11 jul 2013

MEDITACION SOBRE San Lucas 10,25-37.

LECTURA.Leemos el texto de San Lucas 10,25-37. 

MEDITACIÓN.

1. Amar a Dios

El hombre es un peregrino; viajero que no conoce el inmovilismo. Aunque las apariencias le den la sensación de reposo o quietud, jamás respira el mismo aire. Camina por el desierto buscando siempre, aun cuando encuentre, como si avanzara de espejismo en espejismo hacia una meta que no sabe si está dentro o fuera de sí mismo. Pero, ¿qué busca?... O mejor: ¿qué buscamos?

Se lo preguntó un letrado a Jesús: ¿Cómo conseguir la vida, simplemente la vida llena y total, eso que día y noche estoy buscando?

Preguntó para ponerlo a prueba, porque quien sepa responder es un sabio y profeta; de lo contrario de nada sirve su filosofía o su religión. Sin darse cuenta, aquel hombre había puesto el dedo en la llaga. Vivía inmerso en una aparatosa estructura religiosa, tenía toda la experiencia y sabiduría de la ley de los profetas, pero, ¿servía eso para vivir?

En efecto, ¿de qué nos sirve todo lo que tenemos y somos, si en ese todo no está incluida la vida, una vida con sentido, una vida que trascienda el espejismo de hoy y el de mañana?

Por extraño que parezca, pocas veces la teología cristiana ha hecho una pregunta tan concreta. Y si recordamos los años de nuestra formación religiosa, comenzando ya desde el primer catecismo, qué poco se nos dijo de la vida y cuán pocas veces se enfocaron los problemas desde la perspectiva de esto tan urgente y tan universal: vivir.

A menudo las personas que nos llamamos religiosas estamos ocupadas en cumplir una variedad infinita de normas, organizamos esto y lo otro, nos reunimos y discutimos, rezamos y meditamos..., pero ¿todo eso nos hace vivir? ¿Y cuándo se puede decir que una persona realmente vive y no solamente vegeta, o sufre vivir o se resigna a vivir?

En realidad, todo lo que el hombre hace tiene la secreta intención de ser un elemento de vida, y de alguna manera lo es. Pero importa saber si esa vida es -como decía el letrado- "eterna", es decir, plena, auténtica, completa.

Hablamos de un vivir como ser más, recreando permanentemente nuestra existencia desde dentro de nosotros. El que no se recrea a sí mismo no vive; «es vivido» por otros. Y eso se llama dependencia y alienación. El que vive recrea desde su libertad su todo: su yo y su mundo. Eso se llama «autenticidad»: ser uno mismo...

Jesús, como auténtico sabio, no dio una respuesta nueva ni original. Simplemente apeló a la vieja sabiduría humana, a esa corriente vital que recorre a menudo subterráneamente la historia, que a veces desborda y otras se sumerge, permitiendo una y otra vez encontrar sentido al largo caminar. Por eso le preguntó: ¿Qué hay escrito por allí? ¿Qué dice la experiencia de tu pueblo?

La originalidad de Jesús no está en la respuesta que dio al letrado, sino en la conclusión final: «Anda, haz tú lo mismo.» Como si le dijera: Nadie puede hacerte vivir, ni siquiera la religión o la Biblia. Si quieres vivir, camina, construye, recrea. Sé tú mismo. Lo demás son palabras. Y eso lo explicó mejor después con una parábola.

Jesús no le dijo nada «nuevo», sino que cumpliera aquello del amor. Que ame a Dios y que ame al prójimo. Eso es vida. Lo demás es muerte, aunque parezca vida. Lo original no era la idea; ya estaba escrita en la Ley.

Pero sí que amara a Dios con todo su ser. Que amara efectivamente; que redujera todo su aparato religioso a una sola cosa: amar. Eso era más difícil.

Hay cosas en la vida que parecen perogrulladas y, por eso mismo, nadie las cumple. Una de ellas es que lo primero y esencial en la religión es amar a Dios con todo el ser. No es ninguna novedad, y sin embargo...

¿Vivimos el cristianismo como una forma de amor a Dios?

El cristianismo que surge del Evangelio no reconoce otra forma de relación con Dios más que el amor. Sólo el amor. No el miedo al castigo o el deseo de un premio.

No la ley que me obliga bajo pena de pecado mortal, ni la tradición de la familia o del país en el que vivo.

Se nos ha enseñado la ley y los profetas, se nos ha atiborrado de nociones, definiciones, dogmas y normas morales, pero ¿se nos enseñó a amar a Dios? ¿Se nos preparó para una vivencia serena de la fe, para un saber descubrirnos sin temor ante Dios, para darle una respuesta muy «nuestra», salida desde el fondo de nuestra conciencia, amasada de libertad y de convicción personal?

La ley del amor libera interiormente; no ata ni esclaviza. Por eso produce paz y alegría, porque es un amor maduro que sabe recibir y sabe dar.

2. Amar al prójimo

La parábola popularmente conocida como «del buen samaritano» nos dice que el amor al Dios que no vemos debe hacerse realidad en el prójimo a quien vemos. Hoy diríamos que es una parábola de «denuncia» porque pone al descubierto la falsedad de una religión que se contenta con adorar a Dios en el templo, rezar y ofrecerle lo que la ley manda.

En efecto, la ley judía no inculcaba el amor entre judíos y samaritanos; al contrario, preconizaba el desprecio de los heréticos y odiados hermanastros de raza y fe. Pero para amar hace falta hacerse prójimo del otro, sin mirarle la cara, sin preguntarle por sus opiniones. Y esto es más duro que amar a Dios. Por eso aquel letrado tuvo que escudarse en la pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?»

En efecto, la ley prescribía amar al prójimo como a uno mismo, de tal manera que el otro se hace carne de nuestra carne, es decir, hermano. Por eso, quien no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie. Amarse a sí mismo es descubrirse y sentirse como persona. El que ha sabido encontrarse consigo mismo, el que ha roto las dependencias ajenas, el que ha sabido hacer su opción, el que ha sufrido en esa lucha por ser «alguien», podrá amar al otro de la misma manera: como alguien, como persona, deshaciéndose tanto de la indiferencia -como el levita y el sacerdote- como del odio o de la opresión.

A menudo los cristianos no amamos a los demás porque no se nos ha enseñado a amarnos a nosotros. Me refiero a esa ascética religiosa mezcla de dureza y de masoquismo con uno mismo. Después nos volvemos duros con los demás. Y a eso lo llamamos "virtud", como si la ternura no fuese más virtud que la dureza.

Si nos odiamos a nosotros, si vivimos una fe sombría y triste, si no descubrimos la alegría de vivir cuidando nuestro cuerpo y nuestra psique, si reprimimos en nosotros los impulsos del amor y de la ternura, ¡pobre del prójimo a quien amemos de la misma forma!

Por lo tanto, hay dos maneras de no amar al prójimo: una, la de los que no saben amarse a si mismos; o sea: la de los que no han descubierto aún su libertad interior y el gozo sereno de estar en el mundo. El masoquismo siempre se une al sadismo, y cuando nos odiamos a nosotros, terminamos odiando al prójimo. Dicho simplemente: cuando vivimos «amargados», terminamos amargando a todo el mundo que nos rodea, pues nadie puede dar lo que no tiene.

Y está la segunda manera de evitar el amor al prójimo: a eso se refiere la parábola. Se trata de los que están dispuestos a amar a todo el mundo, pero nunca encuentran a nadie a quien amar. Son los que preguntan: ¿Dónde está mi prójimo?

Cada uno de nosotros tiene en algún rincón de su corazón a aquel letrado de la ley que, queriendo justificarse, preguntó: ¿Y quién es mi prójimo?

Cuando llega el momento del compromiso, siempre encontramos la excusa salvadora, la pregunta inteligente.

Siempre hay un motivo para prolongar las discusiones, los diálogos, las mesas redondas, los congresos y las reflexiones... y acabar diciendo: «Es un gran problema... Hay que pensarlo bien... No podemos improvisar... Uno nunca sabe lo que puede pasar...» O bien: "Hay que unirse a los demás, pero sin fiarse demasiado... Es cierto que los pobres sufren, pero poco les gusta el trabajo... Se podría hacer mucho por los niños, pero antes hay que reformar a sus padres..." Y así sucesivamente. Es increíble cómo se nos agudiza la inteligencia cuando hay que pasar de las palabras a las obras.

La palabra de Jesús de hoy nos desenmascara y deshace nuestra trampa. Pocas parábolas tan claras como ésta: Alguien está tirado en el camino. No importa su nombre, país, sexo o edad. Bástenos saber que es un hombre que necesita de otro hombre para vivir.

Podemos pasar con alma de levita o sacerdote del templo: con los ojos bajos y cara de piadosos, pensando lo contento que estará Dios por lo bien que cumplimos con el acto litúrgico. Cumplimos hasta el último ritual, incluida la moneda en la alcancía. Pero el ritual no nos dice qué hacer con un hombre necesitado. Lo mejor será «seguir de largo dando un rodeo».

Podemos llegar también con alma de samaritano y descubrir que ese hombre tirado en medio del camino no pertenece a nuestro país, raza, credo o condición social. Y precisamente por eso nos acercamos y, no contentos con prestarle los primeros auxilios, hacemos que otros hagan lo que resta para que ningún detalle sea descuidado. La parábola relata cuidadosamente hasta la cuantiosa suma que el samaritano dejó al dueño de la posada...

Y la misteriosa pregunta de Jesús: «¿Quién de los tres fue prójimo del hombre caído?» Hubiéramos esperado más bien la otra pregunta: ¿Quién amó más a ese prójimo?, porque el prójimo es el otro.

No. «Prójimo» no es alguien que está cerca de nosotros y con el que inevitablemente debemos relacionarnos.

Lo importante es sentirse prójimo del otro; o sea, cercano a uno mismo; tan cercano que se lo ama como a uno mismo. Los tres vieron a aquel hombre caído; pero uno solo se sintió identificado con él; uno solo lo cuidó como se hubiera cuidado a sí mismo.

Con esto, Jesús nos indica claramente que el amor al prójimo es mucho más que la simple simpatía hacia un amigo, la camaradería o la defensa de los que pertenecen a nuestra familia o nación. Es un amor, fruto de una renuncia y del olvido de uno mismo para hacernos «uno-mismo-con-el-otro». Si el amor a Dios es sin límite alguno, tampoco puede haber límite en el amor a los que no-son-yo pero que debo amar como si fueran yo...

La conclusión final es decisiva: Si queremos vivir de veras y no hacer de esta vida un infierno o algo parecido, cumplamos al pie de la letra este evangelio.

La parábola puede ser escrita hoy con otros nombres y personajes: países desarrollados y subdesarrollados, norte y sur, este y oeste, cristianos y no cristianos, blancos y negros...

Larga es la lista de los anti-prójimos que devuelven actualidad a esta vieja página evangélica. No se trata de amar al que nos ama: eso lo hace cualquiera; no se trata de fraternizar con los que están en nuestra acera. Quien quiere vivir con total intensidad, quien ha roto sus dependencias internas, debe también romper tantos convencionalismos como separan a los hombres, sea por egoísmo, sea por afán de dominio o, simplemente, por la relativa circunstancia de que hemos nacido en este lugar y otros han nacido algunos kilómetros más allá...

Está bien la patria, el hogar y la pequeña comunidad de cada uno; pero eso es una simple circunstancia intrascendente. Lo que trasciende y lo que hace avanzar la conciencia de la humanidad es lograr un poco más de «proximidad» los unos con los otros.

El cristiano debiera tomar la iniciativa también en esto: hacerse prójimo del otro; crear proximidad afectiva allí donde no la hay.

Al fin y al cabo, cualquiera ama al prójimo. Eso lo cumplen hasta los paganos, decía Jesús. El cristiano es invitado a crear proximidad, a romper barreras, a destruir el odio y la indiferencia.

Es el camino de la vida. Lo demás es muerte...

(Aporte de SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 109 ss.)

 

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