Domingo 9 de
septiembre de 2018.
Isaías 35,4-7ª; Santiago 2,1-7; San Marcos 7,31-37.
“Dichosos nosotros
si llevamos a la práctica lo que escuchamos y cantamos. Porque cuando
escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo
que hemos oído, es como si esta semilla fructificara. Empiezo diciendo esto
porque quisiera exhortarlos a que no vengan nunca a la iglesia de manera
infructuosa, limitándose sólo a escuchar lo que allí se dice, pero sin llevarlo
a la práctica”.
San Agustín (Sermón 23 A, 1)
Oración inicial:
“Qué
Dios no llore por nosotros al vernos a cada uno aislados en nosotros mismos. Y
que los que nos conocen, egoístas y sordos a la llamada de Dios, al vernos abiertos
a todos, puedan exclamar como aquella muchedumbre: “Todo lo ha hecho bien,
hasta hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Amén.
LECTURA.
Leemos
los siguientes textos: Isaías 35,4-7ª; Santiago 2,1-7; San Marcos
7,31-37.
Claves de lectura:
1. «Effetá (ábrete)».
(Evangelio)
En el evangelio de hoy
Jesús cura a un sordomudo. Está claro que para él no se trata solamente de un
defecto corporal, sino de un símbolo del pueblo de Israel (que representa a
toda la humanidad): Israel es, como dijeron a menudo los profetas, sordo para
la palabra de Dios, y por tanto incapaz de dar una respuesta válida a la misma.
Jesús no hace milagros espectaculares, por eso aparta al sordomudo del gentío:
busca un delicado equilibrio entre la discreción (frente a la propaganda del
mundo) y la ayuda que debe prestar al pueblo. Los dos tocamientos corporales
(en los oídos y en la lengua) constituyen el preludio del momento solemne en
que Jesús levanta los ojos al cielo-todo milagro realizado por Jesús es una
obra del Padre en él- y lanza un suspiro, que indica que está lleno del
Espíritu Santo; esta plétora trinitaria muestra bien a las claras que en la
orden «ábrete» resuena una palabra que no solamente produce una curación
corporal, sino un efecto de gracia para Israel y la humanidad entera.
2. «Han brotado aguas en
el desierto». (1° Lectura)
Cuando el pueblo, al
final del evangelio, proclama asombrado: «Hace oír a los sordos y hablar a los
mudos», está citando casi literalmente unas palabras de la primera lectura, del
profeta Isaías: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se
abrirán». Aquí las palabras están en plural porque las promesas del Señor se
dirigen a todo el pueblo, y si inmediatamente después se dice que han brotado
aguas en el desierto y torrentes en la estepa, es para mostrar que también las
curaciones corporales significan mucho más que un mero proceso medicinal: se
trata de una transformación de la naturaleza entera por la cercanía del Dios
que juzga y salva. La salvación que se acerca se describe como una salvación
escatológica, tal y como se dirá en el Apocalipsis: «El primer mundo ha pasado»
(Ap 21,1-5).
3. Los pobres son ricos.
(2° Lectura)
La segunda lectura añade
un tema nuevo. Los ciegos, sordos, cojos y mudos» eran en Isaías los beneficiarios
de la gracia del Señor. Ahora se habla de los pobres en general, de los «pobres
del mundo que Dios ha elegido para hacerlos ricos en la fe y herederos del
reino». Son doblemente pobres porque son menospreciados por el mundo rico y
están condenados a vivir en lugares humillantes. Pero los cristianos deberían
verlos con ojos totalmente distintos; lo que hace el mundo, y que, según
Santiago, también suelen hacer los cristianos -honrar a los ricos y despreciar
a los pobres- no solo contradice expresamente las palabras de Cristo, sino que
contradice asimismo todo el orden divino del mundo descrito en el texto
veterotestamentario: es precisamente de la naturaleza depauperada, del
desierto, de donde brotarán las aguas que harán crecer los jardines; de este
modo Jesús, al comienzo de su predicación, declara bienaventurados a los
pobres, es decir, dichosos, pero no en la tierra, sino mucho más profundamente:
amados de una manera especialísima por Dios.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las
lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 190 s.)
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 190 s.)
MEDITACIÓN.
El pasaje del Evangelio nos refiere una bella curación obrada por Jesús: «Le presentan un sordomudo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. Él, apartándose de la gente, a solas, le puso sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: “Effatá!”, que quiere decir: “¡Ábrete!”. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente».
Jesús no hacía milagros como quien mueve una varita mágica o chasquea los dedos. Aquel «gemido» que deja escapar en el momento de tocar los oídos del sordo nos dice que se identificaba con los sufrimientos de la gente, participaba intensamente en su desgracia, se hacía cargo de ella. En una ocasión, después de que Jesús había curado a muchos enfermos, el evangelista comenta: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mateo 8, 17).
Los milagros de Cristo jamás son fines en sí mismos; son «signos». Lo
que Jesús obró un día por una persona en el plano físico indica lo que Él
quiere hacer cada día por cada persona en el plano espiritual. El hombre curado
por Cristo era sordomudo; no podía comunicarse con los demás, oír su voz y
expresar sus propios sentimientos y necesidades. Si la sordera y la mudez
consisten en la incapacidad de comunicarse correctamente con el prójimo, de
tener relaciones buenas y bellas, entonces debemos reconocer enseguida que
todos somos, quien más quien menos, sordomudos, y es por ello que a todos
dirige Jesús aquel grito suyo: effatá, ¡ábrete!. La diferencia es que la
sordera física no depende del sujeto y es del todo inculpable, mientras que la
moral lo es. Hoy se evita el término «sordo» y se prefiere hablar de
«discapacidad auditiva», precisamente para distinguir el simple hecho de no oír
de la sordera moral.
Somos sordos, por poner algún ejemplo, cuando no oímos el grito de ayuda
que se eleva hacia nosotros y preferimos poner entre nosotros y el prójimo el
«doble cristal» de la indiferencia. Los padres son sordos cuando no entienden
que ciertas actitudes extrañas o desordenadas de los hijos esconden una
petición de atención y de amor. Un marido es sordo cuando no sabe ver en el
nerviosismo de su mujer la señal del cansancio o la necesidad de una
aclaración. Y lo mismo en cuanto a la esposa.
Estamos mudos cuando nos cerramos, por orgullo, en un silencio esquivo y
resentido, mientras que tal vez con una sola palabra de excusa y de perdón
podríamos devolver la paz y la serenidad en casa. Los religiosos y las
religiosas tenemos en el día tiempos de silencio, y a veces nos acusamos en la
Confesión diciendo: «He roto el silencio». Pienso que a veces deberíamos
acusarnos de lo contrario y decir: «No he roto el silencio».
Lo que sin embargo decide la calidad de una comunicación no es
sencillamente hablar o no hablar, sino hablar o no hacerlo por amor. San
Agustín decía a la gente en un discurso: Es imposible saber en toda
circunstancia qué es lo justo que hay que hacer: si hablar o callar, sin
corregir o dejar pasar algo. He aquí entonces que se te da una regla que vale
para todos los casos: «Ama y haz lo que quieras». Preocúpate de que en tu
corazón haya amor; después, si hablas será por amor, si callas será por amor, y
todo estará bien porque del amor no viene más que el bien.
La Biblia permite entender por dónde empieza la ruptura de la
comunicación, de dónde viene nuestra dificultad para relacionarnos de una
manera sana y bella los unos con los otros. Mientras Adán y Eva estaban en
buenas relaciones con Dios, también su relación recíproca era bella y
extasiante: «Ésta es carne de mi carne...». En cuanto se interrumpe, por la
desobediencia, su relación con Dios, empiezan las acusaciones recíprocas: «Ha
sido él, ha sido ella...».
Es de ahí de donde hay que recomenzar cada vez. Jesús vino para
«reconciliarnos con Dios» y así reconciliarnos los unos con los otros. Lo hace
sobre todo a través de los sacramentos. La Iglesia siempre ha visto en los
gestos aparentemente extraños que Jesús realiza en el sordomudo (le pone los
dedos en los oídos y le toca la lengua) un símbolo de los sacramentos gracias a
los cuales Él continúa «tocándonos» físicamente para curarnos espiritualmente.
Por esto en el bautismo el ministro realiza sobre el bautizando los gestos que
Jesús realizó sobre el sordomudo: le pone los dedos en los oídos y le toca la
punta de la lengua, repitiendo la palabra de Jesús: effatá, ¡ábrete!. En particular
el sacramento de la Eucaristía nos ayuda a vencer la incomunicabilidad con el
prójimo, haciéndonos experimentar la más maravillosa comunión con Dios.
(Aporte de P. Raniero
Cantalamessa, ofm cap, comentario al Domingo XXIII del tiempo ordinario, Ciclo
B.)
Para la reflexión personal y grupal:
¿Dejamos hablar y sabemos escuchar?
¿Tenemos los oídos prestos para escuchar a Dios?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
EPIDEMIA DE SOLEDAD.
¡Abrete!
Dice Gabriel Marcel que
«sólo hay un sufrimiento y es el estar solo». La afirmación podrá parecer
exagerada, pero lo cierto es que, para muchos hombres y mujeres de hoy, la
soledad es el mayor problema de su existencia.
Aparentemente, el hombre
actual está mejor comunicado que nunca con sus semejantes y con la realidad
entera. Los medios de comunicación se han multiplicado de manera insospechada.
El teléfono permite mantener una conversación con las personas más distantes.
El televisor introduce hasta nuestro hogar imágenes de todo el mundo. La radio
ha terminado con el aislamiento. Por otra parte, se impone lo público sobre lo
privado. Se habla de asociaciones de todo tipo, círculos sociales, relaciones
públicas, encuentros. Pero todo ello no impide que una soledad indefinida,
difusa y triste se vaya apoderando de muchos hombres y mujeres. Hogares donde
las personas se soportan con indiferencia o agresividad creciente. Niños que no
conocen el cariño y la ternura. Jóvenes que descubren con amargura que el
encuentro sexual puede encubrir un egoísmo engañoso. Amantes que se sienten
cada vez más solos después del amor. Amistades que quedan reducidas a cálculos
e intereses inconfesables.
El hombre actual va
descubriendo poco a poco que la soledad no es necesariamente el resultado de
una falta de contacto con las personas. Antes que eso, la soledad puede ser una
enfermedad del corazón. Si mi vida es un desierto, el mundo entero es un
desierto, aunque esté poblado de toda clase de gentes. Sin duda, son muchos los
factores que pueden llevar a una persona a ese aislamiento interior que se
expresa en frases cada vez más oídas entre nosotros: «Nadie se interesa por
mí». «No creo en nadie». «Que me dejen solo. No quiero saber nada de nadie».
Pero para superar el
aislamiento, es necesario abrirse de nuevo a la vida. Aceptarse a sí mismo con
sencillez y verdad. Escuchar de nuevo el sufrimiento y la alegría de los demás.
Romper el círculo obsesivo de «mis problemas». Recuperar la confianza en los
gestos amistosos de los otros por muy limitados y pobres que nos puedan
parecer. La fe no es un remedio terapéutico que pueda prevenir o curar la
soledad. El creyente está sometido, como cualquier otro, a las tensiones de la
vida moderna y las dificultades de la relación personal.
Pero puede encontrar en
su fe una luz, una fuerza, un sentido, una energía para superar el aislamiento,
la soledad y la incomunicación. Como aquel hombre sordo y mudo, incapaz de
comunicarse, que escuchó un día la palabra curadora de Jesús: «Ábrete».
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, BUENAS NOTICIAS, NAVARRA 1985.Pág. 225 s.)
Oración final:
“Señor, llamaste,
clamaste, rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste, y disipaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume, respiré, suspiro por ti; gusté de ti, y siento
hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz”. Amén.
(San Agustín, Confesiones
10,27,38)
Hno. Javier.