Domingo 25 de marzo
de 2018.
Isaías 50,4-7; Filipenses 2,6-11; San
Marcos 14,1-15,47.
“He
aquí la debilidad de Dios que es más fuerte que los hombres, y la necedad de
Dios más sabia que los hombres”. (San Agustín)
Oración inicial:
“Cristo, siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y
aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta
forma, al morir, destruyó nuestra culpa, y, al resucitar, fuimos
justificados. (Prefacio Domingo de Ramos)
LECTURA.
Leemos los siguientes textos: Isaías
50,4-7; Filipenses 2,6-11; San Marcos 14,1-15,47.
Claves
de lectura:
Se pueden extraer
algunos de los principales acentos de la pasión según san Marcos y tratarlos a
la luz de las dos lecturas que la preceden: la del Antiguo Testamento, en la
que se pone de relieve la actitud del Siervo de Dios ante el sufrimiento
-soporta todo sin defenderse, sabiendo que Dios así lo quiere-; y la del Nuevo
Testamento, que describe el abajamiento voluntario del Hijo de Dios, en
perfecta obediencia, hasta la muerte en la cruz. Como este abajamiento no sólo
es modelo para nuestros sufrimientos, sino arquetipo de la perfecta obediencia
humana, se describe la posterior elevación pascual, sin la que tanto el
sufrimiento de Jesús como todo sufrimiento humano carecerían de sentido. Para
el creyente que escucha el relato de la pasión, este relato sólo tiene sentido
como obra del amor divino que culminará en Pascua. Pero este conocimiento
previo que posee el creyente no debe llevarle a edulcorar la dramática realidad
del viacrucis (al final «todo saldrá bien»), sino que tiene que tomarla -así lo
exige Dios y la Iglesia en nombre de Dios- lo más en serio posible.
1. La prodigalidad.
No es casualidad que al
principio aparezca el relato del amoroso derroche del perfume de nardo que una
mujer derrama sobre la cabeza de Jesús y que se conoce como la unción de
Betania. Jesús rechaza toda crítica al respecto; lo que la mujer ha hecho está
muy bien, pues le ha ungido (Mesías significa el Ungido) para su muerte: una
acción definitiva de la Iglesia amante que tiene validez hasta el fin del
mundo. La prodigalidad es la primera actitud cristiana, sólo después viene la
caridad calculadora para con los pobres. Cuando su muerte se ha convertido ya
en cosa cierta debido a la traición de Judas, Jesús se prodiga de una forma aún
más ilimitada en su Eucaristía. Todos beben por adelantado la sangre derramada,
y esto será así hasta el fin del mundo: la pasión entera está bajo el signo de
esta perfecta y pródiga auto donación del amor divino al mundo.
2. La traición general.
La actitud de los
hombres en la pasión está descrita con un realismo que frisa con la crueldad.
Es como una acumulación de todos los pecados imaginables que los hombres
cometen en la persona de Jesús contra el propio Dios. Primero el adormecimiento
de los discípulos mientras deberían velar y orar: una somnolencia que se
prolongará a través de la historia de la Iglesia. Después la traición abierta y
confesa por mor de una ventaja material; y esto siendo Jesús plenamente
consciente no sólo de la traición con que le pagará uno de sus discípulos, sino
también de la negación de que será objeto por parte del otro, sobre el que debe
construirse su Iglesia. Y finalmente la huida cobarde de todos los discípulos.
Que la traición se produzca con un beso, es algo que ciertamente se repetirá. Y
en la desbandada general de los que han sido llamados a seguir a Jesús cunde
tanto el pánico que uno de ellos se desprende de su vestido y escapa desnudo.
Esto en lo que a los discípulos se refiere. Después el pueblo elegido, en el juicio
público, reniega de su Mesías, entregándolo a los paganos, impidiendo su
liberación (elige a Barrabás) y pidiendo a gritos su crucifixión. Judíos y
paganos compiten en toda forma de injuria, de humillación, de ultraje corporal
y de tortura, de menosprecio de la misión salvífica de Jesús hasta el momento
supremo de la cruz.
3. El último grito.
En el relato de la
pasión sólo se recogen estas palabras de Jesús en la cruz: «¿Por qué me has
abandonado?». A este por qué no se le da ahora ninguna respuesta. De momento no
hay lugar para ningún tipo de alivio. Por eso la vida del Salvador del mundo
termina con «un grito muy fuerte» en el que da expresión, no sólo humanamente,
sino también divino-humanamente, a la tremenda injusticia perpetrada contra
Dios por la historia del mundo, a la ignominia más inconcebible. Y precisamente
este grito, con el que expira Jesús, conduce al centurión a la fe.
(Aporte de HANS URS von
BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA,
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 149 s.)
MEDITACIÓN.
La liturgia de este
domingo tiene su cumbre en la lectura de la narración de la Pasión del Señor.
Para muchísimos cristianos es la única ocasión que tienen para escuchar, en el
curso de una asamblea eucarística, esta parte del evangelio.
Algo a primera vista
extraño: la liturgia insertó esta lectura en el cuadro del domingo de Ramos que
se caracteriza por un clima de fiesta y de triunfo. Nuestra celebración de hoy
comienza con Hosanna y culmina con Crucifícalo. Sin embargo, esto no es un
contrasentido, es más bien el corazón del misterio. El misterio que se quiere
proclamar es el siguiente: Jesús se entregó voluntaria mente a su pasión; no ha
sido abatido por las fuerzas superiores a él: Nadie me quita (la vida); yo la
doy de mí mismo (Jn. 10,18). Es él quien escrutando la voluntad del Padre
comprendió que llegó su hora y la acogió con obediencia libre de hijo y con
infinito amor por los hombres: Sabiendo que ha llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el fin (Jn. 13,1).
Las narraciones de la
Pasión están en el origen y no al final del evangelio. Las biografías de los
hombres ilustres comienzan con la narración del nacimiento y terminan con la de
la muerte. La biografía de Jesús (si se puede hablar de biografía) comenzó con
la narración de la muerte y sólo más tarde llegó a la del nacimiento. Las
narraciones de la pasión fueron las primeras que se formaron en la tradición y
que fueron puestas por escrito, tanto que los evangelios han sido definidos:
“Relatos de la Pasión precedidos de una amplia introducción” (Kaeler). El
acuerdo entre los cuatro evangelistas es en esto mucho más grande que en el
resto del evangelio. En cuanto a la trama esencial, el acuerdo es hasta total.
Todas las tentativas hechas a lo largo de los siglos por la crítica no creyente
en este sentido han fracasado. Su descarnada simplicidad, el tono desprovisto
de toda polémica, el rol mezquino que juegan en la pasión los mismos autores de
los evangelios y hasta las mismas incoherencias que los evangelistas no se han
preocupado de eliminar: todo concurre para dar la impresión de un testimonio
objetivo y de primera mano frente al cual las reconstrucciones “críticas”
modernas terminan por aparecer siempre más o menos arbitrarias.
Cuando se lee la
narración de la Pasión con ojos de estudio so o de historiador, el problema
fundamental es: ¿quiénes fueron los responsables de la muerte de Jesús, los
judíos o los romanos? ¿Jesús murió por motivos religiosos (porque se proclamaba
Mesías) o por motivos políticos (como agitador social y rebelde contra Roma)?
Después de la última guerra, la tragedia del pueblo hebreo y la participación
de los cristianos en las luchas de liberación hicieron que este problema
empezara a apasionar a los lectores del evangelio más que cualquier otro. La
investigación más equilibrada ya dio respuesta a estos interrogantes: Jesús fue
condenado al mismo tiempo por los judíos y por los romanos. En su muerte se
realizó una extraña coincidencia de motivos religiosos y de motivos políticos,
aun cuando la responsabilidad más directa parece recaer sin duda -de acuerdo
con la versión evangélica- en los dirigentes hebreos de aquel tiempo (por
tanto, no en todo el pueblo hebreo de entonces, y menos aún, en las
generaciones hebreas posteriores).
Sin embargo, dicho esto,
uno se da cuenta de que el problema no está concluido. Y, en el fondo, ni
siquiera bien propuesto. Queda por explicar por qué motivo “era necesario” que
el Hijo del hombre padeciese (Lc. 24,26). El creyente busca por tanto otro
responsable de la muerte de Cristo. Siente que hay un acusador implacable a sus
espaldas, el cual aun antes de su arresto ya preparó a Jesús el cáliz de la
pasión.
La historia de la pasión
presenta extraños injertos que rompen aparentemente el hilo de la narración: la
historia de la traición de Judas, la negación de Pedro, el lavatorio de las
manos de Pilatos, Barrabás, los dos ladrones. Pero no son cuerpos extraños. En
ellos precisamente está la explicación de todo. Estas historias expresan y
simbolizan la sola gran realidad que llevó a Jesús a la cruz: El llevó nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz (1 Pe. 2,24).
Jesús llevó nuestros
pecados a la cruz y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: Fue triturado
por nuestras iniquidades (Is. 53,5; 1 Fe. 2,24). A David, que furioso buscaba
al responsable del delito que le fue contado por Natán, el profeta respondió:
¡Tú eres aquel hombre! (2 Sam. 12,7). Lo mismo nos responde la palabra de Dios
a nosotros que preguntamos por el responsable de la muerte de Jesús: ¡Tú eres
aquel hombre! Judas que traiciona, Pedro que niega, Pilatos que se lava las
manos, la gente que se calienta con el fuego o que charla, los soldados que
reparten ávidamente la vestimenta del condenado, los ladrones que mataron no
están solos allí: detrás de cada uno de ellos hay muchedumbres y estamos
también nosotros.
Al terminar de leer la
Pasión hemos cerrado hoy el libro, pero ahora sabemos que la historia no ha terminado,
continúa sucediendo. “Los acusadores de entonces están muertos -escribió un
hebreo como conclusión de un apasionado libro sobre el proceso de Jesús-. Los
testigos se fueron a casa. El juez dejó el tribunal. Pero el proceso de Jesús
sigue todavía” (P. Winter). Para él -hebreo- el proceso de Jesús y su pasión
continúan, pero en un sentido bien distinto. En dos sentidos: se renueva en
cada discípulo (y en todo hombre) que sufre y es perseguido, como Jesús, por la
justicia; es renovado por cualquiera que se abandona al pecado porque prolonga
el grito: ¡No a éste sino a Barrabás! ¡Crucifícalo!
Está en nosotros cómo
queremos entrar en la historia de la Pasión. Si como Cireneo que se acerca a
Jesús, hombro a hombro, para llevar con él el peso de la cruz; si como las
mujeres que lloran, como el centurión que se golpea el pecho, como María que
está silenciosa al lado de la cruz; o si queremos entrar en la pasión como
Judas, Pedro, Pilatos o aquéllos que “miraron de lejos” cómo iban a terminar
las cosas.
La narración de la
Pasión que hemos escuchado terminó con la imagen de la piedra rodada contra la
entrada del sepulcro (Mc. 15,46). Nosotros, empero, sabemos que esa piedra no
sirvió: Jesús resucitó y se sentó a la derecha del Padre. Sin embargo, mientras
dure este mundo de dolor y de pecado, él está todavía misteriosamente en la
tumba. No ha resucitado todavía del todo. “Él -escribe un autor del siglo II-
está en la cárcel, está en los sepulcros y en los cepos, está en las cárceles,
está en medio de las ofensas y bajo proceso; porque con los que sufren, sufre
también él” (Actas de Juan). La Semana Santa debe recordarnos sobre todo esto.
“De estos tres misterios (la crucifixión, la sepultura y la resurrección)
nosotros cumplimos en esta vida presente aquello de lo cual es símbolo la cruz,
mientras mantenemos por la fe y la esperanza aquéllas cuyo símbolo son la
sepultura y la resurrección de Cristo. Ahora se dice al hombre: Toma tu cruz y
sígueme (san Agustín, Ep. 55,24). Toda nuestra vida es, en cierto sentido, una
Semana Santa, si la vivimos con coraje y fe, en espera del “octavo día” que es
el gran domingo del reposo y de la gloria eterna.En este tiempo, Jesús nos
repite la invitación que dirigió en el Huerto de los Olivos: Permaneced aquí y
vigilad conmigo (Mt. 26, 38).
(Aporte del Raniero
Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B,
Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 82-85)
Para la reflexión personal y grupal:
¿Qué
provoca en mí la pasión del Señor?
¿Qué me
revela este “amor hasta el extremo”?
ORACIÓN-CONTEMPLACIÓN.
Hay momentos en la vida
en el que nos llega el cansancio ante la lucha por el bien. Estamos por soltar
las armas. Estamos a punto de rendirnos y abandonarnos al mejor postor. “¡No
puedo más. Me abandono!” Que no nos sorprenda el dolor y las dificultades de la
vida: son camino de salvación. Que no nos desanime la vejez, la enfermedad, las
desgracias naturales, las guerras... hemos de caminar confiando en la fuerza
oculta del Reino de Cristo, a pesar del mal que parece rodearnos. Por encima
del mal y del pecado, está el amor de Dios en Cristo Jesús. No dejemos de
caminar. Quizá en esos momentos nos conviene repetir la oración que compuso
Romano Guardini para aquellas horas que no pasan:
Dios viviente nosotros
creemos en Ti.
Enséñanos a comprender la hora en la que parece
que Tú nos has abandonado, Tú, que eres la fidelidad eterna....
Dios viviente, nosotros
creemos en Ti.
Danos la fuerza para resistir cuando todo se hace vano a nuestro alrededor.
Padre, nosotros creemos
en Ti, porque aquello que nosotros llamamos mundo, es obra de tus manos. Tú lo
has modelado, has querido que existiese y sólo de Ti recibe su duración y su
esplendor.
Tú guías todas las cosas. Tú guías también nuestra pequeña vida. La guías en el
misterio de tu silencioso gobierno.
Nosotros debemos confiarnos totalmente sólo de tu amor.
Tu magnanimidad ha querido tener necesidad de nosotros,
Tú has puesto el mundo que creaste, y es tuyo, en nuestras manos, Tú quieres
que pensemos con tus pensamientos
y que obremos de acuerdo con tus decretos.
Cristo Jesús, Redentor
del mundo, que volviste al Padre, cuando "todo fue cumplido".
Tú te sientas a la derecha del Padre en el trono de la gloria,
Y esperas la hora en la que volverás con poder
Para juzgar vivos y muertos.
Nosotros creemos en Ti. Enséñanos a ofrecer en el abandono, la fe que esta hora
espera de nosotros,
porque parece que tu luz ya no luce, y, sin embargo, ella brilla más que nunca
en la obscuridad.
Tú has redimido todo en el misterio de tu amor, lo has redimido todo en tu
obediencia, que es tan grande como el mandato de tu Padre.
Haz que Tu amor por nosotros no sea vano.
Espíritu Santo, enviado
a nosotros, que habitas en nosotros,
a pesar de que los espacios hacen ecos vacíos, como si Tú estuvieras lejano. En
tus manos están todos los tiempos.
Tú ejercitas tu poder en el misterio del silencio y Tú llevarás a término todas
las cosas. Por ello, nosotros creemos en el mundo futuro, en la vida eterna, ¡Y
lo esperamos!
¡Enséñanos a esperar en la esperanza!
Haznos partícipes del mundo futuro, a fin de que en nosotros
encuentre cabal cumplimiento la promesa de la gloria eterna.
Oración final:
“Señor, que
depositaste en tu Palabra tantos tesoros de sabiduría para que podamos
meditarla y encontrar en ella algo de tus riquezas, haz que cuando alcancemos
esa parte de tus tesoros no creamos haber encontrado todo lo que ella contiene.
Te damos gracias, Señor, por lo que recibimos y haz que no nos pongamos tristes
por lo que queda y sobreabunda. Lo que recibimos, es la parte que nos ha
tocado; pero lo que queda es nuestra herencia”. Amén.
Hno.
Javier