11 sept 2013

MEDITACION PARA LUCAS 15,1-32-DOMINGO 24, T .O -CICLO C

1. La misericordia.
Posiblemente sean muchos los caminos por los que podemos descubrir a Dios, pero  entre todos ellos uno es mejor que los demás: el de la misericordia. Dios ha colocado en el  centro de su interés al hombre. Se ha volcado de tal manera sobre nosotros que se ha  olvidado de sí mismo. La fe en Dios no es independiente de nuestro proyecto de ser  hombres en el mundo. La revelación de Dios es también revelación del hombre y del  mundo, de forma que el hombre y el mundo somos ininteligibles sin Dios y Dios es  ininteligible sin el hombre y sin el mundo. Cuando los hombres creemos en Dios  vivencialmente, nos reencontramos con nosotros mismos y con toda la creación.
Muchos cristianos piensan que la fe consiste en optar exclusivamente en favor de Dios,  por eso lo único que les interesa es que les hablen de Dios y de las cosas de Dios. Colocan  a Dios en el centro no por entrega o compromiso, sino como una evasión, como un medio  para declinar toda responsabilidad personal en los acontecimientos sociales.
La fe nos empuja a hacernos hombres verdaderos y solidarios con toda la humanidad; no  se conforma con creer en Dios y conocerlo: quiere que en él nos conozcamos a nosotros  mismos y trabajemos por implantar su reino de justicia entre los hombres.
Lucas dedica todo el capítulo 15 de su evangelio a la misericordia divina, y lo hace con  tres parábolas que son una auténtica obra maestra del Nuevo Testamento y de la literatura  cristiana -sobre todo la tercera-. Con ellas responde a las criticas de los "buenos", que  acusaban a Jesús de comer con los "malos". ¿No es la misericordia de Dios más fuerte que  todas las rupturas que protagonizamos los hombres? 
Las parábolas de la oveja y de la moneda perdidas resaltan más la acción y la iniciativa  de Dios, su alegría por el encuentro. La del hijo pródigo es un profundo análisis del proceso  de conversión del hombre y la representación más viva del amor del Padre Dios a los  hombres de toda la revelación cristiana.
2. El riesgo de la libertad 
La parábola del hijo pródigo, la más famosa de los evangelios, es la tercera de la  misericordia que Jesús dedica a los fariseos y a los letrados que murmuraban de él por  comer con publicanos y pecadores.
Es una descripción psicológica y teológica incomparable sobre el corazón del hombre y el  corazón de Dios, sobre la realidad del pecado y de la gracia. Narra de un modo  extraordinario el proceso de conversión del hombre a Dios. Lo describe con gran fuerza y  plasticidad.
Son tres los personajes principales de la parábola: un padre y dos hijos. Un padre que  sólo piensa en sus hijos y unos hijos que sólo piensan en sí mismos. Habla más del hijo  menor que del padre y del hijo mayor, pero lo que más resalta es la figura del padre y la  relación que mantiene con sus dos hijos.
Nos presenta a una típica familia de campo: todos trabajan para la casa, los bienes son  patrimonio familiar, por lo que pretender dividirlos es grave.
El hijo menor reclama la parte de su herencia, tiene pretensiones, se declara incapaz de  vivir en la familia, busca la independencia y la libertad. Quiere hacer su vida. El modo como debían repartirse las herencias entre los hijos estaba legislado: las tierras,  al ser bienes inmuebles, debían recaer en el hermano mayor, que recibía también las dos  terceras partes de los bienes muebles. En la narración el hijo menor pide, por tanto, la  tercera parte de los bienes muebles.
El padre quiere vivir en comunidad con sus hijos, pero respeta su libertad y su proceso de  madurez. Para él lo más importante era la relación con sus hijos, a los que conoce a fondo.  Sabe de sus debilidades, pero también de sus posibilidades. Sabe que tienen que hacerse  hombres en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus bienes a cambio de la  madurez del hijo menor. Sabe esperar y callar. Accede ante la petición del menor. Sabe que  su hijo ya no es un niño, que quiere vivir independiente. Y el padre comprende, no sin gran  dolor. Su testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para el regreso del  hijo que ahora se quiere ir.
No quiere retenerlo por la fuerza. Lo trata como persona adulta y  acepta la decisión que ha tomado, aunque le parezca incorrecta. No dice ni una palabra; su  silencio es fruto de su amor, respetuoso con la decisión del hijo. Acepta el riesgo de la  libertad que pide, porque sabe que sin libertad no hay amor. Por nada del mundo debe  suplantar la decisión del hijo. La verdadera paternidad es discreción, es aceptar el riesgo de  la libertad; nunca se confunde con el paternalismo, que, en su afán de proteger, sofoca el  crecimiento del individuo y lo bloquea en un estado infantil. El padre verdadero sólo puede  ayudar siendo un modelo.
Así ve Jesús a Dios. No impone sus criterios ni mendiga el amor de sus hijos. Nos creó  libres y acepta el riesgo de la libertad sin resentimientos. Es un Dios que cree que el amor  es más fuerte que todo lo demás y que es lo único que puede transformar de verdad el  corazón humano. Por eso espera siempre en el hijo. El suyo es un amor que se adelanta a  todo gesto de arrepentimiento y que por eso hace vivir al pecador. Es un Dios que no tiene  más ley que el amor ni más justicia que el perdón, que no tiene más que casa que quiere  llenar con la alegría de sus hijos. No quiere tribunales: bastante tribunal tiene ya cada uno  con su conciencia; no quiere cárceles: bastante cárcel es la vida de cada día, con sus  heridas y limitaciones; tampoco quiere viole
ncias: las muchas guerras que han existido y  existen son prueba evidente de su fracaso. Es un Dios que no castiga ni aplasta, sino que  espera en silencio el proceso de liberación interior de cada hombre.
3. El hijo menor se marcha 
"El hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano". Rompe la unidad familiar,  le da la espalda al padre y al hermano. Prefirió las realidades tangibles del dinero, de la  buena vida y del placer a las alegrías un tanto monótonas de la familia. Es el problema que  suele comenzar a plantearse en la vida del adolescente. La convivencia en la casa paterna,  con sus reglamentos y obligaciones, ha llegado a ser una carga para el hijo, que aspira a la  autonomía y quiere vivir a su arbitrio. Se fue a buscar la alegría fuera de casa.
Palestina no podía por aquellos tiempos alimentar a sus habitantes. El que quería  prosperar tenía que abandonar el país. En la diáspora vivían unos cuatro millones de judíos,  mientras que en la patria eran medio millón aproximadamente. El extranjero prometía una  libertad y una independencia seductoras.
¿Habrá ayudado a su marcha algo que vaya mal en la casa del padre? Quizá se sentía  aplastado por la mezquindad, por la estrechez de miras de los que vivían en ella, con  excepción del padre.
Cuando el ideal cristiano encarna una realidad tan desilusionante no hemos de  extrañarnos que muchos sientan verdadera necesidad de aire libre. Urge una  transformación de las estructuras de la Iglesia para no seguir fabricando alejados: ventanas  cerradas, cortinas echadas, aire que huele a viciado, a cerrado.  Carteles por todas partes: no tocar, prohibido hacer esto, conversaciones aburridas,  alianzas vergonzosas, siempre los mismos temas. Nostalgias del pasado y miedos al  presente; postura de superioridad y desprecio de los de fuera. Una congénita incapacidad  para entender al que no quiere caminar al paso cansino de sus dirigentes. Todo rígidamente  establecido; un ceremonial exacto que observar. Falta la atmósfera que podría proporcionar  la alegría de vivir.
Debería ser una casa con todas las ventanas y las puertas abiertas -como quería el buen  Papa Juan XXIII-; sin caras largas para guardarla. Una casa en la que los pobres se  encontraran a gusto, en la que se pudiera reír y vivir, pensar y hablar.
¿Qué ha hecho el hermano mayor para impedir la partida del menor? Es fácil que lanzara  un suspiro de satisfacción, porque con su marcha se quedaba la casa tranquila. 
Posiblemente le había llenado la cabeza de lo que tenía que hacer, sin hablarle nunca de lo que era. Hemos fabricado muchas leyes y hemos perdido de vista al hombre que las tenía  que cumplir. Para el mayor la vida consistía en cumplir con unas leyes y normas, obedecer  unas orientaciones; nunca salir en busca de su hermano. Seguirá encerrado en sus  pequeños problemas, jamás descubrirá su falta de amor al padre y al hermano; está  incapacitado para comprender algo, al creerse mejor que los demás.
Mientras tanto, el padre se ha ido con el hijo de una manera oculta, interior, que  desembocará en la nostalgia. Parece como si hubiera quedado en la casa únicamente para  esperar al hijo, para escrutar el horizonte. En realidad, desde el momento en que el hijo  marchó, ya no existe la casa paterna. Esta se halla en el corazón del padre y, ahora, el  corazón del padre ha marchado lejos.
El amor verdadero nunca se resigna a la separación, toma siempre la iniciativa, no se  encierra en una espera enojada y rencorosa. El que es padre de verdad nunca deja de  amar a sus hijos, aunque se hayan alejado de él; siempre los considera como hijos queridos,  dispuesto a recibirlos cuando decidan regresar a casa.
4. Lo pierde todo 
En el extranjero acaba pronto por gastarse el capital en una vida de libertinaje y  despilfarro. Lo pierde todo: el tener y el ser; el patrimonio y la dignidad. Quiso hacer su vida,  a lo que tenía pleno derecho. Pero se equivocó de camino. Acostumbrado al amor protector  del padre, creyó que la vida era cosa fácil. No reparó en el sacrificio y el tiempo que le había  costado al padre levantar la casa y la hacienda. Por eso no le dio importancia y se había ido  y lo había gastado todo. Es muy fácil derrochar lo que no nos ha costado esfuerzo  construir.
Es la narración plástica de nuestra propia historia, un juicio a nuestra vida: derrochar  amor y libertad, vivir perdidos, tener hambre y necesidad de todo lo que nos podría edificar  como personas auténticas... y no hacer el esfuerzo requerido para saciarla.
Al principio había mantenido la ilusión de libertad y felicidad; después, la cruel y cruda  realidad lo vuelve en sí. Está solo; tremendamente solo, vacío, desnudo, hambriento. Es el  último eslabón del egoísmo: sólo yo. Y, por primera vez en su vida, comprende que ha  perdido su dignidad de hombre y de hijo. Y siente envidia de los cerdos.
El pecado nos prostituye, y esa prostitución es su peor castigo. Es la sensación que  todos, alguna vez, hemos sentido: esa mezcla de amargura, desazón, vergüenza y lástima  de nosotros mismos; esos momentos en los que tocamos con nuestras propias manos  nuestro límite, para acabar reconociendo que nos habíamos equivocado. Esa amarga  experiencia puede ser el punto de partida del camino de retorno, del camino de la  construcción de la vida. Nunca es tan grande la debilidad ni tan ciego el egoísmo, que nos  incapacite para convertirnos. En el fondo del corazón humano -fondo misterioso e  insondable- hay una fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga, una fuerza  sobrehumana que siempre puede hacer posible lo que parecía imposible. Descubrir que en  ese fondo está Dios esperándonos pacientemente para iniciar el retorno es, posiblemente,  la experiencia más rica y densa del ser humano. Lentamente vamos comprendiendo que el  ser humano se construye sobre el vaciamiento de nuestro instinto egoísta que nos lleva a la  muerte; que el "yo" se construye sobre el "no-yo". Y surge la vida del "nosotros"; palabra  difícil que la humanidad parece que aún no aprendió a pronunciar.
A la luz de la parábola, el pecado aparece como una decisión personal. Más que un acto  malo, es una actitud por la que el hombre pretende encontrarse consigo mismo,  prescindiendo de todos los demás, lo que es un espejismo. Es un negarnos a construirnos  en ese proceso lento y duro de la vida de cada día, en comunión con los demás. Es la  tentación permanente del hombre, ser en constante construcción de sí mismo; porque la  vida no está hecha ni acabada, sino en camino. Pero la pereza se filtra dentro de nosotros  para que no trabajemos en nuestra edificación personal, familiar y comunitaria.
5. Reflexiona 
Cuando llega hasta el fondo de su despilfarro, el pródigo hace el inventario de todo lo que  ha perdido en su camino hacia el alejamiento. Se encuentra en una soledad y un vacío  interior totales. No ha encontrado más que desengaños, miserias... y nostalgias. Cuando lo  ha perdido todo, se da cuenta de lo que verdaderamente le falta, se da cuenta de que no  puede seguir viviendo sin lo único necesario: el padre. Se da cuenta y reconoce que, desde  que se alejó del padre, no ha sido feliz ni persona, sino que se ha encontrado vacío de todo.  Los placeres, el hambre, la soledad... han sido espinas que han penetrado  profundamente en su carne y le han hecho sentir la nostalgia de la casa paterna.
Al reflexionar, descubre la falta de proporción que lleva dentro: entre lo que es y lo que  debería ser, entre su deseo de felicidad y lo que le ha ofrecido la vida. Descubre que ha  sido creado para vivir de otra manera, que las cosas le han fallado. Descubre que está falto  de padre, de libertad, de verdad, de dignidad, de amor..., de todo. E intenta llenar el vacío  que lleva dentro. En la dramática comprobación de un hambre atroz, de una miseria total, es  donde comienza la trayectoria del retorno. Experimenta que es un pobre hombre y tiene el  coraje de confesar su propia miseria constitucional.
Ha realizado hasta el fondo la experiencia del mal, de la soledad, del vacío... El que ha  tocado el fondo del abismo de la degradación puede elevarse hacia la santidad, puede  nacer de nuevo, porque todavía no ha nacido a la vida de Dios. Del pecador que se  convierte puede brotar el santo: son de la misma especie.
El mediocre, el que siempre fue "bueno", carece de esa posibilidad; se quedará sentado,  satisfecho, en la poltrona de la propia mezquindad y suficiencia, gastando la vida en admirar  sus cualidades y sus generosidades.
La conversión es fruto del recuerdo del amor del padre y de la experiencia desoladora de  la nada que el mundo llama "todo". No quiere regresar por afecto familiar ni porque estuviese arrepentido de verdad. Quiere  regresar porque se creía definitivamente fracasado, porque había perdido la partida y lo  único que deseaba era comer como los criados de su padre. Como él no amaba, tampoco  podía imaginarse o admitir que era amado, ya no creía posible volver a ser hijo.
Las etapas del arrepentimiento del hijo pródigo se corresponden con las partes de la  confesión sacramental: examen de conciencia, "recapacitando"; propósito de la enmienda,  "me pondré en camino"; confesión de boca, "padre, he pecado..."; contrición de corazón, "no  merezco llamarme hijo tuyo", y satisfacción de obra, "trátame como a uno de tus  jornaleros".
Lo primero, pensar y reflexionar. Cada día cometemos errores y nos desviamos del  camino. Forma parte de nuestra condición de hombres. Si queremos ser personas  auténticas, debemos enfrentarnos con los acontecimientos, juzgar nuestra propia conducta y  avanzar. Mirar nuestro pasado y reconocer nuestros pecados supone sinceridad y valentía,  y confianza en nosotros mismos y en la ayuda de Dios. Sin fe en uno mismo no es posible la  conversión, porque su falta nos hace esclavos de la vieja situación que juzgamos  irreparable. En el mismo momento en que desaprobamos nuestra conducta, unos brazos  misericordiosos nos acogen, un Dios amigo nos abraza y nos infunde una confianza sin  límites.
6. El regreso 
Llega el momento más crítico: "Se puso en camino a donde estaba su padre". Corregir el  rumbo es duro, reconocer los propios errores y rectificarlos raya en lo heroico. El hijo vuelve  a casa, desanda el camino anterior, vuelve a la comunidad familiar; nace de nuevo a otro  estilo de existencia, sepulta su vieja y absurda vida.
Es un paso inevitable: lo destruido hay que volver a construirlo; si se rompió con la  comunidad, hay que volver a ella. Sin esto, la conversión es una palabra vacía. El punto de partida para el regreso es siempre la pobreza: solamente aceptándonos como  pobres nos convertimos en hombres verdaderos, fraternales. En el camino del retorno debe  evitar la compañía de "hermanos mayores", de los mediocres, porque son los únicos que  pueden quitarle la nostalgia de la casa paterna y entonar un canto a la libertad.
Todos somos necesitados; pero sólo la conciencia de esta necesidad nos llevará a  afrontar las consecuencias de un retorno, al final del cual estará Dios esperándonos con los  brazos abiertos. ¡Dichosos los que tengan hambre de Dios! 
Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los  pecados, reduciendo ambos a un acto individual, externo, frío y sin consecuencias para la  vida posterior. Y por eso mismo hemos hecho de la confesión sacramental un rito hueco,  rutinario, en el que repetimos una y otra vez la misma historia. No debe extrañarnos que su  práctica haya descendido tan verticalmente.
7. El padre 
"Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió". Intuye que el hijo ha  comprendido el amor que le tiene. El perdón paterno va a superar los pasos dados en la  ruptura. Dios no se resigna a perder a ninguno de sus hijos.
El padre le sale al encuentro, corriendo, y lo abraza. No le reprocha nada ni le pregunta  los motivos de su vuelta. Sabe simplemente que regresa, conoce sus sufrimientos y  miserias, las dudas que habrá tenido que vencer para volver, y le ofrece su amor y su casa,  sin más. ¿No nos resulta dura la conducta del padre?, ¿su amor no supera los límites de lo  razonable? 
La parábola no dice que el padre perdonó al hijo; supera ese concepto. El que ama de  verdad a otro no tiene que perdonar, porque nunca se ha sentido ofendido personalmente.  El perdón no es algo que se da o que se recibe, sino algo que se construye, porque es la  vuelta a un amor cada vez más profundo. El perdón es la síntesis de dos amores: un amor  que había muerto y ahora resucita y un amor que se había mantenido fiel y que ahora  recibe. El pródigo descubre en el recibimiento del padre la dimensión del verdadero amor.  Ya puede vivir como hijo verdadero, porque ya sabe cómo es su padre. Ha tenido que  marchar lejos para descubrirlo.
El padre ya no tiene bienes que ofrecerle; ya antes se los había dado todos. Ahora le  restituye lo principal: su dignidad de hijo. Del perdón nace el hombre nuevo. Sólo un padre verdadero sabe que los hijos tienen necesidad de algo más importante que  el perdón: tienen necesidad de amor, de nuevos ánimos, incluso de poder perdonar al que  les perdona. Tienen necesidad de reconstruir todo lo que su pecado había destruido. Y esto  es un trabajo de Dios.
Sólo Dios puede y sabe perdonar los pecados. Saber perdonar es tan importante como  poder perdonar. Los que perdonan necesitan un tacto infinito, una humildad contagiosa, un  cariño desbordante, para no herir a los que son perdonados y hacer posible el encuentro. Vemos cómo en la parábola el padre se excusa, se humilla para que le acepten el perdón,  para que el amor que tiene a su hijo conquiste su corazón y vuelva a sentirse hijo al verse  inundado por el cariño del padre. Sólo entonces vuelve el hijo de verdad: ha encontrado en  el padre todo lo que necesitaba para encontrarse a sí mismo, para sentirse hijo y estar  dispuesto a vivir como tal.
Todos necesitamos el perdón, la misericordia. ¡Todos! Lo necesitamos en las relaciones  humanas sinceras y hondas, en la amistad y en las diversas formas de amor, porque nadie  merece a nadie. ¿Quién no falla alguna vez al día a sus semejantes?, ¿quién no está  fallando continuamente a Dios? 
La alegría cristiana brota de saberse perdonado, de saber que Dios es mucho mejor que  nosotros, que el Dios de Jesús no tiene nada que ver con ese ídolo negativo y vengativo  que nos han presentado como sucedáneo de Dios Padre. ¿Cómo no sentirse hijos de un  padre así? 
El pródigo representa a gran parte de la humanidad: lejanía del Todo, encuentro con la  nada y retorno. Sus caminos son nuestros caminos, caminos de miles de experiencias no  agotadas, hasta sentir el hambre del Único, del Padre que siempre espera.
8. El hermano mayor 
Para el padre el pasado queda olvidado. Lo importante es que el hijo ha vuelto. Manda  que le pongan el mejor traje, un anillo y unas sandalias, y que maten el ternero cebado para  celebrarlo. Todo recomienza, todo se ve con ojos de alegría.
En el Nuevo Testamento las conversiones acaban con alegres banquetes. Lo que  realmente quiere Dios es el banquete, la fiesta, no el sacrificio y la lucha. Quiere lucha, pero  como camino para la fiesta.
La familia se ha reencontrado. Pero la alegría no será completa: a la cita faltará el hermano mayor, fiel representante de los letrados y de los fariseos de ayer y de siempre. Se  cree justo por haber vivido siempre "dentro" de la casa cumpliendo con sus obligaciones.  Nunca fue consciente de que le faltaba lo fundamental: descubrir el amor que le tenía el  padre y responder a él.
El hijo mayor siempre fue bueno, siempre ha estado junto a su padre, es un monumento  irreprensible, un insoportable poseedor de derechos, un personaje incapaz de conversión.  No duda de su bondad y de sus razones para quejarse, enjaulado en la ley y en la  observancia. Vive sin amor, su justicia y su bondad lo han avinagrado. Busca la seguridad  en el inmovilismo, en las prácticas externas. Es abismal la diferencia entre su mentalidad y la  del padre.
El hijo mayor nunca ha sido joven, ha dejado que se le pudran dentro los sueños más  audaces, ha recortado con cuidado todos los horizontes demasiado elevados, se ha creado  un mundo a la medida de su mediocridad y mezquindad, se ha convertido en un hombre de  orden, ha envejecido precozmente. Su fría honradez legalista ha influido probablemente en  su hermano menor para marcharse. A las muchas barreras que hay en el mundo -de raza,  de nación, de clases, de color, de religión, de sexo...- ha añadido la barrera de la gente  honrada.
El pródigo se ha dejado reconciliar con facilidad. El caso del hermano mayor es más  complicado. ¡Es un justo! Para mí su conversión puede ser comparable a la de un cristiano  "de toda la vida". Reza el confiteor al revés: "En tantos años que te sirvo..." Pertenece a la  misma raza del fariseo de la parábola (Lc 18,11- 12). Este hijo mayor, este trabajador  infatigable, este hombre de orden, este buen cristiano, ha cometido la equivocación de  convertir al padre en una especie de contable, encargado de llevar la contabilidad de sus  buenas obras, de sus méritos. Hasta ahora las cuentas iban saliendo bien. Ahora ya no. 
Aparece el sinvergüenza de su hermano, y el padre lo desbarata todo con el amor de su  corazón. Y las cifras saltan, la contabilidad no cuadra, un lío tremendo. Se informa, se queja,  murmura, protesta. No es justo. Es demasiado. ¿Dónde vamos a parar por este camino? Y el  mayor entra en crisis. Cree que su hermano ha llevado la mejor parte, envidia a los  pecadores, a los que no tiene el coraje de imitar; quizá sienta no haber cometido él los  pecados de su hermano, o quizá los hubiera cometido si no hubiera sido por el miedo al  castigo -al infierno-. Parece que padece un complejo de inferioridad ante el pecado y que  está convencido de que su hermano se lo ha pasado en grande mientras que él ha vivido  esclavo del reglamento. No entiende que el corazón del hombre no se puede llenar con las  cosas, que tiene necesidad de algo más. No entiende que los alimentos terrenos no bastan,  que hacen morir de hambre. No sabe que el mal lleva en sí mismo la pena. Duda que el bien  produzca mucha más alegría que el pecado. Claro que es explicable: lo suyo no es bien,  sino mediocridad y fariseísmo.
El hermano mayor se escandaliza del evangelio porque echa por tierra su contabilidad. Descubre, con estupor y despecho, que el centro  de la casa no es el reglamento ni las prácticas, sino el corazón del padre. Y no se resigna a  las actitudes imprevisibles de aquel corazón, a los atrevimientos de ese amor. Nunca ha roto  con el padre, pero no ha aprendido a amar como él. Por eso tampoco se alegra.
Al mayor le indigna la fiesta; es el colmo: ¡ya no hay religión! Y es verdad: no hay religión  sin amor. Es difícil convencerse que el puesto de la casa no se puede "conservar", sino sólo  "reencontrar" cada día. No lo entendió Israel, no sé si lo entiende la Iglesia. ¿Lo entendemos  nosotros? 
El hijo mayor es figura de Israel. A los justos de Israel les duele que Dios acoja a los  perdidos y les ofrezca un banquete. Piensan que la casa es para ellos y que pueden  organizar a su capricho las leyes de lo bueno y de lo malo. Ahora descubren que la ley del  padre es diferente y se sienten postergados, contrariados, molestos. También personifica  las posturas de autosuficiencia de quienes no perdonan ni se creen necesitados de  perdón.
Los peores enemigos de la religión no son los que la combaten abiertamente. Son esos  hijos mayores que la empobrecen, la deforman, la reducen a unas prácticas y a unos ritos  muertos, a la vez que condenan a todos los que no piensan como ellos o no siguen sus  mandatos. ¡Extraña religión esta que conduce a negar el amor y a matar a Jesucristo!  ¡Curioso servicio al padre este que impulsa a rechazar al hermano!: "Ese hijo tuyo". Son  todos esos que nunca se han planteado la pregunta: ¿Quién está más lejos de casa: el  insensato que la ha abandonado o el que se ha quedado en ella sin amor? Su presunción  les impide sospechar que quizá sean ellos -¿nosotros?-, y no sólo los hermanos menores,  los que estén -estemos- en un país lejano al faltarles lo único necesario para vivir en la  casa: el conocimiento del amor del padre.
Según la parábola hay una forma de acercarse a Dios que aleja de él, una manera de vivir  como hijo que es la propia de un extraño. Y hay una forma de alejarse de Dios que puede  terminar en encuentro gozoso con él, una manera de vivir como extraño que despierta los  sentimientos de un auténtico hijo. Están representados por el hijo mayor y el menor,  respectivamente.
Podríamos esperar que el padre se indignara con el hijo mayor. Pero no: el padre sabe  cómo quitarle el veneno a aquel corazón enfermo. Le dirige las palabras más dulces y  afectuosas: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". Y hasta se excusa  delante de él: "Deberías alegrarte..." El padre vence con la debilidad, con la humildad. La  parábola termina sin darnos la respuesta del mayor. Queda el interrogante para la Iglesia,  para cada comunidad y para cada cristiano.
Los cristianos de hoy debemos prestar mucha atención al hermano mayor: puede estar  agazapado en nuestro corazón. Es un personaje frecuente entre nosotros: nadie le podrá  acusar de grandes pecados, pero vive cerrado a la vida, al amor. Es un justo que no  necesita conversión, porque lo hace todo bien. Es un fósil, que se niega a ser criatura y que  no conocerá jamás la grandeza de la misericordia de Dios. Tienen complejo de inferioridad  en relación con el pecado, no están convencidos de que, si por una absurda hipótesis no  existiera el paraíso, compensa vivir con amor.
En la casa del Padre hay sitio para todos, menos para los que se excluyen a sí mismos al  no aceptar su amor. 
(Aporte de FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ, ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET – 2. PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 281-301)
 

Lucas 15, 1-32 CLAVES PARA SU LECTURA

 
El evangelio nos presenta tres parábolas para ayudarnos a profundizar en nosotros la imagen de Dios. La imagen que una persona tiene de Dios influye mucho en su modo de pensar y de obrar. Por ejemplo, la imagen de Dios, juez severo, da miedo y vuelve a la persona muy sumisa y pasiva o rebelde y rev...olucionaria. La imagen patriarcal de Dios, o sea, Dios patrón, amo , fue y todavía es usada para legitimar las relaciones de poder y dominio, tanto en la sociedad como en la Iglesia, en la familia como en la comunidad. En tiempos de Jesús, la idea que la gente tenía de Dios era la de uno muy distante, severo, juez que amenazaba con el castigo. Jesús revela una nueva imagen de Dios: Dios Padre, lleno de ternura con todos y con cada uno en particular. Y esto es lo que las tres parábolas de este domingo nos quieren comunicar.


La misericordia de Dios es una característica en el evangelio de Lucas. La primera la oveja perdida, la segunda es la moneda perdida y la tercera es el hijo pródigo. Las tres tienen como común denominador la alegría por haber encontrado la oveja, la moneda y al hijo que se había perdido. Hay una gran celebración en el cielo por el pecador arrepentido. Aunque Dios nos ama a todos, tiene una especial atención hacia el pecador. En nuestra vida ordinaria, en nuestro trabajo pastoral, ¿cómo nos acercamos a los pecadores? ¿Cómo involucramos a los que desean volver a la casa del Padre? ¿Nos alegramos o nos da envidia cuando vemos a una persona entregada a un ministerio eclesial después de haber salido del pecado? ¿Somos conscientes de la gratuidad de Dios?

Reflexión: La debilidad de Dios - Catholic net

 Dios nuestro Señor también tiene su punto débil. Y es su infinito amor y su misericordia. Nadie que haya acudido a Él con sinceridad y con el corazón arrepentido, y le haya pedido perdón, ha quedado jamás defraudado. Todo el Antiguo Testamento está lleno de gestos de misericordia de parte de Dios. Accede a las súplicas de Abraham y de Moisés, cuando interceden por su pueblo y le piden perdón por sus pecados; los profetas –sobre todo Isaías, Jeremías y Oseas— fueron fieles transmisores de la bondad y de la ternura de Dios hacia el pueblo de Israel. Pero es sobre todo con Jesús en donde aparece mucho más patente el corazón infinitamente amoroso y misericordioso de nuestro Padre celestial.Todo el Evangelio es una prueba constante del perdón generoso que Jesús nos alcanza de parte de Dios. Toda su vida pública fue un acto ininterrumpido de misericordia: la predicación del amor del Padre, los milagros y curaciones sin número que obraba por doquier, movido sólo por su gran bondad y compasión hacia toda clase de gente; y, al final de su vida, la entrega más total y desinteresada en su pasión y en su cruz para salvarnos, para redimirnos del pecado y alcanzarnos el premio del paraíso por medio de su muerte y su resurrección.En el pasaje evangélico de hoy, Jesús nos narra tres hermosas parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, también perdido y luego encontrado.

 Nosotros, los seres humanos, nos perdemos muchas veces a lo largo de nuestra vida: perdemos el camino, la ruta, nos escondemos de Dios y lo ofrendemos, tal vez gravemente. Y quizá en ocasiones no hemos querido saber nada de Él, a pesar de haber sido Él nuestro gran bienhechor.

 

Él nos ha dado todo: la vida, el ser, la fe, la familia, la educación, los sacramentos, la felicidad… TODO, absolutamente todo. Y nosotros, como hijos malcriados y caprichosos, le hemos echado en cara, con gran despecho e ingratitud, nuestros mismos errores y maldades, culpándolo a Él de nuestra desgracia y ceguera voluntaria.Ese hijo ingrato de la parábola somos, definitivamente, cada uno de nosotros. También tú y yo, como aquel hijo, hemos pedido al padre la herencia y nos hemos “largado” de casa para vivir a nuestras anchas, libres de la “esclavitud” del padre, para derrochar sus bienes con malas compañías llevando una vida libertina y disoluta. Pero todo lo material es caduco y se acaba. Y, en poco tiempo, el hijo aquel se encontró en la miseria, sin dinero y, obviamente, sin amigos.Llegó tan bajo en su postración que se puso, en un país extraño, a cuidar cerdos, en una pocilga; hubiese querido llenar su vientre con las algarrobas que comían las bestias, pero nadie se las daba. ¡Hasta dónde había llegado la miseria de aquel que era un hijo de rey! Es eso lo que nosotros, hijos amados de Dios, hemos hecho con nuestra dignidad a causa de nuestro pecado. El hijo, entonces, comienza a pensar con inmensa nostalgia en la casa de su padre. Y, para poder llenar su vientre –motivos no del todo nobles, pero Dios se vale también de eso para hacernos volver a Él—, se decide regresar a la casa paterna. Seguramente sentiría una profunda vergüenza y confusión. ¿Con qué cara se presentaría ahora a su padre, después de todo lo que había hecho? Pero su hambre y su necesidad fue más fuerte que su vergüenza. Y se puso en camino. Pero lo mejor de todo viene a continuación. Todos los días –continúa la narración— el padre aquel se subía a la terraza del palacio para ver si volvía su hijo. ¿Qué padre, aquí en la tierra, sigue esperando el regreso de un hijo que se ha comportado como un sinvergüenza y como un ingrato, y que ha derrochado toda la herencia? Y, si acaso volviera, con rostro adusto, seguro que le daría una buena reprimenda y un castigo severo para que aprendiera a comportarse como se debe y que todo hay que pagarlo a su debido precio.

Sin embargo, cuando, después de meses y de años de espera, por fin ve venir a lo lejos a su hijo, a aquel bondadoso anciano se le conmueven las entrañas y le da mil vuelcos el corazón; los ojos se le convierten en un mar de lágrimas por la alegría y el alma se le derrite en infinita ternura. Y enseguida, como puede, aquel padre sale corriendo al encuentro de su hijo y se le echa al cuello, lo abraza, lo acaricia y lo cubre de besos. Y enseguida manda que lo laven y le perfumen, le pongan el vestido más rico y espléndido, calcen sus pies con sandalias y le pongan un anillo en su mano, signos todos de su dignidad y nobleza recuperada…

El hijo no se esperaba nada de esto, ni soñó jamás con aquel recibimiento. Él sólo quería un poco de pan y un techo donde cobijarse del invierno, aunque el resto de sus días fuera como el “último de los jornaleros”. Al fin y al cabo, él se lo había buscado y se lo había merecido. Y bien sabía que no era digno de nada más que eso. ¡Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse con el corazón inmensamente tierno y cariñoso de su padre, que lo perdonaba y lo seguía amando como siempre lo había amado, a pesar de todo! Así de maravilloso es nuestro Padre Dios con nosotros. Él siempre nos ama y nos acoge, aunque nosotros nos hayamos comportado como aquel hijo pródigo. Él nos perdona todo, absolutamente todo, con infinita ternura, incondicionalmente, e incluso nos ahorra la vergüenza de tener que humillarnos. Su comprensión es tan gigantesca y tan misericordiosa que nos hace más fácil el camino del retorno; y cuando, al fin, nos postramos para reconciliarnos, Él nos levanta, nos recibe con un fuerte y tierno abrazo, y nos cubre de besos y de caricias.

Jesús vino a salvar a los pecadores perdidos. DOMINGO 24 Año C

Objeto: Una caja grande etiquetada o identificada "Perdido y encontrado" y lleno de cosas que los niños puedan haber perdido.

 Escritura: "Les digo que así mismo se alegra Dios con sus ángeles por un pecador que se arrepiente" (Lucas 15:10 -.
En tu escuela, ¿hay una caja de "Perdido y encontrado"?  Estoy seguro que sí.  Los niños siempre están perdiendo cosas.  Al empezar el año escolar, probablemente no haya mucho en la caja, pero no pasará mucho tiempo antes de que la caja de "Perdido y encontrado" esté llena y desbordándose como esta caja.  Veamos que encontramos en nuestra caja de "Perdido y encontrado"
¡Mira! Hay un zapato.  ¿Como es posible que una persona pierda una zapato?  ¿No creen ustedes que la persona debía haberse dado cuenta que sólo tenían un zapato?

Aquí hay un par de espejuelos.  Ahora, ¿cómo es posible que una persona que use espejuelos pueda hacer las asignaciones sin sus espejuelos? Bueno, creo que esa sería una mejor excusa para darle a la maestra que la de que el perro se comió la asignación.  Los maestros nunca creen esa.

Hmm... aquí tenemos una lonchera.  Yo siempre estaba perdiendo mi lonchera cuando estaba en la escuela.  Ahí es que mi mamá decidió el que me llevara el almuerzo en bolsas de estraza (bolsas de papel marrón).

Aquí también hay un par de guantes.  Tal vez la persona que los perdió no está muy preocupado en este momento, pero cuando haga frío (o vaya a un lugar en el que haga frío), estoy seguro de que desearía saber dónde están.

¿Has perdido algo alguna vez que fuera realmente importante para tí? ¿Qué hiciste?  ¿Dijiste: "Oh bueno, eso no es un problema, siempre puedo conseguirme otro?"  No, me imagino que probablemente estuviste buscando hasta que encontraste lo que habías perdido.  En nuestra lección bíblica de hoy, Jesús nos cuenta dos historias de dos personas que perdieron algo muy importante para ellos.

En la primera historia, Jesús habló sobre un hombre que tenía cien ovejas. Una de sus ovejas se había alejado de la manada y se había extraviado. Cada una de las ovejas era importante para el hombre, y les dijó: "Regocíjense conmigo; he encontrado la oveja que había perdido."

Después Jesús contó la historia de una mujer que tenía diez monedas.  Las contó... ocho, nueve... ¡Oh no! He perdido una de mis monedas", dijo. ¿Sabes lo que hizo? Ella prendió las luces de su casa, barrió el piso y buscó hasta que encontró la moneda que había perdido. Cuando la encontró, llamó a todos sus amigos y vecinos y les dijo: "Regocíjense conmigo; he encontrado mi moneda perdida."

Jesús contó estas dos historias para demostrar el amor de Dios por nosotros. Somos hijos de Dios pero en ocasiones nos perdemos. Cuando eso ocurre, Dios no se da por vencido De hecho la Biblia dice que Dios envió a Su Hijo, Jesús, para buscar y salvar a los perdidos. Y tal como las personas en las historias se regocijaron cuando encontraron lo que habían perdido, Jesús dijo: "Les digo que así mismo se alegra Dios con sus ángeles por un pecador que se arrepiente."

Me alegra mucho de que Dios nos ame tanto que no se de por vencido cuando nos perdemos.  ¿Y tú?

Padre,somos tus hijos y ¡nos amas tanto a todos y cada uno de nosotros!  Estamos agradecidos que no te das por vencido cuando nos perdemos.  En el nombre de Jesús oramos. Amén.

 

"Los perdidos y encontrados de Dios" Escritura: Lucas 15:1-10

 

BÚSQUEDA PARA LA LECCIÓN: Al principio de la lección de hoy, pídale a los niños buscar un zapato, un par de espejuelos, una lonchera y un par de guantes. Se los llevarán a la maestra para que ella pueda indicarles qué relación tienen con la lección de hoy.

 

BUSCANDO LETRAS para llenar los blancos en la cartulina que estará en la pared. Parte de las palabras estarán escritas en la cartulina mientras que el resto de las letras pueden estar pegadas con cinta adhesiva alrededor del salón para que los niños las busquen y las peguen en los blancos correctos en la cartulina. La oración final deberá decir ¡JESÚS VINO A SALVAR LOS PECADORES! En la cartulina puede decir, por ejemplo, ¡J__S__S V__ __O A S__L__ __ R L__S PE__A__ __RE__!

 

AL ESCONDER: Escoja un niño para ser "el pastor" y todos los demás, "las ovejas", se esconderán en un área definida. Cuando "el pastor" encuentrebuna de sus "ovejas", la traerá donde la maestra y dirá: "Regocíjate conmigo pues he encontrado mi oveja perdida". El juego seguirá mientras haya tiempo. Para darle cierto toque al juego, "el pastor" puede vestirse con una túnica.

 

BÚSQUEDA DE LA MONEDA PERDIDA: Esconda una moneda en un área designada y permítale a los niños buscarla. La maestra debe animar a los niños a no darse por vencidos sino a seguirla buscando. Si la moneda no se encuentra rápidamente, la maestra puede darle idea de dónde está diciendo "caliente" si están cerca o "frío" si están lejos del lugar donde se encuentra. Después de la actividad lleve a cabo una discusión acerca de cómo Jesús no se da por vencido cuando nosotros estamos perdidos. Esto animará a los niños y a la maestra también.

 

BÚSQUEDA DE LA OVEJA DE UNA BOLITA DE ALGODÓN: La maestra tendrá 99 bolitas de algodón en una cartulina representando las 99 ovejas. Al principio de la Escuela Bíblica, los niños contarán las bolitas según lleguen al salón. Después que comience la clase, los niños compartirán el número de bolitas que contaron. Luego buscarán la que falta y la pegarán en la cartulina. Uno de los niños o la maestra escribirán el título en la cartulina: Regocíjense conmigo, he encontrado mi oveja perdida.

 

GRABANDO O COPIANDO UNA MONEDA: Cada niño recibirá una moneda, un lápiz y un papel blanco. El niño pondrá la moneda debajo del papel y creará un grabado de la moneda usando el lado del lápiz, el cual si se pasa fuertemente creará el grabado en el papel. Escriba como título: Regocíjense conmigo, he encontrado mi moneda perdida. Los niños se llevarán el papel a su casa como recordatorio de la lección de hoy.

 

8 sept 2013

SEPTIEMBRE MES DE LA BIBLIA












ESCUDO


LA PALABRA DE DE DIOS ES CAMINO



LA PALABRA DE DIOS ES LUZ

LA PALABRA DE DIOS ES UN REFUGIO PARA LOS MALOS TIEMPOS


LA PALABRA DE DIOS ES UNA RECETA QUE  ME ESNSEÑA AMAR .

LA PALABRA DE DIOS ES UNA BRUJULA QUE ME ORIENTA

LA PALABRA DE DIOS ES UNA CLARA SEÑAL

LA PALABRA DE D DIOS ES UN TIMON


LA PALABRA DE DIOS ES UN GPS QUE CONDUCE MI VIDA

















24 ago 2013

MEDITACION LS 13,22-30...EL CAMINO DE LA SALVACIÓN.

En cuanto trascurre la subida de Jesús a Jerusalén, Jesús forma a sus discípulos y responde la pregunta planteada por un desconocido. Esta era una de las preguntas más debatidas en la época: ¿Cuántos serán salvados? ¿Muchos o pocos?

En este pasaje escuchamos una de las lecciones más bellas de Jesús sobre la mesa abierta del Padre para todos, mesa en la que el Dios del Reino acoge a todos los hombres y mujeres del mundo. Es verdad que es gratuito pero se requiere un compromiso claro, el de las exigencias que plantea el discipulado, para poder acceder.

 “Atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén” (Lucas 13,22). Con esta primera frase del evangelio de este domingo contemplamos la geografía que recorre un Jesús incansablemente misionero. Con la fuerza del Espíritu (ver 4,18), Jesús va sembrando la semilla de la Palabra en cada conglomerado humano para hacer de él un jardín en el que germina la vida en abundancia (ver 8,15). Al mismo tiempo, con libertad profética se va aproximando a la ciudad en la que lo aguarda su destino y ni siquiera las amenazas contra su vida por parte del rey  Herodes lo apartan de su camino (ver 13,31-33).

En este camino Jesús responde con firmeza las preguntas y requerimientos que se le plantean: la de los hijos de Zebedeo (9,54), las de los tres candidatos al discipulado (9,57.59.61), la del legista (10,26.29), la de Marta (10,40), la de uno de los discípulos (11,1), la de una mujer anónima en medio de la multitud (11,27), la de otro legista en un banquete (11,45), la del un hermano menor que reclama la herencia (12,13), la de Pedro (12,41), la del jefe de la sinagoga (13,14). Si observamos bien, en todos los casos Jesús nunca deja de responder y siempre dice verdades incómodas, ateniéndose a la coherencia de su mensaje. Él no quiere engañar a nadie con falsas ilusiones.

1. Una nueva pregunta para Jesús

En este camino se le plantea una nueva pregunta que lleva en el fondo una ironía: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (13,23).

¿Qué trasfondo e implicaciones tiene la pregunta? La pregunta tiene dos presupuestos: (1) Jesús ha sido presentado en este evangelio como  el “Salvador” (2,11) y (2) Jesús ha planteado  exigencias fuertes que pueden llevar a pensar que la salvación es muy complicada. Todavía hay una tercera idea en el fondo: ¿será que tendrá éxito la misión de Jesús?  ¿cuántos llegarán hasta la meta siguiendo sus pasos? ¿cuántos se quedarán en el camino?

Esta pregunta no aparece porque sí. Quien la hace parece tener en mente también el texto de Isaías 37,32: “Pues saldrá un Resto de Jerusalén, y supervivientes (“salvados”, según LXX) del monte Sión”.

Este esquema bíblico de un “Resto” de salvados de en medio de todo un pueblo pecador – “el Resto de Israel”- no solamente estaba presente en la historia de Israel y en la  predicación de los profetas, sino también en la cultura religiosa de los tiempos del Nuevo  Testamento y aún un poco después. El tema se volvió punto de discusión. Por ejemplo, mientras unos decían que “solamente pocos serán salvados” (4 Esdras 8,3), por otro lado un grupo de escribas afirmaba que “Israel entero tendrá parte en el mundo futuro” (Mishná, Sanedrín 10,1) y solamente algunos pecadores particularmente culpables serán excluidos. También hoy escuchamos voces que le hacen eco a las dos tendencias. ¿Pero será que ésta es una pregunta válida? En el evangelio, Jesús no la desprecia. Cada persona tiene que preguntarse por la salvación, el punto es cómo enfoca la cuestión. Por tanto, que hoy coloquemos en primer plano el tema de la salvación, viene al caso. Es esto lo que en última instancia buscamos, todo debe apuntar allá; por eso hay que estar atentos, porque aún la multiplicidad de actividades pastorales –todas ellas ciertamente- importantes- puede llevarnos al peligro de perder de vista la búsqueda esencial, bajo riesgo de perder al final todos los esfuerzos. Todo debe estar encaminado hacia la salvación.

Volviendo al texto digamos que si, como se verá enseguida, la pregunta no está bien planteada, quien lo hizo al menos tuvo la valentía de expresarla y, como decimos hoy, “dio donde era”.

¿Cómo enfoca Jesús la respuesta?

Jesús no responde directamente la pregunta (ya vamos viendo que esto también es frecuente en Jesús), sino que aprovecha la idea central y se pronuncia desde otro nivel de comprensión más profundo. Jesús no responde con aritmética, no da cifras y ni siquiera avanza aproximaciones sobre el número de los salvados; si bien, dice una frase según la cual muchos “no” podrán (13,24b). Lo dice no como una sentencia perentoria sino como un llamado de atención para que no suceda. Vemos así cómo Jesús toma distancia del mundo de las especulaciones y más bien se

concentra en lo que es necesario hacer para salvarse. Al responder de esta manera deja implícito que todo el que quiera podrá ser salvado, siempre y cuando oriente su vida en esa dirección. En esto ya hay una lección importante: la preocupación por la salvación debe concretarse en un obrar según la justicia (ver 11,42; 13, 27), o sea, configurar la propia vida en la de Jesús.

Para explicar esto, acude a dos imágenes muy dicientes que iluminan lo que es la entrada en Reino de Dios: la puerta estrecha y la puerta cerrada. La primera aparece como una sencilla comparación lograda en una sola frase (13,24), la segunda constituye toda una parábola (13,25-30).

2. La “Puerta estrecha” o “el mientras tanto” (13,24)

La imagen que aparece es la de una casa de considerables proporciones en la cual, después de la puerta principal, sigue una gran sala de banquetes. “Puerta estrecha”. Es una figura. No es que la puerta tenga solamente pocos centímetros de ancho. No es que en la puerta del Reino haya obstáculos. No es que haya que dar codazos para entrar a la fuerza en medio de otros que quieren hacerlo al mismo tiempo. Simplemente quiere decir que hay que esforzarse, es decir, que los buenos propósitos no son suficientes, hay que “hacer” cosas concretas para entrar.

Ahora bien, con esto tampoco se quiere decir que una persona se salva solamente con sus propios esfuerzos. Es claro que no: nadie se salva a sí mismo, en última instancia todos somos salvados por Dios. El hecho es que ésta no se logra sin nuestra participación, la pasividad no sirve. Si es verdad que Dios nos salva, también es verdad que nos toma en serio como personas libres y responsables. Al decir de nuestro Padre San Agustín podríamos decir: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

El término “luchar” que aquí aparece es la traducción de un término griego que –en su forma sustantivada- no nos es desconocido en la lengua castellana: “agonía”; con él se describe también la oración de Jesús en 22,44. Pero esta palabra no se refiere solamente a los que están en transe de muerte sino al esfuerzo intenso que concentra todas las energías de una persona en función de un objetivo, por eso era aplicado a los deportistas en las competencias. De esta manera se “entra”. Con esa misma intensidad un discípulo de Jesús debe canalizar sus mejores energías para vivir en santidad, no deseando otra cosa que alcanzar la comunión con Dios superando los obstáculos y distinguiendo lo prioritario de lo secundario. Este esfuerzo espiritual y moral será recalcado más adelante en este evangelio, en 16,16b: “Y todos se esfuerzan con violencia por entrar en él”.

En la segunda parte de la respuesta -“Muchos pretenderán entrar y no podrán” (13,24b)- vemos que de todas maneras Jesús se pronuncia en los mismos términos de la pregunta pero, como ya se dijo, dándole otra orientación. Se le preguntó si eran “pocos” los que alcanzaran la salvación, Jesús dice ahora que “muchos” no lo lograrán. Manteniendo el presupuesto de que en principio ninguno es excluido, ésta es una manera de decir que mucha gente que no quiera entrar ahora, muy probablemente querrá hacerlo más tarde, pero entonces ya no lo logrará. Y esto es lo que se va a ilustrar a continuación.

3. La “Puerta cerrada” o “el ya para qué” (13,25-30)

“Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta…” (13,25a).

La enseñanza anterior ahora es completada: debemos esforzarnos, es verdad, pero a tiempo: un día, con nuestra muerte, la puerta se cerrará y ahí se decidirá nuestro destino. Nosotros no disponemos del tiempo de manera indefinida (ver la parábola del “rico insensato”, 12,20). Es en ese momento en que se cierra la puerta y quien desease estar dentro ya debía haber entrado primero.

Como se puede ver, es Dios quien cierra la puerta, no nosotros. La hora de la muerte se escapa a nuestro control. De ahí que haya que estar siempre preparados. En este momento la parábola describe dos situaciones:

(1) La solicitud extemporánea para entrar y la declaración final de la exclusión (13,25-27).

(2) El dolor inmenso de los que se quedaron fuera del banquete ante el precioso espectáculo de la salvación que perdieron (13,28-29).

Inmediatamente después, Jesús concluye con un proverbio que hace la aplicación de la parábola (13,30).

La solicitud extemporánea para entrar y la declaración final de la exclusión.(13,25-27)

Veamos los datos del texto:

(1) La solicitud (13,25b)

“…Os pondréis, los que estéis fuera, a llamar a la puerta, diciendo: ¡Señor, ábrenos!” (13,25b).

Como lo dramatiza la parábola ése no es el tiempo para tocar la puerta, esto tenía que haberse hecho antes. Con esto se indica la seriedad del tiempo presente. Puesto que no tenemos soberanía sobre el tiempo, no conviene aplazar la conversión, desde el principio hay que comenzar a vivir el itinerario que conduce a Dios. Es una mala decisión dejar para el tiempo de la vejez la preocupación por la salvación.

(2) La declaración final de la “auto-exclusión” (13,25c)

“No sé de donde sois” (12,35c.27a)

Dos veces se les dice: “No los conozco”. La frase citada calca la fórmula del veredicto de excomunión israelita; con ella se declaraba la desvinculación de la comunidad y la ruptura de toda comunión personal con el implicado. ¿Por qué dice que no los conoce? Porque para participar de la comunión con Dios se exige la identificación con Él. Esto se explica en las frases que siguen: “hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas” (13,26a) y “retiraos de mi, todos los agentes de injusticia” (13,27b).

Pongámosle atención a estas dos frases. Frente al argumento de la comunión externa (“comer, beber, enseñarles”), aparece otro más fuerte: son “agentes (=obreros) de injusticia”, es decir, no están en comunión de vida con Dios. “Agente de injusticia” es aquel que desprecia la voluntad de Dios. Para nada sirven los privilegios anotados, que no eran más que una atracción para entrar en el Reino (el primer compartir de mesa era una invitación para la segunda), si no hay compromiso con la justicia del Reino, si no se comparte su estilo de vida poniendo en práctica sus enseñanzas (que es el verdadero sentido de la comunión de mesa).

Pero el rechazo tan tajante que se nota en la voz del dueño de la casa (voz de Dios) podría causar alguna extrañeza a los lectores. El rechazo tiene su razón de ser; lo que quiere decir es que Dios no comparte nuestras injusticias: ¿si una persona no está de acuerdo en vivir en comunión con la voluntad de Dios, cómo puede aspirar a vivir la comunión definitiva de vida con Él? Entonces, en realidad es cada uno quien se auto-excluye.

La comunión con Dios comienza a partir de la comunión con su querer. Una persona que lo rechaza se excluye a sí misma de la salvación. La salvación consiste en la comunión eterna con Dios que es la fuente y la plenitud de la vida. ¿Nos salvaremos? Como se muestra en la parábola, Dios no hace más que respetar y confirmar la decisión de cada persona.

El dolor inmenso de los que se quedaron fuera del banquete ante el precioso espectáculo de la salvación que perdieron (13,28-29).

“Cuando veáis”. De repente, desde fuera los excluidos de la salvación ven lo que pasa en la sala del banquete, que es símbolo del Reino definitivo. Dos escenas contrapuestas aparecen ahora: el llanto amargo de los excluidos y la comunión festiva de los salvados.

La amargura de la soledad.

“Allí será el llanto y el rechinar de dientes…” (13,28a). Los rechazados sumidos en la más intensa soledad lloran de manera inconsolable la ocasión perdida y la humillación: “mientras a vosotros os echan fuera” (13,28d). La alusión al “rechinar de dientes” (ver Prov 19,12a) da la nota trágica: describe rabia amarga; consigo mismos, por supuesto.

En este gran sentimiento de impotencia el llorar es expresión de duelo por lo que no se pudo alcanzar (ver el tercer “¡Ay!” de 6,25b) y que sólo pueden ver de lejos.

La alegría de la comunión.

La vida eterna es presentada como una fiesta comunitaria con el Señor en el Reino de Dios. La imagen de la mesa compartida destaca la profunda intimidad con Dios y la participación de su vida que allí se da. Pero no sólo con Dios, también con los demás. Aquí la comunión con Dios y con los demás es plenitud de alegría y de fiesta; la salvación es el máximo de la felicidad. Entonces la mirada de los excluidos va repasando lentamente la sala y va observando quiénes son los comensales del Reino, cómo está compuesta la comunidad de los salvados. Allí se distinguen tres grupos de personajes:

(a) los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob (13,28b);

(b) todos los profetas (13,28c);

(c) gente proveniente de los cuatro puntos cardinales, o sea, de todas las naciones del mundo (13,29a).

Por tanto, la plenitud y la riqueza de nuestra vida humana consiste también en la plenitud y la profundidad de nuestras relaciones con las demás personas. Con la muerte, las relaciones humanas no se acaban sino que alcanzan su máximo nivel de profundidad. Pero hay un aspecto histórico importante que está relacionado con la salvación. Ésta hay que verla a partir de las grandes acciones de Dios por su pueblo a lo largo de la historia de la salvación que comienza con Abraham (quien aquí preside la mesa). Esta obra de Dios por su pueblo se extiende, a partir de Jesús, a todos los pueblos de la tierra (los que en la parábola van llegando de los cuatro puntos cardinales; 13,29). Con esto se quiere decir que todos los que entran en el Reino inaugurado en Jesús se hacen también miembros del pueblo elegido, y que el pueblo elegido se hace uno solo -en la Alianza con Dios- con todos los pueblos de la tierra: “se sentarán a la mesa del Reino de Dios” (13,29b).

Aplicación de la parábola (13,30).

Con un proverbio Jesús hace la aplicación de la parábola y así concluye su enseñanza: “Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos” (13,30). El dicho se entiende observando la composición de la mesa. Los primeros (los judíos) y los últimos (los paganos) pasan todos por la misma puerta: la exigencia es la misma para todos. En el intercambio radical de lugares entre ellos vemos al mismo tiempo una crítica para los primeros –que tuvieron la honra de pertenecer al pueblo de Abraham y los profetas- y un anuncio de esperanza para los últimos –que tuvieron todas esas ventajas históricas-.

La llegada de los últimos no excluía a los primeros, pero estos mismos se hicieron últimos –quedaron al nivel de los que antes no conocían a Dios- cuando se autoexcluyeron de la comunión con Dios por no vivir en sintonía con su querer. Al final, ante Jesús cada uno se hace “primero” o “último” según su decisión.

Finalmente una palabra de esperanza: quienes se hicieron “agentes de justicia” (lo contrario de lo que dice el v.27) saben ahora que su identificación de vida con Jesús les abrió las puertas del Reino no importando que no fueran “primero” miembros del pueblo elegido.
(Aporte del P. Fidel Oñoro CJM, Estudio bíblico del Cebipal, CELAM)