1. La misericordia.
Posiblemente sean muchos los caminos por los que podemos
descubrir a Dios, pero entre todos ellos uno es mejor que los demás: el
de la misericordia. Dios ha colocado en el centro de su interés al
hombre. Se ha volcado de tal manera sobre nosotros que se ha olvidado de
sí mismo. La fe en Dios no es independiente de nuestro proyecto de ser
hombres en el mundo. La revelación de Dios es también revelación del hombre y
del mundo, de forma que el hombre y el mundo somos ininteligibles sin
Dios y Dios es ininteligible sin el hombre y sin el mundo. Cuando los
hombres creemos en Dios vivencialmente, nos reencontramos con nosotros
mismos y con toda la creación.
Muchos cristianos piensan que la fe consiste en optar
exclusivamente en favor de Dios, por eso lo único que les interesa es que
les hablen de Dios y de las cosas de Dios. Colocan a Dios en el centro no
por entrega o compromiso, sino como una evasión, como un medio para
declinar toda responsabilidad personal en los acontecimientos sociales.
La fe nos empuja a hacernos hombres verdaderos y solidarios
con toda la humanidad; no se conforma con creer en Dios y conocerlo:
quiere que en él nos conozcamos a nosotros mismos y trabajemos por
implantar su reino de justicia entre los hombres.
Lucas dedica todo el capítulo 15 de su evangelio a la
misericordia divina, y lo hace con tres parábolas que son una auténtica
obra maestra del Nuevo Testamento y de la literatura cristiana -sobre
todo la tercera-. Con ellas responde a las criticas de los "buenos",
que acusaban a Jesús de comer con los "malos". ¿No es la
misericordia de Dios más fuerte que todas las rupturas que protagonizamos
los hombres?
Las parábolas de la oveja y de la moneda perdidas resaltan
más la acción y la iniciativa de Dios, su alegría por el encuentro. La
del hijo pródigo es un profundo análisis del proceso de conversión del
hombre y la representación más viva del amor del Padre Dios a los hombres
de toda la revelación cristiana.
2. El riesgo de la libertad
La parábola del hijo pródigo, la más famosa de los
evangelios, es la tercera de la misericordia que Jesús dedica a los
fariseos y a los letrados que murmuraban de él por comer con publicanos y
pecadores.
Es una descripción psicológica y teológica incomparable
sobre el corazón del hombre y el corazón de Dios, sobre la realidad del
pecado y de la gracia. Narra de un modo extraordinario el proceso de
conversión del hombre a Dios. Lo describe con gran fuerza y plasticidad.
Son tres los personajes principales de la parábola: un
padre y dos hijos. Un padre que sólo piensa en sus hijos y unos hijos que
sólo piensan en sí mismos. Habla más del hijo menor que del padre y del
hijo mayor, pero lo que más resalta es la figura del padre y la relación
que mantiene con sus dos hijos.
Nos presenta a una típica familia de campo: todos trabajan
para la casa, los bienes son patrimonio familiar, por lo que pretender
dividirlos es grave.
El hijo menor reclama la parte de su herencia, tiene
pretensiones, se declara incapaz de vivir en la familia, busca la
independencia y la libertad. Quiere hacer su vida. El modo como debían
repartirse las herencias entre los hijos estaba legislado: las tierras,
al ser bienes inmuebles, debían recaer en el hermano mayor, que recibía también
las dos terceras partes de los bienes muebles. En la narración el hijo
menor pide, por tanto, la tercera parte de los bienes muebles.
El padre quiere vivir en comunidad con sus hijos, pero
respeta su libertad y su proceso de madurez. Para él lo más importante
era la relación con sus hijos, a los que conoce a fondo. Sabe de sus
debilidades, pero también de sus posibilidades. Sabe que tienen que
hacerse hombres en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus
bienes a cambio de la madurez del hijo menor. Sabe esperar y callar.
Accede ante la petición del menor. Sabe que su hijo ya no es un niño, que
quiere vivir independiente. Y el padre comprende, no sin gran dolor. Su
testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para el regreso
del hijo que ahora se quiere ir.
No quiere retenerlo por la fuerza. Lo trata como persona
adulta y acepta la decisión que ha tomado, aunque le parezca incorrecta.
No dice ni una palabra; su silencio es fruto de su amor, respetuoso con
la decisión del hijo. Acepta el riesgo de la libertad que pide, porque
sabe que sin libertad no hay amor. Por nada del mundo debe suplantar la
decisión del hijo. La verdadera paternidad es discreción, es aceptar el riesgo de la
libertad; nunca se confunde con el paternalismo, que, en su afán de proteger,
sofoca el crecimiento del individuo y lo bloquea en un estado infantil.
El padre verdadero sólo puede ayudar siendo un modelo.
Así ve Jesús a Dios.
No
impone sus criterios ni mendiga el amor de sus hijos. Nos creó libres y
acepta el riesgo de la libertad sin resentimientos. Es un Dios que cree que el
amor es más fuerte que todo lo demás y que es lo único que puede
transformar de verdad el corazón humano. Por eso espera siempre en el
hijo. El suyo es un amor que se adelanta a todo gesto de arrepentimiento
y que por eso hace vivir al pecador. Es un Dios que no tiene más ley que
el amor ni más justicia que el perdón, que no tiene más que casa que
quiere llenar con la alegría de sus hijos. No quiere tribunales:
bastante tribunal tiene ya cada uno con su conciencia; no quiere
cárceles: bastante cárcel es la vida de cada día, con sus heridas y
limitaciones; tampoco quiere viole
ncias: las muchas guerras que han existido y existen
son prueba evidente de su fracaso. Es un Dios que no castiga ni aplasta, sino
que espera en silencio el proceso de liberación interior de cada hombre.
3. El hijo menor se marcha
"El hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un
país lejano". Rompe la unidad familiar, le da la espalda al padre y al hermano.
Prefirió las realidades tangibles del dinero, de la buena vida y del
placer a las alegrías un tanto monótonas de la familia. Es el problema
que suele comenzar a plantearse en la vida del adolescente. La
convivencia en la casa paterna, con sus reglamentos y obligaciones, ha
llegado a ser una carga para el hijo, que aspira a la autonomía y quiere
vivir a su arbitrio. Se fue a buscar la alegría fuera de casa.
Palestina no podía por aquellos tiempos alimentar a sus
habitantes. El que quería prosperar tenía que abandonar el país. En la
diáspora vivían unos cuatro millones de judíos, mientras que en la patria
eran medio millón aproximadamente. El extranjero prometía una libertad y
una independencia seductoras.
¿Habrá ayudado a su marcha algo que vaya mal en la casa del
padre? Quizá se sentía aplastado por la mezquindad, por la estrechez de
miras de los que vivían en ella, con excepción del padre.
Cuando el ideal cristiano encarna una realidad tan
desilusionante no hemos de extrañarnos que muchos sientan verdadera
necesidad de aire libre. Urge
una transformación de las estructuras de la Iglesia para no seguir
fabricando alejados: ventanas cerradas, cortinas echadas, aire que huele
a viciado, a cerrado. Carteles por todas partes: no tocar, prohibido
hacer esto, conversaciones aburridas, alianzas vergonzosas, siempre los
mismos temas. Nostalgias del pasado y miedos al presente; postura de
superioridad y desprecio de los de fuera. Una congénita incapacidad para
entender al que no quiere caminar al paso cansino de sus dirigentes. Todo
rígidamente establecido; un ceremonial exacto que observar. Falta la
atmósfera que podría proporcionar la alegría de vivir.
Debería ser una casa con todas las ventanas y las puertas
abiertas -como quería el buen Papa Juan XXIII-; sin caras largas para
guardarla. Una casa en la que los pobres se encontraran a gusto, en la
que se pudiera reír y vivir, pensar y hablar.
¿Qué ha hecho el hermano mayor para impedir la partida del
menor? Es fácil que lanzara un suspiro de satisfacción, porque con su
marcha se quedaba la casa tranquila.
Posiblemente le había llenado la cabeza de lo que tenía que
hacer, sin hablarle nunca de lo que era. Hemos fabricado muchas leyes y hemos
perdido de vista al hombre que las tenía que cumplir. Para
el mayor la vida consistía en cumplir con unas leyes y normas, obedecer
unas orientaciones; nunca salir en busca de su hermano. Seguirá
encerrado en sus pequeños problemas, jamás descubrirá su falta de amor al
padre y al hermano; está incapacitado para comprender algo, al creerse
mejor que los demás.
Mientras tanto, el padre se ha ido con el hijo de una
manera oculta, interior, que desembocará en la nostalgia. Parece como si
hubiera quedado en la casa únicamente para esperar al hijo, para escrutar
el horizonte. En realidad, desde el momento en que el hijo marchó, ya no
existe la casa paterna. Esta se halla en el corazón del padre y, ahora,
el corazón del padre ha marchado lejos.
El amor verdadero nunca se resigna a la separación, toma
siempre la iniciativa, no se encierra en una espera enojada y rencorosa.
El que es padre de verdad nunca deja de amar a sus hijos, aunque se hayan
alejado de él; siempre los considera como hijos queridos, dispuesto a
recibirlos cuando decidan regresar a casa.
4. Lo pierde todo
En el extranjero acaba pronto por gastarse el capital en
una vida de libertinaje y despilfarro. Lo pierde todo: el tener y el ser;
el patrimonio y la dignidad. Quiso hacer su vida, a lo que tenía pleno
derecho. Pero se equivocó de camino. Acostumbrado al amor protector del
padre, creyó que la vida era cosa fácil. No reparó en el sacrificio y el tiempo
que le había costado al padre levantar la casa y la hacienda. Por eso no
le dio importancia y se había ido y lo había gastado todo. Es muy fácil
derrochar lo que no nos ha costado esfuerzo construir.
Es la narración plástica de nuestra propia historia, un
juicio a nuestra vida: derrochar amor y libertad, vivir perdidos, tener
hambre y necesidad de todo lo que nos podría edificar como personas
auténticas... y no hacer el esfuerzo requerido para saciarla.
Al principio había mantenido la ilusión de libertad y
felicidad; después, la cruel y cruda realidad lo vuelve en sí. Está solo;
tremendamente solo, vacío, desnudo, hambriento. Es el último eslabón del
egoísmo: sólo yo. Y, por primera vez en su vida, comprende que ha perdido
su dignidad de hombre y de hijo. Y siente envidia de los cerdos.
El pecado nos prostituye, y esa prostitución es su peor
castigo. Es la sensación que todos, alguna vez, hemos sentido: esa mezcla
de amargura, desazón, vergüenza y lástima de nosotros mismos; esos
momentos en los que tocamos con nuestras propias manos nuestro límite,
para acabar reconociendo que nos habíamos equivocado. Esa amarga experiencia puede ser el
punto de partida del camino de retorno, del camino de la construcción de
la vida. Nunca es tan grande la debilidad ni tan ciego el egoísmo, que nos
incapacite para convertirnos. En el fondo del corazón humano -fondo misterioso
e insondable- hay una fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga,
una fuerza sobrehumana que siempre puede hacer posible lo que parecía
imposible. Descubrir que en ese fondo está Dios esperándonos
pacientemente para iniciar el retorno es, posiblemente, la experiencia
más rica y densa del ser humano. Lentamente vamos comprendiendo que el
ser humano se construye sobre el vaciamiento de nuestro instinto egoísta que
nos lleva a la muerte; que el "yo" se construye sobre el "no-yo".
Y surge la vida del "nosotros"; palabra difícil que la
humanidad parece que aún no aprendió a pronunciar.
A la luz de la parábola, el pecado aparece como una
decisión personal. Más que un acto malo, es una actitud por la que el
hombre pretende encontrarse consigo mismo, prescindiendo de todos los
demás, lo que es un espejismo. Es un negarnos a construirnos en ese
proceso lento y duro de la vida de cada día, en comunión con los demás. Es
la tentación permanente del hombre, ser en constante construcción de sí
mismo; porque la vida no está hecha ni acabada, sino en camino. Pero la
pereza se filtra dentro de nosotros para que no trabajemos en nuestra
edificación personal, familiar y comunitaria.
5. Reflexiona
Cuando llega hasta el fondo de su despilfarro, el pródigo
hace el inventario de todo lo que ha perdido en su camino hacia el
alejamiento. Se encuentra en una soledad y un vacío interior totales. No
ha encontrado más que desengaños, miserias... y nostalgias. Cuando
lo ha perdido todo, se da cuenta de lo que verdaderamente le falta, se da
cuenta de que no puede seguir viviendo sin lo único necesario: el padre.
Se da cuenta y reconoce que, desde que se alejó del padre, no ha sido
feliz ni persona, sino que se ha encontrado vacío de todo. Los
placeres, el hambre, la soledad... han sido espinas que han penetrado
profundamente en su carne y le han hecho sentir la nostalgia de la casa
paterna.
Al reflexionar, descubre la falta de proporción que lleva
dentro: entre lo que es y lo que debería ser, entre su deseo de felicidad
y lo que le ha ofrecido la vida.
Descubre que ha sido creado para vivir de otra manera, que las cosas le
han fallado. Descubre que está falto de padre, de libertad, de verdad, de
dignidad, de amor..., de todo. E intenta llenar el vacío que lleva
dentro. En la dramática comprobación de un hambre atroz, de una miseria total,
es donde comienza la trayectoria del retorno. Experimenta que es un pobre
hombre y tiene el coraje de confesar su propia miseria constitucional.
Ha realizado hasta el fondo la experiencia del mal, de la
soledad, del vacío... El que ha tocado el fondo del abismo de la
degradación puede elevarse hacia la santidad, puede nacer de nuevo,
porque todavía no ha nacido a la vida de Dios. Del pecador que se
convierte puede brotar el santo: son de la misma especie.
El mediocre, el que siempre fue "bueno", carece
de esa posibilidad; se quedará sentado, satisfecho, en la poltrona de la
propia mezquindad y suficiencia, gastando la vida en admirar sus
cualidades y sus generosidades.
La conversión es fruto del recuerdo del amor del padre y de
la experiencia desoladora de la nada que el mundo llama "todo". No quiere regresar por afecto familiar ni porque estuviese
arrepentido de verdad. Quiere regresar porque se creía definitivamente
fracasado, porque había perdido la partida y lo único que deseaba era
comer como los criados de su padre. Como él no amaba, tampoco podía
imaginarse o admitir que era amado, ya no creía posible volver a ser hijo.
Las etapas del
arrepentimiento del hijo pródigo se corresponden con las partes de la
confesión sacramental: examen de conciencia, "recapacitando";
propósito de la enmienda, "me pondré en camino"; confesión de
boca, "padre, he pecado..."; contrición de corazón, "no
merezco llamarme hijo tuyo", y satisfacción de obra, "trátame como a
uno de tus jornaleros".
Lo primero, pensar y reflexionar. Cada día cometemos errores y nos desviamos del
camino. Forma parte de nuestra condición de hombres. Si queremos ser
personas auténticas, debemos enfrentarnos con los acontecimientos, juzgar
nuestra propia conducta y avanzar. Mirar nuestro pasado y reconocer
nuestros pecados supone sinceridad y valentía, y confianza en nosotros
mismos y en la ayuda de Dios. Sin fe en uno mismo no es posible la
conversión, porque su falta nos hace esclavos de la vieja situación que
juzgamos irreparable. En el mismo momento en que desaprobamos nuestra
conducta, unos brazos misericordiosos nos acogen, un Dios amigo nos
abraza y nos infunde una confianza sin límites.
6. El regreso
Llega el momento más crítico: "Se puso en camino a
donde estaba su padre". Corregir el rumbo es duro, reconocer
los propios errores y rectificarlos raya en lo heroico. El hijo
vuelve a casa, desanda el camino anterior, vuelve a la comunidad
familiar; nace de nuevo a otro estilo de existencia, sepulta su vieja y
absurda vida.
Es un paso inevitable: lo destruido hay que volver a
construirlo; si se rompió con la comunidad, hay que volver a ella. Sin
esto, la conversión es una palabra vacía. El punto de partida para el regreso
es siempre la pobreza: solamente aceptándonos como pobres nos convertimos
en hombres verdaderos, fraternales. En
el camino del retorno debe evitar la compañía de "hermanos
mayores", de los mediocres, porque son los únicos que pueden quitarle
la nostalgia de la casa paterna y entonar un canto a la libertad.
Todos somos
necesitados; pero sólo la conciencia de esta necesidad nos llevará a
afrontar las consecuencias de un retorno, al final del cual estará Dios
esperándonos con los brazos abiertos. ¡Dichosos los que tengan hambre de
Dios!
Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la
conversión y del perdón de los pecados, reduciendo ambos a un acto
individual, externo, frío y sin consecuencias para la vida posterior. Y
por eso mismo hemos hecho de la confesión sacramental un rito hueco,
rutinario, en el que repetimos una y otra vez la misma historia. No debe
extrañarnos que su práctica haya descendido tan verticalmente.
7. El padre
"Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se
conmovió". Intuye que el hijo ha comprendido el amor que le tiene. El
perdón paterno va a superar los pasos dados en la ruptura. Dios no se
resigna a perder a ninguno de sus hijos.
El padre le sale al encuentro, corriendo, y lo abraza. No
le reprocha nada ni le pregunta los motivos de su vuelta. Sabe
simplemente que regresa, conoce sus sufrimientos y miserias, las dudas
que habrá tenido que vencer para volver, y le ofrece su amor y su casa,
sin más. ¿No nos resulta dura la conducta del padre?, ¿su amor no supera los
límites de lo razonable?
La parábola no
dice que el padre perdonó al hijo; supera ese concepto. El que ama de
verdad a otro no tiene que perdonar, porque nunca se ha sentido ofendido personalmente.
El perdón no es algo que se da o que se recibe, sino algo que se construye,
porque es la vuelta a un amor cada vez más profundo. El perdón es la
síntesis de dos amores: un amor que había muerto y ahora resucita y un
amor que se había mantenido fiel y que ahora recibe. El pródigo descubre
en el recibimiento del padre la dimensión del verdadero amor. Ya puede
vivir como hijo verdadero, porque ya sabe cómo es su padre. Ha tenido que
marchar lejos para descubrirlo.
El padre ya no tiene bienes que ofrecerle; ya antes se los
había dado todos. Ahora le restituye lo principal: su dignidad de hijo.
Del perdón nace el hombre nuevo. Sólo un padre verdadero sabe que los hijos
tienen necesidad de algo más importante que el perdón: tienen necesidad
de amor, de nuevos ánimos, incluso de poder perdonar al que les perdona. Tienen necesidad de reconstruir todo lo que su pecado
había destruido. Y esto es un trabajo de Dios.
Sólo Dios puede y
sabe perdonar los pecados. Saber perdonar es tan importante como poder
perdonar. Los que perdonan necesitan un tacto infinito, una humildad
contagiosa, un cariño desbordante, para no herir a los que son perdonados
y hacer posible el encuentro. Vemos cómo en la parábola el padre se
excusa, se humilla para que le acepten el perdón, para que el amor que
tiene a su hijo conquiste su corazón y vuelva a sentirse hijo al verse
inundado por el cariño del padre. Sólo entonces vuelve el hijo de verdad: ha
encontrado en el padre todo lo que necesitaba para encontrarse a sí
mismo, para sentirse hijo y estar dispuesto a vivir como tal.
Todos necesitamos el perdón, la misericordia. ¡Todos! Lo
necesitamos en las relaciones humanas sinceras y hondas, en la amistad y
en las diversas formas de amor, porque nadie merece a nadie. ¿Quién no
falla alguna vez al día a sus semejantes?, ¿quién no está fallando
continuamente a Dios?
La alegría cristiana brota de saberse perdonado, de saber
que Dios es mucho mejor que nosotros, que el Dios de Jesús no tiene nada
que ver con ese ídolo negativo y vengativo que nos han presentado como
sucedáneo de Dios Padre. ¿Cómo no sentirse hijos de un padre así?
El pródigo
representa a gran parte de la humanidad: lejanía del Todo, encuentro con
la nada y retorno. Sus caminos son nuestros caminos, caminos de miles de
experiencias no agotadas, hasta sentir el hambre del Único, del Padre que
siempre espera.
8. El hermano mayor
Para el padre el pasado queda olvidado. Lo importante es que el hijo ha vuelto. Manda que
le pongan el mejor traje, un anillo y unas sandalias, y que maten el ternero cebado
para celebrarlo. Todo recomienza, todo se ve con ojos de alegría.
En el Nuevo Testamento las conversiones acaban con alegres
banquetes. Lo que realmente quiere Dios es el banquete, la fiesta, no el
sacrificio y la lucha. Quiere lucha, pero como camino para la fiesta.
La familia se ha reencontrado. Pero la alegría no será
completa: a la cita faltará el hermano mayor, fiel representante
de los letrados y de los fariseos de ayer y de siempre. Se cree justo por
haber vivido siempre "dentro" de la casa cumpliendo con sus
obligaciones. Nunca fue consciente de que le faltaba lo fundamental: descubrir el
amor que le tenía el padre y responder a él.
El hijo mayor siempre fue bueno, siempre ha estado junto a
su padre, es un monumento irreprensible, un insoportable poseedor de
derechos, un personaje incapaz de conversión. No duda de su bondad y de
sus razones para quejarse, enjaulado en la ley y en la observancia. Vive
sin amor, su justicia y su bondad lo han avinagrado. Busca la seguridad
en el inmovilismo, en las prácticas externas. Es abismal la diferencia entre su
mentalidad y la del padre.
El hijo mayor nunca ha sido joven, ha dejado que se le
pudran dentro los sueños más audaces, ha recortado con cuidado todos los
horizontes demasiado elevados, se ha creado un mundo a la medida de su
mediocridad y mezquindad, se ha convertido en un hombre de orden, ha
envejecido precozmente. Su fría honradez legalista ha influido probablemente
en su hermano menor para marcharse. A las muchas barreras que hay en el mundo
-de raza, de nación, de clases, de color, de religión, de sexo...- ha
añadido la barrera de la gente honrada.
El pródigo se ha dejado reconciliar con facilidad. El caso
del hermano mayor es más complicado. ¡Es un justo! Para mí su conversión
puede ser comparable a la de un cristiano "de toda la vida".
Reza el confiteor al revés: "En tantos años que te sirvo..."
Pertenece a la misma raza del fariseo de la parábola (Lc 18,11- 12). Este
hijo mayor, este trabajador infatigable, este hombre de orden, este buen
cristiano, ha cometido la equivocación de convertir al padre en una
especie de contable, encargado de llevar la contabilidad de sus buenas
obras, de sus méritos. Hasta ahora las cuentas iban saliendo bien. Ahora ya
no.
Aparece el sinvergüenza de su hermano, y el padre lo
desbarata todo con el amor de su corazón. Y las cifras saltan, la
contabilidad no cuadra, un lío tremendo. Se informa, se queja, murmura,
protesta. No es justo. Es demasiado. ¿Dónde vamos a parar por este camino? Y
el mayor entra en crisis. Cree que su hermano ha llevado la mejor parte,
envidia a los pecadores, a los que no tiene el coraje de imitar; quizá
sienta no haber cometido él los pecados de su hermano, o quizá los
hubiera cometido si no hubiera sido por el miedo al castigo -al
infierno-. Parece que padece un complejo de inferioridad ante el pecado y
que está convencido de que su hermano se lo ha pasado en grande mientras
que él ha vivido esclavo del reglamento. No entiende que el corazón del
hombre no se puede llenar con las cosas, que tiene necesidad de algo más.
No entiende que los alimentos terrenos no bastan, que hacen morir de
hambre. No sabe que el mal lleva en sí mismo la pena. Duda que el bien
produzca mucha más alegría que el pecado. Claro que es explicable: lo suyo no
es bien, sino mediocridad y fariseísmo.
El hermano mayor se escandaliza del evangelio porque echa
por tierra su contabilidad. Descubre, con estupor y despecho, que el
centro de la casa no es el reglamento ni las prácticas, sino el corazón
del padre. Y no se resigna a las
actitudes imprevisibles de aquel corazón, a los atrevimientos de ese amor.
Nunca ha roto con el padre, pero no ha aprendido a amar como él. Por eso
tampoco se alegra.
Al mayor le indigna la fiesta; es el colmo: ¡ya no hay
religión! Y es verdad: no hay religión sin amor. Es difícil convencerse
que el puesto de la casa no se puede "conservar", sino sólo
"reencontrar" cada día. No lo entendió Israel, no sé si lo entiende
la Iglesia. ¿Lo entendemos nosotros?
El hijo mayor es figura de Israel. A los justos de Israel
les duele que Dios acoja a los perdidos y les ofrezca un banquete.
Piensan que la casa es para ellos y que pueden organizar a su capricho
las leyes de lo bueno y de lo malo. Ahora descubren que la ley del padre
es diferente y se sienten postergados, contrariados, molestos. También
personifica las posturas de autosuficiencia de quienes no perdonan ni se
creen necesitados de perdón.
Los peores enemigos de la religión no son los que la
combaten abiertamente. Son esos hijos mayores que la empobrecen, la
deforman, la reducen a unas prácticas y a unos ritos muertos, a la vez
que condenan a todos los que no piensan como ellos o no siguen sus
mandatos. ¡Extraña religión esta que conduce a negar el amor y a matar a
Jesucristo! ¡Curioso servicio al padre este que impulsa a rechazar al
hermano!: "Ese hijo tuyo". Son todos esos que nunca se han
planteado la pregunta: ¿Quién está más lejos de casa: el insensato que la
ha abandonado o el que se ha quedado en ella sin amor? Su presunción les
impide sospechar que quizá sean ellos -¿nosotros?-, y no sólo los hermanos
menores, los que estén -estemos- en un país lejano al faltarles lo único
necesario para vivir en la casa: el conocimiento del amor del padre.
Según la parábola
hay una forma de acercarse a Dios que aleja de él, una manera de vivir
como hijo que es la propia de un extraño. Y hay una forma de alejarse de Dios
que puede terminar en encuentro gozoso con él, una manera de vivir como
extraño que despierta los sentimientos de un auténtico hijo. Están
representados por el hijo mayor y el menor, respectivamente.
Podríamos esperar que el padre se indignara con el hijo
mayor. Pero no: el padre sabe cómo quitarle el veneno a aquel corazón
enfermo. Le dirige las palabras más dulces y afectuosas: "Hijo, tú
estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". Y hasta se excusa
delante de él: "Deberías alegrarte..." El padre vence con la debilidad,
con la humildad. La parábola termina sin darnos la respuesta del mayor.
Queda el interrogante para la Iglesia, para cada comunidad y para cada
cristiano.
Los cristianos de hoy debemos prestar mucha atención al
hermano mayor: puede estar agazapado en nuestro corazón. Es un personaje
frecuente entre nosotros: nadie le podrá acusar de grandes pecados, pero
vive cerrado a la vida, al amor. Es un justo que no necesita conversión,
porque lo hace todo bien. Es un fósil, que se niega a ser criatura y que
no conocerá jamás la grandeza de la misericordia de Dios. Tienen complejo de
inferioridad en relación con el pecado, no están convencidos de que, si
por una absurda hipótesis no existiera el paraíso, compensa vivir con
amor.
En la casa del
Padre hay sitio para todos, menos para los que se excluyen a sí mismos al
no aceptar su amor.
(Aporte de FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ, ACERCAMIENTO A
JESUS DE NAZARET – 2. PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 281-301)