanta, nos recibe
con un fuerte y tierno abrazo, y nos cubre de besos y de caricias.
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