En todas las grandes culturas antiguas de la humanidad
siempre estuvo presente el mito de la vida después de la muerte: hindúes,
mesopotámicos, egipcios y griegos. Lo mismo sucede en las culturas menos
desarrolladas, pero cargadas de sentimiento religioso, como las australianas,
africanas y americanas. Hablar de mitos no significa referirnos a
leyendas carentes de sentido crítico, sino a una concepción de la vida
expresada a través de vidas ejemplares.
No puede existir
conciencia religiosa sin una fe en la trascendencia de la existencia de la vida
humana, cualquiera que sea su forma. ¿De
qué nos serviría la existencia de Dios si nos hubiera arrojado en el mundo para
prescindir después de nosotros y de nuestras más inquietantes preocupaciones?
El hombre moderno, que vive en medio de una cultura
científica y técnica tan desarrollada, parece que ha perdido el rumbo, viviendo
intensamente el tiempo presente como refugio o evasión del futuro y eludiendo
la pregunta sobre el sentido de la vida humana. Parece que le da miedo reflexionar sobre la muerte para
encontrarle ese sentido necesario que evite considerar la existencia del hombre
sobre la tierra como un absurdo. Como el
tema de la resurrección está ligado al de la muerte, no podemos abordarlo sin
preguntarnos: ¿qué es el hombre?; cuando uno se muere, ¿no hay nada más que
hacer? Para el creyente de cualquier religión, el hombre viene de Dios. Lo que significa que la vida humana no
puede analizarse sin una referencia al Dios de la vida, aunque todo a nuestro
alrededor nos hable de muerte y destrucción. Con otras palabras: la misma fe
que enseña el origen divino del hombre afirma el retorno a Dios.
La resurrección
de los muertos es el centro de la fe cristiana, la columna vertebral del
evangelio y de todo el Nuevo Testamento.
Si se suprimiera de sus libros las referencias a la resurrección, quedarían sin
base. Sin ella nuestra fe en Jesús de
Nazaret no tendría sentido: "Si
nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más
desgraciados" (1Co. 15,19).
Creer en un Dios Padre que nos ama totalmente y pensar que
este amor se limita a nuestro paso por la tierra, sería tener una lamentable
imagen de Dios. Dios no puede amarnos
sólo por un tiempo. Si nos hace partícipes de su vida, si establece una alianza
de amor con nosotros, es porque la muerte no es el final de la vida humana.
Creemos en la resurrección, la esperamos, pero no podemos
demostrarla ni imaginarla. Somos un poco como el niño antes de nacer en el seno
de su madre: ¿qué sabe de la vida que le espera? Pero la vida que le espera es
real, aunque él no pueda imaginarla. Una vida que ya vive, de alguna manera, en
el seno materno. También nosotros, ahora, podemos vivir ya la vida de Dios; una vida que
se construye paso a paso, día a día: en nuestro modo de amar, de luchar por la
libertad y la justicia... Una vida que llegará a una plenitud que ahora no
podemos ni imaginar (I Cor 2,9). Una vida que no podemos confundir con el vigor
físico, con las energías juveniles. Por ello no podemos ser hombres tristes,
por más motivos de tristeza que pueda haber en nuestra vida; ni vivir sin
esperanza, por más razones de desesperanza que tengamos.
Las palabras de Jesús, en el texto que vamos a comentar,
son un canto a la vida para siempre; una llamada a la plenitud transformadora,
sin ninguna de las limitaciones que nos impone la vida presente.
Para muchos, el problema no está en saber si creen o no en
la resurrección, sino en saber si tienen ganas de resucitar. Porque para tener
ganas de resucitar es necesario tener antes ganas de vivir, de nacer a una vida
que deseemos prolongar durante toda la eternidad. ¿Cómo desear eternizar una vida llena de sufrimientos, de
conflictos, de soledad...? ¿Quién podrá
soportar una vida eterna fuera de Dios? Sólo él ama lo bastante para que no le
asuste una vida para siempre; sólo él es capaz de revelarnos una vida tan
verdadera que deseemos detenernos en ella para siempre. La fe en la
resurrección brota de un amor verdadero. Nuestra fe en la resurrección depende
estrechamente de nuestra capacidad de amar.
2. El turno de los saduceos
La vida de Jesús está próxima a su fin. El ataque viene
ahora de los saduceos. Formaban un partido aristocrático, político-religioso,
poco numeroso. A él pertenecían los sumos sacerdotes y los senadores,
aristocracia religiosa y seglar, conocidos por sus riquezas. Naturalmente, eran
conservadores en política, materialistas natos y colaboradores de los romanos.
Controlaban el sanedrín. De sus filas salieron casi todos los sumos sacerdotes
desde el año 6 al 70 d.C. Su indudable habilidad política les permitió ocupar
los puestos clave durante el reinado de Herodes y de los gobernadores romanos.
Dominaban, por tanto, el sanedrín y el poder civil. Nunca pudieron ganarse al
pueblo sencillo. Sus principales adversarios fueron los zelotes, por su lealtad
a los romanos. Salen prácticamente de escena en el año 70, juntamente con la
destrucción del templo. Sólo admitían como canónicos los cinco libros de la ley
-Pentateuco-. Aceptaban también los escritos de los profetas, pero sin darles
el carácter de canonicidad. Desde el punto de vista religioso, se distinguían
de los fariseos, sobre todo, en dos puntos: afirmaban que sólo obliga la ley
escrita, por lo que rechazaban las tradiciones orales de los antepasados -tan
del agrado de los fariseos- y negaban la resurrección, admitida por los
fariseos, aunque discutían entre ellos si resucitarían únicamente los justos, o
sólo los judíos, o todos los hombres; además, los fariseos consideraban la otra
vida como una prolongación de la de aquí; creencia no compartida por Jesús,
como veremos. Esta diferencia esencial entre saduceos y fariseos la utilizó
hábilmente el fariseo Pablo en su favor al dividirlos (He 23,8s).
No admitían la resurrección -doctrina que se había
desarrollado en la tradición oral- por no estar contenida en los libros de la
ley. No admitían más vida que la presente. Limitaban su horizonte al dinero, al
honor y al poder en este mundo. Creían que el hombre prolongaba su existencia
en los hijos; es decir, confundían la eternidad del hombre con la conservación
de la especie humana -algo así como perpetuar el apellido-. Lo demás era para
ellos doctrina popular y grotesca, que daba lugar a discusiones absurdas y sin
sentido. La ley no solamente no conocía la existencia de una vida después de la
muerte, sino que contenía, además, disposiciones que la hacían absurda, como el
caso que le van a plantear a Jesús.
El segundo libro
de los Macabeos (2 Mac 7,1-14) nos muestra
que hacia el año 150 a.C. algunos grupos israelitas afirmaban sin vacilar su fe
en la resurrección de los muertos. El profeta Daniel (Dan 12,2s) la afirma de
un modo claro y formal. En tiempos de Jesús, muchos judíos creían en
la resurrección de los muertos; resurrección que deducían de su fe en el Dios
de la alianza. Los cristianos participamos de la misma convicción, pero tenemos
una ventaja sobre los israelitas: la fe en la resurrección de Jesús.
Como Jesús comparte con los fariseos y con el pueblo la fe
en la resurrección de los muertos, los saduceos quieren ponerlo en ridículo con
un ejemplo grotesco, invocando la ley del levirato (Dt 25,5-6). Ley de difícil
aplicación, frecuentemente olvidada y, en tiempos de Jesús, prácticamente
anulada. El Talmud cuenta un caso semejante: un judío pierde a doce hermanos
casados y sin hijos; acepta tomar a cada una de las viudas por mujer un mes al
año, y al cabo de tres años era padre de treinta y seis niños.
Se acercan a Jesús sin palabras aduladoras y sin el
apasionamiento típico de los fariseos. El caso que le proponen, que afirman ser
real, sí podía atacar la doctrina farisea de la resurrección al considerar
éstos la vida futura como una continuación de la vida terrena, provista en
abundancia de todo lo que uno puede desear; es decir, en condiciones de plena
felicidad. La anécdota de la mujer con siete maridos entraba, por tanto, en la
casuística de los fariseos. "¿De cuál de ellos será la mujer?"
3. Doble argumentación de Jesús
Jesús les contesta con un doble razonamiento, cortando de
raíz toda la base de su argumentación: afirmando la vida futura, que no es
continuación de la actual, y citándoles un texto de la ley, que sí admitían los
saduceos como canónico. Les hace ver que después de la resurrección los cuerpos
no tienen la finalidad transitoria que tienen aquí. Es erróneo atribuir a los
cuerpos resucitados las funciones sexuales que tienen en la tierra, como
afirmaban muchos fariseos, que atribuían a la mujer resucitada una procreación
prodigiosa, fruto de las bendiciones divinas, igualmente la sexualidad
masculina sería igual de prolífera. La respuesta de Jesús se diferencia en gran
medida de los fariseos. La vida que perdura no es una prolongación
de la vida biológica, puesto que ya no está sujeta a la muerte. En ella están
en vigor otras leyes ocultas a nosotros. Procede directamente de Dios. La vida
de los resucitados será tan distinta y tan nueva, que es mejor evitar
comparaciones con la presente. De ahí que Jesús responda con imágenes ambiguas:
"Son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la
resurrección". Lo que importa es el hecho de la resurrección. El
matrimonio pertenece al mundo presente, es una realidad de aquí abajo,
exigencia de una humanidad mortal, obligada a perpetuarse, a reproducirse. En el
futuro ya no será necesario perpetuar la especie -finalidad primordial del
matrimonio para los judíos-, al no existir ya la muerte. ¿Presenta
Jesús el celibato como signo del reino de Dios?
"No es Dios
de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos". En la segunda parte de su razonamiento, Jesús les responde
con el pasaje de la zarza ardiendo (Ex 3,6). Sabe qué libros sagrados admiten
los saduceos, y les argumenta con ellos. El texto que les cita no afirma
expresamente la resurrección, pero si Yahvé sigue siendo el Dios de los
patriarcas es porque están vivos. Lo contrario carecería de sentido.
Extraña la frase: "Los que sean juzgados dignos de la
vida futura..." Parece que la resurrección es un privilegio exclusivo de
los justos. Jesús no entra en las discusiones de los rabinos sobre la
resurrección de todos, de los judíos o de los justos. Afirma que los patriarcas
-que si son "dignos"- viven; de los demás no trata. Lo mismo que
prescinde de los otros fines del matrimonio.
Científicos modernos consideran absurda la idea de que
vuelvan a la vida millones y millones de personas; afirman que el cadáver se
disuelve por completo reintegrándose en el proceso circular de la naturaleza.
Esta objeción no tiene en cuenta la afirmación fundamental de Jesús: la resurrección de los muertos pertenece a
un orden completamente distinto, a un mundo creado de nuevo, que sobrepasa
nuestras experiencias y representaciones. La resurrección no es la reanimación
de un cadáver; es un salto cualitativo, una nueva existencia en la que entra
toda la persona. Jesús habla de resurrección, no de inmortalidad; de vida
nueva, de realidad transformada. Dice el libro del Apocalipsis: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva,
porque el primer cielo y la primera tierra han pasado... Enjugará las lágrimas
de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer
mundo ha pasado... Ahora hago el universo nuevo" (Ap 12,1-5). San
Pablo escribe profundamente sobre el particular (I Cor 15), empleando muchas
imágenes para acercarse prudentemente a lo que quiere decir. Volver a esta vida
y prolongarla no tendría demasiado sentido.
Jesús no ha
querido hablar más de este misterio. Con su doble argumentación nos ha abierto
las puertas a la mayor esperanza humana. Dios es fiel y ama la vida. Es
inconcebible que haya creado al hombre sediento de vida ilimitada para
abandonarle luego a la muerte. Trabajemos por la plenitud que anhelamos, por el
amor sin límites..., pero no construyamos sueños en torno al cómo y cuándo será
la resurrección. Dejémosla en las manos del Padre Dios. Los cristianos
esperamos la resurrección porque creemos que Jesús ha resucitado y tenemos que
participar de su mismo destino. La resurrección de Jesús es la prueba más
evidente para nuestra fe.
4. La gran esperanza cristiana
"Maestro, has hablado bien". Es la respuesta de
algunos letrados, sin duda de la secta de los fariseos, al verse apoyados en
sus creencias. Aplauden la decisión de Jesús por sinceridad o política. Mateo
nos narra la reacción de la gente de forma idéntica a la registrada después del
sermón de la montaña (Mt 7,28): "La gente se maravillaba de su
doctrina" (Mt 22,33). Marcos no hace ningún comentario sobre ello; termina
Jesús diciendo a los saduceos: "Estáis muy equivocados" (Mc 12,27).
Sólo Lucas nos dice que "no se atrevieron a hacerle
más preguntas". La respuesta de Jesús parece que dejó sin ganas a los
saduceos de continuar su ataque. Es la reacción lógica de personas que tienen
sus verdaderos intereses en otro sitio.
El texto que
hemos comentado nos invita a recordar la gran esperanza que los creyentes
llevamos en el corazón. La gran esperanza que nos dice que nuestra vida no está
ordenada a desaparecer con la muerte. Seguiremos amando a las personas y a las
cosas, veremos desaparecer definitivamente todo dolor y toda muerte, porque
nuestro Padre Dios quiere acogernos en su reino y darnos su vida para siempre.
Todo esfuerzo por amar, por buscar la justicia y la paz..., no se pierde; todo
lo contrario: se está eternizando desde el mismo momento en que lo realizamos.
¿Cómo? No lo sabemos, pero permanece en la vida. No se pierde nada, todo tiene
sentido en un camino que lleva a la vida total. Porque creemos en la vida,
amamos, luchamos, buscamos la alegría, rehuimos la mediocridad, apreciamos todo
lo que es humano...
Presentar la
resurrección a los hombres que nos rodean no supone discutir sobre el texto
evangélico, ni aportar argumentos filosóficos o teológicos. La mejor prueba que
podemos darles es vivir cada día una vida realmente solidaria con los hombres,
una vida que merezca realmente eternizarse, una vida que no nos cansaremos
nunca de vivir. El núcleo de nuestra fe es una esperanza en que toda prueba se
transforma en gracia, toda tristeza en alegría, toda muerte en resurrección.
Dios puede hacer de nosotros eso que parece imposible: hacernos felices, darnos
a conocer una vida que deseemos prolongar por toda la eternidad
¿Existe en nuestra vida tanto amor que sintamos la
necesidad de resucitar para vivir eternamente con todos los que amamos?
(Aporte de FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ,ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4 PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 61-68)