Domingo 4 de agosto
de 2019.
Eclesiastés 1,2;2,21-23; Colosenses 3,1-5.9-11; San
Lucas 12,13-21.
“Imita la tierra:
la tierra no hace crecer sus frutos para gozar ella sola de ellos.”
(San Basilio de
Cesarea)
Oración inicial:
"Toma,
Señor, y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y mi voluntad, todo
mi haber y mi poseer; tú me los diste, a ti, Señor, lo torno; todo es tuyo,
dispón de todo a tu voluntad, dame tu amor y gracia, que ésta me basta".
Amén.
(San
Ignacio de Loyola, Ejercicio Espirituales)
1. «Lo que has
acumulado, ¿de quién será?».(Evangelio)
Jesús distingue en el
evangelio entre ser y tener. El ser es la vida y la existencia del hombre, el
tener son las posesiones grandes o pequeñas que le permiten seguir viviendo. La
advertencia de Jesús consiste simplemente en que el hombre no debe convertir el
medio en el fin, ni identificar el significado de su ser con el aumento de sus
medios. Lo absurdo de esta identificación salta a la vista cuando se considera
no sólo la muerte del hombre, sino que éste debe responder de su vida ante
Dios. Aunque esto no está todavía claro en el paralelo veterotestamentario, y
aunque Jesús plantea la pregunta: «Lo que has acumulado (cuando mueras), ¿de
quién será?», esta cuestión no constituye el centro para él, sino esta otra:
«No amontonen tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen...
Amontonen tesoros en el
cielo» (Mt 6,19s). Por tanto sabemos que ante Dios lo importante no será la
cantidad del tener sino la calidad del ser (cf. 1 Co 3,11-15). Esto se hace
evidente sobre todo mediante la palabrita «sí». El que quiere tener, amontona
riquezas «para sí»; el que tiene un ser de gran valor, renuncia a este «para
sí» y piensa en su ser junto a Dios. Dios es el tesoro. «Donde está tu tesoro,
allí está tu corazón» (Mt 6,21). Si Dios es nuestro tesoro, entonces debemos
estar íntimamente convencidos de que la riqueza infinita de Dios consiste en su
entrega y autoenajenación, es decir, en lo contrario de la voluntad de tener.
2. «Todo es vanidad».
(1°Lectura)
Qohelet nos hace
comprender ya en la primera lectura lo absurdo que es que los bienes que un
hombre ha conseguido con su habilidad y acierto puedan ser heredados a su
muerte por un holgazán. De este modo en el esfuerzo permanente por los bienes
pasajeros hay como una especie de contradicción que se renueva en cada
generación siguiente, mostrando así claramente la vanidad de toda voluntad
terrena de tener.
3. «Aspiren a los bienes
de arriba, no a los de la tierra». (2°Lectura)
La segunda lectura saca
la conclusión general. Pero lo celeste no son los tesoros, los méritos o las
recompensas que nosotros hemos acumulado en el cielo, sino simplemente
«Cristo». Él es «nuestra vida», la verdad de nuestro ser, pues todo lo que
somos en Dios y para Dios se lo debemos sólo a él, lo somos precisamente en él,
«en quien están encerrados todos los tesoros» (Col 2,3).
«Déjense construir»
sobre él, nos aconseja el apóstol (ibid. 7), aunque con ello el sentido
esencial de nuestra vida permanezca oculto para los ojos del mundo. Debemos
«dar muerte» a todas las formas de la voluntad de tener enumeradas por el
apóstol, y que no son sino diversas variantes de la concupiscencia, por mor del
ser en Cristo; y esta muerte es en verdad un nacimiento: un «revestirnos de una
nueva condición», un llegar a ser hombres nuevos. En esta nueva condición
desaparecen las divisiones que limitan el ser del hombre en la tierra
(«esclavos o libres»), mientras que todo lo valioso que tenemos en nuestra
singularidad (Pablo lo llama carisma) contribuye a la formación de la plenitud
definitiva de Cristo (Ef 4,11-16).
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 274 s.)
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C,
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 274 s.)
MEDITACIÓN.
HOMBRE ECONOMICO. HOMBRE LITURGICO. HOMBRE ESCLAVO.
Lo que más me impresiona
de este hombre, rico y ávido, de la parábola evangélica es su heladora soledad.
Algo verdaderamente tétrico, horripilante.
Nadie está tan solo como
este hombre rodeado, casi sofocado, por sus bienes.
Más que contar sus
rentas, parece hablar con ellas. Lo vemos en coloquio con las cifras.
En diálogo amoroso con
los libros contables. Su voz tiene el sonido de los dineros.
Es un individuo sin
nombre, sin rostro. No tiene mujer, ni hijos, ni amigos. El único lazo estrecho
son sus bienes materiales. Se identifica con las propias riquezas. El mismo se
convierte en campo, grano, trigo, almacén, número, cartera. Ya no es un hombre.
Es una cosa en medio de las cosas.
Los bienes, en lugar de
ser vehículos de comunicación, de relación con los otros, para él son cosas a acumular,
conservar, proteger, defender. En vez de ser medios (antiguamente se decía,
precisamente, que uno tenía tantos "medios"), se convierten en fin,
al que se sacrifica todo. Y terminan por cerrarlo en una prisión.
Este hombre triste es un
prisionero. Puede incluso ampliar los almacenes. Pero no logrará ya salir de
ellos.
Es un hombre cerrado.
Sin futuro. Precisamente él que se engañará pensando que está asegurado para
muchos años.
Cuando se pronuncia la
terrible sentencia: «Esta noche te van a exigir la vida», en realidad él ya
está muerto desde hace tiempo. La sentencia la pronunció él sobre sí mismo. Con
acierto se ha subrayado --A. Maillot (de quien tomo alguna de estas
observaciones- que más que un castigo es una concesión.
Se le llama «necio».
Porque funda la propia
seguridad en el tener y no en el ser.
Porque se afana por
poseer y acumular, en vez de comprometerse a crecer.
Porque se identifica con
las cosas, y no las transforma en sacramento de comunión con los hermanos.
Porque cree que mucho dinero
significa mucha vida.
Porque piensa que la
posesión egoísta da alegría.
Porque no sospecha que,
aunque salgan las cuentas, su existencia es una quiebra.
Porque está en adoración
y no ve más que el propio «yo». No se para jamás frente a un «tú».
Porque no entiende que
«el yo no tiene otra protección que el darse, el perderse» (Arturo Paoli).
Porque no cae en la
cuenta de que no es posible llenar el vacío con un estorbo.
Porque no intuye que la
seguridad puede derivarse sólo de un acto de coraje, de ruptura, de liberación.
Porque no se percata de
que la vida va llena de amistad, de don, de relaciones, no de cosas.
Intentemos ahora sacar
algunas consecuencias.
La posesión es siempre
limitación. «El que adquiere un campo y lo cierra con una cerca, se priva
del resto de la naturaleza, se empobrece de todo lo demás. He aquí por qué la
pobreza religiosa no significa poseer poco, sino no poseer nada, o sea, la
expropiación total para poseerlo todo» (E. Cardenal).
La posesión es sobre
todo limitación de libertad. «¿No habéis observado alguna vez que ser rico se traduce siempre
en un empobrecimiento en otro plano? Basta decir: poseo este reloj, es mío, y
cerrar la mano, apresándolo, para tener un reloj y haber perdido una mano» (A.
Bloom). Nuestro espíritu y nuestro corazón tienden a empequeñecerse, a
reducirse a las dimensiones de los objetos sobre los que se cierran, a las
dimensiones de los bienes sobre los que se repliegan.
La riqueza es
falsificación de las cosas, porque falsea la relación con ellas. El rico cree que su
título de propiedad le une íntimamente, con seguridad a sus bienes. Pero esto
es una colosal ilusión. Las cosas como las personas, tienen un «límite de
inviolabilidad, un umbral infranqueable», que no puede ser forzado por un
derecho que se derive simplemente del dinero. Una cosa no se deja «violar» por
la cartera (las personas, algunas veces sí...). Por eso, aun cuando me
pertenezca, aunque sea "mía", la cosa sigue «inviolada» en su esencia
más verdadera, y siempre me dejará insatisfecho.
La cosa permanecerá
obstinadamente «ajena» a mí, escapará de mi mano aun cuando la retenga, más aún,
precisamente porque pretendo asirla, tenerla, se reirá de mí, burlona, intacta,
intocable.
Para entrar en comunión
íntima con un bien creado, la propiedad ligada al dinero, al derecho, puede
constituir un obstáculo.
La facultad de poseer se
sitúa al nivel más profundo de nosotros mismos, allí donde un objeto externo
puede entrar solamente interiorizándose.
Para poseer
verdaderamente una cosa, es necesario establecer con ella no una relación de
posesión, de agresividad, sino de participación, de maravilla, de
contemplación.
El hombre litúrgico, y
no el hombre económico es el que está en armonía con todo lo creado. La tierra pertenece a
los «mansos», o sea, a aquellos que nada reivindican. Solamente el que ora,
teniendo las manos vacías, libres, puede orar en las cosas y con las cosas.
«En la edad media se
celebraban las nupcias de Francisco con dama pobreza, se intentaba visibilizar
lo invisible, es decir, el secreto que se había hecho en él poesía y felicidad,
contemplación y seguridad... Francisco lleva sobre sí mismo el signo de la
liberación en la alegría, que es seguridad, y en la contemplación, que es
poesía... La historia no ha olvidado todavía a este hombre martirizado en el
cuerpo que redescubrió las estrellas, las flores, el agua, el fuego, el sol,
los pájaros, toda la creación, finalmente liberada de angustia y hecha verdad y
poesía» (Arturo Paoli).
Así pues, la distinción
existe entre hombre económico y hombre litúrgico. La diferencia pasa entre
quien pone el corazón en las cosas (o deja que las cosas, según su paso
natural, pasen de las manos al corazón, y aquí ocupen todos los centros
estratégicos de mando) y quien, por el contrario, obliga a las cosas a hacerse
partícipes, cómplices, expresión del propio corazón.
Podemos aún decir que la
diferencia está entre el capitalista y el liturgo. Entre el usurpador, el
conquistador, y el hermano.
Entre el hombre
económico y el hombre de la amistad y del encuentro. Entre el profanador y el
contemplativo. Entre el que pide seguridad a los bienes terrenos y quien les
exige "comunicación".
El primero, a través de
las cosas, se para, se aísla, tiene y rechaza. El otro camina, se abre, da y se
dilata.
El primero se apropia de
algo y queda en la superficie de todo. El otro descubre la verdad profunda de
las cosas.
El primero dispone de
las riquezas; el otro es señor de sí mismo.
El primero es un
excomulgado. El otro se comunica con todo y con todos.
El primero acumula. El
otro comparte.
Por eso, la única manera
de no pararse frente a las cosas, consiste en llevarlas adelante con nosotros,
en arrastrarlas en nuestra aventura. «Estoy hambriento de todo el pan que como
solo, pobre de todos los bienes que poseo para mí» (G. Thibon).
Hay un momento, en la
misa, en el que se nos recuerda el uso correcto que debemos hacer de las manos.
El ofertorio es el momento de la consagración de mis manos. Esas manos que
encuentran su función más verdadera en el gesto de la ofrenda.
Se me han dado las manos
para dar. Quien las usa, habitualmente, sólo para coger, tener, agarrar,
todavía no ha aprendido a usarlas, aunque esté muy avanzado en años. Sobre todo
no ha gustado la alegría más grande: la alegría de dar.
Nos preocupamos de
enseñar a caminar. Y el día en que el niño da los primeros pasos se celebra
como un gran acontecimiento en la familia. Sería necesario hacer fiesta cuando
el niño comienza a usar las manos de la única manera correcta, que es la manera
del dar. Nos preocupamos de las manos sucias. En realidad, las manos están
manchadas sólo cuando «retienen» algo.
Un cristiano, o sea un
buscador de Dios, superará la tentación de pararse sólo si es capaz de
transformar las realidades terrenas en «señal» y «don». Sólo se aprenderá a
usar las manos de la única manera "justa".
Nuestras cuentas, a
diferencia de aquellas del «necio» de la parábola, saldrán, cuando salgan las
cuentas de los otros.
(Aporte de ALESSANDRO
PRONZATO, EL PAN DEL DOMINGO CICLO C, EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1985.)
Para la reflexión
personal y grupal:
¿Nos preocupa acumular dinero?
¿Confiamos básicamente en lo acumulado?
¿Litigamos con los demás por causa del dinero?
ORACIÓN –
CONTEMPLACIÓN.
ALGO MÁS QUE UN SISTEMA.
Lo que has acumulado,
¿de quién será?... Alguien ha dicho que «todos los hombres somos
espontáneamente capitalistas». Lo cierto es que la sed de poseer sin límites no
es exclusiva de una época ni de un sistema social, sino que descansa en el
mismo hombre, cualquiera que sea el sector social al que pertenezca.
El sistema capitalista
lo que hace es desarrollar esta tendencia innoble del hombre en lugar de
combatirla y favorecer una convivencia más solidaria y fraterna.
Lo estamos viendo todos
los días. El móvil que guía a la empresa capitalista es crear la mayor
diferencia posible entre el precio de venta del producto y el costo de
producción. Pero es que este móvil guía la conducta de casi toda la sociedad.
El máximo beneficio posible y la acumulación indefinida de riqueza son algo
aceptado por la mayoría de los cristianos como principio indiscutible que
orienta su comportamiento práctico en la vida diaria.
Por otra parte, el
capitalismo, lejos de promover la comunión y la solidaridad, favorece la
dominación de unos sobre otros y tiende a crear y reforzar la lucha de clases.
Pero este mismo espíritu
lo podemos observar ya en muchos «trabajadores» cuyos ingresos y régimen de
gastos en nada ceden a los de los más aventajados capitalistas. Basta verlos
gritar sus propias reivindicaciones ahondando cada vez más el abismo clasista
que los separa de sus compañeros (?) en paro.
El replegamiento egoísta
sobre los propios bienes, el consumo indiscriminado y sin límites, la lucha
implacable por el propio bienestar, el olvido sistemático de las víctimas más
afectadas por la crisis, son signos de una posición «capitalista» por muchas
confesiones de «socialismo» que puedan salir de nuestros labios.
«El hombre occidental se
ha hecho materialista hasta en su pensamiento, en una sobrevaloración morbosa
del dinero y la propiedad, del poder y la riqueza» (P. Bosmans).
Se pretende llenar el
vacío interior con la posesión de cosas. La codicia y el afán de poder son
«drogas aprobadas socialmente».
Es nuestra gran
equivocación. Lo ha gritado Jesús con firmeza contundente. Es una necedad vivir
teniendo como único horizonte «unos graneros donde poder seguir almacenando
cosechas». Es signo de nuestra gran pobreza interior.
Aunque no nos lo
creamos, el dinero nos puede empobrecer. Vivir acumulando, puede ser el fin de
todo goce humano, el fin de toda alegría de vivir, el fin de todo verdadero
amor.
(Aporte de JOSE ANTONIO
PAGOLA, BUENAS NOTICIAS,
NAVARRA 1985.Pág. 333 s.)
NAVARRA 1985.Pág. 333 s.)
Oración final:
“Dios,
Padre nuestro y Madre nuestra, que nos enviaste a Jesús como el modelo del
Hombre Nuevo; ayúdanos a poner nuestro corazón en los valores de tu Reino, y a
infundir en nuestra sociedad actual una dosis de amor gratuito y desinteresado,
dando desde lo que somos y poseemos”. Amén.
Hno. Javier