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29 jul 2019

18° DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN CICLO C


Domingo 4 de agosto de 2019.
Eclesiastés 1,2;2,21-23; Colosenses 3,1-5.9-11; San Lucas 12,13-21.

“Imita la tierra: la tierra no hace crecer sus frutos para gozar ella sola de ellos.”
(San Basilio de Cesarea)

Oración inicial:
"Toma, Señor, y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; tú me los diste, a ti, Señor, lo torno; todo es tuyo, dispón de todo a tu voluntad, dame tu amor y gracia, que ésta me basta". Amén.
(San Ignacio de Loyola, Ejercicio Espirituales)

 LECTURA.
 Leemos los siguientes textos: Eclesiastés 1,2;2,21-23; Colosenses 3,1-5.9-11; San Lucas 12,13-21.
 Claves de lectura:

1. «Lo que has acumulado, ¿de quién será?».(Evangelio)
Jesús distingue en el evangelio entre ser y tener. El ser es la vida y la existencia del hombre, el tener son las posesiones grandes o pequeñas que le permiten seguir viviendo. La advertencia de Jesús consiste simplemente en que el hombre no debe convertir el medio en el fin, ni identificar el significado de su ser con el aumento de sus medios. Lo absurdo de esta identificación salta a la vista cuando se considera no sólo la muerte del hombre, sino que éste debe responder de su vida ante Dios. Aunque esto no está todavía claro en el paralelo veterotestamentario, y aunque Jesús plantea la pregunta: «Lo que has acumulado (cuando mueras), ¿de quién será?», esta cuestión no constituye el centro para él, sino esta otra: «No amontonen tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen...
Amontonen tesoros en el cielo» (Mt 6,19s). Por tanto sabemos que ante Dios lo importante no será la cantidad del tener sino la calidad del ser (cf. 1 Co 3,11-15). Esto se hace evidente sobre todo mediante la palabrita «sí». El que quiere tener, amontona riquezas «para sí»; el que tiene un ser de gran valor, renuncia a este «para sí» y piensa en su ser junto a Dios. Dios es el tesoro. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Si Dios es nuestro tesoro, entonces debemos estar íntimamente convencidos de que la riqueza infinita de Dios consiste en su entrega y autoenajenación, es decir, en lo contrario de la voluntad de tener.

2. «Todo es vanidad». (1°Lectura)
Qohelet nos hace comprender ya en la primera lectura lo absurdo que es que los bienes que un hombre ha conseguido con su habilidad y acierto puedan ser heredados a su muerte por un holgazán. De este modo en el esfuerzo permanente por los bienes pasajeros hay como una especie de contradicción que se renueva en cada generación siguiente, mostrando así claramente la vanidad de toda voluntad terrena de tener.

3. «Aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra». (2°Lectura)
La segunda lectura saca la conclusión general. Pero lo celeste no son los tesoros, los méritos o las recompensas que nosotros hemos acumulado en el cielo, sino simplemente «Cristo». Él es «nuestra vida», la verdad de nuestro ser, pues todo lo que somos en Dios y para Dios se lo debemos sólo a él, lo somos precisamente en él, «en quien están encerrados todos los tesoros» (Col 2,3).
«Déjense construir» sobre él, nos aconseja el apóstol (ibid. 7), aunque con ello el sentido esencial de nuestra vida permanezca oculto para los ojos del mundo. Debemos «dar muerte» a todas las formas de la voluntad de tener enumeradas por el apóstol, y que no son sino diversas variantes de la concupiscencia, por mor del ser en Cristo; y esta muerte es en verdad un nacimiento: un «revestirnos de una nueva condición», un llegar a ser hombres nuevos. En esta nueva condición desaparecen las divisiones que limitan el ser del hombre en la tierra («esclavos o libres»), mientras que todo lo valioso que tenemos en nuestra singularidad (Pablo lo llama carisma) contribuye a la formación de la plenitud definitiva de Cristo (Ef 4,11-16).
(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 274 s.)


MEDITACIÓN.

Lo que más me impresiona de este hombre, rico y ávido, de la parábola evangélica es su heladora soledad. Algo verdaderamente tétrico, horripilante.
Nadie está tan solo como este hombre rodeado, casi sofocado, por sus bienes.
Más que contar sus rentas, parece hablar con ellas. Lo vemos en coloquio con las cifras.
En diálogo amoroso con los libros contables. Su voz tiene el sonido de los dineros.
Es un individuo sin nombre, sin rostro. No tiene mujer, ni hijos, ni amigos. El único lazo estrecho son sus bienes materiales. Se identifica con las propias riquezas. El mismo se convierte en campo, grano, trigo, almacén, número, cartera. Ya no es un hombre. Es una cosa en medio de las cosas.
Los bienes, en lugar de ser vehículos de comunicación, de relación con los otros, para él son cosas a acumular, conservar, proteger, defender. En vez de ser medios (antiguamente se decía, precisamente, que uno tenía tantos "medios"), se convierten en fin, al que se sacrifica todo. Y terminan por cerrarlo en una prisión.
Este hombre triste es un prisionero. Puede incluso ampliar los almacenes. Pero no logrará ya salir de ellos.
Es un hombre cerrado. Sin futuro. Precisamente él que se engañará pensando que está asegurado para muchos años.
Cuando se pronuncia la terrible sentencia: «Esta noche te van a exigir la vida», en realidad él ya está muerto desde hace tiempo. La sentencia la pronunció él sobre sí mismo. Con acierto se ha subrayado --A. Maillot (de quien tomo alguna de estas observaciones- que más que un castigo es una concesión.

Se le llama «necio».
Porque funda la propia seguridad en el tener y no en el ser.
Porque se afana por poseer y acumular, en vez de comprometerse a crecer.
Porque se identifica con las cosas, y no las transforma en sacramento de comunión con los hermanos.
Porque cree que mucho dinero significa mucha vida.
Porque piensa que la posesión egoísta da alegría.
Porque no sospecha que, aunque salgan las cuentas, su existencia es una quiebra.
Porque está en adoración y no ve más que el propio «yo». No se para jamás frente a un «tú».
Porque no entiende que «el yo no tiene otra protección que el darse, el perderse» (Arturo Paoli).
Porque no cae en la cuenta de que no es posible llenar el vacío con un estorbo.
Porque no intuye que la seguridad puede derivarse sólo de un acto de coraje, de ruptura, de liberación.
Porque no se percata de que la vida va llena de amistad, de don, de relaciones, no de cosas.
Intentemos ahora sacar algunas consecuencias.

La posesión es siempre limitación. «El que adquiere un campo y lo cierra con una cerca, se priva del resto de la naturaleza, se empobrece de todo lo demás. He aquí por qué la pobreza religiosa no significa poseer poco, sino no poseer nada, o sea, la expropiación total para poseerlo todo» (E. Cardenal).

La posesión es sobre todo limitación de libertad. «¿No habéis observado alguna vez que ser rico se traduce siempre en un empobrecimiento en otro plano? Basta decir: poseo este reloj, es mío, y cerrar la mano, apresándolo, para tener un reloj y haber perdido una mano» (A. Bloom). Nuestro espíritu y nuestro corazón tienden a empequeñecerse, a reducirse a las dimensiones de los objetos sobre los que se cierran, a las dimensiones de los bienes sobre los que se repliegan.

La riqueza es falsificación de las cosas, porque falsea la relación con ellas. El rico cree que su título de propiedad le une íntimamente, con seguridad a sus bienes. Pero esto es una colosal ilusión. Las cosas como las personas, tienen un «límite de inviolabilidad, un umbral infranqueable», que no puede ser forzado por un derecho que se derive simplemente del dinero. Una cosa no se deja «violar» por la cartera (las personas, algunas veces sí...). Por eso, aun cuando me pertenezca, aunque sea "mía", la cosa sigue «inviolada» en su esencia más verdadera, y siempre me dejará insatisfecho.
La cosa permanecerá obstinadamente «ajena» a mí, escapará de mi mano aun cuando la retenga, más aún, precisamente porque pretendo asirla, tenerla, se reirá de mí, burlona, intacta, intocable.
Para entrar en comunión íntima con un bien creado, la propiedad ligada al dinero, al derecho, puede constituir un obstáculo.
La facultad de poseer se sitúa al nivel más profundo de nosotros mismos, allí donde un objeto externo puede entrar solamente interiorizándose.
Para poseer verdaderamente una cosa, es necesario establecer con ella no una relación de posesión, de agresividad, sino de participación, de maravilla, de contemplación.

El hombre litúrgico, y no el hombre económico es el que está en armonía con todo lo creado. La tierra pertenece a los «mansos», o sea, a aquellos que nada reivindican. Solamente el que ora, teniendo las manos vacías, libres, puede orar en las cosas y con las cosas.
«En la edad media se celebraban las nupcias de Francisco con dama pobreza, se intentaba visibilizar lo invisible, es decir, el secreto que se había hecho en él poesía y felicidad, contemplación y seguridad... Francisco lleva sobre sí mismo el signo de la liberación en la alegría, que es seguridad, y en la contemplación, que es poesía... La historia no ha olvidado todavía a este hombre martirizado en el cuerpo que redescubrió las estrellas, las flores, el agua, el fuego, el sol, los pájaros, toda la creación, finalmente liberada de angustia y hecha verdad y poesía» (Arturo Paoli).
Así pues, la distinción existe entre hombre económico y hombre litúrgico. La diferencia pasa entre quien pone el corazón en las cosas (o deja que las cosas, según su paso natural, pasen de las manos al corazón, y aquí ocupen todos los centros estratégicos de mando) y quien, por el contrario, obliga a las cosas a hacerse partícipes, cómplices, expresión del propio corazón.
Podemos aún decir que la diferencia está entre el capitalista y el liturgo. Entre el usurpador, el conquistador, y el hermano.
Entre el hombre económico y el hombre de la amistad y del encuentro. Entre el profanador y el contemplativo. Entre el que pide seguridad a los bienes terrenos y quien les exige "comunicación".
El primero, a través de las cosas, se para, se aísla, tiene y rechaza. El otro camina, se abre, da y se dilata.
El primero se apropia de algo y queda en la superficie de todo. El otro descubre la verdad profunda de las cosas.
El primero dispone de las riquezas; el otro es señor de sí mismo.
El primero es un excomulgado. El otro se comunica con todo y con todos.
El primero acumula. El otro comparte.
Por eso, la única manera de no pararse frente a las cosas, consiste en llevarlas adelante con nosotros, en arrastrarlas en nuestra aventura. «Estoy hambriento de todo el pan que como solo, pobre de todos los bienes que poseo para mí» (G. Thibon).
Hay un momento, en la misa, en el que se nos recuerda el uso correcto que debemos hacer de las manos. El ofertorio es el momento de la consagración de mis manos. Esas manos que encuentran su función más verdadera en el gesto de la ofrenda.
Se me han dado las manos para dar. Quien las usa, habitualmente, sólo para coger, tener, agarrar, todavía no ha aprendido a usarlas, aunque esté muy avanzado en años. Sobre todo no ha gustado la alegría más grande: la alegría de dar.
Nos preocupamos de enseñar a caminar. Y el día en que el niño da los primeros pasos se celebra como un gran acontecimiento en la familia. Sería necesario hacer fiesta cuando el niño comienza a usar las manos de la única manera correcta, que es la manera del dar. Nos preocupamos de las manos sucias. En realidad, las manos están manchadas sólo cuando «retienen» algo.
Un cristiano, o sea un buscador de Dios, superará la tentación de pararse sólo si es capaz de transformar las realidades terrenas en «señal» y «don». Sólo se aprenderá a usar las manos de la única manera "justa".
Nuestras cuentas, a diferencia de aquellas del «necio» de la parábola, saldrán, cuando salgan las cuentas de los otros.

(Aporte de ALESSANDRO PRONZATO, EL PAN DEL DOMINGO CICLO C, EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1985.)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Nos preocupa acumular dinero?
¿Confiamos básicamente en lo acumulado?
¿Litigamos con los demás por causa del dinero?


ORACIÓN – CONTEMPLACIÓN.

ALGO MÁS QUE UN SISTEMA.
Lo que has acumulado, ¿de quién será?... Alguien ha dicho que «todos los hombres somos espontáneamente capitalistas». Lo cierto es que la sed de poseer sin límites no es exclusiva de una época ni de un sistema social, sino que descansa en el mismo hombre, cualquiera que sea el sector social al que pertenezca.
El sistema capitalista lo que hace es desarrollar esta tendencia innoble del hombre en lugar de combatirla y favorecer una convivencia más solidaria y fraterna.
Lo estamos viendo todos los días. El móvil que guía a la empresa capitalista es crear la mayor diferencia posible entre el precio de venta del producto y el costo de producción. Pero es que este móvil guía la conducta de casi toda la sociedad. El máximo beneficio posible y la acumulación indefinida de riqueza son algo aceptado por la mayoría de los cristianos como principio indiscutible que orienta su comportamiento práctico en la vida diaria.
Por otra parte, el capitalismo, lejos de promover la comunión y la solidaridad, favorece la dominación de unos sobre otros y tiende a crear y reforzar la lucha de clases.
Pero este mismo espíritu lo podemos observar ya en muchos «trabajadores» cuyos ingresos y régimen de gastos en nada ceden a los de los más aventajados capitalistas. Basta verlos gritar sus propias reivindicaciones ahondando cada vez más el abismo clasista que los separa de sus compañeros (?) en paro.
El replegamiento egoísta sobre los propios bienes, el consumo indiscriminado y sin límites, la lucha implacable por el propio bienestar, el olvido sistemático de las víctimas más afectadas por la crisis, son signos de una posición «capitalista» por muchas confesiones de «socialismo» que puedan salir de nuestros labios.
«El hombre occidental se ha hecho materialista hasta en su pensamiento, en una sobrevaloración morbosa del dinero y la propiedad, del poder y la riqueza» (P. Bosmans).
Se pretende llenar el vacío interior con la posesión de cosas. La codicia y el afán de poder son «drogas aprobadas socialmente».
Es nuestra gran equivocación. Lo ha gritado Jesús con firmeza contundente. Es una necedad vivir teniendo como único horizonte «unos graneros donde poder seguir almacenando cosechas». Es signo de nuestra gran pobreza interior.
Aunque no nos lo creamos, el dinero nos puede empobrecer. Vivir acumulando, puede ser el fin de todo goce humano, el fin de toda alegría de vivir, el fin de todo verdadero amor.
(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 333 s.)

Oración final:
“Dios, Padre nuestro y Madre nuestra, que nos enviaste a Jesús como el modelo del Hombre Nuevo; ayúdanos a poner nuestro corazón en los valores de tu Reino, y a infundir en nuestra sociedad actual una dosis de amor gratuito y desinteresado, dando desde lo que somos y poseemos”. Amén.


Hno. Javier


27 jul 2019

17° DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN CICLO C.


Domingo 28 de julio de 2019.
Génesis 18,20-21.23-32; Colosenses 2,12-14; San Lucas 11,1-13.

Oración inicial:
“Señor Jesús, que enseñaste a tus discípulos a orar,  danos un oído atento a tu Palabra y a las mociones del Espíritu, un corazón dócil para aprender de ti el arte del dialogo con el Padre; manos y pies prontos para el servicio y una mente abierta para acoger tu voluntad en el camino de la vida”. Amén.


LECTURA.

Leemos los siguientes textos: Génesis 18,20-21.23-32; Colosenses 2,12-14; San Lucas 11,1-13.

Claves de lectura:

1. «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?». (1°Lectura)
La intercesión de Abrahán por los justos de Sodoma, tal y como se cuenta en la primera  lectura, es el primer gran ejemplo y el modelo permanente de toda oración de petición. Es  insistente y humilde a la vez. Cada vez va un poco más lejos: desde los cincuenta inocentes  que bastarían para impedir la destrucción de la ciudad, hasta cuarenta y cinco, cuarenta,  treinta, veinte, diez. Semejante descripción sólo puede entenderse -aunque al final la súplica  no pueda ser escuchada, pues ni siquiera hay diez justos en Sodoma- como un estímulo del  todo singular para animar al creyente a penetrar en el corazón de Dios hasta que la  compasión que hay en él comience a brotar. Ejemplos posteriores, sobre todo cuando Dios  escucha las súplicas de Moisés, lo confirman. Cuando Dios se compromete en una alianza  con los hombres, quiere comportarse como un amigo y no como un déspota; quiere dejarse  determinar, humanamente se puede decir que quiere que el hombre le haga «cambiar de  opinión», como las oraciones de súplica veterotestamentarias mitigan muy a menudo la ira  de Yahvé. El hombre que está en alianza con Dios tiene poder sobre su corazón.

2. «Perdónanos nuestros pecados». (Evangelio)
En el evangelio Jesús se dirige a Dios con la seguridad del que sabe que el Padre le  «escucha siempre» (Jn 11,42). Y, como está en oración, sus discípulos le piden que les  enseñe a orar. Jesús les enseña su propia oración, el Padrenuestro, y además les cuenta la  parábola del hombre que despierta a su amigo a medianoche para pedirle que le preste tres  panes. En la parábola el hombre tiene que insistir hasta llegar a ser importuno para obtener  lo que desea. Con Dios en realidad sobra la indiscreción, pero se exige la constancia en la  oración, en la búsqueda: hay que llamar a la puerta para que Dios Padre abra a sus  criaturas. Dios no duerme, está siempre dispuesto a «dar su Espíritu Santo a los que se lo  piden», pero no arroja sus preciosos dones a los que no los desean o sólo los demandan  con tibieza y negligencia. Lo que Dios da es su propio amor inflamado, y éste sólo puede ser  recibido por aquellos que tienen verdadera hambre de él. Pedir a Dios cosas que por su esencia Él no puede dar (un «escorpión», una «serpiente») es un sinsentido; pero toda  oración que es según su voluntad y sus sentimientos, Él la escucha, incluso infaliblemente,  incluso inmediatamente, aunque no lo advirtamos en nuestro tiempo pasajero. «Cualquier  cosa que pidan en la oración, crean que se la han concedido, y la obtendrán» (Mc 11,24).  «Si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo  que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido» (1 Jn  5,14s).

3. «Dios les dio vida en Cristo». (2°Lectura)
La segunda lectura nos indica la condición para esta esperanza casi temeraria. Esta  condición es que hayamos sido sepultados junto con Cristo en el bautismo y hayamos  resucitado con él en Pascua mediante la fe en la fuerza de Dios. De este modo entre Dios, el  Señor de la alianza, y nosotros, sus socios, se establece una relación directa e inmediata  que elimina todos los impedimentos -nuestros pecados, los pagarés de nuestra deuda y las  acusaciones que pesan sobre nosotros-. La cruz de Cristo quita todo esto de en medio; ella  es la que ha «derribado el muro separador del odio», la que ha traído «la paz» (Ef  2,14-16).
(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 272 ss.)


MEDITACIÓN.

EL EVANGELIO DE LA ORACIÓN.
El Evangelio de Lucas comienza en clima de oración en el Templo (Lc 1, 1-10) y termina  en ese mismo clima, con los Doce bendiciendo a Dios en el Templo (24, 53). Aquí tenemos  el mejor indicio de la extraordinaria importancia que el evangelista concede a la oración. El  Evangelio de Lucas es llamado el Evangelio de la oración. Este es uno de sus rasgos más  bellos y característicos.
Lucas, consciente de que la oración, es una actitud esencial en la vida del cristiano y de  la comunidad cristiana, se complace en presentarnos a Jesús frecuentemente en oración.  Los momentos más importantes del ministerio público de Jesús están precedidos,  preparados e impregnados por la oración: el Bautismo de Jesús (3, 21), la elección de los  doce (6, 12), la confesión de Pedro (9, 18), la transfiguración (9, 28), la última Cena (22,  32), la agonía en el huerto de los Olivos (22, 41), sus últimos momentos en la cruz (23,  46).
Pero Jesús, en el Evangelio de Lucas, no sólo aparece orando en los momentos más  culminantes, sino que la oración acompaña, envuelve y sostiene toda su actividad, toda su  vida. Jesús gusta retirarse a lugares solitarios (5, 16); o sube al monte y pasa la noche en  oración (6, 12). La noche y el monte son el tiempo y el lugar preferidos por Jesús para su  incesante diálogo con el Padre. Al presentar el evangelista la ya citada oración de Jesús en  el huerto, leemos este precioso detalle: "Salió entonces y se dirigió, como de costumbre, al  monte de los Olivos" (22, 39). Era una costumbre en Jesús retirarse a la montaña para  pasar la noche en oración.
Con esta complacencia en presentar a Jesús en oración, el evangelista ofrece al lector  un eximio ejemplo de actitud orante, al mismo tiempo que le exhorta, de la forma más  delicada y persuasiva, a la oración. La oración tiene una clara finalidad: «Oren para no  desfallecer en la prueba» (22, 40). Las pruebas, las dificultades, las tribulaciones -que  constituyen, en los escritos de Lucas, una dimensión esencial de la vida cristiana (He. 14,  22)- acompañan siempre al seguidor de Jesús.
La oración no sólo tiene un relieve singular en el Evangelio de Lucas, sino también en el  libro de los Hechos, que es como la segunda parte o una especie de continuación de aquél  (He. 1,1). "Todos -se refiere a los Doce- perseveraban unánimes en la oración, con algunas  mujeres, con María la madre de Jesús y sus hermanos» (He. 1, 14). Esta es la primera  presentación que hace el libro de los Hechos de la primitiva comunidad cristiana. Y las  referencias a la oración de la comunidad, como un rasgo fundamental de la misma, se  repiten, una y otra vez, a lo largo de todo el libro, como un estribillo.

LA MAS BELLA PETICIÓN. 
El texto evangélico de hoy nos presenta un precioso y preciso momento de la vida orante  de Jesús. Jesús se ha apartado del grupo para orar. Los discípulos lo contemplan sumido  en profunda oración al Padre. Están tan absortos y sobrecogidos viendo a Jesús en  oración, que no se atreven a interrumpirlo. Dejan que Jesús concluya su oración. «Y cuando acabó», uno de los discípulos, fascinado por aquel singular estilo de orar de Jesús,  le dirige la más bella y conmovedora de las peticiones: «Señor, enséñanos a orar». Y fue entonces cuando Jesús enseñó a los Doce, como viva expresión de su actitud  orante, el Padre-nuestro. Desde aquel momento, nunca se encontrará ya completamente  solo y desamparado el creyente. En las circunstancias más adversas tendrá siempre el  maravilloso recurso de poder decir: «Padre nuestro que estás en el cielo...». Al entregarnos  el espléndido regalo del Padre-nuestro, nos dio a todos un inefable remedio para todo  nuestro inmenso desamparo existencial.

DIOS COMO «ABBA».
Evoquemos, junto a la oración del Padre-nuestro, las otras oraciones de Jesús recogidas  en el Evangelio de Lucas (10, 21-24; 22, 42; 23, 46) y hagamos esta constatación: todas  comienzan con la misma invocación: «¡Padre!». Tenemos la suerte de saber cuál era la  palabra aramea correspondiente a «Padre», que estaba siempre en los labios de Jesús,  cuando se dirigía a Dios Padre y nos mandaba dirigirnos a Dios Padre. Es la palabra  «Abbá». Esta palabra pertenecía al vocabulario profano y familiar. En las innumerables  oraciones judías que han llegado a nosotros, en ninguna aparece Dios invocado como  "Abbá". Esta palabra fue una revolucionaria y original innovación de Jesús. Era algo  insólito, inimaginable; expresaba la máxima confianza, cercanía y ternura. Llamó tan  poderosamente la atención de todos los oyentes que se nos ha conservado la mismísima  palabra aramea.
Con esa palabra se abría un mundo nuevo en las relaciones de Dios para con el hombre.  De todas las revoluciones del Evangelio, la más profunda, la más radical fue la operada en  la imagen de Dios: Dios como amor, como el Padre más cariñoso y entrañable. Del nuevo  concepto de Dios brotan unas relaciones nuevas del hombre con Dios y, por consiguiente, el  nuevo estilo de la oración cristiana, hecha de confianza, abandono y obediencia filial,  reflejadas en el «abbá» con que invocamos a Dios, siguiendo el ejemplo y el mandato de  Jesús. La vida cristiana está bañada de la alegría de sabernos hijos de Dios.

EL DON DEL ESPÍRITU SANTO. 
Después de enseñarnos el Padre-Nuestro, Jesús dirige una conmovedora exhortación a la  oración confiada, inspirada en lo que sucede entre los hombres, entre amigos y entre  padres e hijos. Y saca la conclusión: «Si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros  hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo  pidan?». Retengamos esta última afirmación. La oración no es un seguro a todo riesgo.  Jesús nos asegura que nos concederá su Espíritu. Así viviremos como hijos ante Dios y  como hermanos de nuestros hermanos. Este es el sentido de la oración.
(Aporte de VlCENTE GARCIA REVILLA, DABAR 1992, 39)

Para la reflexión personal y grupal:
¿Qué le falta y qué le sobra a nuestra oración?


ORACIÓN – CONTEMPLACIÓN.

APRENDER EL PADRENUESTRO. 
Hemos recitado tantas veces el Padrenuestro y, con frecuencia, de manera tan  apresurada y superficial, que hemos terminado, a veces, por vaciarlo de su sentido más  hondo.
Se nos olvida que esta oración nos la ha regalado Jesús como la plegaria que mejor  recoge lo que él vivía en lo más íntimo de su ser y la que mejor expresa el sentir de sus  verdaderos discípulos.
De alguna manera, ser cristiano es aprender a recitar y vivir el Padrenuestro. Por eso, en  las primeras comunidades cristianas, rezar el Padrenuestro era un privilegio reservado  únicamente a los que se comprometían a seguir a Jesucristo.
Quizás, necesitamos «aprender» de nuevo el Padrenuestro. Hacer que esas palabras que  pronunciamos tan rutinariamente, nazcan con vida nueva en nosotros y crezcan y se  enraícen en nuestra existencia.
He aquí algunas sugerencias que pueden ayudarnos a comprender mejor las palabras  que pronunciamos y a dejarnos penetrar por su sentido.
Padre nuestro que estás en los cielos. Dios no es en primer lugar nuestro Juez y Señor y,  mucho menos nuestro Rival y Enemigo. Es el Padre que desde el fondo de la vida, escucha  el clamor de sus hijos.
Y es nuestro, de todos. No soy yo el que reza a Dios. Aislados o juntos, somos nosotros  los que invocamos al Dios y Padre de todos los hombres. Imposible invocarle sin que crezca  y se ensanche en nosotros el deseo de fraternidad.
Está en los cielos como lugar abierto, de vida y plenitud, hacia donde se dirige nuestra  mirada en medio de las luchas de cada día.
Santificado sea tu Nombre. El único nombre que no es un término vacío. El Nombre del  que viven los hombres y la creación entera. Bendito, santificado y reconocido sea en todas  las conciencias y allí donde late algo de vida.
Venga a nosotros tu Reino. No pedimos ir nosotros cuanto antes al cielo. Gritamos que el  Reino de Dios venga cuanto antes a la tierra y se establezca un orden nuevo de justicia y  fraternidad donde nadie domine a nadie sino donde el Padre sea el único Señor de todos.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. No pedimos que Dios adapte su  voluntad a la nuestra. Somos nosotros los que nos abrimos a su voluntad de liberar y  hermanar a los hombres.
El pan de cada día dánosle hoy. Confesamos con gozo nuestra dependencia de Dios y le  pedimos lo necesario para vivir, sin pretender acaparar lo superfluo e innecesario que  pervierte nuestro ser y nos cierra a los necesitados.
Perdónanos nuestras ofensas, egoísmos e injusticias pues estamos dispuestos a extender  ese perdón que recibimos de Ti a todos los que nos han podido hacer algún mal.
No nos dejes caer en la tentación de olvidar tu rostro y explotar a nuestros hermanos.  Presérvanos en tu seno de Padre y enséñanos a vivir como hermanos.
Y líbranos del mal. De todo mal. Del mal que cometemos cada día y del mal del que somos  víctimas constantes. Orienta nuestra vida hacia el Bien y la Felicidad.

(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 331 s.)

Oración final:
“Dios Padre y Madre, que estás en el cielo y estás también en la tierra, haz que venga y se acreciente entre nosotros tu reinado, y para ello conviértenos en apasionados servidores de tu causa y gozosos contemplativos de tu obrar en medio de la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo”. Amén.
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Hno. Javier

27 jun 2019

13° DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN CICLO C.


Domingo 30 de junio de 2019.
1° Reyes 19, 16b.19-21; Gálatas 5,1.13-18; San Lucas 9,51-62.
"Ama y haz lo que quieras"(San Agustín)
El que ama de verdad es verdaderamente lo que debe ser y ya no está dividido entre el ser y el deber. Es, por tanto, un hombre libre. No vive bajo la ley, se identifica con ella libremente. Y el Espíritu de Dios habita en él y lo conduce.

Oración inicial:
“Señor, ayúdanos a ser fuertes y valientes para hacer realidad tu Reino en nuestra tierra. Que confiados en tu Palabra, no rehuyamos de la vocación a la que nos llamas, y haz que nos dejemos orientar por tu Espíritu, para desprendernos de las cosas que nos separan de Ti y de nuestros hermanos y hermanas más necesitados”. Amén.

LECTURA.

Leemos los siguientes textos: 1° Reyes 19, 16b.19-21; Gálatas 5,1.13-18; San Lucas 9,51-62.

Claves:

1. «Ve y vuelve». (1°Lectura)
Hoy se trata de la llamada al seguimiento, y en la primera lectura aparece un modelo  veterotestamentario ya muy radical que será superado una vez más por Jesús. El profeta  Elías echa su manto sobre Eliseo, mientras éste ara con su yunta, para significar que lo ha  elegido para ser su discípulo. Elías acepta que Eliseo vaya a despedirse de sus padres, y  el gesto de sacrificar los bueyes de su yunta para invitar a comer a su gente muestra que  Eliseo ha decidido ponerse al servicio del profeta. «Luego se levantó, marchó tras Elías y  se puso a sus órdenes». No se trata de un servicio puramente humano, sino que, al ser  Elías un hombre de Dios, es ya un servicio a Dios. Para la Antigua Alianza esto es una  obediencia grandiosa a una llamada de Dios transmitida por el profeta.

2. «Deja que los muertos entierren a sus muertos». (Evangelio)
Pero la exigencia de Jesús va aún más lejos. En el evangelio tres hombres se ofrecen a  Jesús para seguirle. Al primero lo remite a su propio destino y ejemplo: Jesús ya no tiene  casa propia. Ni siquiera la casa en la que ha crecido, la casa de su madre, cuenta ya. No  mira atrás. Es más pobre en esto que los animales, vive en una inseguridad total. No posee  más que su misión. Y al comienzo del evangelio se dice a dónde conduce esta misión: a su  «ascensión» se dice literalmente: ¿a la cruz? ¿Al cielo? Lucas deja abierta la cuestión. Es  típico que no se le reciba en la aldea de Samaría donde quería alojarse. Por eso no es  necesario mandar bajar fuego del cielo. Es normal que «los suyos no lo reciban» (Jn 1,11).  El segundo hombre quiere primero ir a enterrar a sus padres, y el Señor de la vida le  contesta: «Deja que los muertos entierren a sus muertos». Los muertos son los mortales  que se entierran unos a otros; Jesús está por encima de la vida y de la muerte, muere y  resucita «para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14,9). El tercer hombre quiere  despedirse de su familia. Aquí Jesús va más lejos que Elías. Para el llamado a seguir a  Jesús de un modo radical no hay componenda que valga entre familia y decisión por el  reino. La decisión exigida es indivisible e inmediata. A partir de su norma se regulará la  relación con la familia y con los demás hombres.

3. «Su vocación es la libertad». (2°Lectura)
La libertad de la que se habla en la segunda lectura es la libertad para la que «Cristo nos  ha liberado», y no otra. No una libertad individualista, pues la libertad cristiana consistirá en  el servicio al prójimo: «Sean esclavos unos de otros por amor». Tampoco se trata del  libertinaje, pues entre los deseos de la carne y la libertad que nos da el Espíritu que nos  guía hay una contradicción directa, un antagonismo total. Que el hombre tenga que luchar  contra sí mismo y contra sus pasiones para conservar su verdadera libertad, nada dice  contra la libertad que le ha sido dada; también Cristo tuvo que luchar en sus «tentaciones»  (Lc 4,1-12). No se puede ser libre para hacer al mismo tiempo dos cosas contradictorias,  sino que para ser libre hay que superar la contradicción en uno mismo. La libertad de Cristo  es hacer siempre la voluntad del Padre, y seguir a Jesús en esto nos «hace libres»  verdaderamente (Jn 8,31-32). La libertad a la que Cristo nos llama es su propia libertad, a  través de la cual participamos en la libertad intradivina, trinitaria, absoluta. 

(Aporte de HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 266 ss.)

MEDITACIÓN.

«Decidió irrevocablemente» 
Hay una cita poco conocida de Napoleón que dice así: «Alejandro  Magno, César Augusto y yo fundamos grandes imperios por medio de la fuerza y, después  de nuestra muerte, no tenemos ningún amigo. Cristo fundó su Reino sobre el amor y, aun  hoy en día, millones de hombres irían por él voluntariamente a la muerte».
Es un hecho indiscutible: los grandes hombres de la historia pueden ser admirados, sus  libros siguen siendo leídos, sus ideas permanecen... Desde Homero a Cervantes, de  Cicerón a Goethe, se puede decir que su obra se mantiene viva, que siguen corriendo ríos  de tinta sobre ellos. Pero ni de los grandes políticos, ni de los más profundos escritores se  puede decir que «millones de hombres irían voluntariamente a la muerte por ellos».
Las exigencias de Jesús en el evangelio de hoy son extremadamente radicales, nos  parecen incluso inhumanas. Se puede comprender que el que sigue a Jesús deba participar  del mismo tenor de vida que el maestro y que no tenga dónde reclinar la cabeza. Pero  cuesta trabajo aceptar que el seguimiento de Jesús tenga que ser tan urgente e  instantáneo, que no quede tiempo para despedirse de la familia o para enterrar al propio  padre. Nos parece más humano el profeta Elías cuando, después de llamar a Eliseo, le  permite despedirse de los suyos y hasta dar una comida de despedida: «Ve y vuelve,  ¿quién te lo impide?».
Hasta este momento la actividad pública de Jesús había discurrido fundamentalmente en  su propia región de Galilea. Y ahora se subraya un arranque nuevo: «Cuando se iba  cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo». Casi exactamente la misma expresión la  repite Lucas en otros dos momentos importantes de sus relatos: también se le cumplió el  tiempo a María y dio a luz a su hijo Jesús, y esa expresión aparece inmediatamente antes  del relato de pentecostés. Lucas subraya que es en ese momento cuando Jesús «decidió  irrevocablemente ir a Jerusalén», como traduce la Nueva Biblia española.
Desde este momento, el evangelio de Lucas está escrito como una subida a Jerusalén,  que es el hilo rector de los capítulos siguientes y una especie de estribillo que va  apareciendo una y otra vez, como un recordatorio. A partir de ahora, el evangelio de Lucas  se distancia del de Marcos y utiliza sus propias fuentes.
La segunda lectura de la liturgia suele ser un fragmento de alguna carta de Pablo, que no  tiene conexiones con el evangelio y la primera lectura, que sí suelen estar coordinados. Los  predicadores solemos prescindir de ella o, a lo más, entresacamos alguna frase suelta que  pegamos, con más o menos artificiosidad, al mensaje central de las otras dos lecturas. Hoy  hemos escuchado un fragmento de la Carta a los gálatas, que ha sido calificada como la  carta de la libertad cristiana, en que Pablo, polemizando duramente con los judaizantes,  propone la libertad del cristiano en contra de la ley judía y la práctica de la circuncisión.
En la actualidad podemos hacer una relectura del espléndido texto de hoy, entendiéndolo  como un resumen de la vida de Cristo. Podemos decir de Jesús de Nazaret que vivió en la  libertad y que se mantuvo en ella sin dejarse someter al yugo de la esclavitud de la ley  farisea. Afirmar también que la vocación de Cristo fue una vocación a la libertad; no para  una libertad que sirva de escudo y subterfugio a sutiles egoísmos, sino que, al contrario, se  hizo como un esclavo de los hombres por el amor.
Jesús anduvo según el Espíritu y no sometido a los deseos de la carne; el propio Lucas  subrayará que Jesús se dejó guiar por el Espíritu en los momentos decisivos de su vida y  no estuvo bajo el dominio de la ley. En pocas palabras, es justo afirmar que Jesús realizó  en su vida esa carta de la libertad cristiana que Pablo propone a los cristianos de Galacia. Como afirma J. R. Busto, hay que «caer en la cuenta de que la muerte de  Jesús se la buscó él mismo». Evidentemente Jesús pudo haberse librado de la muerte no  iniciando esa subida a Jerusalén o abandonando la ciudad santa cuando experimentó que  se estrechaba a su alrededor el círculo de los que querían llevarle a la muerte. Pero el  mesías tenía que manifestarse en Jerusalén. Lo había ya dicho el mismo Jesús: «No cabe  que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33). Así lo entiende Tomás, a propósito de  la enfermedad de Lázaro: «Vayamos a Jerusalén y muramos con él». ¿Por qué, entonces,  se busca Jesús la muerte? Porque su relación de fidelidad con el Padre le obliga a ello. 
Jesús asumió la muerte que estaba implicada en su predicación sobre Dios. Decir que Dios  es amor incondicionado es peligroso, y actuar en consecuencia mucho más peligroso  todavía. Jesús lo sabe y no lo calla. Más todavía, lo demuestra con su vida.
Y Jesús actúa con total libertad, con esa libertad de los grandes hombres que no vuelven  la cara cuando hay que ser consecuentes con las verdades en las que han creído y han  convertido en programa de su vida. Fue el amor y la fidelidad de Jesús hacia su Padre lo  que le hizo subir a Jerusalén, allí donde tenía que manifestarse el mesías, el esperado,  para dar testimonio de ese Dios que ama incondicionadamente a todos los hombres.
Y así lo anuncia, aunque esto rompiese los esquemas religiosos fariseos que entendían  la relación con Dios como un contrato comercial en que compramos a Dios con nuestras  obras, esas obras de la ley que tanto criticará Pablo. Fue el amor y la fidelidad de Jesús  hacia los hombres lo que se convirtió para Jesús en «la ley entera», ya que esta se resume  en el «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Por eso Jesús decide irrevocablemente subir  a Jerusalén, por su amor a los hombres, a los que tenía que manifestar la nueva religión y  la nueva ley.
Así se explica la dureza de las exigencias de Jesús en la propuesta de su seguimiento.  Jesús no ha venido a abolir el cuarto mandamiento; no rechaza ese mandamiento tan  importante en la religiosidad judía de enterrar a los seres queridos muertos. Desde el  espíritu de Jesús sigue siendo válida también la frase del profeta Elías sobre la despedida  de los familiares: «Ve y vuelve, ¿quién te lo impide?». Desde el espíritu de Jesús, que fue  sensible a la amistad y se conmovió ante la muerte de su amigo Lázaro, tienen un gran  sentido esas comidas en las que los hombres nos decimos adiós unos a otros. Pero,  también desde el espíritu de Jesús, hay situaciones en que su seguimiento nos impide  enterrar a nuestros muertos queridos o coger el arado con las manos y echar la vista  atrás.
Es lo que supo percibir el mismo Napoleón: «Cristo fundó su Reino sobre el amor y, aun  hoy en día, millones de hombres irían por él voluntariamente a la muerte». Cristo no fundó  un reino sobre la dureza y la inhumanidad, sino sobre el amor. Pero este tiene a veces  exigencias que rompen el alma y que es necesario asumir.
Es lo que hicieron los jesuitas de El Salvador. Ignacio Ellacuría decía a una persona  querida, una semana antes de su muerte, que era probable que no volviesen a verse. Y, sin  embargo, no se quedó en España. Como decía el mismo J. R. Busto, él y sus compañeros  sabían también que se estaban buscando la muerte e hicieron también su propia subida a  Jerusalén. Como también saben que se están buscando la muerte tantos cristianos que  viven hoy en puestos de avanzada (pensemos en los que corren el peligro de ser  asesinados por Sendero Luminoso en Perú) y, sin embargo, siguen firmes en sus puestos. Los que vivimos en situaciones más tranquilas, ¿no tenemos que preguntarnos también  hoy por nuestra coherencia en el seguimiento de aquello en lo que creemos, aunque nos  cueste dificultades, tensiones, luchas? Porque el seguimiento de Jesús, en lo que  constituye el ser cristianos, no es un camino fácil.
(Aporte de JAVIER GAFO, DIOS A LA VISTA, Homilías ciclo C,
Madrid 1994.Pág. 253 ss.)
Para la reflexión personal y grupal:
¿Vamos, como cristianos, por el camino correcto? 
¿Tenemos las actitudes requeridas para la realización del reino? 


ORACIÓN-MEDITACIÓN.

HACERSE CRISTIANO.
Sígueme.
Ser cristiano no es tener fe sino irse haciendo creyente. Con frecuencia, entendemos la vida cristiana de una manera muy estática y no la vivimos como un proceso de crecimiento y seguimiento constante a Jesús.
Sin embargo, en realidad, se es cristiano cuando se está caminando tras las huellas del Maestro. Por eso, quizás deberíamos decir que somos cristianos, pero, sobre todo, nos vamos haciendo cristianos en la medida en que nos atrevemos a seguir a Jesús.
Para no pocos, la vida cristiana se reduce más o menos a vivir una moral muy general que consiste sencillamente en «hacer el bien y evitar el mal». Eso es todo. No han entendido que el seguimiento a Jesús es algo mucho más profundo y vivo, y de exigencias más concretas. Se trata de irnos abriendo dócilmente al Espíritu de Jesús para vivir como él vivió y pasar por donde él pasó.
Por eso, el cristiano no sólo evita el mal, sino que lucha contra el mal y la injusticia como lo hizo Jesús, para eliminarlos y suprimirlos de entre los hombres. No sólo hace el bien, sino que lucha por un mundo mejor, adoptando la postura concreta de Jesús y tomando sus mismas opciones.
No basta buscar la voluntad de Dios de cualquier manera sino buscarla siguiendo muy de cerca las huellas de Jesús. Como ha dicho P. Miranda, «la cuestión no está en si alguien busca a Dios o no, sino en si lo busca donde él mismo dijo que estaba».
A veces pensamos que es difícil saber cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida. Y sin embargo, sabemos muy bien cuál es el estilo de vida sencillo, austero, fraterno, cercano a los pobres, que debemos reproducir día a día siguiendo a Jesús.
Hay cosas que son muy claras si nos ponemos a seguir a Jesús. «La voluntad de Dios no es un misterio por lo menos en cuanto atañe al hermano y se trata del amor» (E. Kasemann).
Ciertamente es arriesgado y exigente seguir a Jesús. No se puede servir a Dios y al dinero, no se puede echar mano al arado y volver la vista atrás, puede uno quedarse sin apoyo alguno donde reclinar su cabeza.
Pero es lo único que puede infundir verdadera alegría a nuestra vida. Cuando el creyente se esfuerza por seguir a Jesús día a día, va experimentando de manera creciente que sin ese "seguir a Jesús", su vida sería menos vida, más inerte, más vacía y más sin sentido.
(Aporte de JOSE ANTONIO PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 323 s.)

Oración final:
“Dios Padre nuestro, tu Hijo Jesús, decidió subir resueltamente a Jerusalén, sin importarle  todo lo que aquel camino le iba a acarrear de sufrimiento y de cruz; ayúdanos, a los que  queremos ser seguidores radicales suyos, a tomar también resueltamente la opción de dar  nuestra vida día a día en el servicio a la causa que él con su entrega nos mostró. Por el  mismo Jesucristo, nuestro Señor”. Amén.
Hno. Javier.